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RECORRIERON el camino de regreso a la mansión Marlborough en silencio. Atticus e Ian ocupaban uno de los dos bancos del carruaje y Olivia iba sentada enfrente. Ella miraba por la ventana de la derecha e Ian por la de la izquierda. Atticus tenía los ojos cerrados, para ver si así encontraba el valor necesario para enfrentarse a su hijo casi recién nacido.

Trenton Oliver Harlow, futuro duque de Marlborough, había tardado veinte horas en nacer. Las peores veinte horas de la vida de Atticus. Y sólo había estado con su madre cinco minutos, el tiempo necesario para que ésta le diera un beso y una sonrisa. Atticus había estado presente durante todo el parto. La comadrona había tratado de echarlo varias veces, pero en cuanto las cosas se torcieron dejó que se quedara.

El carruaje se detuvo y un lacayo corrió a abrirles la puerta. Olivia fue la primera en descender; probablemente habría esperado a que sus dos acompañantes hicieran lo mismo, pero los llantos del pequeño, procedentes del interior de la mansión, la obligaron a entrar de inmediato.

Atticus e Ian la siguieron, aunque se detuvieron en la entrada y permitieron que Jeffreys, el mayordomo de la familia, se ocupase de sus abrigos y sus sombreros. Cuando los hermanos Harlow subieron la escalera, descubrieron que Trenton sólo se callaba en brazos de su tía.

—Olivia, ¿puedes quedarte una temporada? —le pidió Atticus al instante—. Alicia lo habría querido así —añadió, para asegurarse de que no se negaba.

—Por supuesto, no tengo que regresar a la academia hasta dentro de unos meses —contestó ella, acunando al pequeño.

—¿Academia? —preguntó Ian.

—Olivia es maestra —le explicó Atticus a su hermano. En realidad, lo que la joven hacía en aquella academia era algo más que enseñar, pero a su cuñada no le gustaba hablar del tema con desconocidos y Atticus iba a respetar su intimidad. Si ella lo estimaba pertinente, ya se lo contaría a Ian—. Tú también vas a quedarte una temporada, ¿no?

—Claro, no tengo que…

El airado llanto de su sobrino le impidió continuar.

—Será mejor que me lo lleve a su dormitorio —dijo Olivia, que todavía llevaba puesto el abrigo y los guantes. Sin esperar a que le respondiesen, se alejó de allí.

Atticus se quedó mirando a Trenton. Olivia lo tenía apoyado en el hombro derecho y el pequeño lo miró a los ojos mientras se alejaba por el rellano, o eso creyó el duque. Quería a su hijo. Lo quería mucho. Y sabía que el niño no era el culpable de la muerte de Alicia, de verdad lo sabía, pero no se veía capaz de sostenerlo en brazos sin llorar, sin lamentar que, para tenerlo a él allí, hubiese perdido a la persona que más había amado en el mundo.

—¿Qué es lo que tienes que hacer? —le preguntó a Ian de golpe para alejar esos oscuros pensamientos de su mente, aunque fuese sólo durante unos instantes.

—Vamos a tu despacho y te lo cuento todo —ofreció su hermano, convencido de que Atticus tenía que sentarse un rato.

Éste lo precedió por el pasillo y abrió la puerta de la estancia que había ocupado el padre de ambos antes que él y que algún día ocuparía su hijo. Sin decir nada, se acercó al armario donde guardaba el whisky y sirvió dos copas. Bebió un sorbo y agradeció la quemazón que sintió en la garganta.

—Te escucho —le dijo a Ian y señaló un par de butacas que había delante de la chimenea para que fueran a sentarse.

—¿La señorita Roscoe va a quedarse? —Ian decidió que ya le contaría más tarde que tenía intenciones de irse a América, ahora le interesaba más saber qué iba a hacer Olivia Roscoe, aquella mujer que lo miraba como si fuese un energúmeno.

—Sí. Cuando Alicia tuvo el presentimiento de que el parto se adelantaría, le pidió a su hermana que viniese a instalarse aquí con nosotros. —Atticus giró la copa entre los dedos y se quedó mirando el líquido—. Siempre estuvieron muy unidas.

—¿Trabaja en una academia para señoritas? —No sabía muy bien por qué, pero no terminaba de encajarle que la joven dedicase su vida a enseñar a bordar a señoritas de la buena sociedad.

—No exactamente. Me alegro de que haya decidido quedarse, Trenton la necesitará. —Carraspeó y cambió de tema—. Creo que no te he dado las gracias por haber venido, Ian.

—No digas estupideces. ¿Cómo querías que no viniera? Deberías haberme escrito antes.

Atticus sabía que su hermano estaba siempre muy ocupado tratando de salvar el mundo; cuando no estaba peleando por mejorar las condiciones de los trabajadores de la ciudad, estaba buscando el modo de aumentar la productividad de los campos. Por más que él le dijera que no hacía falta que trabajara tanto, Ian no cejaba en su empeño. Era como si tuviera que demostrarle algo al resto del mundo. O a sí mismo.

—Lo sé, supongo que no quería creer que Alicia corría peligro. Dios, si no la hubiera dejado embarazada…

—No digas eso, Atticus. Ella no te lo toleraría.

Su hermano levantó la comisura derecha del labio en un amago de sonrisa, sí, su esposa no le toleraría que se arrepintiera de haberla amado.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

—Supongo que un mes, dos a lo sumo. No sé si recordarás que te hablé de Bradshaw Verlen, un hombre de negocios de Nueva York.

—Me acuerdo, lo conociste cuando estuviste en América, ¿no?

—Exactamente. Verlen vino a verme poco tiempo después de tu boda. Su padre era carnicero y él ahora posee una fortuna que deja en ridículo la de muchos nobles ingleses. Todo el mundo cree que ha venido a Inglaterra a comprar una esposa, y quizá lo haga, pero la verdad es que está buscando un socio para invertir aquí. —Vio que Atticus lo escuchaba con atención y siguió con el relato—: El modo de pensar de Verlen es muy similar al nuestro, quiere enriquecerse, pero al mismo tiempo se preocupa por sus trabajadores. Hemos estado hablando de varios proyectos, pero antes de decidirme, ambos coincidimos en que sería conveniente que yo fuera a Nueva York una temporada, así podría ver en persona cómo trabaja.

—No nos hace falta —le recordó su hermano. Gracias a la buena cabeza de ambos, los Harlow podrían pasarse varias generaciones sin trabajar.

—Es verdad, pero piensa en todo lo que podríamos hacer, Atticus. Además, América es una tierra llena de nuevas oportunidades y sin los prejuicios de nuestra querida aristocracia.

—Prejuicios que tú alimentas al negarte a defenderte de todos esos rumores.

—No vale la pena. La gente que me importa sabe la verdad y los demás pueden irse al infierno.

Atticus levantó una ceja ante la vehemencia de su hermano menor.

—De todos modos —prosiguió éste—, ya le he escrito a Verlen para decirle que pospondré mi viaje. Él se quedará en Londres dos meses más y luego ya veremos. Ahora, lo más importante sois tú y Trenton.

—Estaré bien, Ian. Si tienes que irte, no hace falta que te quedes a cuidarme —respondió Atticus a la defensiva, no estaba acostumbrado a que su hermano pequeño se preocupase por él.

—Quiero quedarme, así podré estar con Trenton. No quiero que se olvide de su tío preferido.

—Eres su único tío.

—Ya. Mira, ¿por qué no vas a acostarte un rato? Yo me quedaré aquí y revisaré el correo. No tenemos que decidirlo todo ahora.

Atticus lo miró y se preguntó cuándo se había vuelto tan sabio.

—Tienes razón, estoy muy cansado. Lo mejor será que me tumbe un rato. —Se puso en pie y caminó hasta la puerta—. Me alegro de que estés aquí, Ian.

—Yo también —dijo él al verlo irse por el pasillo.

Tal como le había dicho a Atticus, se quedó un rato en el despacho, ocupándose del correo. Había un montón de cartas dándoles el pésame, pero sólo unas cuantas parecían sinceras. El resto apestaban a frivolidad, y, en un par Ian incluso creyó encontrar veladas insinuaciones acerca de posibles candidatas para ocupar el puesto que Alicia había dejado vacante. Cansado, respondió las que creyó dignas de respuesta y las demás las echó al fuego; así se ahorrarían un par de troncos.

En el transcurso de la última hora se había quitado la corbata, la americana y el chaleco y, tras poner orden en la mesa de Atticus, se dirigió a su dormitorio a descansar. Llevaba casi dos días sin dormir. Estaba en Londres cuando recibió la misiva en la que su hermano le contaba que temía por la vida de su esposa y la de su hijo no nacido, así que salió hacia la mansión Marlborough sin ni siquiera detenerse a coger algo de equipaje. Cabalgó frenético durante casi dos días y, cuando llegó, Trenton ya había nacido y Alicia había muerto. Y Olivia Roscoe lo condenó con la mirada. En ese momento, apenas se dio cuenta, pero ahora lo recordaba con absoluta claridad; en cuanto cruzó el umbral, ella lo miró como si fuera el peor ser humano sobre la faz de la tierra. ¿Por qué? ¿Porque había llegado tarde? Había hecho todo lo posible. Exasperado, se pasó las manos por el pelo y suspiró resignado. Estaba demasiado exhausto como para tratar de encontrarle sentido a la reacción de Olivia y no se veía capaz de plantearse por qué le importaba tanto.

Todavía no había ido a su dormitorio; antes del funeral, se había cambiado en la habitación de su hermano porque no quería dejar solo a éste, pero seguro que su dormitorio seguía tal como lo había dejado antes de mudarse definitivamente a Londres, un año atrás.

Abrió la puerta y lo primero que pensó fue que se había equivocado. Dio un paso hacia atrás y volvió a mirar. No, no se había equivocado, aquélla era la puerta de su dormitorio, pero allí no había ni rastro de su cama de roble negro, ni de su escritorio. Ni tampoco estaban sus libros. En su lugar había una cuna, un caballo de madera, una alfombra que irradiaba calidez y una mecedora. En ésta estaba sentada Olivia, que se llevó un dedo a los labios para indicarle que no hiciese ruido.

Ian dio un paso, procurando que la madera no crujiese bajo su peso y cerró la puerta. Quizá no debería haber entrado, pero por nada del mundo habría sido capaz de irse. La joven iba en bata y llevaba el pelo castaño recogido en una larga trenza que le caía por encima del hombro derecho. Trenton estaba acurrucado en el hueco de su brazo izquierdo, mientras ella le cantaba una nana, que iba alternando con cariñosos besos en la punta de la nariz y en la frente. Sujetaba una mano de su sobrino entre los dedos y lo miraba con tanto amor que Ian tuvo que quedarse. La canción que cantaba era una nana que su madre solía cantarle a él de pequeño y la volvió a echar de menos. Cerró los ojos y pensó que era muy injusto que Alicia hubiese muerto, pero que Trenton tenía suerte de tener a una tía que lo quisiese tanto.

Olivia terminó la canción y le dio un último beso al pequeño; tras asegurarse de que estaba completamente dormido, se levantó con cuidado de la mecedora y lo llevó a la cuna. En cuanto dio el primer paso, Ian, que estaba apoyado en la pared, abrió los ojos y los clavó en los de ella y Olivia se obligó a recordar que por muy maravilloso que pareciese el exterior de Ian Harlow, su interior estaba completamente vacío, a pesar de que era evidente que adoraba a su sobrino.

Él se acercó a la cuna y se quedó mirando a Trenton. Todavía no lo había cogido en brazos y, al parecer, tendría que esperar a que se despertase para poder hacerlo, pero se moría de ganas. El pequeño era la mezcla perfecta entre Atticus y Alicia; tenía la mirada azul de su madre y el mentón voluntarioso de su padre. Seguro que sería un gran duque. Con mucho cuidado, le acarició la cabecita; el niño debía de estar tan cansado que ni siquiera se movió. Entonces, Ian desvió la vista hacia la derecha y vio que Olivia seguía allí y que le estaba haciendo señas para que se dirigiese a la habitación contigua. En ésta se había instalado su preceptor cuando eran pequeños e Ian la había utilizado más tarde como despacho. Cruzó el umbral y comprobó que aquella estancia también había cambiado considerablemente; la ropa de la cama era blanca, con un marcado toque femenino, y había un jarrón con flores encima de la mesa. La pequeña chimenea, igual que las del resto de la mansión, estaba encendida y frente a ella estaba Olivia Roscoe, con la bata más recatada que había visto nunca, esperándolo.

—Lord Harlow —dijo ella—, veo que no le han informado de que sus cosas están en otra habitación.

—Llámeme Ian, señorita Roscoe, por favor —ofreció él y esperó a que ella hiciese lo mismo, pero al ver que no iba a darle tal libertad, prosiguió—: No, no me han informado.

—Lo lamento.

—No se preocupe, es evidente que han sido unos días muy difíciles para todos. —Ian había visto llorar a varias doncellas e incluso Jeffreys, el adusto mayordomo, había derramado unas lágrimas por la muerte de la joven duquesa.

—Así es. Sus cosas están en la habitación verde, lord Harlow. —No iba a llamarle por su nombre—. Así está más cerca de su hermano.

Que lo llamara por su título pero con aquella especie de crítica implícita lo puso a la defensiva. ¿Qué diablos le había hecho a aquella mujer para provocarle tal animosidad?

—Veo que usted está instalada aquí —dijo, sopesando mentalmente si debía preguntarle directamente qué le pasaba.

—Sí, quiero estar cerca de Trenton.

En ese momento sopló el viento y la ventana retumbó. Aquella ventana siempre había sido algo especial, el señor Tumpleton, el viejo preceptor de los Harlow, siempre se quejaba. Ian era el único que había conseguido dar con un pequeño truco para fijarla, así que, sin pensarlo, se encaminó hacia ella, le dio un ligero golpecito en el marco izquierdo y apretó una bisagra.

—Ya está, así no se moverá —dijo, de espaldas a Olivia y, cuando se dio media vuelta se quedó sin habla.

Ella seguía de pie frente al fuego y las llamas la iluminaban desde atrás. Nunca había visto a una mujer tan bella. Le costó incluso respirar. Olivia tenía unos ojos castaños llenos de secretos y de promesas y, al parecer, él la ponía nerviosa, porque no podía dejar de morderse el labio inferior. Tenía la piel blanca y los pómulos con un ligero rubor que quizá era resultado de la vergüenza o del calor. Ian nunca había visto a una mujer con menos ganas de seducirlo y jamás ninguna lo había seducido tanto. Carraspeó y desvió la vista hacia la mesilla de noche. Encima había un par de novelas y un cuaderno sobre el que descansaba un tintero. Miró a la joven de nuevo y vio la inconfundible mancha de la tinta en su mano derecha, no le costó nada encontrarla, porque él también solía mancharse. ¿Qué estaba escribiendo? Ian sintió la imperiosa necesidad de saberlo, de preguntárselo, pero entonces cayó un rayo y reaccionó.

—Buenas noches, señorita Roscoe.

Se apartó de la ventana y se dirigió hacia la puerta que unía el dormitorio de Olivia con el de Trenton, no quería que nadie pudiese creer que salía de la habitación de ella; el servicio de Marlborough era muy discreto, pero no había ninguna necesidad de crear un malentendido.

Pasó a su lado y cometió el error de respirar hondo; su aroma a ropa limpia estuvo a punto de hacerlo caer de rodillas. ¿Desde cuándo lo atraía el olor del algodón? Él siempre había preferido el de la seda; aunque las mujeres que solían llevarla sabían que no podían esperar nada de él. Ian creía en el amor, pero también sabía que todavía no había encontrado a una mujer a la que amar y por eso limitaba sus relaciones al aspecto físico. No quería hacerle daño a nadie y las tres amantes que había tenido a lo largo de su vida seguían teniéndolo en gran estima; de todas ellas se había separado como amigo.

Desde pequeño, Ian había sentido un gran respeto hacia el amor; había visto de lo que ese sentimiento era capaz. Había hecho que un hombre como su padre se enfrentase a toda la sociedad inglesa y había dejado desolada a su madre cuando se quedó viuda. El amor había hecho sonreír a Atticus y lo había hecho llorar hasta secársele el alma. Era un sentimiento muy poderoso e Ian sabía que cuando él se enamorase sería para siempre. Y por eso tenía tanto miedo. Negó con la cabeza. ¿A qué venían esos pensamientos? En esos momentos tenía que pensar en su hermano y en su sobrino, no en una mujer a la que quizá no conocería nunca.

—Buenas noches, Ian —lo despidió Olivia en voz baja.

Él sonrió. Quizá nunca era demasiado tiempo.

Tras el extraño encuentro con Ian la noche anterior, Olivia se despertó decidida a darle una oportunidad. A las jóvenes que acudían a la academia les decía que, si bien tenían que ser cautas, también tenían que seguir confiando en los demás; si no querían que los otros las tratasen con prejuicios, ellas no podían hacer lo mismo. Abrió su cuaderno y releyó sus anotaciones del día anterior, todavía tenía que trabajarlo más, pero seguro que ese método funcionaría. Gracias a la tía Harriet, Olivia y Alicia se habían salvado de terminar convertidas en meras cortesanas. Les enseñó que una mujer podía valerse por sí sola, pero que para ello tenía que estar preparada y bordar y tocar el piano no servía para nada; por eso les enseñó a leer y a escribir, matemáticas, geografía, política, de todo. Libro que caía en sus manos, libro que las obligaba a leer. Alicia, que tenía un carácter más dulce y no tenía tantos problemas para obedecer las estúpidas normas de etiqueta de la aristocracia, aceptó encantada el puesto de dama de compañía. Y dado que desempeñándolo conoció a Atticus, Olivia no tenía más remedio que alegrarse de que lo hubiese hecho. Pero la pequeña de las Roscoe, quizá por su carácter fuerte, o quizá porque sentía adoración por su tía, estaba convencida de que los aristócratas eran los culpables de todos los males de la sociedad, prueba de ello eran las doncellas que se quedaban embarazadas de sus señores. Eso las que tenían suerte, porque, en ocasiones, un embarazo era el menor de los males. Con el dinero de la herencia de Harriet y convencida de que no había mejor modo de honrar la memoria de ésta, Olivia abrió una pequeña academia, un refugio para todas esas mujeres; y, con la ayuda de Atticus y de algunas amigas de Alicia, dicha academia había prosperado mucho en el último año. Las dos hermanas, asesoradas por el esposo de la mayor, contrataron a una directora; de ese modo, Olivia podía dedicarse a dar clases, que era lo que más le gustaba, en especial de lectura. Enseñar a leer era muy difícil y más si el alumno en cuestión estaba convencido de que no podría aprender, pero ella nunca se desanimaba, no descansaba hasta conseguir que todas las mujeres que pasaban por su academia fueran capaces de defenderse en un mundo pensando para hacerles daño.

Se vistió y fue a ver a Trenton. El niño estaba con su ama de cría y Olivia se acercó para darle un beso.

—Volveré después de desayunar —le dijo al ama.

—Descuide, señorita —le respondió la mujer, una rolliza inglesa de mejillas sonrosadas.

Bajó la escalera y entró en el comedor, convencida de que allí encontraría a Atticus, pero el hombre que estaba sentado a la mesa era otro.

—Buenos días, señorita Roscoe —la saludó Ian poniéndose en pie para recibirla.

—Buenos días.

—Atticus sigue durmiendo —le explicó, al ver que ella se extrañaba de no encontrar a su hermano mayor—. No he querido despertarlo, necesita descansar.

—Por supuesto.

Esa mañana, Olivia había elegido un recatado vestido negro y, aunque no llevaba el pelo recogido en la preciosa trenza que Ian le había visto la noche anterior, tampoco había optado por el tirante moño del funeral.

—He conocido a la señora Tacher —dijo Ian al reiniciar la conversación—. Me ha dicho que Trenton es el recién nacido más listo que ha visto nunca.

—Es una aya muy buena. La eligió Alicia. —Cogió un panecillo de la bandeja que había en el aparador y un poco de mermelada—. Al principio no quería, ella siempre decía que quería criar a sus hijos, pero Atticus la convenció, le dijo que, aunque estaba seguro de que era muy capaz de hacerlo, no quería que se cansase tanto. Creo que al final llegaron a una especie de acuerdo… —Olivia dejó la frase a medias y tragó saliva.

—Estoy convencido de que su hermana habría sido una madre excelente, igual que lo será usted, señorita Roscoe.

—Llámame Olivia —le pidió ella con un sonrojo que cubrió al instante con la siguiente pregunta—: ¿Por qué lo dices?

—Por el modo en que mirabas ayer a Trenton —contestó él, como si la respuesta fuese evidente.

—No se había despertado —confesó Olivia de repente sin saber por qué—. Ayer por la noche, Trenton no se había despertado —explicó, al ver que Ian enarcaba una ceja—. Fui a cogerlo en brazos.

—Yo todavía no lo he hecho —le dijo él con una sonrisa, agradecido por aquel instante de sinceridad—. Y me muero de ganas. Nunca he cogido a un bebé en brazos.

Tras esas frases se quedaron en silencio e Ian bajó la vista hacia el periódico que tenía abierto al lado. Olivia aprovechó aquellos instantes para estudiarlo; era evidente que llevaba horas despierto, pues junto a ese periódico que tenía a medias había dos más que ya había desechado y también tenía un cuaderno lleno de anotaciones. Frente a él había dos tazas de café vacías y cuando levantó una mano para tocarse la barba, vio que tenía un par de dedos manchados de tinta. Miró su propia mano y se aseguró de que la llevaba limpia, acto seguido sonrió.

—¿Ian?

—¿Sí?

—Dentro de un rato iré a buscar a Trenton. Pasearemos por el jardín y, si brilla el sol, me acercaré a la iglesia para que esté cerca de las rosas de Alicia. Si quieres —desvió la mirada que hasta entonces había conseguido mantener fija en él—, si no estás muy ocupado, puedes acompañarnos.

Ian cerró el cuaderno y le sonrió con los ojos.

—Nada podrá impedírmelo. Será un honor acompañaros, Olivia.

Atticus estaba de pie frente a la ventana cuando vio salir a Olivia, Ian y Trenton y justo entonces tuvo un ataque de tos. Maldita fuera. Se llevó un pañuelo a los labios y lo apartó salpicado de sangre. Cada vez le quedaba menos tiempo. Se estaba muriendo y hacía tiempo que lo sabía. Había empezado a sospecharlo cuando Alicia estaba de cuatro meses y por eso le pidió al doctor Lundrop que fuera a visitarlo un día que su esposa había salido de compras con su hermana. El doctor Lundrop le confirmó lo que él ya sospechaba: tuberculosis. Irreversible. Mortal. Atticus convenció al médico de que no dijera nada a nadie y, dado que nadie osaba desobedecer a un duque, su secreto había estado a salvo durante todos aquellos meses. A Alicia no se lo había dicho porque no quería preocuparla, Atticus tenía intención de contárselo más adelante, después del parto, pero el cruel destino se había reído en su cara. No sabía cuánto tiempo le quedaba, pero a juzgar por la fiebre que solía atacarle de noche y por la sangre que cada vez aparecía con más frecuencia en sus esputos, no demasiado. Una parte de él se alegraba de poder reunirse con su amada esposa, pero otra se resistía a abandonar el mundo sin antes asegurarse de que Trenton sería feliz. Desvió de nuevo la vista hacia la ventana y se aferró al marco de la misma para controlar el mareo.

—Debería decírselo a su hermano, excelencia —dijo Jeffreys a su espalda. El mayordomo había descubierto su secreto semanas atrás, al encontrar una camisa manchada de sangre.

—Todavía no, Jeffreys, todavía no.