Sé que debiera contar la vida de Claudio Prego, el pintor terrible que murió, no hace mucho, asesinado en Malí. El pintor de las oscuras fuerzas terrestres y eróticas. Mas ocurre (sin que ello me excuse de cumplir, en otro momento, la promesa) que una de las últimas historias que vivió —o en la que se vio envuelto— en Madrid me resulta más urgente, y tan cercana —indirectamente— al propio Claudio que, al contarla, siento develar su imaginario más hondo, la razón de su obra, si creemos —como me sucede a mí— que toda creación de arte es hija, no de la vida común de su creador (de su vida superficial, digamos) sino de una vena profunda que, en ocasiones, se confunde con lo real, aunque no coinciden sino que se alumbran… Un profesor debe explicar. Y yo quise ser profesor de arte. No más datos.
Claudio Prego fue compañero mío de universidad, pero lo que nos unió —años después— no fue el arte, sin más, sino el cuerpo del arte vivo. Ambos parecíamos tener, unos años (cuando más coincidíamos en las noches del mal mundo) una desmedida y pletórica adoración por la belleza juvenil de los cuerpos. Ambos —eran los primeros años setenta— fuimos promiscuos y voraces de carne joven. Lobos de estepa. Sacerdotes del culto prohibido. Luego yo explicaba la belleza de Velázquez o de Zurbarán (mi especialidad es la pintura española del Siglo de Oro) y Claudio pintaba figuras y manchas masculinas, un expresionismo a medias figurativo, a medias abstracto, frecuentemente —pese a lo híspido y duro— de una incontestable y hasta suave belleza.
Pasado el tiempo —aparecida la madurez, como una diosa marchita— pensé (y pienso aún, sin demasiada fortuna) que era mi obligación interior —y mi felicidad— asentar mi vida, buscar una pareja, un amor: estabilizarme. Ese sentimiento «burgués», Claudio Prego jamás lo tuvo. Y a veces, algunas noches, yo cedía a la tentación (muy grata, a qué negarlo, pese a mi sentimiento interior de culpa) de acompañarlo, noche adentro otra vez, al mal mundo. Ese espacio nocturno donde la vida resulta salvaje y pura. Agreste y tierna. Claudio —en los bares perdidos, en los garitos de mal nombre, discotecas de amanecida— se sentía a gusto, confortable. Esos lugares —íntimamente— le parecían «la vida». Y el término —tan ancho, tan marítimo— nunca acepta adjetivos.
Una de aquellas noches en que fui arrastrado —y mucho, muy lejos— hacia la oscuridad, al entrar en un bar que antaño había sido famoso como recinto de prostitución, pero que, al decir de Claudio, estaba entonces «muerto, asesinado por las drag–queens», el pintor vio, apenas apoyado en la barra, a alguien que lo sobresaltó por entero.
—¡Joder, qué maravilla!
La maravilla era, naturalmente, un chico. Un muchacho muy moreno y de ojos azules (muy azules) y de un perfil —o una cabeza— exactos. Esa fijeza griega era fundacional para el pintor expresionista, que, en medio de las terribles espadas del color y la arena, en medio de manchas dolomíticas, pintaba un rostro perfecto, casi renacentista. Luego todo se volvía turbulento, pero el rostro, la efigie —lógicamente— no lo sabía.
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Este ser precioso —aunque el tiempo haya de ser inclemente— era cubano y de nombre Vladimir. Había salido de Cuba, parece que definitivamente (eso contaba, al menos) con un hermano suyo, mayor, disidente político, que había tenido, vitalmente, que huir de la isla. Tenía, en efecto, un hermano mayor —con el que a ratos vivía— pero no se supo si era político discordante o traficante de asuntos variopintos. Lo que no comento con negatividad ninguna, ya que ese camuflaje contra la burguesía —contra la vida ordenada— llenaba de placer a Claudio, y a mí tampoco me disgusta. El político le producía desdén y el truchimán lo encandilaba. El caso es que Claudio Prego sufría (sólo en horas de borrachera, pero terriblemente) por reconciliar su cristianismo básico con el desorden pagano —otro orden, en realidad— en el que de veras creía. «¿Qué diría mi madre si me viera?», era uno de sus autorreproches más borrachos, cuando estaba muy bebido. También, creo yo, Claudio debió de pensar en su madre (en silencio) al llenarse de admiración por Vladimir, desde el instante en que lo vimos, brillantes los ojos azules, y los labios húmedos, como suelen estar en la juventud…
El cubano —nada inexperto en el trote— percibió enseguida la mirada estupefacta del pintor y se acercó, lentamente, con un delicadísimo atisbo de sonrisa… El chico tenía veinte años —acababa de cumplirlos— pero aparentaba algo menos. ¿Cómo describir lo que es hermoso sin sobrecargarlo de adjetivos suntuarios? Quizá bastase decir: Vladimir era delicadamente suntuoso. Fulgente. Un muchacho eterno en la gloria perfecta del instante. Con una peculiaridad, hecha para inquietar y seducir más a Claudio: miraba provocando, esguinzando, algo esquinero. Como los chicos malos. Un dulce canalla. La mirada de Rimbaud debió de ser así: una invitación a la lejanía. Como si dijera: «Ven, no tengo término. Nos cubriremos de muerte… Pero esa muerte es una imagen esplendorosa de la vida…».
Vladimir, bebiendo un whisky, susurró al oído de Claudio:
—Soy carito, mi amor. ¿Quince mil?
Y casi le tocaba la oreja con la lengua, en un atisbo de la salivita… El momento de un encuentro (el ensalzamiento de la novedad y la aventura, su gloria) para muchos buscadores de hermosura es el instante supremo de la explosión. El estallido puro del deseo. El deseo mismo. (La vida en cambio, dice un poeta brasileño, nos arrastra en su caudal y nos dilapida en actos y hechos superficiales). Pero en el deseo —en la mirada turbia y dulce del chico cubano— esa vida también es una poesía. Naturalmente, Claudio y Vladimir, aquella noche (después de dos o tres copas) se fueron juntos del bareto. Claudio era rico —vendía muy bien en Nueva York— y nunca fue tacaño con los vendedores de amor, para él, la flor perfecta del mal mundo.
Días más tarde (y aunque yo fingía no querer saber nada, porque quería un amor menos excepcional) el turbulento pintor me narró algunas pinceladas de lo que parecía una pasión fuerte:
—Es guapo y es sabroso, tío. El acaramelado ese del Caribe. La boca se te mete hasta el fondo y luego, en ese cuerpito de maravilla, aparece una pinga oscura, grande y bonita, como una pitón, que se estira y amenaza… Pero el chico es muy machito. Y aunque los ojos le brillan como la dulzura al chaval, y se pringa de sudorcito del bueno, es muy machito él y ni modo. No quiso que lo follara. Así es que, como yo andaba saliéndome de ganas, se la chupé como una loba, hasta que se corrió en mi cara… ¡Joder, tío, como un helado caliente! ¡Qué cabronazo! Y yo le agarraba los culitos duros, apretados, y me moría, me estaba muriendo con la mano misma…
No he avisado —o no suficientemente— sobre el estilo personal, voluntariamente bronco, de Claudio Prego. Sus gustos sexuales, en sentido preciso, nunca los tuve claros. Si era activo, pasivo o froterista —como los distingos que se hacen— o de todo un poco, como la mayor parte de los gays. Le gustaba, eso sí, que hubiera «morbo», esa extraña pulsión de la libido que calienta la imaginación con lo insólito, lo raro o lo imaginado, no necesariamente —como se piensa— prohibido. Vladimir lo encelaba por lindo y por «machito», voz a la que Prego unía esos sentimientos «morbosos» que significaban rudeza, leve acanallamiento, y esa mezcla «embriagadora» (diría él) entre la dulzura adolescente y el vaho marinero y terrible del muchacho macho que no iba a dejarse follar por otro tío, por muy cliente y pagador que fuera.
Pero, en realidad, como avancé al principio, yo no quiero hablar de Claudio Prego, sino de Vladimir, el cubano bellísimo de los ojos azules y de Afonso, un chaval portugués —un par de años mayor que Vladimir, veintidós tenía, pero tampoco los aparentaba— con el que Claudio se topó, en su búsqueda cazadora, otra de esas noches, sin saber que la anterior (la madrugada mejor, que es cuando ellos viven más libres) Afonso y Vladimir también se habían conocido.
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Afonso Madeira (me gustó el nombre, como si fuese de novela) solía decir que era gallego, porque había nacido cerca del Miño, en una aldea que él prácticamente consideraba Galicia, aunque no lo fuese. Había nacido, muy pobre supongo, en Cabreiro, un pueblecito cercano al Miño, sí, pero no en su ribera. El pueblo ribereño, frente a la frontera española, se llama Mongao, pero debe de ser (por el punto y la letra del mapa) más grande que Cabreiro. Por lo que fuera —y eso le daba, lo pienso ahora, cierto aire mitológico— a Afonso le gustaba decir que era del Miño, cuando se lo preguntaban: o sea, un hermoso hijo del río. Afonso es un muchacho guapo, pero no tan perfecto —no tan vistoso— como Vladimir. Afonso es moreno, de pelo liso, pero de piel muy blanca y muy fina, de esas —no sé si decir privilegiadas— que naturalmente apenas tienen vello. Su rostro (simpático, feliz) tiene la carita aniñada, si por ello entendemos muy dulce, con grises ojos mansos, como las bellezas homéricas, que decían bovinas. Pero, al contrario, el cuerpo era recio y duro, muy marcado, muy apretado, como el de un albañil joven o un paracaidista, joven también: veintidós años. Afonso producía algo muy sutilmente masculino (para quien, de veras, estudia lo masculino) y es la divina combinación de ternura y de fuerza. De suavidad y atletismo. Afonso era un mozo bueno, un naturalísimo hijo de la Naturaleza —del río Miño— con una sonrisa infantil, cautivadora, y un cuerpazo de gimnasta experto en anillas o en aparatos. Si la sonrisa de Vladimir, transgresora, era maleva, la de Afonso, dulce, aquietante, era sanota, limpia.
Una noche —la anterior a Claudio, como adelanté— Vladimir y Afonso coincidieron, por azar del oficio, en una discoteca o disco–bar de esos, raros, que utilizan como última parada del día los auténticos habitantes de la noche, los profundos noctámbulos. Allí paran mujeres cansadas, mafiosillas, chiquitas que terminan la farra, traficantes de diversos trapicheos y estos vividores del amor, que se toman allí un cubata, comentan y hacen la molienda del café del día. Los vaivenes del mercado, seguro, pero también sus propios afanes: los nombres de las chicas que desean, sus prácticas sexuales privadas y ese momento que ellos dedican al placer puro (pues lo otro, aunque trabajo, es también placer) que es el que los refleja a ellos mismos, sin otras interferencias. Y a lo mejor, entonces, en el fragor último de la noche, al borde del amanecer, se desfogan bailando y bebiendo, apurando los labios del mundo, gozando esa saliva de lo efímero, que para ellos es absoluto, con brincos y música apasionada y caliente —maracas, merengue, salsa— que a Vladimir le venía de la sangre cubana (allí nunca es improbable un toquecito de negritud) y a Afonso de la comunidad del oficio y de sus rutas. Pues Afonso acababa de llegar de Alemania —donde había pasado casi un año con uno o varios protectores— y aún no sabía, en la ciudad, su propio rumbo. En la discoteca, algo desportillada y caliente, los presentaron. Y se cayeron bien. De hecho se colocaron juntos, en los lavabos, con algo que llevaba Afonso, y tontearon con un par de chicas listas y muy muñecas, aunque esa noche (pues eran casi las ocho de la mañana) no podían.
Rieron y bailaron y se metieron juntos en un camino que, al parecer, se entiende mal —o raro— lejos de la masculinidad más estricta. Los amigos se enganchan en las bromas, en el alcohol, en la camaradería y en una punzante —e incluso atrevida— conversación sobre el sexo femenino, y en medio de ese calor de vulvas, tetas y polvos, los amigos concluyen acostándose juntos (desde luego a ninguno se le ocurría proponerlo abiertamente) y entre el sueño y una pasión cegata, se pajean o se folian, se riegan de su mutuo deseo, y pueden (a la mañana siguiente, que en el caso presente sería tarde) levantarse limpios, pasada la resaca, con la hombría impecable… El rollo de Afonso y Vladimir —fuera aquella primera noche, como es posible, o fuese otra— debió de comenzar así, entre una nombradía de mujeres inexistentes, las palmas del cubata y una extraña alegría colega de saberse juntos y poder entenderse como sólo un hombre (o mejor, sólo un hombre joven) entiende a otro.
Como las muchachas que hemos visto tan de lejos —un par de chicas que estudiaban, pero que se habían tirado unas cuantas noches al monte de la aventura drogada— no son mentira, Vladimir y Afonso debieron de volver a verse para ir con ellas, y como la tela estaba ya cortada —se dice así, me parece— se trataba de poder ir a follar, tranquilamente, porque había sido una noche tranquila y se habían encontrado para copear, pero el copeo (como a veces ocurre cuando sólo se busca sexo) tampoco se podía estirar por encima de las ganas. Y, en ese momento, acudirían al apartamento donde vivía Afonso —solo— como habían ido noches atrás, y Vladimir se quedó aquella noche, porque este, como sabemos, vivía con un hermano, lo que quiere decir (en un apartamento lleno de cubanos, por las afueras de la ciudad) en el mismísimo cuarto que su hermano. Una casa demasiado prieta. Pero el apartamento de Afonso sólo tenía una habitación, y un minúsculo cuarto de baño anexo, con lo que la pregunta seguía siendo —o lo parecía— la eterna de los folladores jovencitos: ¿Dónde? Pero el hijo del Miño sabía que esa pregunta puede ser superada (y colmada) por una respuesta mejor y más rica.
Se echaron a reír con la felicidad cómplice de los más jóvenes: «Follar en la misma cama, pibe. ¿Nunca lo has hecho?». Las chicas —Afonso lo sabía— no eran difíciles, y como eran amigas —y más, amigas de noche— no les importaba verse en faena. Vladimir pensó que a él podría importarle más, pero le excitó la situación: el sexo y la compañía del sexo. Su atmósfera. Fueron a la habitación de Afonso (que tenía una televisión pequeña y una cama grande) y enseguida encendieron el televisor porque el ruido de una película, fuera la que fuese, taparía los jadeos y los besos. Y las risas, porque a lo mejor también se reían. A Claudio Prego le hubiese gustado saber que lo que iba a ocurrir (premeditado o no) era lo que, en los cuarteles, se llamaba «follar a calzón caído». Habían preparado una botella de calimocho, y según se sentaron en la cama —cada pareja por un lado— comenzaron a meterse lengua y a tirar largos suspiros al botellón, mientras (no demasiado lentamente) ellas y ellos se bajaban los pantalones, sin quitárselos, como si esa semidesnudez fuera más decente. Eran las chicas quienes llevaban los condones y quienes se los pusieron mientras ellos dos —cruzándose el calimocho, y ya sólo a la luz de la pantalla del televisor, que no era escasa— observaron lo que habían observado, así, frente a frente, con cierta teórica y grata distancia: Afonso, la criatura del Miño, tenía una polla grande, blanca, larga, y que terminaba —ya erecta— en un glande redondeado y levemente incisivo, promesa de firmeza y dulzuras. Enfrente, Vladimir, el cubano de los ojos azules, tenía una pinga morena, oscura, larga —más que ancha— y con un glande totalmente redondo —ninguno estaba circuncidado— con el color azul oscuro de una gran canica redonda y acerosa.
Los hombres —tampoco los jóvenes— raramente se permiten gozar de la observación del miembro amigo. Y así creen muchos (que tienen a gala haber visto tan sólo el suyo) que poseen un singular tesoro, con el que su santa esposa —tiempo después que la propia mano— habrá de gozar como de una inigualable maravilla. Si (como les ocurrió a Afonso y Vladimir) percibiesen el esplendor ajeno y lo vieran entrar y salir de una vulva humedecida y agradecida, con un vaivén rítmico de gemidos y espasmos compartidos, y sintieran —a la par— las manos de sus compañeras apretándoles las nalgas con codicia (siempre con los pantalones y los calzoncillos caídos) y, además, poco antes de concluir, habiéndose, casi sin darse cuenta, acompasado al ritmo penetrador y gemidor del compañero, si antes de concluir, digo, se retirasen ambos el condón, y casi al unísono —mirándose las pollas brillantes y húmedas— se corrieran sobre el estómago de las chicas, llenándolo de calientes salpicaduras blancas, con gotitas que alcanzaban hasta la mejilla, si esto fuera así —si los hombres lo ejercieran más a menudo— añadirían al gozo natural del coito con la hembra ese añadido placer de sentirse paralelamente en el compañero, que te la enseña, te quiere y puede admirarte, como tú lo admiras.
Fue una follada, con el ruido del televisor encendido, que no pasó de los veinte minutos, y luego se fueron por ahí de cubatas, pero para ellos —para los dos muchachos— fue una auténtica constatación de amistad, un certificado de franquicia o algo parecido…
Importa aquí decir que, cuando Claudio Prego (que fue un auténtico sabio en los aforismos del mal mundo, que le sosegaba su terribilidad, aun sin su consentimiento) comentó este lance, hubo de hacer una precisión muy certera: aquella admiración mutua por las pollas —merecida— indicaba, sin duda, que aún no la habían catado recíprocamente, por lo que la noche en que durmieron juntos, tras coincidir en el alcohol y la farra, en aquel disco–bar de amanecida o discoteca imaginablemente tirada, debió de ser una noche casi blanca. Debió de ser, aquella primera, una acostada de pajas y risas y sueños de humedad y calor, porque —como afirmaba Claudio— «dos machos de verdad nunca se folian el primer día».
Todo esto no hizo, me parece, sino encelar más a Claudio, que estaba maravillado por la suave y mórbida belleza de Vladimir, y deseoso —amor y deseo se confunden y a menudo se delimitan mal— de penetrarlo, para con ese acto de desgobernado placer, hacer suya la turbiedad y la hermosura. (Porque Claudio Prego, excepcional pintor de territorios inauditos, era un gran salvaje. Un refinado y tosco primitivo).
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¿Habían hablado Vladimir y Afonso de su común mester? ¿O eso no es necesario en oficios corporales? ¿Qué opinaban ellos de su labor? ¿Hay reflexión detrás de las fiestas y las larguísimas noches del mal mundo? Y, enlazado más el nudo, ¿sabían ellos que tenían, al menos, un admirador común? Porque Claudio, apenas ver a Afonso (casi un mes después de conocer a Vladimir) pasó una noche con él, pero no por deseo desesperado —como él solía— sino porque, en los antros más comunes del trapicheo venusto, circulaba la nueva de que Afonso y Vladimir —dos muchachos estupendos, sin duda— eran íntimos amigos, y también se decía que no les importaba, por esa su amistad, contratarse para tríos. Claudio, entonces, quiso conocer a Afonso Madeira (cuya sonrisa era prácticamente infantil, pero el cuerpo recio y los músculos durísimos, tan blanco de piel) sin duda porque le gustaba, pero además —y sin decírselo previamente— para preguntarle sobre Vladimir, porque Claudio —que lo estaba pintando, de nuevo, al cubanito azul— estaba enamorándose y perturbándose, como solía en los casos mejores. En los de más belleza turbadora.
—¿Pero qué quieres, tío? ¿Ir con el cubano, o que vayamos los tres? Es que no te entiendo…
Entonces, como es natural, Claudio le pidió a Afonso que le enseñase la polla.
—Tienes un buen rabo, ¿no?
Y el chico se puso simpático y tierno, porque creía empezar a entender el porqué de aquella charla, entre chupitos de vodka helado, más sobre Vladimir —su amigo, su colega— que sobre sí mismo.
Se levantó y se puso, hacia el fondo del salón, enfrente de él. Y entonces, sonriendo, el portugués del Miño, sonriendo (y vive Dios que era una sonrisa tierna, delicada, firme, y el rostro blanco) se desabrochó el cinturón, despacio, y se quitó, despacio, los pantalones. Y Claudio vio unos slips, especialmente ajustados sin ser pequeños, como de lycra, negros, con una estrellita plateada en un extremo de la pierna. Afonso miró, se miró y abrió levemente sus piernas. Los muslos recios y suaves, atléticos, pero llevaba la camisa puesta. Los calcetines —no sé si sabiamente— se los había quitado con los pantalones. Luego, sonriendo, cautivador, con técnicas y habilidad de guapo, Afonso empezó a jugar con el elástico de los calzoncillos negros, dispuesto a quitárselos, sin prisa, esperando —acaso— que el miembro fuera pensando en su cometido. Y entonces, por fin, se quita rápidamente los calzoncillos —la camisa puesta— y lo que su sonrisa cautivadora mostraba, y los felices muslos firmes y entreabiertos, era aquella polla estupenda, blanca, robusta, grande, que culminaba —como dije— en el glande redondeado y levemente incisivo. Y Afonso manejaba, sostenía la base, ufanándose de la potencia, dureza y belleza que enseñaba…
Pero aunque Claudio alabó, sin restricciones, aquel magnífico miembro, su interés, momentáneamente, iba por otro lado. ¿Qué le parecía Vladimir? Claro, eran amigos, lo sabía. ¿Qué pensaba de él? ¿Era, realmente, «viril»? Afonso puso cara de extrañeza, o sorpresa, al menos.
—Quiero decir, tú como colega sabrás… ¿Te lo has follado?
Parece que el chico, sencillamente, se echó a reír con muchas ganas. Luego Claudio, sin decir más, se arrodilló ante aquel miembro, no sin antes recordarle que no debía quitarse la camisa porque así —subiéndosela, moviéndose— le quedaba muy sexy.
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En realidad —y ahí nacieron los inconfesos celos de Claudio— Vladimir y Afonso Madeira habían seguido siendo amigos o coleguitas o «compis» de un modo que —fuera de cierta masculinidad o fuera del mal mundo, al menos— no suele ser comentado. Tenían frecuentes novias transitorias y hasta compartidas y habían llegado (la palabra no es suya) a ser «novios» entre sí. Pero esa relación, entre ellos, tiene que ser muy libre y muy íntima y muy absolutamente pasional. Había ocurrido, en efecto, que en los garitos de honda madrugada, los chicos —contentos de sí y en cierto decir autoalentados— habían comenzado a hablar de su vida. La expresión «hacerse una chapa» les parecía demasiado vulgar para lo que ellos hacían (pues tenían móviles y estaban pensado en alquilar un apartamento a propósito) pero la voz «chapero» no les inquietaba, aunque no es la que hubieran preferido, ya que prostitución y prostituto —solían creer— venía mejor a quienes habían elegido, sin problemas, vivir de su cuerpo. «Trabajar», decían ellos, a secas. En Cuba, hoy, se llama «jinetero» (que es como chapero o tarifado) pero Vladimir prefería decir «puto». Así, sin más, le daba más morbo. Y eso lo habían charlado y comentado en las noches calientes y también en las noches heladas —que son las más nocturnas— cuando casi no ha habido trabajo, y los chicos se despiertan ya de noche, lloviendo, y todo parece el fin de la vida hasta que se puede tomar una copa, y a lo mejor —ya muy tarde— aparece un cantante que quiere farra y se paga una pequeña orgía, aunque sólo sea para reír y morrearse un rato, entre rayas de «perica», que no suele ser de la mala, y así se olvida uno de la lluvia tan fría, y hasta de alguna «pequeña guarrada» —como decía Afonso— que un buen profesional no hace, pero que, alguna vez, porque los aires parecen pintar de otro color, pues se hace, inevitablemente. Como la noche, muy tardía, en que apareció aquel actor, que sólo tenía ganas de juerga (pues venía ya de una gala provincial muy colocado) y después de invitar a copas y a tiros de farlopa, al actor golfo y delgaducho se le ocurrió —estaba muerto para otras guerras, dijo— que los chicos, que estaban juntos, se fueran con él al lavabo (tenía que ser en la cabina cutre de un lavabo) a enseñarle esas pollas tan bonitas —tan cachondas, tan verbeneras, proclamó— y, si se podía, regarle un poquito. ¿Qué? Pero ninguno se sostenía ni del alcohol ni de la risa, aunque no tardaron en ver que no era broma ni salida de barbaridades: el actor golferas —por el que se piraban todas las chavalitas— estaba hablando en serio. Le apetecía la «guarrada» porque igual eso le aliviaba la tensión o le ponía realmente cachondo, lo que no solía ocurrirle después de las pastillas que tomaba para ensayar o para actuar horas sin desmayo y deslumbrante… Inevitable, entonces. Además el actor era —por el dinero, ya que no por la simpatía real— un cliente de prestigio. Así es que tuvieron que irse a la cabina de un lavabo en que apenas cabían y bajarse los pantalones y los gayumbos y, mientras el actor tocaba y chupeteaba esos miembros grandes y distintos que conocemos ya, empezar a masturbarse frenéticamente —el asunto debía ser muy rápido— en tanto el buscado por las adolescentes, cerrados los ojos y apretados los labios, de rodillas como un orante, aguardaba junto al retrete la anhelada lluvia de semen sobre su rostro, como un augurio o un himno a la santa lujuria. Quizás el tener los ojos cerrados evitó que el requerido actor viera que, mientras él aguardaba y ellos notaban venirles, poderosa, la culebrilla del gusto, como una ola íntima de suavidades, sus labios se juntaban y se mordían los labios con tanta gana y tanto gusto que el semen afloró a la mano con más tensión en el brío, y de las grandes pollas erectas brotaron, al unísono casi, tres sacudidas húmedas, tres golpes lácteos —espesos, de hondo aroma floral— que cayeron, cálidos, sobre el rostro cerrado y expectante, mientras ellos no podían dejar de gemir y el actor sabía —excitado— que él también podría correrse, sin levantarse, apenas unos segundos más tarde. Los chicos le habían dejado la cara perdida de leche…
Quizás esa noche —u otra parecida, aunque por supuesto siempre trabajaban por separado— pudo ocurrir que, tras su charla, sus risas, su alcohol y un «canuto» compartido, Afonso y Vladimir (como en su primer encuentro) terminaron en el apartamento del muchacho del Miño, y se metieron en la cama —se habían desnudado rápida, precipitadamente— percatándose, sin haber hablado nada preciso antes, que ambos, sin calzoncillos, casi tiritando de frío, como si fueran a friccionarse juntos con una loción calorífera, estaban empalmados y duros, apretados de ansia, erectos, como unos atletas antes de la ducha, como si dieran saltitos en espera del agua fría, pero empalmados como los grandes faunos jóvenes de la felicidad en el mal mundo, que debía de parecerse —mentalmente— al mundo antiguo. Y se metieron en la cama, casi el uno sobre el otro, y se restregaron labios y abdómenes, y todo era furia y algo dulce como el salvajismo deseado, el amoroso salvajismo… Claudio Prego (que había dibujado a Vladimir, en azules, como un primitivo pastor arcádico, de ojos terribles) debió de haber preguntado —y lo preguntó acaso—: ¿De quién procedía el arrebato? ¿Quién amaba a quién? Pues no creía ni entendía la reciprocidad… Y ellos, ¿hablarían de amor? ¿O el deseo —más de lo que suele referirse— es muchas veces más rico y potente que el mismo amor y no menos largo en su significado, más enigmático por menos resuelto, puesto que el gran deseo asusta más que el gran amor? Pero aquella noche, casual o especial, se habían amado y deseado tremendísimamente, y cuando sólo con saliva —perdido en el arrebato todo cuidado y necesaria protección— Afonso acometió a Vladimir y le penetró con ansia feroz muchas veces, sin preguntar, el cubano de los ojos azules chilló con un placer tan absoluto y brutal, sodomizado con deseo y ansia y ferocidad, que Afonso quedó extrañado y maravillado de ese placer, y necesitó mucha rapidez para separarse, un instante, y verter la lefa en la otra espalda, al borde de aquellas nalgas doradas y oscuras, separadas de dolor, temblor y delicia. Vladimir, apretado el sexo contra la sábana, hozando y fulgente, se había corrido tres veces casi seguidas. Sabía que no le había ocurrido nunca, y se limitó —sin mediar palabra— a tomar la mano de Afonso, el fuerte muchacho del Miño, y llevarla, sonriendo, hacia aquel charco espeso en la sábana, bienoliente, donde le hizo mojar las yemas de los dedos, como homenaje. (Dice otro poeta: porque también el amor hay veces que quiere dormir).
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Aunque no dejó de ir con Vladimir (su adorado cubanito de ojos azules, que se mantenía inflexible en su belleza preciosa y turbia) Claudio concluyó ofreciendo dinero, bastante dinero, a Afonso (que le gustaba menos, pese a su hermosísimo cuerpo duro y blanco, delicado y fuerte) para que hablara. ¿No estaban juntos? ¿No era cierto que ahora incluso vivían juntos?
Por la intuición que fuera —pues era una intuición— Afonso decidió no contarle nada al pintor con fama de golfo y borracho. Y seguro que no se preguntó —como bien podría haber hecho— si cuando uno calla algo que afecta a un amigo íntimo (o amiga que no sea novia) no está declarando, para su propia intimidad, un punto amoroso… No habían hablado de amor, naturalmente. Habían alquilado un apartamento muy moderno, en un barrio discreto y nuevo —una zona de muchas oficinas— y, por decisión de Afonso Madeira, que sabía de esas cosas, pues había estado trabajando en una «casa de chicos» en Alemania, se habían anunciado en el «Relax» de varios periódicos con un nombre falso —como es de rigor— y una mínima leyenda sugerente: «ESTÉFANO. SOMOS DOS CHICOS JÓVENES, MUY ATRACTIVOS. ¿NO QUIERES CONOCERNOS?». Parece que el anuncio, así, declaraba tríos, pero no era tal, pues —al contrario— solían turnarse, y nunca sugerían ir juntos. No sugerían nada «fuerte»; antes bien, hacían verdad (y eso es bastante para muchos clientes) lo que en los anuncios no suele ser más que una benévola exageración. En este, no lo era. Pero cuando de madrugada (o algo más temprano, en los días que se quedaban viendo vídeos) se metían tranquilamente, insensiblemente juntos en la gran cama de matrimonio de colchón duro, la pasión —una fuerza íntima y poderosa, que sólo puede ser llamada así— les arrastraba, naufragaba en ellos, y les llenaba de perdición y de saliva, maravillosamente… (De hollín o de belleza, / como lo invente el día). En esos momentos, de azúcar y de hierro, dos chicos jóvenes pierden, en su esplendor, la razón del equilibrio, y deslizante, ofídica, la polla blanca, de glande poderoso y levemente incisivo, untada de saliva, segura de su ruta, procaz, silenciosa, enorme y dura, busca cautelosamente, entre los muslos suaves, la entrada oscura, el esfínter del amigo enamorado, como quien ha de entrar con santa violencia en la basílica; y el otro joven, desesperado de delicia, presiente la entrada, duda, chilla, goza y, entre el esplendor de la carne oscura, se abre a la posesión, roto el culo, mientras su propia polla, oscura y grande, se desespera entre manos y labios, y se corre en el aire, más poderosa que nunca, más viril que nunca, mientras Vladimir, traspasado, chilla en desenfreno y balbuce:
—Más, más… Destrózame, destrózame con tu pinga…
Así se pasó la página. El compañerismo compartidor y dado a la farra se convertía, sin ninguna decisión previa, en una pasión física de cuerpos que saben conjuntarse y gozarse y no sabemos si esa perfecta inversión en el placer de estar juntos tiene o debiera tener algún otro nombre. Seguían trabajando, naturalmente. Y parte de ese «trabajo» (él hubiese detestado saberlo, al menos, bajo ese aspecto) correspondía a Claudio Prego, a quien Afonso y Vladimir tenían por persona amigable aunque extraña. En favor de los chicos habría que decir que, cuando Claudio —con destino a sus apuntes de Sueños africanos, una exposición que preparaba— les pidió hacerles fotos, por separado, tumbados sobre telas saharianas, desnudos, o semienvueltos en añiles gasas tuaregs, ellos no hablaron de dinero ni le pidieron nada, aunque cada vez veían más claro el territorio de lo que era «trabajo», algo que Afonso —gracias a su experiencia alemana— había sido el primero en comprender. En plena acostada, Claudio debió decirle una noche que dejase de jadear con aire de arrebato volcánico, porque él no podía creerse que, a los dos minutos de entrar en la cama restregándose, suspirase ya como alguien sometido a todos los excesos eróticos de un tratado hindú. «Lo siento, no me lo puedo creer…». ¿Lo hubiese creído de haber visto alguna de aquellas sesiones salvajes en que Afonso, con su cuerpo blanco y duro, sodomizaba a Vladimir, de hermosos ojos azules, entre queridos excesos de furia, desarreglo y desorden? ¿O sólo hubiera evidenciado —sin teoría, con hechos— la enorme distancia que va del jadeo a la furia? Por más que el pintor (incluso en sus momentos de alcoholizada creatividad, que a ratos tocaban la ternura) siguiera indagando, pues le obsesionaba que Vladimir se colgase de él, dinero mediante, y entonces le ofrendase la posesión, ninguno de los dos amigos se prestó a dar —en tal sentido— la menor información al desdichado y turbulento pintor.
—Niño —le decía a Vladimir—, dime la verdad, tesoro, ¿nunca te has tirado a Afonso? Tiene un culito duro y apretado, esa pinga tuya, que es como una palmera mambí, le haría saltar chispas al acero, ¿eh? Dime la verdad, ¿no te lo has tirado?
Y Vladimir, sonriendo con los bellos ojos azules, se daba un tiento al paquete —solía ser la despedida— y decía sólo:
—Eres un salido, papi. Y un cachondo mental…
Y entonces, así, se reían ambos. (Color azul, decía a aquellos ojos, de ala de pájaro de olvido).
* *
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¿Qué debe hacer un hombre para entregarse a otro, para decirle una manera de amor que es suya, de hombres, sin renuncia ni a su carácter ni a su pasión, que no tienen por qué desmayar? ¿Cómo se hablan esas cosas que, aparentemente, no pueden hablarse? Es probable que Afonso —más profesional que Vladimir— sólo viese erotismo en el erotismo y, siendo de natural sexual, fuera halagado por las ansias de Vladimir, que al principio no vería más que como lógica expansión del cuerpo y del sexo mismo, aunque, cuando Vladimir chilló de gusto, pudo empezar a notar —sin decírselo— que había algo de hermoso y de terrible en que ese cubano tan guapo, de ojos azules (y que tanto éxito tenía con los clientes, sin pensar en Claudio) se le ofreciese, abriendo su deseo a lo que podía ser un camino, incluso físicamente, muy apetitoso de explorar. Es muy posible —íntimamente— que Afonso, con su carita dulce y sus dientes fuertes y blancos, considerase como un experimento placentero (y psicológicamente afilado) ver hasta dónde podría llegar aquella entrega convulsiva —el ansia de sodomización— que en la cama era radiante y turbulenta, pero que en la vida diaria (con sus noches largas y sus chicas colgadas) no se notaba ni se comentaba, por supuesto. Veo el rostro sonriente del joven del Miño, el portuguesito con aire de muchacho dulce, lechoso, que —al quitarse la camisa— muestra un pecho rutilante y duro, acariciante y perfecto, y luego —mientras se desnuda del resto— los muslos preciosos sobresalen, alabeados y férreos, lampiños y rudos, como prólogo o conclusión de aquel miembro importante, duro y grueso, con el cipote grande, redondeado y levemente incisivo… Es una imagen preciosa y enigmática, porque no es inocente, aunque pueda parecerlo, y porque la dulzura —la suavidad de la piel— vuelve más tremendo el erotismo salvaje que habitaba ese cuerpo, los ojitos picaros, la sonrisa colegial aún… Sólo la sonrisa.
Impensablemente, una madrugada —tras una acostada más salvaje que lo habitual, o más romántica— Vladimir acudió al lavabo y Afonso, de modo usual, siguió detrás para mear. Era una escena trivial, de la que nada esperaban, sino volver a la cama y dormir, pero merece que la veamos, por lo que se dijo. Ambos estaban desnudos y tenían ese sosiego hondo, esa satisfacción que suele tender a muda, de quienes acaban de echar un buen «polvo». Sentado en el bidé, Vladimir se lavaba con jabón, limpiándose bien, sonido de agua y fregoteo de manos. Habitualmente —me dicen— uno no se imagina a un muchacho de polla grande en esos menesteres… Al lado estaba el váter, con la tapa abierta, así es que mientras Afonso —con la polla grande también, soltando contención— meaba largamente, podía mirar y ser visto por Vladimir, aseándose. En ese exacto momento, con ruido de dos aguas, el cubano, sonriente y querendón, dijo:
—Papi, ¿qué tú quieres que haga yo? Papi, de verdad, tú no tienes que volver a trabajar ni a jinetear ni nada… ¿Para qué me tienes a mí?
Y Vladimir se levantó —dejó de darse las aguas— y le pegó un beso retorcido a Afonso, que parecía reírse —como si se tratara de una broma— mientras se sacudía las últimas gotitas de la chorra pendulona…
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Claudio estaba terminando un cuadro —soberbio, a mi entender— cuyo modelo fue Vladimir. Un muchacho moreno, bellísimo, está tendido entre matas de violentas flores africanas de aire fantástico (es un escorzo raro; parece, de algún modo, que lo viésemos desde una relativa altura, como desde un helicóptero que estuviese aterrizando) y son quizás entonces esas aspas las que lanzan —revolotean y caen— pétalos muy suaves sobre el desnudo, mientras en el segundo panel (no dije que es un díptico) todo parece igual —un nuevo fotograma apenas movido— salvo que las flores, ahora más trágicas, dejan salir de sus corolas, como parte insólita de ellas, enormes falos negros, de capullo azulenco, que no llegan con todo a turbar la moliciosa delicia del muchacho sutil, tumbado en la floresta, inocente y perturbado. El cuadro (hoy) se titula Abeja reina de la castidad, y no deja —pese al título, propio de la borrascosa cabeza de Claudio— de despertar inquietudes y perplejidades. Una obra muy bella. Cuando la estaba ultimando —ahí estaba— Claudio llamó a Afonso y le dijo, con tono de evidente inquietud, que tenía que hablar con él. Que lo esperaba en su casa. El cuadro mezcla tintes muy sombríos y evanescentes con una erótica luminosidad, a caballo entre la excitación y el delirio. Acaso las mejores obras de Claudio sean las series de hombres azules que, en una sensación preciosa de greda milenaria, muestran filas de guerreros delgados y recios con los miembros largos en la casi rugosa —pero tersa— piel negra, que recuerda, más allá del clamor de una violencia antigua, un orbe prehistórico de razas hermosas, fieras y perdidas…
Claro que lo que pretendía Claudio al mostrar a Afonso la casi conclusa Abeja reina de la castidad no era, precisamente, promover un asedio a sus visiones o resortes africanos, ni menos juicio alguno. Pretendía que el chico portugués, ante una imagen, radiante y oscura, del cuerpo de Vladimir, se sintiese más atraído a hablar del objeto que, de algún modo, se había convertido en un fetiche para el pintor. Un objeto vivo y sacro cuyas virtudes debía hacer suyas, poseyéndolo. Afonso dio muestras de interesarse por la pintura —bebiendo un whisky— y llegó a preguntar por qué las hojas (en realidad pétalos de flores) tapaban el sexo de Vladimir… Claudio echó una risotada algo blasfema:
—Porque, niño, no es eso lo que todos los titanes buscan…
Y contagió la risa a Afonso, pero no su necesidad de respuesta. Entonces, sin dejar el ámbito de la pintura abisal y feliz, Claudio Prego debió de volver a buscar precisiones: ¿no era verdad que estaban liados?
—Vamos, chavita, ¿a que tú te has follado al Vladimirico?
Y Afonso estuvo a punto de estallar —Claudio rellenaba, sin parar, el vaso de sus visitantes, y ello le daba calor y crudeza— pero, no supo bien por qué, volvió a reír, en plan coleguita legal, con mucho ruido de divertimento y un toque al paquete, lo que era una manera peculiar de guardar silencio. Las pollas negras, turgentes, llenando el cuadro, el pintor borracho, refinado y violento, todo le parecía a Afonso no escasamente alucinante y eso estaba bien, pero nada más. Si Claudio quería —que no siempre quería— se pegaban un revolcón bien dado, con morreo y culeo y se acabó. ¿Era exactamente así?
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Afonso no le había contestado a Vladimir, después de mear, ni con palabras ni con gestos. Pero a lo largo del día siguiente había pensado en lo ocurrido o, más exactamente, en aquella frase.
Primero le dio asco —algo ligerísimamente semejante al asco— porque le parecía que hacer de chulo implicaba que el otro (Vladimir) se había vuelto, casi de repente, una nenaza. No por tomar por culo, claro —él lo había hecho alguna vez, no muchas— sino porque le pareció que hacer de puta para un hombre (para «tu» hombre) era algo de feminismo tirado, una mujer de corazón paria en el alma del cubano guapo. Y eso a él no le gustaba —casi le daba asco— en un amigo. Pero como observó que, aparentemente, nada cambiaba en Vladimir (que acaso esperaba una respuesta) y que este seguía siendo, cuando le miraba esperando trabajar e incluso follándose con rotundidad a algún cliente, el chico guapo, cachondo y simpático de quien se había hecho amigo, y con el que lo pasaba muy bien (simpático, cachondo, guapo) imaginó Afonso que las palabras del váter tenían otro trasfondo, algo así como una prueba, y entonces —de repente, en una iluminación— pensó que, de alguna manera, iba a ver qué quería decir Vladimir de verdad, y hasta dónde llegaría con el juego…
¿Pensó en el amor?, me dirán. No, no lo hizo. Al menos nunca en el modo en que nosotros, burgueses de un lado o de otro, lo haríamos. (Como quien dice: Y querías mirar más adentro de mí). No, porque Afonso, presumiblemente, no creía en el amor. Creía sólo, como muchísimos hombres —los más «hombres», muchachos o ya adultos— en el sexo y en una rara manera de amistad, nada femenina, que podríamos llamar camaradería. A veces —menos insólitamente de lo creíble— ambas vías, separadas en principio, se cruzan. Y eso tampoco es amor. O no todavía. El amor que quiere (no sabemos con qué posibilidades) entregar el alma, más y mejor que el cuerpo. Amor que nos roba, con consentimiento. Tampoco —de manera raciocinante— Vladimir pensó en el amor. Él estaba ardido en llamas. Y si se llama amor a la absoluta necesidad de un cuerpo, estaba enamorado. Pero amor carnal, metafísica carnal; y no se había dicho —como le podía contar de ella una amiga— si ese deseo físico tocaba la mansedumbre de otros sentimientos, y él, por ejemplo, hubiera querido vivir con el portugués de un modo más lingualmente cercano, contándole sus emociones, sus dudas, haciéndole parte de sus conflictos cotidianos que, a lo mejor, seguramente, mucho tendrían que ver con él, con su propio estar juntos, necesario y vulnerable. No hablaron, pues. (El inconsciente tiene su propio cauce, sin dientes, y es brutal y suele, como los grandes ríos, manar de sopetón, erigirse). Claudio —cuando iba en taxi, de noche, con Vladimir, por ejemplo, rumbo a su apartamento, generalmente borracho— le tocaba al chico, en la oscuridad, el muslo y la rodilla, para ir calentándose, y de golpe, al mirarlo, le hacía un gesto obsceno y breve con la lengua. Eso no era amor, evidentemente. Claudio sufrió el mal de los espejismos. El ansia ardorosa de lo que (por mil motivos) no había aprendido a mantener. Si uno no sabe, al tiempo, volverse sujeto y objeto —en un vaivén que la costumbre logra— no hay amor. Sólo mando, servidumbre o espejismo.
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Aquella vez —muy de noche— Afonso sacó unas braguitas, con calados, que dijo haberle pedido a Maira, una chica a la que se tiraba habitualmente —porque le gustaban sus tetas grandes, desproporcionadas— pero sin mayores complicaciones. Las levantó en el aire, sonriente y con cierta chunga, como quien muestra el trofeo mejor de un botín, y estalló:
—Mira, qué bonitas, ¿no, tío?
Los dos estaban en calzoncillos porque hacía calor, ese día no habían tenido clientes, y andaban entre aburridos —una situación muy frecuente en el oficio— y algo saturados de cubatas bebidos sin aparente motivo, también para matar el tiempo, porque la nevera, de otras cosas, solía andar vacía.
Al ver las braguitas bailando en el índice del portugués, Vladimir empezó a pasarse la mano, apretando y sudando, por la bragueta blanca. Ambos estaban guapos y vulgares. Como lo suelen estar los chicos de veinte años, bien puestos, cuando parecen abandonarse, pues la dejadez (lo que en otros sería dejadez) los subraya. De entrada, no hacía falta ni preguntar ni afirmar qué pretendían esas braguitas, algo antiguas (quizá de chiquita casadera) mostrándose como un insólito banderín de enganche. No hacía falta ninguna. Vladimir, sin levantarse del sillón, sonriendo con su aire de chico malo, de maldito visceral, se quitó los calzoncillos, dejando ver aquella polla oscura, de glande redondeado y brillante con un vago matiz violeta. Estaba empalmado y duro, con la columna larga, mientras, en la sonrisa, se masajeaba —mirando las braguitas— el glande y el bastón. Afonso se las tiró. Se las tenía que poner, evidentemente, pero no sólo.
—Tío, yo no te voy a follar porque sí. Quiero que te pintes como una de esas pibitas guarras y cachondas de los puticlubs… ¿Vale? Y además, tío, me tienes que dar luego quince talegos. Pero te aseguro, cabroncete, que entonces te voy a follar como nunca y ya no vas a querer nunca más, encabronada para siempre, sino que te folie y te folie hasta que te pinte un clítoris o te haga una barriga de puta madre, chavalín…
Vladimir no había oído directamente el discurso, ese u otro parecido. Desnudo, con las bragas caladas en la mano, riéndose y emocionado como una cantante de salsa, se iba al cuarto de baño, sin perder ni una de las palabras que, aparentemente, no oía, quizá porque las esperaba ya —y las deseaba— exactamente, rigurosamente, una por una. Por supuesto, va y se pinta. Como sólo tiene en el baño algunos cosméticos que —en apariencia— se han dejado las chicas que folian con ellos (a dúo, a veces) se pinta los labios de rojo (intensificando, con muchas vueltas, el carmín) y se pone sombra negra con el delineador de ojos, que se los vuelve más azules y más profundos, mórbidos y rodeados de negro. Enseguida —o antes— se ha puesto las braguitas, con alguna dificultad, porque le quedan muy apretadas, como es debido. Además se moja el pelo (que le ha crecido algo) y se lo desordena en crenchas y rizos que caen, húmedos, convulsos y así más sugerentes. Las braguitas de puntilla calada le aprietan el culo y le marcan —sin abertura, claro— un paquetazo, inflado ya, ambiguo y potente. Entonces —descalzo— vuelve a la habitación nuestro Vladimir, el cubano moreno y turbio de los ojos oscuros, sonriente, procaz, con un leve contoneo morboso que desde luego no es femenino —huele a macho— pero tampoco es masculino a pies juntillas. Vladimir —para Afonso— se ha puesto, encantado, en el filoso y mágico terreno de la incertidumbre… Es un ser a medias divino y a medias sucio, como suele anhelarlos la carne…
Entonces el portugués pone la radio (el dial de música que siempre utiliza) y se agarra al amigo como se agarra a una noviecita linda, y se ponen los dos a valsar, maravillosos, en calzoncillos uno y en braguitas el otro, paquetazo ambos en expansión, y cuerpos suaves y perfectos de acero y de ternura… Están descalzos, y los muslos —que son la perfección mayor de la verdadera juventud— se delinean y fulgen. Sutilmente hermosos.
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Acaso el tema sea la penetración de hombre a hombre, de chico viril a chico macho. Sin afeminamientos. Sin doblajes ni jugarretas que supongan una vagina donde sólo está ese clavel oscuro y fruncido que es el mojino, la boquita anal, apretada y glotona. Vladimir, que siempre se follaba a los amigos y a los clientes —afeminados de uno u otro modo— una noche, en el suspiro ciego de la pasión, en el cántico feroz de las vergas, en la suculenta ternura de la virilidad, deseó —sin palabras— ser penetrado, como el leopardo que penetra al leopardo, y en esa violencia dulce, en ese trastorno que le volcaba un piélago en las entrañas, como una cuña de terrible obsidiana de dioses y rosas, el placer (tras el dolor) brotó con tanta fuerza, tan incontenible desenredo, que la pinga del amigo —el pollón blanco y grueso, de glande redondeado y levemente incisivo— se le volvió al cubanito de los ojos azules magia pura, santería del sexo, pero tan viril, tan reciamente machista, que no podía ni replicárselo. Y a lo mejor aquella noche, cuando Afonso le quitó las braguitas y le llamó puta y le chupó su pija oscura —y todo en puro hombre— y luego, gritando, exhausto, se le corrió encima del cuerpo, bufando aquí y allá, hasta tres veces seguidas, partiéndole divinamente el culo y cubriéndole la piel suave y dulce de leche (la primera sacudida fue un surtidor espléndido que le bautizó las espaldas) quizás, en esos instantes, con el carmín corrido y su propia pinga oscura, gruesa y reventona como toro, esperando la mano que ni siquiera hubo de llegar, porque la segunda gran penetración derribó la presa, quizás en ese fango blanco, machista, cariñoso y bestia, Vladimir empezó a comprender. O comprendió mejor. Que el nombre que se le diera era cosa de poco, pero que aquello era la vida y la pequeña muerte, y algo —tremendo— que sólo un chico puede darle a otro chico. Un ritual. La seña de su tribu. La herida del guerrero, que sólo herido sabrá sobreponerse a cualquier mujer. A las muchas que le esperen… (Canto como un poseso / que en la corteza del tiempo, a cuchillo, / graba la furia de cada momento).
En sus noches más borrachas, que a él le gustaban cálidas también de verano o de desierto, Claudio Prego —ebrio, violento— alardeaba de haber sodomizado a algún chico muy guapo, al que habría pagado bien, y mejor si la belleza era perfecta y los músculos sólidos. Entonces, en esos momentos de alarde algo soez (lo vi varias veces) solía utilizar una expresión, quizá refinada, pero que sonaba en él llena de turbiedad y sigilo:
—Precioso, es un chaval precioso. Con un culo duro de mucho morbo. Ese jabalí cabrito, te lo aseguro, toma como los ángeles…
Esa era la frase que memoricé: «Toma como los ángeles». Y él creyó siempre —en su mitología peculiar, con filos yorubas— que Vladimir era un ángel, atractivo en modo mayor, porque sus ojos miraban como cuchillos de plata nueva nocturna. Pese a su terca negativa.
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Afonso, el dulce–fuerte, había asumido que su poderío macho soliviantaba y enardecía a Vladimir. Su polla magnífica y dura se mostraba una diosa infalible. Pudo suponer (como muchos hombres) que la potencia viril no tiene fin ni límite. En algún momento cachondo de sus noches comunes, mientras le atravesaba vorazmente, Afonso le había llegado a susurrar al cubano, encabritado: «Quiero que en tu culo, cabrón, no quepa otra polla que la mía. Quiero que tu culo, muslito guapo, bujarrón, que tu culo tenga exactamente la forma de mi polla… ¿Notas cómo te trabajo, cerdita?». Hasta ahí. Hasta ahí digamos había llegado el habla…
Vladimir, en el enculamiento, alcanzó un sentimiento tan total que sentía como si, electrizadas, le crecieran las uñas de los pies, y como si en el gozo absoluto que le producía el amoroso destrozo del portugués, su propia polla oscura y larga, poderosa como era, pudiera volar de júbilo, alada, arrastrándole a él, enteramente, en esa codicia, en esa desesperación maravillada del vuelo… El macho, al sentir en sí el vigor del macho, desgobierna la naturaleza y se vuelve espada y escudo y todo él es un reino de batallas, en el que la ternura —la más exquisita ternura— surge del riesgo, el chirrido y la frotación de los durísimos metales. Eso era. El culo no era un estigma. Era (tras el conveniente secreto) la sede de la hombría sólo para la hombría.
Pero Afonso creía que el descenso de Vladimir (que a él le ponía loco de ganas) podía no terminar follándole repetidamente tras bajarle unas braguitas de mercería… El descenso del macho al abrevadero del macho —un tema para los cuadros más sanguíneos de Claudio— podía aún seguir…
Quizás el instante más bajo —para la pretensión de Afonso— fue cuando le dijo a Vladimir (con aire voluntariamente chulesco y ofensivo, pese a su rostro tierno, muchachil) que, a la otra noche, iba a ir con Maira, la de las grandes tetas, y había decidido —no era un ruego, hablaba sin concesiones a la duda, áspero de gestos— follárselos a los dos, a la vez. Juntos. Los dos sobre la cama. De espaldas los dos, con el culo en pompa.
—¿No te parece muy cachondo, tío?
Y le acarició la mejilla con un dedo blando, como el jefe hace, ostentoso, con el putito. El cubano se sonrió con desgana cómplice. Y ese tono de abandonada aquiescencia, a lo mejor, tenía relación con el amor —lo que se llama amor— de lo que nunca hablaban. Se había pintado los labios, usado braguitas de puntilla, había hecho —otra vez— como que se apretaba sus propios pechos —aunque eran pectorales firmes— mientras la verga le entraba, y ahora tenía que estar al lado de Maira, lo que no podía sino ver como algo arrastrado. Como Vladimir quedó así, entre la sonrisa y el azul, Afonso —más gallito— volvió al atractivo de la oferta:
—¿No te parece muy cachondo, tío?
Y el cubanito, tirándose al sofá, dijo sin contestar:
—¿Qué, es para ponernos perras, bolleras o jineteras de asueto, papi?
Pero él tenía que saber —tenía que saberlo— que era una humillación. No el follarlo, sino el hacerlo a la par que con la chica y sin que él —Vladimir— esa vez participase.
Los culos empinados, hacia arriba, el de ella ancho y redondo, y el de él, oscurito, apretado y duro. Claro que a ella le follaría, por detrás, el coño. Y a él le volvería a someter el culito, pero a lo mejor no se lo decía antes a ninguno. Porque como a los dos les gustaba mucho especialmente eso, igual tenía suerte —pensó en lo hondo y más silencioso Afonso— y las dos se ponían a chillar de gozo como monas salidas. Y él (porque también le gustaba) se envanecía de polla dura y ágil, como un mandril rey. Pensaba en monos —lo que también le hubiese encantado a Claudio, tan refinadamente primitivo— porque, sobre sus quince años, había ido muchas veces al zoo de Lisboa, y siempre le mantuvo la atención (quizá coincidencia de disposición sexual o de primaveras) ver cómo los diversos primates andaban siempre a vueltas con la pinga —fea o no— cascándosela y sobándosela, orgullosos como de un privilegio. Como un guerrero con su lanza mejor. Algo así. Una fijación parecida. Como morbo y exceso animal. Una imagen. Para que la polla, mágicamente —guapa y humana como era— cobrara más fuerza y más genio…
Afonso estaba dispuesto a hacer —y lo hizo— lo que consideraba, para su fuero interno, un acto repugnante, avillanado. Vladimir recibiría la guarrada, procurando no pensar, porque si le gustaba a él (a su «tío», a su macho, a su man) estaba dispuesto. Pero si otro se lo sugiriese o se lo mencionaba, fuese siquiera como una hipótesis, estaba seguro de que le partía el alma, le tiraba al suelo y le pateaba como a un cochino hasta que se le fuera —por infame— toda la sangre. Eso era así. Pero la escena de los culos —o el coño y el culo— asaltados por la feroz diversión del muchacho del Miño, ocurrió. Y es posible que la más sorprendida —aunque la vida sexual no pudiera sorprenderle en absoluto— fuese indudablemente Maira. Porque ella —como otras muchas— deseaba ferozmente a Vladimir y este, en esos tiempos, solía decir de cuando en cuando (como quien dice, de fondo, una verdad entre risas) que él ahora, por puro deporte, sólo follaba con tías jóvenes —con «pibitas salidas», era su expresión— si le pagaban y, además, en dinero contante y sonante… Maira pudo así (gratuitamente) a la par que Afonso la penetraba en posición animal, mirar a su lado la gran polla oscura de Vladimir, erecta y dura hacia arriba —magnífica, pensaba ella— dando secas sacudidas de gusto, junto a sus ojos, hasta llegar largamente a derramarse… ¿Por qué nos gusta siempre más lo que no poseemos? ¿Por qué «lo otro» es, siempre, mucho más prometedor? Pero Vladimir sólo suspiró ese día, no chilló ni se volvió convulso —aunque no fuera menor el placer de ser penetrado por su amigo y señor— porque la tía de las grandes tetas no debía ver (no debía saber y no sabría) lo que los hombres se entregan e intercambian entre sí, los grandes poemas que realizan con su cuerpo, cuando son soldados y están solos. Jean Cocteau, en una de las más frívolas y profundas frases de su vida profunda y frívola, declaró que los hombres inventaron la guerra para, de cuando en cuando, tener un gran pretexto para abandonar a sus mujeres. El soldado, en efecto, abandona a la novia, pero también los esponsorios del hogar entero. Y se encuentra al amigo y al enemigo, que alguna vez coinciden, y con el amigo —después de la pelea y del primer cansancio— fabrica en soledad —en la intimidad de la tienda de campaña— el más delicado y exquisito producto de la virilidad total y de la hombría: la sacra ternura viril, la prodigiosa caricia del guerrero… No llegué a oírselo decir explícitamente a Claudio, que a lo mejor nunca alcanzó a precisar la idea, pero lo que él anhelaba —en los viajes africanos y en el alcohol, en los arrebatos brutales de quien, íntimamente, era amable y vulnerable— era, sin duda, esa extraña perfección de un sentimiento cómplice, institucionalmente prohibido. Alcanzar esa delicia absolutamente viril en la que el fuego —el maravilloso esplendor del fuego— arrasaría por entero nuestro mundo.
* *
*
Había un paso más, y Afonso —que gozaba, se excitaba y despreciaba, al mismo tiempo— iba a dar ese paso, sospechando —jubiloso— que en algún momento se rompería la cuerda. Entre el vaivén de los clientes y el tufo —que mucho tiene de perfume— del mal mundo, Afonso y Vladimir en su apartamento (cambiaban, naturalmente, los nombres y la frecuencia de los anuncios) seguían, en el final de las madrugadas, acostándose juntos, compartiendo hembritas —como decía Claudio, si quería resultar galante, el pobre Claudio, que finalmente nunca supo— y follando con el salvajismo de los que conocen, magistralmente, el oficio. Con vaselinas, con untes, con cremas lubricantes dotadas de sabor frutal y espermicida, Afonso entraba triunfalmente en Vladimir chillando, y le gustaba —secretamente— ese instante salaz o refinadísimo en que los huevos pueden chocar con los huevos, y la genitalidad de la sodomía empareja —realmente— lo macho. Una de esas noches —después de ducharse— el portugués, que se lo venía preparando un poco, le soltó de golpe:
—Vladimirico, titi, ¿sabes lo que vas a hacer mañana? Vamos a ir juntos al puticlub, y tú te vas a poner de tía, pero de tía fetén, de tía estupenda, para que yo me ponga bruto y le pegue una hostia al gachó que te mire… ¿Vale, titi?
Quizás esperase aún otra cosa. Pero el cubano de los ojos azules —con aquella belleza turbia y mórbida que adoraba el pintor— mientras volvía a meterse en la cama —para dormir ahora— contestó, insensible aparentemente:
—Vale.
¿Quiere todo esto decir que ellos —los dos— aún no habían hablado de algo semejante o aproximado al término «amor», por execrable que les pareciese la palabra y hasta su pulpa? Desde luego, nada de amor. Sólo habían hablado —y poco— del «trabajo». Mejor dicho, del tema de la retirada de Afonso. Que Vladimirico jineteara para él. De eso, y a los traspiés, habían cruzado cuatro palabras, más bien torpes. Afonso no quería ser el mantenido de un chulo, le repugnaba, porque oscilaba en una zona sumisa —inconsciente— atribuible a la denostada condición femenina. Pero acaso, como suele, del desdén le quedara otra comezón. No quería el portugués ser un mantenido —o no del todo— pero le gustaba (también en cierto secreto propio) mandar como un amo, y eso en plan chulo. Parece existir una contradicción que (observando bien) no existe. Afonso quería humillar, que es la forma más tajante de poder. Pero —como no puede ignorar quien algo sepa de las candelitas y colorines del mal mundo— al portugués también le gustaba su trabajo, que es —en teoría— un laborar festivo, orgiástico, y por eso —por su propio gusto de prostituto real— el teórico sillón que el otro le ofrecía («Papi, tú no tienes que volver a trabajar ni a jinetear ni nada») eso se la traía floja y le asqueaba doblemente, porque apenas es como si esa frase le llamase, con suavidad, aburrido y poco potente, menos macho, pese a la alabanza. (El sudor no tiene voz, dijo un gran portugués médico. Y asimismo: Honda, como un sentimiento / del que se tiene pudor).
Se trataba de humillación, pero también de sexo. Esa corriente absoluta, trastornadora, que Afonso sentía más poseyendo al cubano —porque creía hallarle una turbiedad desusada, como un color violeta en los ojos— más salvajemente, más electrizante en su médula (como una sacudida voltaica y placentera) que cuando lo hacía con las muchísimas chicas que le gustaba follarse, en un gozo —no se lo decía— suavemente inmediato al deber. (¡De qué tinieblas me viene la claridad!).
* *
*
Lo vi casualmente, porque, como dije, no era mi hábito visitar aquellos cazaderos, pese a los estímulos de Claudio. Pero aquella noche (casualmente, insisto) yo estaba allí. Era más de la una de la madrugada, la hora —diríamos— en que comienzan las cosas en esa realidad, que no es (no puede ser) la de los padres de familia, ni la de los aspirantes a nada. En esos lugares no se pretende ni se aspira, se es o se está, y así se lleva todo. Estaba yo tomando una copa en un rincón —ginebra con Coca–Cola— y estaba un tanto aburrido, cuando vi entrar —no me acuerdo— o ya caminar paralelo a la barra, a una refulgente belleza, sobre unos enormes tacones. Se podría haber dicho que era una travestí o una drag–queen, pero era demasiado imponente, esto es, demasiado verídica. Una gran belleza. No hubiera dicho si chico o chica, pero rápidamente descubrí —en el esplendor— a Vladimir, el cubano de la morbidez azul…
Llevaba una gran peluca negra, de pelo largo, liso, que le sentaba muy bien. Y el rostro —el bellísimo rostro— maquillado, pero sin estridencia ninguna. Rojos los labios, y los ojos sombreados de rímel y de sombra negra, eficaz y discreta. Un vestido estrecho, azul oscuro, le marcaba el cuerpo, y llevaba unos zapatos altísimos de tacón, en charol negro, con las uñas de los pies pintadas de azul, como el traje. Por supuesto, parecía un chico. Aunque se había depilado las piernas, tenía los músculos marcados y eran evidentes, bajo el traje ceñido, la cadera estrecha —el culito chipén— y los hombros anchos. El escote era llano, claro, pero la piel del cubano era lisa, morena y brillante. Pensé —creo— que, a lo mejor, se había dado crema, una hidratación suave que volvía la piel —al verla también— de satén nítido. Vladimirico, alto, espectacular, guapísimo y ambiguo (porque si era obviamente un chico, no descartaba armas femeninas) recorría el local, lleno de parroquianos viciosos, mirando y sonriendo, muy levemente, pero en verdad sin mirar ni sonreír a nadie. Al poco —aunque acaso hubiesen transcurrido ocho o diez minutos— entró Afonso, como si nada supiera. Afonso —de sonrisa infantil— con el vaquero ajustado a las piernas fuertes y un niki negro, ceñido y de marca… Aunque en ese momento no lo signifiqué, estaba claro que el portuguesito mañoso venía a ver lo que pasaba y a ver —a contemplar, mejor— el esplendor, el brillo de sus dominios.
La gente miraba mucho a aquel chico–chica espectacular y lo comentaban, aunque acaso notando que aquello no iba directamente de ligue, sino de otra cosa, aunque no supiesen de cuál. Lo que pasó luego sólo lo supe más tarde, semanas más tarde. Allí sólo estaba el cuerpo y la belleza de Vladimir, provocando, como los grandes pudientes, a todo lo escondido. Azul oscuro, sensual, cálido y —me apercibí, de repente— mostrando que la braguita que hubiera bajo el vestido ajustado no ocultaba una hermosa protuberancia, nada femenina, que se diría en crecimiento, como si el chico–chica se hubiera sentido de repente cachondo, algo encelado al menos, probablemente por su propio aire, por su misma magnificencia. Alto, guapo, mujer, jovencito, adolescente, muchacha plena de ansia… No andaba bien con aquellos tacones tan altos, pero quizás el peculiar movimiento de ese malandar le daba, añadido, un aire turbador aún mayor. Como las uñas de los pies, azules de laca brillante. ¡Qué extraño mundo!
Afonso Madeira —a ciertos habituales suyos que encontró— no dejó, al parecer, de hacerles comentarios jocosos:
—¡Vaya cómo se ha puesto la nena!, ¿eh? Esta va ya a por todas, la gachí… Le ha debido de coger gusto a que se las metan dobladas, ¿a que sí? Menudo putón…
Y lo decía con risas, evidentemente, con golpecitos en la espalda, de compañerismo machote. ¿Con desdén, como parecía? ¿Con desprecio, con burla? ¿O notaría alguien —no lo sé, algo, alguien— el secreto y sus complicaciones? (Mi corazón se va por las aguas del río).
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No subieron en el ascensor —incluso a riesgo de romper la famosa discreción que esos apartamentos declaran para clientes y vecinos— subieron por las escaleras, y Vladimir se tuvo que quitar los zapatos de tacón, que chillaban y claveteaban. Volvían juntos —poco antes de clarear— de una discoteca final, y estaban, por supuesto, lo suficientemente aupados de alcohol y de pastillas, y aunque allí —entre copas y música— se habían gastado bromas divertidas y habían hecho el zángano mutuamente y en abundancia, y hasta se habían besado, con mucha provocación, en la boca, como para que se viera el poder del amo sobre la esclava, al poco de salir —antes del taxi— habían empezado lo que cualquiera tomaría por una discusión (una de esas tantas, con voces y cierto desarreglo, cierta sensación de falso fin, que la madrugada propicia) y al entrar en su portal —entre risas sórdidas y palabras torpes— iban ya a los golpes, empujándose, insultándose, y en un tramo de la escalera —antes de volver a encender la luz que acababa de apagarse— Afonso echó al cubano (a la chica pintada aún) contra la pared, le agarró salvajemente del paquete, mientras le besaba con la lengua y los dientes para, acto seguido, cruzarle la cara de una bofetada que por lo súbito —y por el alcohol y las pastillas— hizo que Vladimir prácticamente cayera al suelo… Entonces el cubano —saltando— le rasgó la camisa, como una gata fiebrosa, y le mordió el pecho (más que el pezón) hasta hacerle chillar, de golpe, para enseguida taparle la boca. El cubano se puso a subir aceleradamente las escaleras que quedaban, mientras Afonso, reponiéndose y detrás, gritó:
—¡Cochina hija de puta, cabrona!, ¿crees que no te voy a follar, crees que no te voy a partir el culo diez veces, hija de perra, putaza?
Ruidos de escalera. La puerta cerrada de golpe. (Una estrella / vigila tristemente… todavía… / los olivares de la madrugada). El portazo contuvo, además, zapatos lanzados violentamente y palabras fuertes que —desde fuera— iban deshaciéndose hacia una materia menos acre, con explosiones de otra entidad, sin ropa, sin calcetines, sin chaquetas o lycras. La materia desnuda, voraz y caníbal.
La cama salvaje en la habitación salvaje: una brutal decisión de entrar en el cuerpo, restregarse, apretarlo, asilvestrarlo furtivamente, el voraz amor con que trabaja la lengua el crespón morado del esfínter, mientras el otro cuerpo se retuerce en una voluntad de delicuescencia y muerte; los huevos chocando contra los huevos en el final de la penetración recomenzada, la polla que se hincha y endurece como crispada por una íntima necesidad de lanza, los dientes desvaneciéndose en los labios, chupando la saliva que sabe a saliva (un sabor y un olor de cuerpo) pero también a aromas remotos, porque todo —los muslos largos y duros, los dedos de los pies, pintados y ágiles— todo se vuelve flora y gusto y tacto tan brutal y tan suave como una prehistoria soñada y vivible… Los dedos que retuercen, en ayes fogosos, el botón casi sangre de los pezones, la succión ansiosa de la picha que resbala y es de nuevo atrapada, unos golpes bruscos, entre brazos y piernas enroscados, que son falsos —no son crueles— pero sí absoluta realidad, voluptuosidad y daño. La picha de glande redondeado y levemente incisivo que hiende y se apropia de la piel de la espalda oscura y satinada, toda perfumes terrestres. Y la picha oscura, larga, negra casi, de glande redondeado, más suave, explotando como un fuego pequeño, húmedas coladas calientes, dos, tres veces, estallando sobre el almohadón y la pared para poder volver donde ya la mancha es seña de privilegio, y se muerden, se besan, se chupan, se golpean —el feraz sonido de las nalgas palmoteadas, cacheteadas como música tribal— se lamen, se retuercen, se penetran sucesivamente (una penetración que precisa, como un animal laborable, unirse con la siguiente) hasta resultar rugidos y carnes exhaustas, sábanas destruidas, rímel corrido, belleza sudada de dos muchachos juntos, bellos como la selva irreal, en una suerte de barrizal lechoso, pringue y mugre que huele a espuma de mar, a colmillo de león y a esas flores sureñas que el calor vuelve maravillosas e insoportables… Después —desnudos, derrumbados— se duermen sin apenas deshacer lo que, efectivamente, parece un abrazo… (A qué siglos salvajes se remonta la rosa).
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En ese tiempo, Claudia se había vuelto a África. No lograba nada con Vladimir —decía él, nada de su obsesión al menos— y aunque había tornado a dibujarlo en un cartón lleno de azules y arena, como muchacho desnudo, nadando en lo que parece el cráter de un pequeño volcán, un dibujo evanescente y delicado, todo decía darlo ya por perdido. ¿Qué «todo»? ¿No se trataba, básicamente, de poseer —una obsesión, un morbo— al chico cubano, al que se refería como «almita de Rimbaud africano»? Prometí, lo sé, no tratar de Claudio Prego. En él, «todo» podía significar una minucia, un granito de arena, que luego su magia —su fuerza, su terribilidad— metamorfoseaba y encumbraba… ¿Qué no hubiese dado Claudio —me pregunto hoy— por oír un instante (sólo un instante, que luego hubiera defenestrado) lo que, en el momento del sueño, cansados y pringados de sexo mutuo, qué no hubiese él dado por oír lo que, como susurrado, pero con entera nitidez, Afonso, con su interior acero delicadísimo, dejó oír, en los oídos de Vladimir, con los ojos azules semicerrados, pegado como el agua a esa espalda de ternura: «Te quiero, cabrón, te quiero…»? ¿Qué no hubiese dado?
Sus vidas, en apariencia, no iban a cambiar mucho: clientes, sexo, anuncios con otros nombres fingidos, noches largas, alcohol y drogas. Un camino de juventud al filo de un sable. Y poco también —muy poco— cambiaría para quienes mirasen. Ahora no eran chicos, ni mujeres, ni chaperas —ellos, en su calidez propia— sino los dos soldados que duermen juntos y se folian y aman (sin renunciar a nada) con esa limpieza del amor viril —un amor que se gana— y que tampoco es maricón, ni femenino, ni machista. El amor de la suavidad del joven, ternura y potencia, carne y orgullo, fuego y miel. Todo tacto, delicadeza y fuerza. Mucho. Pero las palabras pronunciadas, muy cortas, muy pequeñas: «Te quiero, cabrón, te quiero. No me vayas a dejar, cabronazo. Te quiero…». El sueño entonces —después— suele ser muy tranquilo.
Claudio Prego no lo supo, nunca lo supo. Fue asesinado, oscuramente, en Malí, por unos muchachos negros que le robaron y que luego excusaron su crimen alegando que el pintor —un degenerado, algo así dijeron, palabras oídas a otros— los quiso violar, y añadieron que, además, les había hecho retratos o algo así, y que luego —¿luego?— les había pintado de rojo los muslos. ¿Por qué les había pintado los negros muslos de rojo, como sangre? ¿Virginidad, muerte, sadismo, desesperación? A los chicos de Malí les pareció una señal de brujería. «Quería», dijeron, «convertirnos en chicas». ¡Qué lejos del pobre Claudio! ¡Qué atrás le llevaron la mala suerte y el desorden, la furia de su alma! ¡Qué vanamante lejos! (Arañando el silencio con el alma… Arañando).
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Quienes viven en la feliz normalidad (no importa decirlo) suelen considerar que el mal mundo, las ciudades de la noche y la llanura, es todo él sombra y fealdad, y la gente se degrada —piensan— dentro de sus muros, en la vida del exceso, que es la vida de la calamidad. Por mi lado, no sabría yo defender el mal mundo, que a veces, en efecto, es turbio y se puede llenar de sordidez y sabe crecer, como ceniza, en lo violento. No sabría. Pero debo decir —recordando a Claudio, los colores agresivos y exquisitos de sus dedos sobre la tela— que quienes, para su dicha acaso, desconocen el mal mundo, no sólo ignoran su oscuridad, sino también su extraña luz lunar y gótica, si pudiera decirlo así, su portentosa luz galáctica, fría en apariencia, hermosamente violeta, con la extrañeza del hielo y el temblor de la pureza, la limpidez de lo muy puro. Porque —créanme— el mal mundo es puro, eleva los sentimientos como si nada más existiese, canta el amor y no pone adjetivos, y cuando se abisma también luce nitidez, porque el sexo, los senderos más tortuosos, los besos más agrestes, las fuerzas de lo vivo, todo está aceptado simplemente por ser y todo es negro y bendito, porque es de la vida… El mal mundo es caritativo y es salvaje, vive siempre para la alegría, aun en lo más oscuro de su invierno. No quiere otro rostro que el placer, y este —aun cuesta arriba— es siempre acogedor, nunca excluyente, nunca bárbaro, porque en el mal mundo, entre la luna sórdida y la luna borracha, y las inclementes flores rojas de la belleza, tan frías y perfectas, vive el fuego pequeñito del alma, la voz de la ternura, y entre los filos oscuros del horror hay paz, porque el placer y la felicidad como destino —por remoto que fuera— arrastran a la bondad siempre, llevan siempre dentro el bien —el verdadero bien, tan libre— aunque no lo quieran ni lo parezca. El mal mundo es una rara catacumba poética. No es el reino de los padres o los novios que se adentran en la noche cada fin de semana, no lo es. Es un reino aparte, otra cosa salvaje, un mal lugar, un malpaís, ese yerto jardín donde vive la más real felicidad, que es como un sol gigantesco, esplendente, una enorme extensión de filos, sombra o luz, y sin sombras. El mal mundo que yo he paseado, donde Claudio Prego, el pintor, y los muchachos que se aman y se venden y las chicas de corazón hereje y los borrachos de idioma azul y torpe, todos ellos encontraron —y encontrarán— el arte. (Y al día siguiente doy el nombre tuyo / y con la punta del cigarro escribo / en plena oscuridad: aquí he vivido). El mal mundo. Claudio, Vladimir y la turbadora ternura de Afonso Madeira, el portugués del Miño.