A veces, lejos del tiempo aquel —que puede traducirse como fuera del tiempo— vuelven historias cuyo valor sería desesperación o consuelo. Esta pertenece a ese signo. Es remota y podría ser terrible. En mi tranquila voluntad de hoy —arquitecto asentado; padre de familia con hijas que acaban la universidad— es también un consuelo de arrebato, un pequeño golpe afortunado llamando a la vida. ¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde? Lo hace la memoria más huida. ¿Buena o pésima señal?
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Me llamaré Tomás. Había ido a aquel colegio porque a mi padre (notario) le habían trasladado desde Oviedo. Quizás eso a mis quince años (sexto de bachillerato entonces, alumno de ciencias) me volviese más tímido o reconcentrado de lo que era. Estábamos en 1965 y me apunté —recuerdo— al grupo de teatro, no sólo por afición —que la tenía, aunque no creo que pensase nunca seriamente en ser actor— sino, y muy básicamente, para buscar amigos. No sé. Para poder hablar con alguien que tuviera gustos comunes (en la clase me era más difícil entrar en lo que ya eran círculos cerrados) y, a lo mejor, ir alguna tarde al cine o a ver chicas…
«Ver chicas» no es un eufemismo, pues en aquel tiempo —y en España, para mayor exactitud y desastre— los adolescentes vivíamos una vida demasiado empobrecida, y las chicas constituían poco más que unos roces fugaces, unas amistades truncadas —imposibles— y un anhelo frecuentemente desesperado. Ver significaba mirar, piropear, charlar —acaso— y a veces hasta ponerse un poco bárbaro o bruto para que ellas se asustaran, aunque más nos hubiésemos asustado nosotros, al principio, si las chicas —alguna de ellas— hubiesen salido bravas. Porque de putas hablábamos mucho —con deseo— pero entonces no conocí yo a nadie (en mi ámbito cristiano y burgués) que se hubiese atrevido a frecuentarlas. El deseo y el miedo se imbricaban demasiado, me parece, en nuestras vidas más incipientes de lo que debieran ser.
Los colegios de entonces —vistos desde hoy— parecen profundos y aburridos. Como si los alumnos —chicos o chicas en cada colegio, nunca juntos— viviesen allí ese mundo cerrado y particular —ajeno a lo habitual— que resulta la verdad de todos los mundos distintos. Éramos abejas de una colmena peculiar, llena de celdillas íntimas, propias, y de mieles que sólo se podrían degustar en la propia habitabilidad de la colmena. Seres de interior. Ministros de aquellos patios, y aquellas aulas de techos altos, donde los escolapios (por una dedicación a la modernidad, a todas luces innecesaria poco antes) ensayaban obras dramáticas —dos o tres al año— que se escenificarían en ocasiones importantes, fiestas del colegio o celebraciones de su religión particular… Allí (en las aulas de teatro) conocí a Fernando —él sí tiene que tener su nombre— que había cumplido ya los dieciséis, y que estaba también en sexto, pero no en mi letra, es decir, no en mi misma clase. Fernando no era un rendido del teatro, pero, si puedo decirlo así, pertenecía a ese tipo de alumnos —ignoro si hoy existirán— que sobresalían en todo lo que no fueran asignaturas obligadas. Yo era un alumno cumplidor, sin excesos de empollón. Fernando, un alumno caótico, pero singularmente brillante. Campeón de hockey sobre patines, buen jugador de fútbol (que estaba dejando), excelente organizador de las excursiones de los scouts al campo, líder de acampadas, llevaba dos años en el teatro y —según todos— se le daba muy bien. Era feliz, bullente y verdadero. Lo que no quería él era estudiar regularmente. Detestaba, me parece, el aburrimiento. Con más secreto y silencio, a mí me ocurría lo mismo. Pero yo era menos activo, y él tenía voluntad de cruzado. Fernando era alto, divertido, algo bravucón, muy sanamente. Reía, o parecía reír, a menudo. Producía una sensación de fuerza y viveza, con ese halo ligero de los jóvenes, que ellos —naturalmente— ignoran. Tomás (yo) era tímido, pero deseoso también de contento, inseguro, aunque mentalmente más recio. ¿Por qué no cuento lo que salta en mí ahora, tan lejos? ¿Qué quería decir que, al cabo de unas semanas, las sonrisas y el vigor nacieran en nosotros con evidente complicidad? El profesor —no importa su nombre, procedía de una escuela de actores— nos enseñó primero expresión corporal (algo que resultaba muy nuevo aquellos días, máxime entre escolares) uniéndolo al aprendizaje memorístico de algún texto, cuyo autor —por cierto— nunca nos decía. No siempre debíamos acudir a clase todos. Según el profesor, había trabajos que requerían grupos pequeños hasta que se hubiera dominado el tema. Aquella tarde (nos conocíamos desde hacía un par de meses) después de estudiar en la biblioteca, recordé que Fernando debía de estar concluyendo la lección de expresividad —eran gestos en el suelo, giros trágicos, imágenes de rabia— que ese día les correspondía, tan sólo, a cuatro chicos. Que recordase el hecho era una obviedad, pues también yo participaba en la general tarea. Que se me ocurriese —saliendo de estudiar— pasarme por el estudio (en una sala vacía, junto al salón de actos) para encontrarme con él, pensando en él sin considerarlo, eso sí sería ya tema de preguntas, que afortunadamente no ocurrieron entonces. Entré buscando a Fernando. Claramente. Le vi enseguida. Sentado en un banco, solo, estaba poniéndose los calcetines… ¿Qué había en ese gesto? No lo sé. Fue, terriblemente, la emoción. El arrebato del corazón o de los nervios, que no importa. Que revela —en la plenitud del calor— la mejor vida. La terrible vida de altura… Fernando, en calzoncillos, se ponía unos calcetines oscuros.
Dije algo. Me respondió. Reímos. Y entonces —o después— Fernando se levantó y me pidió algo que un hijo único, como yo era, debe considerar insólito, pero tan natural, aparte, que no lo declarará nunca.
—¡Menudo pringue! Se ve que los actores de antes no se lavaban. Pero yo he sudado como una bestia, chaval…
De pie, se puso a secarse con la toalla, a limpiarse el sudor. De repente, en un gesto que no parecía tener ningún significado, me tendió a mí la toalla —que no era muy grande— y extendió los brazos, como para facilitar mi labor. Yo, pleno de estupor pero sin querer mostrarlo, empecé a secarlo o acariciarlo con la toalla, porque mi conciencia cambió de la lentitud tímida inicial a una muy próxima desenvoltura. Era su cuerpo muy recio —uso palabras de hoy, inevitablemente— hecho y largo, pero en la total ligereza de lo muy joven, y formado, sin exceso, por el ejercicio. Tenía muy poco vello, porque la piel —suavemente oscura, un poco bruna, difuminada— pertenecía a esa clase que a ninguna edad predispone al pelo. Algo por los tobillos, pierna arriba. Y bastante (o al menos, así parecía al contrastar) en las axilas. Lo repasé suave con la toalla, mientras él hablaba —sin que yo quisiera entender— de la putada de aquel profesor de teatro que hacía trabajar y dar el callo más que un especialista en barra fija. Al poco, instintivamente, me agaché y le sequé (aunque ahí no figuraba el ligero rebrillo del sudor) los muslos torneados y largos y los músculos equilibrados de las pantorrillas. Incluso bajé un poco el extremo de los calcetines oscuros —que acababa de estirar— para pasar esa toalla de involuntaria y absoluta adoración. Al ponerme otra vez de pie y devolverle la toalla (debí decir, o lo repito, que estábamos solos, porque los otros alumnos, por el motivo que fuera, no se habían demorado) me topé con la sonrisilla golfa y leal de Fernando, que al tomar la toalla de mis manos me dio un golpecito en el hombro, en plan conchabado y compadre, y señaló con los ojos abajo, hacia sus plantas… El calzoncillo —blanco, corto, como eran todos entonces— indicaba el abultamiento claro y picudo de una erección, y nos miramos, y como él reía, yo me reí también, y sentí la fuerza del cosquilleo erótico, pero él en ese instante me dijo, de repente, que le esperase un momento en el pasillo, que iba a los lavabos a «jiñar», y que salía y nos íbamos…
¡Qué perversísima semilla de corrupción, tan perfecta! Los calcetines, los muslos, que tenían una curvatura delicadamente exacta, y la picha en apariencia tan grande… (¡Extraños sueños que, luego, serán sensaciones carnales y un viaje mental que, a lo mejor, reanudamos meses y meses de nuestra vida después, en el futuro!).
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El profesor de teatro —más técnico que intelectual— estaba obligado a montar, para final de curso, una obra que, gustándole por el prestigio del autor, no parecía entrar en su proyecto: Farsa italiana de la enamorada del rey, de Valle–Inclán, que por ocurrir en el siglo XVIII y tener aires de opereta, permitía —eso sí— exageración o cuidado especial de los movimientos actorales… Aunque los personajes eran muchos, no todos podríamos participar (habría que contar con los méritos de cada quien) y además había chicas (Mari–Justina, Altisidora) y todavía —en el invierno de 1965— se discutía (bien que no delante nuestro) si los chicos haríamos, según vieja tradición, los papeles femeninos, o si en el último mes vendrían las chicas que también hacían teatro en un colegio de monjas muy cercano al nuestro, pero separado, lógicamente, por infranqueables muros. ¿Vendrían algunas de esas chicas —las necesarias sólo— a ensayar con nosotros? O, ya que nuestra presencia en su colegio era del todo impensable, ¿se optaría, finalmente, en pro de las buenas costumbres que la moderna sociedad estaba desprestigiando, por la vieja regla del muchacho travestido?
La copla de una moza salta dentro
y en el zaguán se mueve la ventera,
codiciosa, celosa, muy cetrina.
Se optó por una solución salomónica, que nuestro prefecto consideró acorde a la modernidad surgente. Los ensayos se harían juntos —para sincronizar— sólo el último mes, entre tanto (y de manera que todos los estudiantes pudieran trabajar) los chicos dirían los papeles femeninos y —naturalmente— las muchachas, allá en su colegio y con sus superioras, leerían los masculinos para sus compañeras más afortunadas, pues los unos dejarían en mero ejercicio —y no poco cursi y risible— lo que los otros, por su parte, estrenarían y tendrían ocasión de brillar ante alumnos y familias. ¿De qué siglo estoy hablando? El duque de Nebreda y la Dama del Manto se han despeñado, miles de veces, por las galerías sonámbulas de la vida y todo ha perdido, más de mil veces, el prestigio de sus luces —que eran muy débiles— y de sus granas pastoriles, no menos absurdas que la realidad… (Cual convenía, la obra iba a representarse en tono de farsa, de burla, de parodia y arlequines. «Así», dijo el técnico, «no os dará la risa»).
Nos fastidiaba que no vinieran chavalas. Pero el profesor de teatro (mientras preparaba un guión con versos podados) nos hacía aprender fragmentos y continuar trabajando en lo que llamábamos la gimnasia de las bambalinas o algo de ese estilo. Todo estaba en la costumbre. Fernando y yo habíamos salido ya varias tardes juntos, sin hablar nunca del día del sudor, para divertirnos, pues teníamos claro que aunque no estábamos en la misma clase (o precisamente por ello) nos caíamos bien y teníamos las palabras y los aires —más desenvueltos él— paralelos y perfectamente equiparables. Salíamos juntos. Nos emborrachábamos de Coca–Cola, en una cafetería, a la salida del cine. Los adolescentes de entonces, en España, no podían hacer otra cosa. Pero una tarde, con enorme sigilo y mucha sonrisa, Fernando sacó del bolsillo de su chaquetón azul tres botellitas de ginebra, que eran muestras de alguna marca y que había encontrado, espiando, en el mueble–bar de su casa, y había decidido birlarlas. Su padre no bebía ginebra, y los botellines —en su criterio y observación— estaban abandonados… Nos metimos por el Retiro (húmedo, lo recuerdo, aquella tarde) y como era de noche y no había mucha gente —prácticamente nadie, novios dándose el lote en los bancos— y la luz amarillenta de las farolas nos animaba a un regocijo no adjetivable, colmados ya de Coca–Colas, nos bebimos los botellines de ginebra, a palo seco, y casi de un golpe. Desde luego, me es imposible recordar de qué hablábamos en ese momento —antes, seguro, de las clases, del cine y de las chicas— pues, en ese momento, en la penumbra húmeda, recuerdo que empezamos a reír desordenadamente y a echar carreritas y a darnos empujones tontamente, gozosos, entre risa y más risa, en una forma de felicidad muy opaca, que acaso sea propia de épocas lóbregas, en las que los jóvenes sólo existen para la disciplina… Éramos brutalmente felices y también —por falta de costumbre— estábamos borrachos. Apoyado en un árbol, muy frondoso y alto, Fernando me dijo de repente, y sin dejar de reír, por lo que su voz, aunque nítida, era arrastrada, llena de raspaduras extrañas:
—Dime la verdad, cabrón, ¿cuántas pajas te has hecho hoy, eh, capullo?
El hombre que soy ahora se turba, recordando, de una manera absolutamente distinta a como se turbó aquel Tomás que era yo, riendo también y borracho, sin saber de qué reía. Era el caso que, aunque Fernando aludía con frecuencia a su capacidad masturbatoria, yo, hasta ese momento, había sido más púdico al respecto. Asentía. Confirmaba. Pero apenas entraba en detalles, quizá porque —como a todos los adolescentes— el asunto me inflamaba y colmaba de ansia, y esa pasión, de algún modo, me amedrentaba. Entonces, en mi indecisión, y en aquel territorio umbrío, Fernando, sin dejar de mirarme, retirándose un algo atrás, se sacó la picha y (también ante mi duda, pues no sabía qué haría, pese a la rapidez del conjunto) empezó a mear, resoplando, y recuerdo que tanto de su aliento como del orín brotaba un vapor, que produce una sensación de ensueño, inmensamente real… Meó sin pudor, casi gimiendo, y vi por vez primera el miembro masculino, la polla de un chico como yo, con una mirada que sería incapaz de definir… Supongo que había visto a compañeros desnudándose o cambiándose de ropa, en los vestuarios, en clase de gimnasia. En un par de albergues juveniles a los que había ido, en verano, todavía en Asturias, había visto también a chicos de mi edad, más o menos, desnudos, y ellos me habían visto a mí. Naturalmente, nunca —hasta aquel extraño momento— había dado yo ninguna significación a aquellas desnudeces fugaces. Es verdad que, en los albergues, los más mayores hablaban, entre bromas tensivas, del tamaño de los genitales y del vello que les crecía, pero yo —que además era más pequeño— no participaba. Sentía el morbo rugiente de la virilidad que nace, escuchaba y me turbaba, pero nada más. Como todos, supongo. Me masturbaba pensando en mujeres desnudas y opulentas (mujeres, no chicas) y a veces, descubro ahora, en mis fantasías de rubias tetonas —actrices de cine— se mezclaban entonces luchas de indios y americanos, rodando por una pendiente arenosa, en películas del Oeste. El indio solía llevar poca ropa, pero su lucha era absoluta virilidad, y yo debía de sentir aquello (esas imágenes) como un reservorio de energía que me volvía más eficaz (en un sueño que no parecía tener aspiraciones reales) con las rubias, con los grandes pechos, túrgidos, que me parecían lo más esencial de mi celo. Ahora, entonces —allí, frente a mí— Fernando meaba y parecía que su picha (quizás algo erecta) me resultaba inquietante, familiar, grande.
—Venga, chaval, ponte aquí. Picha española no mea sola…
Sonriendo, estupefacto de mi arrojo (y del suyo, sospecho) me acerqué al árbol, extraje rápidamente mi miembro —que comenzó, algo, a desenvolverse— y me di cuenta de que tenía ganas e hice la meada largamente sobre el charco que mi amigo estaba terminando de colmar. Meamos como una exuberante explosión de júbilo. Ávidos de algún secreto. Y luego (vueltas las pichas al refugio de los antiguos calzoncillos blancos) Fernando me echó un brazo por encima del hombro, y nos tambaleamos juntos por uno de los pasillos más iluminados del Retiro, entre los árboles, contentos de nosotros y de ginebra, sin rumbo, sin ideas, sólo con sentimientos calientes y superficiales: los más útiles fuera de la filosofía.
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No hay que hablar. En la masculinidad clásica —si puedo, desde hoy, llamarla así— no se habla. Se actúa. Como si en el avance de un cuerpo de ejército, de formaciones regulares y compactas, se pudiese prescindir de la táctica. La amistad —sin ese hablar— crecía, y lo hacía así salvajemente, pero es un salvajismo cuajado de ternura, como se duerme con la espada en medio, y eso significa pasión muy alta.
En el teatro, una semana después, se nos pidió (a todos) recitar, en voz alta, leyéndolos al principio, textos encontrados, peleas que mostrasen —ya dije que el profesor, muy nuevo en un colegio como el nuestro, buscaba la expresividad y la gestualidad más que la dicción o la memoria— las posibilidades del rostro y de las manos. A la par, en un movimiento único, y diría que fiero, Fernando y yo nos propusimos, muy alegres, para esa contienda. Se nos dijo algo que ningún adolescente desaprovecharía. «Sois dos leones. Estáis enfrentados. En ningún caso llegaríais a las manos, porque», explicó el profesor, «se trata de un mero alarde de fuerza. Gestos, gritos, fintas, muecas… Es como si amagaseis, con mucho orgullo y mucha casta, pero sin golpear, porque —en el fondo— el de enfrente también es amigo. Son dos capitanes antes de una batalla. Están, claro es, en el mismo bando. Pelean por una cuestión de estrategia y —en el fondo, también— por una mujer a la que aman, compitiendo, pero que no se nombra». Era la escena de un drama americano, cuyo autor —como dije— nunca se nos declaró. Ese detalle le importaba menos a nuestro profesor que los gestos. Si acaso ya lo sabríamos más tarde… Leímos el texto, en voz alta, y luego —otra vez y otra— aumentando el tono de voz y la gestualidad, que debía ser agresiva y contenida al mismo tiempo. Mucho después, supe que una terapia psicológica podría haber ocurrido de modo muy similar.
TOMÁS: No será así. ¿No lo sabes? Mandarás a esos hombres por el camino peor, y cuando les destrocen los aviones, amigo, van a pensar en tu alma…
FERNANDO: ¿Bueno tú con ellos? ¿Serías tú el abuelito que les haría escapar de la guerra? Tú los dejarías morir, sedientos y sin fe, por otro camino. ¿Los quieres más tú?
TOMÁS: Yo quiero que peleen. Quiero que sientan, como yo, que pueden conseguirlo. Que nada impide nada si el corazón de un hombre tiene la rabia y el orgullo suficientes… Quiero que peleen limpiamente. Como siempre lo he hecho yo, incluso entre alimañas, incluso en esta puñetera guerra…
FERNANDO: ¿Traición? ¿Esquivar es traición, si es más fuerte su puño? ¡No quiero cadáveres ilustres! ¡Y sólo puede ser un mal nacido, un absoluto imbécil, quien no considera la maña sobre la sed de un animal! ¡Tú y yo somos también esos animales llenos de miedo! ¡Tú también, tigre de las narices! ¿Tendré que golpearte para que despiertes…?
TOMÁS: ¡Golpea, golpea, si te atreves! ¡No sabes ver tu alma! ¡No sabes ver, ignorante! ¡Golpea, golpea si te atreves! ¡Vamos, no tengas vergüenza! ¡Golpea!
Consideraba el profesor estas escenas —creo yo— como una suerte de dramáticos ejercicios ignacianos, donde la composición de lugar (fingida, recreada) explicaría en gestos y voces la sutilidad del alma, que todo teatro pluraliza. Quizá por ello —el segundo día— cuando la fiereza tenía ya estilo, nos propuso (era otra situación, pero coincidía con el texto original) aproximarnos más, como dos jabalíes, evidenciando más el calor y la rabia, pues la escena ocurría, a mediodía, en una isla del Pacífico sur, en un aire muy denso. Los actores, realmente, sudaban, y llevaban las camisetas pegadas al cuerpo por el bochorno. ¿Nos gustaría —nos dijo— hacerlo así? Era casi primavera, y aunque no sudaríamos tanto, lógicamente, podíamos mojar las camisetas, y hacer la escena de ese modo: con las camisetas pegadas al cuerpo, falsamente sudadas… Gritamos con placer, volando en las batallas que pueden estar más allá de nosotros mismos, y también (sin que nos dijesen nada) nos revolvimos y desgreñamos el pelo: «¿Tendré que golpearte para que despiertes?». «¡Vamos, no tengas vergüenza! ¡Golpea!».
Quizás estas escenas (aunque no iban a tener un fin concreto) nos consolaron de una pérdida. Al fin la obrita de Valle no se representaría. Se iban a hacer dos obras breves, distintas. Con chicos solos y chicas solas. Pero obras de muy pocos personajes. Fernando y yo (que teníamos papeles muy cortos en la Farsa italiana…) ahora nos quedábamos fuera. Cierto que, últimamente, faltábamos mucho a las clases —voluntarias— de teatro, y eso, qué duda cabe, no podía premiarse. Aunque al profesor le caíamos bien —siempre dijo que teníamos madera de actores— y por eso nos dejaba, pese a todo, aquellos pequeños privilegios de las escenas especiales… Por lo demás, faltando las chicas, como iban a faltar (lo antiguo había logrado imponerse) la cosa tenía, al fin, menos importancia. Además, Fernan y yo faltábamos porque cada vez nos entretenían más nuestras correrías después de las clases, persiguiendo a las niñas de las monjas de al lado, o poniéndonos ciegos de copitas de moscatel, que habíamos descubierto muy baratas, en un par de tabernas viejas, cerca de Diego de León.
Para mí era una novedad también, casi una rareza, pero sé que no lo era en absoluto. Avanzado mayo (con la sombra de los exámenes, y la idea de que el curso se volvía un fardo, un juicio) Fernando me dijo una tarde que por qué no me quedaba ese fin de semana en su casa, para estudiar juntos… La historia del arte —y no sólo ella— se estudiaba mejor si nos preguntábamos mutuamente… Siempre se decía eso, y era verdad, y muchos, muchísimos compañeros o conocidos de una clase y de otra lo hacían, pero yo —lo he dicho, quizá por timidez, por cerrazón privada— nunca lo había probado. Fernando sí. Tanto él como sus hermanos lo hacían con frecuencia, y —al parecer— ni siquiera tenían que pedirles permiso a sus padres, sino avisarlos, sin más, de que había alguien a cenar o a comer. En mi casa se extrañaron más, pero mis padres lo aceptaron, contentos, como un saludabilísimo signo de mi integración en la amistad, en la natural materia de la vida, a la que me mostraba (me había mostrado) tan remiso, por los traslados de ciudad, o eso pensaron.
En la lejanía de los años, veo, con la claridad de la belleza, la habitación de Fernando: una común habitación de estudiante, con una cama —no muy ancha— de la que se podía extraer (como me explícito enseguida) otra supletoria. Una mesa, una lámpara negra —más nueva que un flexo— estanterías, con libros muy varios, algunos soldaditos de goma (comandos americanos de la segunda guerra mundial) un banderín del equipo de hockey sobre patines del colegio, y un cartel —un póster, grande— de Marilyn Monroe, abriendo mucho los morritos sensuales, en lo que resultaba más un fetiche que un homenaje. Marilyn —muerta tres o cuatro años antes— no era aún tan decididamente el mito que llegó a ser, no mucho después y en adelante… Por eso no hablo de uno de esos cuartos de estudiante yanqui. No era eso. Debía de haber (no me acuerdo) una cruz o un Sagrado Corazón sobre la cabecera, seguro. Habían puesto una silla del cuarto de estar junto al sillón de Fernando. Una silla entelada que, habitualmente, no estaba allí. Su sillón era de madera, y giraba, como los de los burós de contable. Estudiamos, claro, y hasta diré que nos cundió. La extraña sensación de zozobra que me habitaba (una emoción, que susurra como silencio, cuerpo adentro, hacia el temblor) no sabía yo de dónde o de quién venía. Yo no estaba habituado ni a estar —ni a dormir— en casa de un compañero. Y se me venía a la cabeza —una imagen cálida, recurrente— la picha recia, poderosa, de mi amigo, meando aquella otra tarde, tan feliz. ¿Podría verle meando otra vez? ¿Sería capaz —qué ridículo— de decirle que, si iba al baño a mear, me dejase sujetar la polla con mi mano, para que meara más a gusto y más lejos?
Habían pasado horas —y nos habíamos bebido sendas tazas de café solo, como señal de la aventura— cuando dijo él que era mejor que durmiésemos un rato, antes de seguir, antes de quedarnos rilados y con la chola vacía… Entonces me dijo (acto seguido) que primero iría a ducharse, y salió. Y yo me quedé allí, parado. Atento. Por qué no, excitado también… ¿Por qué no iba a dejarme sostenerle la picha, si yo era su amigo y su camarada, y él debía ser el jefe de nuestro cuerpo de ejército? ¿Mearía Fernando —como todos— dentro de la ducha, mientras le caía por encima el agua? ¿Esa agua caliente le pondría cachonda la polla? Los adolescentes —adoradores priápicos— conciben el pene como un ente autónomo y poderoso, que vive con ellos y les ayuda y conforma, aunque tenga una vida poderosa y propia, que ellos saludan como conformidad a su halo viril: su polla es suya. Pero les vive y —en ocasiones— les manda, porque hace su independizado camino: como si a Fernando se le ponía gorda por el agua caliente, en la ducha, mientras meaba, y no tenía a nadie que se la sujetase, no parecía lógico…
En esas vaguedades potenciales, Fernan volvió de la ducha, a medio secarse, con aire cordial (quizá se vuelve así de las duchas siempre) y envuelto ampliamente, en la cintura, por una toalla blanca.
—¿No te duchas? Hay toallas limpias debajo del lavabo…
Dudé, no sé cómo. No me apetecía. No sé, no solía ducharme antes de dormir, sino por las mañanas… Me había quedado en calzoncillos, dispuesto a acostarme.
—Venga, chaval, eres un guarrete, ¿no?
Y al decirlo —con leve vergüenza mía, tan rápida— me dio un empujón (con la felicidad primaria del recién duchado, húmedo aún) y me tiró a la cama, imprevisto, echándose encima, a la par que me tapaba la cara, con la toalla que acababa de utilizar, entre las manos, para secarse el pelo. Aquella toalla húmeda —con vago olor de jabón— me cegó un instante, confundiendo mi extrañeza emocionada con el apagón de la lámpara, que ocurrió en un único y tenso y fervoroso movimiento. Fernando estaba encima de mí, me cubría el rostro con la toalla, a oscuras, y me susurraba, bajando la voz en su propia emisión:
—¡Joder, cómo hueles a perro, cabrón!
Supe que eso (tan turbio) era la felicidad.
No hubo nada que decir. Ni nada —aún menos— que comentar. Nada que explicar. Nada que recelar. Nada que distinguir o sugerir o cohibir. Absolutamente nada. Estábamos —reinábamos— en la única libertad del cuerpo que se pide, en el otro, a sí mismo. Sentí que él estaba desnudo y que él —o yo mismo— retiraba violentamente mi calzoncillo. Estábamos a oscuras, erectos, restregándonos salvajemente, exorbitados de babas y de excitación, cuando noté que me ponía sobre sí —viraba la postura— y me empujaba la cabeza hacia abajo. «¡Chúpame los huevos, guarro, chúpame los huevos!». Gozaba, farfullaba, temblaba. Y los noté entrar en mi boca, ansiosamente míos, dejando que la lengua húmeda los deglutiese. A la par mi mano subía por su verga, que estaba inmensamente dura y se le avecinaba al ombligo… Era difícil —por ventura gozosa— saber lo que ocurría. Los movimientos, en frotaciones violentas, se dislocaban, y las manos terminaban en los cojones y vergas, frotando entre los tirones del prepucio que no había terminado de romperse, aunque la tensión lo llevaba a la más intensa amplitud… Nos besábamos las bocas y los sexos, y los pezones, que dolían de gozo, e, inesperadamente, supimos situarnos de modo tal que los dos podíamos chuparlas a la vez, sin saber qué hacíamos, sino que la juventud del cuerpo reclamaba ese exceso, ese ardor, rugidos y suspiros… Luego —cuando no podíamos más, y yo tenía miedo de decirle a Fernando que algo me iba a ocurrir, que iba a echarlo todo— nos acariciamos juntos, apretados, ladeados el uno frente al otro, mientras Fernan me decía: «Déjame, déjame» (y entonces se colocaba la polla, durísima, entre mis muslos) y yo los apretaba, con más placer, y él jadeaba y se movía crispadamente, en un vaivén cuyo significado exalta. De repente, a su casi grito, noté una gran humedad entre los muslos, y al tiempo que Fernando me morreaba más fuerte —«venga, Tomi, venga»— mi polla, inmensamente satisfecha, se volcó entera sobre el duro vientre de mi amigo, rozándose con una turgencia de remeros… Abrazados, nos quedamos dormidos. Entre un olor muy vegetal y acre. Cuando, a medianoche, me desperté para ir a orinar, de vuelta, inauguré la otra cama, la extensible, mientras Fernando seguía durmiendo —desnudo— en la suya. Aunque no lo recuerdo, debimos de salir a desayunar (algo tarde probablemente) y yo volví luego a mi casa después del almuerzo, en un alarde incontenible de emoción callada. A la puerta de su casa —me había ya despedido de su madre, que aseguró esperar que nos hubiera cundido el trabajo, como es de rigor en una buena madre— Fernando, estirándose ostensiblemente, me dijo:
—Te llamo luego, Tomi. ¿Te hace una bolera, para descansar?
Sabía yo también, a cierta distancia (tímido y reservado como era, en un mundo tímido y pazguato) que los chicos de mi edad más libres o más avanzados —lo que no era mucho decir— iban a las boleras, que aún no eran imitaciones americanas del estilo bowling, con camisas anchas y letras o dibujos en las camisas, como ocurriría más tarde. Eran lugares más bien «pijos» —como la de Goya, a la que iba Fernando— donde los machitos de ese estilo galleaban un poco, como si fuesen independientes, al lado de niñas modosas, como eran todas, que por su parte jugaban a descocadas y abusonas… Las chicas, entonces, buscaban aparentar ser «fáciles», pero nunca lo eran, pues hubiese sido, no un deshonor, sino una inmensa desgracia… Las boleras solían estar en sótanos, como las discotecas luego, y se entraba por una escalenta estrecha, y empinada hacia abajo, desde donde ya debía oírse ruido de bolos, de vasos y voces, y, quizás, adivinarse un poco de humo de los cigarrillos, que era, por supuesto, humo fundamentalmente de hombres. Yo —hasta entonces— había ido muy pocas veces a una bolera, y siempre de acompañante tercerón. Fernando estaba brindándome protagonismo.
Claro, claro que me pasaba algo. Pero afortunadamente no poseía las letras para componer la palabra. Decir «estaba emocionado» resultaría una cortedad. Me sentía «maravillosamente convulso», por ahí debió de empezar (según lo veo hoy) la definición. Tenía un verdadero amigo, yo que era un chico solitario —por timidez y por los traslados de mi padre—, y además, y sobre todo, sentía que la belleza insultante de Fernando, su fuerza y su descaro y su inteligencia eran mías, porque las compartía conmigo, y ello literalmente me incendiaba, me revolvía las tripas de gusto, y me corría por lo íntimo de las piernas, como culebrillas atareadas. Estaba encantado y un poco borracho de mí, aunque también tenía miedo (un miedo mezclado con el placer) que me parecía indiscernible del gozo, porque ¿hay algo que no dé miedo? El miedo te destroza y el miedo te alienta, pero todo ello se explica cuando se vive en plenitud. Fernando y yo estábamos en una explosión que —como tal— no tenía nombre y que yo vivía como un piel roja que cabalga en la belleza y siente pavor y delicia de todo lo que es (rayos, caballos, una gran montaña) tan inmensamente natural. Las clases de teatro —a punto de ser suspendidas, salvo para la representación, por los exámenes y el verano— no eran ya nuestro lugar de reunión, que había pasado a nosotros mismos. Nuestro punto de unión estaba en nuestro impulso. En el continuado anhelo de estar juntos.
¿Los amigos de la adolescencia —los inseparables y pretendidamente eternos amigos de la adolescencia— se enamoran? Naturalmente, tampoco esa era —ni podía ser— una respuesta coetánea a los hechos. En la bolera, aquella tarde, nos habíamos emborrachado de cerveza y habíamos hecho patochadas y jugado mal a los bolos, que todavía recolocaba alguien (nada mecánicamente) al fondo del pasillo. Nos habíamos reído como cosacos —no sabíamos bien de qué— y Fernando había hablado, en plan borde, con dos niñas que miraban y que estaban esperando turno, o esperando a otros chicos que iban a invitarlas… Yo era tímido y hasta les dije alguna cosita sonriente y corta. Pero Fernando ganseó con ellas, porque los más machotes a veces se infantilizan y trabucan ante los seres secretos (femeninos) que tanto desean…
En el lavabo, meando la cerveza, me había dicho:
—Le he visto las bragas cuando tiraba, cabrón, y me ha puesto como una moto. ¡Huele a coño, cabrito, huele por todas partes a coño!
Y yo, riéndome en el interior de la cerveza, le decía a nadie (porque no le miraba directamente a él):
—Heladito de coño, tortitas de coño…
Y nos pegábamos otro golpetón en el brazo, y yo seguía:
—Fernandito, guarrito, coñito…
—Venga, sal, date prisa, no nos las vayan a quitar unos pichas que lleguen…
Eramos terribles y blandos, buitres envenenados de ternura.
De repente, sin embargo, nos cansábamos. Había un rato —entre los juegos a los bolos, y no teníamos dinero sino para una hora, juntando lo de ambos— en que el coqueteo con las chicas, tan feroz e incivilizado (¿no nos habíamos detenido a considerar qué querían ellas o qué sentían?; era impensable; las elevábamos, las tirábamos y sin remedio las objetualizábamos) mostraba a las claras que no iba a poder saciarnos. Las chicas, entonces, podían dejarse besar y hasta sobar, pero ello sólo ocurría en sesiones solitarias —sin amigos ni amigas— y tampoco era fácil, porque ellas (y nosotros, sin reconocerlo) estábamos colmados de interdicciones y de difuso miedo. Así que había un instante —desesperado, en realidad— en que tornábamos a nuestras intimidades, desechando a las chicas, por obtusas y cortas, pero arrebolados de ansias innominadas. Y volvíamos a nosotros mismos: territorio secreto y a la par ancho, nítido y predicable. Esa tarde de la bolera, ya al filo de la noche, estábamos bastante subidos de cerveza. Ellas se habían quedado a la sombra del margen. Y el mutuo ganseo nos embargó. No parábamos de reír y no supe, ni sé, qué decíamos. Sé que volvimos a los lavabos —la cerveza es conocido diurético— y que estábamos a punto de salir, porque la bolera se estaba ya vaciando. Y sé que al entrar en los meaderos —y en ese momento no tenía emoción, pero me volvió a torrentes— Fernando, en el mismo plan del ganseo, me empujó dentro de una cabina, de un solo empellón, y sin decir nada cerró la puerta y echó el pestillo. Recuerdo que era un espacio oscuro y sucio. Sin duda, sólo llegaba la luz de fuera de las cabinas. Eran paredes de azulejos blancos, fríos. Al fondo, de pie, Fernan enganchó sus labios en los míos y nos besamos con un ardor desesperado —como si nos estuviésemos vengando de algo— al tiempo que las manos buscaban las erecciones inmediatas y absolutas… No sé cómo eructé, sin darme cuenta. Y él me siguió, como si fuese un acto mecánico. El frenesí era tan terrible —tan espléndido— que temí (o creo ahora que pude temer) que nos hiciésemos sangre en los labios. Él, desde luego, llevaba mejor la iniciativa. De repente, paró. Se puso frente a la otra pared, se sacó la polla (tan grande, tan por encima de lo que se imagina en muchos adolescentes) y en cinco rápidas, cortas y potentes sacudidas, lanzó su gran chorro de lefa espesa sobre los azulejos, desde donde chorreaba, muy lenta, hacia abajo… Al primer gran chorro siguieron otros dos más breves, pero no menos potentes. Yo hubiera deseado masturbarme sobre su propio semen, igual que él —que se iluminaba en los excesos— había antes eructado conmigo. Pero, prácticamente empalmado todavía, Fernando se la metió, y salió de la cabina rápidamente, dejándome solo. Al correrse había dicho: «Chocho, chocho, me la tienes que clavar hasta el fondo…». Estoy seguro de no equivocarme. Sí me equivoqué suponiendo —tontamente— que me abandonaba en un mal gesto. Era prudente, supongo, no salir a la vez, porque entonces nadie tomaba drogas y si te juntabas a fumar, en secreto, eso era en el colegio, y no en una bolera. Pero las palabras las oí, como debí de sentir que no me dejaba terminar. ¿Se equivocaba? ¿No sería él quien debía «clavarla» —él— hasta el fondo? ¿O es que el deseo es tan fuerte, tan desmedido y turbio, que borra cualquier frontera razonable que pretenda conducirlo? Le seguí unos segundos después, y nos encontramos en la escalera —subiendo hacia la salida— hablando con otros chicos que conocíamos de vista… Observé (con una emoción ridícula e inexplicable) que Fernan tenía el pelo revuelto y mojado —se había echado agua— y los carrillos encendidos, y los labios —y sus alrededores— muy enrojecidos y mojados también: había intentado que el agua lo disimulase. Uno (no sé quién era) le espetó:
—¡Vaya lote que te has pegado! ¡Joder, cabrón, tú la has dejao preñada!…
Fernan sonreía, en plan gallito. Parecía haberse olvidado de todo. Pero fuera, en una esquina, Goya arriba, me estaba esperando. Hablamos de los puntos ganados en los bolos, y de las niñas «imbéciles» que, al final, se habían largado. «¡Qué jodías, las muy putas!».
Se me ocurrió, de golpe también (y lo recuerdo para evitar cualquier conato de intencionalidad) que entrásemos en un bar pequeño, en una calle lateral, a tomar una última caña. Y entramos y nos bebimos la cerveza, muy deprisa, sin que me sea posible recordar de qué nada sublime trataba —otra vez— nuestra risa continua. Luego nos separamos al borde de la boca del metro (de vuelta cada cual a nuestra casa antes de aquellas diez sacrosantas de la noche, que a un chico se le podían disculpar hasta las diez y quince) y no sabíamos cómo irnos ni cómo despedirnos ni por qué, como dos enamorados —o dos obsesivos— que no pueden mencionar su amor ni su obsesión tampoco. «Estudia chaval, estudia…». Sabíamos que nos veríamos en el colegio y además nos llamaríamos por teléfono, pero no sabíamos soltar el hilo que nos ataba. Un bramante purísimo, invisible y muy fuerte.
En esos días —al borde de la gran temporada de exámenes— el equipo de hockey, en el que Fernando estaba, iba a jugar su último partido contra otro centro… Yo había visto (en el tiempo de este colegio, nunca antes, cuando viví en Oviedo) los ruidosos entrenamientos y algún partido ocasional de hockey sobre patines. Siendo niño —sobre mis doce años— me había gustado mucho patinar, pero sólo recordaba (con mis primos y primas) acelerar, los domingos por la tarde, en unas calles casi vacías, ligeramente cuesta abajo. Lo unía a ese especial deleite de ir sobre ruedas, no a ningún deporte. Fue al hilo de conocer a Fernan en las clases de teatro, y que me dijese él que —entre lo que parecía una inmensa actividad que iría decreciendo— también jugaba al hockey, cuando su entusiasmo (porque era naturalmente un entusiasta) me llevó a acudir unas cuantas tardes —nunca coincidían con el teatro— a algún entrenamiento. Los palos, las bolas y los patines sobre el asfalto del patio (buscando aquellas porterías enanas, en las que el portero está agachado y parapetado) producían ruidos y estallidos, que eran coreados o subrayados por los gritos de los jugadores, mientras levantaban los sticks, de extremo levemente curvo, como unos lanceros.
Ese partido final, como era de rigor, ocurrió un domingo por la mañana. Un día de sol muy limpio. El día en que me fijé —si lo había visto antes— en que los colores de nuestro colegio eran un amplio azul celeste, con una franja negra en la camiseta. El azul del cielo pegaba con el azul de los pantalones cortos de los jugadores, y pegaba con él. Le era consustancial —sentí—. Salía olímpicamente, seguro y dueño de prácticamente todo. Era alto y sobre los patines parecía alargarse, en una actitud que era celeste también. Me detuve en la perfección de sus muslos, al desnudo, al aire, y en las piernas tapadas por las medias azules y en la sonrisa, hecha para gritar y para morder… Disparaban golpetazos inclementes y majestuosos, entre chillidos y la sensación, tiempo sin tiempo, de toda la aplastante juventud. Luego, cuando el partido terminó, ganando los nuestros, Fernando me unió al equipo —como amigo— para celebrarlo —con cañas de aperitivo— antes de comer. Sabíamos los dos que nos habíamos mirado, en las mejores jugadas, muchas veces.
Por eso, quizá, la noche en que volví a estudiar en su casa (se había hecho una costumbre relativa, sin que sus padres, habituados, pidiesen ninguna reciprocidad) al entrar en su habitación, pues no había ningún protocolo, me sorprendió menos encontrar a Fernando con la ropa o el uniforme de jugar al hockey, pero sin las medias, y con zapatillas, de esas que llamábamos «de dedo» —sujetas en el dedo gordo— de goma, probablemente de origen japonés. Entonces (ahora sé que es normal, lo veo en mis hijas y sus amigos) los chicos no solían estar en casa en ropa deportiva, ni siquiera en verano. Al menos en la mía eso no era común. Pero como estábamos a finales de mayo, y el aire era muy tibio (con las persianas cerradas, la ventana estaba entreabierta) tampoco me extrañó por ese lado verlo así. Simplemente tuve la intuición de que esa ropa no era una casualidad. Yo cerré la puerta. Y él me miró, dándose la vuelta, y sonriendo.
—Nunca más voy a jugar al hockey, Tomi. Me da rabia, ¿no? Pero en PREU muchos se quitan del hockey. Un chaval le contó a mi hermano que su novia no le dejaba, o que no le quedaba ya tiempo… ¡Menuda cabrita!
Y en ese momento se rascó el paquete. Bueno, también eso era muy corriente, aunque yo tuviera un gran pudor —de hijo único, diría— para hacerlo. Me cortaba, y no por vulgaridad, sino —probablemente— porque un extraño sentimiento de pureza infantil me ataba demasiado corto. Pero era un gesto normal y macho. El picor —o la molestia— era signo de su absoluta importancia. Llevaba puestos los pantalones cortos, el calzón azul celeste, y la camiseta ancha, de manga larga, celeste también, con la raya negra cruzada… Se acercó a mí, descalzo, y como boxeando, me tiró unos directos cordiales en el hombro…
Yo dejé los libros, y miré los sticks, pintados de verde, que estaban amontonados (cuatro o cinco) en un rincón. Y empecé a zangolotear con ellos, como si supiese usarlos, pero lleno de una tal intensidad emotiva que podría pensar que estaba temblando casi. Quería hablar, pero no podía dejar de mirar sus muslos, que eran largos y de una curvatura exacta, refinada enormemente. Me hubiese gustado acariciarlos… En ese instante confuso, Fernan me dijo que me podía prestar otros pantalones que tenía, del equipo, para que me los pusiera. No me dijo (como debiera hoy parecer más obvio) que así estaría más cómodo yo. Tampoco me dijo —aunque fuese eso más raro— que era divertido ponernos iguales o que le gustaría verme —diría— como compañero en los partidos, que, según él, iban a concluir para siempre. Sacó la camiseta y el calzón, iguales, de un cajón, y los dejó sobre la cama. Pero yo no me los puse. Sólo me quité el jersey y me senté al otro lado de la mesa para empezar a estudiar. Porque realmente estudiábamos, pese al clima excesivo que vivíamos, y quizás incluso para mitigarlo un tiempo… Nos hacíamos preguntas el uno al otro, y otras veces alguno explicaba o aclaraba un tema, en especial de arte o de química, pues siempre se entendían mejor si hablaba el de enfrente… Pero estoy seguro de que los dos esperábamos el momento (nunca determinado) en que dejaríamos de estudiar y nos iríamos a la cama a reponer fuerzas. La madre de Fernando —o la muchacha, otras veces— nos traía una cafetera (también se había hecho una costumbre, también un símbolo) y nadie volvía ya a molestarnos. Era otra indudable ventaja de las familias numerosas: un hijo no centra todas las atenciones.
Sólo inconscientemente pude, con cierta tranquilidad, ponerme las ropas de hockey para acostarme, en vez del pijama. Fernan —que al volver de la ducha me vio así— se quedó con los ojos muy abiertos:
—Qué fetén, Tomi. Eres un gran cachondo…
Entonces volvió a ponerse su ropa, y acto seguido apagó la luz. Estábamos —si pudiera decirse así— solos en mitad de la pista. Llevábamos ruedas aladas en los pies o en las manos, e íbamos a comenzar una competición, una amistad o una lucha contra el enemigo invisible… La oscuridad nos lanzó, frenéticamente, al uno sobre el otro. No nos desnudamos, sólo necesitábamos —cuando la excitación eran tan fuerte— bajarnos el calzón y subirnos la camiseta hasta debajo de las axilas. Esa situación (que estaba en el fondo de la mente, como el mundo oculto de los vestuarios) debió de espolearnos, y casi a la par, con enorme turbulencia, nos pringamos el uno al otro el estómago, húmedos de sudor además, y con el olor del semen tan fuerte que luego Fernan hubo de echar un chorro de colonia en las sábanas… Estaba claro —unos minutos después, cuando debíamos de estar adormilados— que no teníamos bastante. La boca había empezado a soltarse y, en contenidos susurros, se hacía florida y sucia al mismo tiempo. Nos hurgamos entre los muslos, como si estuviésemos vivamente adormilados, y parecíamos insultar a alguien con una suerte de incendiado amor… Entonces Fernando, en un arranque súbito —porque todo estaba dictado como por una turbulencia telúrica—, se giró sobre mí y, frotándome la parte posterior de los muslos, sentí, estupefacto y maravillado, que su lengua, su saliva y sus labios también separaban la apertura anal y entraban allí, dulcemente, con húmeda y crispada ternura… Grité de gozo, inmensamente, y sentí que volvía a mojar la sábana pringosa. (Por fortuna, había subido el volumen del transistor que nos acompañaba).
—Capullo —me dijo—, vas a dejar tiesa la sábana, cabrón.
Y yo cambié de posición y, como un energúmeno suavísimamente delicado, le correspondí, erecto y loco, mientras él moría instantáneamente como yo ya había muerto. Luego, sí, nos dormimos, sin limpiarnos ni volvernos a poner el calzón deportivo. (Mucho más tarde, cuando la vida entró en su cauce, leí en un autor algo que llamaba «clima de spoliarium», atracciones desbordadas en lugares donde se había practicado el deporte, y los atletas se vestían o desvestían, y que ese autor, pese al demorado y bondadoso análisis, condenaba). Cuando, al amanecer, tornamos a estudiar un rato, Fernan me dio su propio pantalón de deporte para que me lo pusiera yo, y él se puso —aparentemente eran iguales— el que yo había usado.
—¡Joder, qué peste a lefa!
Y entonces vino otra vez la colonia.
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Estoy hablando de dos adolescentes sin intentar reconvertirme en el que fui. Pero cuando he sido duro con mis hijas (porque muchos padres tienden a la severidad del cariño como manera de protección) me ha turbado recordar lo que hoy recuerdo. Me ha turbado porque durante años —muchos— me parecía haber olvidado o perdido el recuerdo de aquellos meses, quizá porque hubiera idealizado la amistad o no me hubiese atrevido a encararla. Luego he sido, inevitablemente, más tolerante. ¿Qué sé yo del corazón más profundo de mis hijas? Los padres no conocemos, de ese modo, a los hijos. Los amamos por otro camino. ¿Qué hubiesen pensado mis padres o los de Fernando de nuestra turbulencia? ¿La sospecharían siquiera? ¿Habrían olvidado las suyas? Lo difícil es —entre tantas dificultades— que ese arrebato de la amistad (ese amor–pasión) no admita ni necesite las palabras. Por eso sólo las pongo hoy, mil años después, intentando revivir el fuego —a lo lejos— pero no suplantar a los protagonistas. Los seres perfectos son irremplazables todos.
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Poco antes de que llegaran las vacaciones —a mediados de junio— Fernan me dijo que él, como todos los años, pasaría buena parte del verano en Rascafría, un pueblo de la sierra de Madrid, por entonces no agobiado aún de visitantes. Aquella familia tenía allí una casa, antigua, que habían heredado de los abuelos. Quizá por eso —pensé yo— por aquellos veranos de montaña (los míos, más breves, habían sido de mar) aquella familia, según pude entender, tenía una tenaz manía por la vida sana, la familia numerosa y el aire libre. La hermana mayor de Fernando esquiaba. Y casi todos los hermanos (y el padre y la madre, supe luego) hacían grandes excursiones montañeras, andando. Vi las «botas de andar», como les decían, guardadas en el armario —de donde sacó las prendas de hockey— esperando los grandes días veraniegos… Poco antes de que debiéramos despedirnos (sin deseo, ni ganas, ni casi posibles palabras) hasta octubre, Fernando me dijo —otra vez— que sus padres me invitaban, en julio, a ir a pasar una semana con ellos, en Rascafría. Esto me lo dijo muy serio —–con mucha formalidad asumida— pues no era una noche de estudio, sino una solemnidad (vivir con los suyos) que para todos debía suponer amistad mayor. Yo, lógicamente —aunque lo deseaba, no sin inquietud— tenía que pedir permiso a mis padres. A ellos iba a alegrarles, de nuevo, que yo no me sintiera aislado o solo. Podría ir una semana con mi amigo, y mi madre telefoneó a la suya, y hablaron, y mi padre le envió, algún día de esos, un centro de flores… Pero recuerdo que mi madre me dijo, sonriendo:
—Sois muy amigos, ¿verdad? Me alegro. Espero que no vayáis luego a pegaros por una novia…
Antes del 7 o el 8 de julio —cuando la familia de Fernando se iba, casi dos meses, al pueblo— fuimos un par de veces a la piscina, a aquella antigua (con un león blanco que sostenía el escudo del equipo) del Bernabéu, que se vendió y reformó luego. Uno de los hermanos de Fernan, mayor, era socio del Madrid, y con su carnet, supongo que con la vista gorda del taquillero, entrábamos, a precio reducido, los dos. Era pequeña aquella piscina y, al fondo, había unas cortas cascadas, entre setos, donde algunas chicas modernas, en bikini, algo apartadas, se ponían a tomar el sol, con aire sexy. Nosotros echábamos un ojo por allí —nunca podíamos estarnos quietos— y Fernando, algunas veces, echaba luego un partido breve de fútbol, en un solar que había al lado (dentro del vallado del estadio) con otros aficionados que andaban por ahí, y que sólo se ponían botas para jugar —en bañador todos— gritando y dando patadones, antes de volver a las duchas y al agua… La mole de una de las paredes del estadio (entonces, más pequeño que hoy) extendía sombra y una especie de grandeza protectora… El azul de aquella piscina nos demostraba a todos, ciertas mañanas que eran muchas, que el verano era, sin duda, la estación feliz. Yo miraba el partidillo con cierta envidia. Me hubiese gustado jugar con ellos, pero no sabía. Y además temía (pero sin ninguna figuración concreta, sin palabras predeterminantes) que mi enorme admiración por Fernando se pudiese advertir. Echábamos carreras de crowl y braza a lo largo y ancho de la piscina, y ensayábamos zambullidas ruidosas o salpicando mucho… Nos desnudábamos juntos (era un vestuario común) y nos duchábamos al lado, siempre entre bromas o en una conversación cuya fluidez superaba su importancia. Éramos hijos del sol, beneméritos fulgores del agua. El vello oscuro, delicado, nos crecía, manso, en las piernas… Uno de esos días, Fernando —al correr en el partido— se cayó en un resbalón y se hizo un rasguño en el muslo, lateralmente. Sin darme cuenta —al acabar ese partido— le acompañé al vestuario, y pedí alcohol y mercromina… Sin que nos diéramos cuenta (era así) le limpié la herida con el algodón impregnado en alcohol, y como él chilló o lanzó no sé qué grito, directamente le chupé la herida. Fue un momento muy corto y muy intenso; yo estaba casi de rodillas delante de él, en los bancos corridos del vestuario. Luego del fulgor de la lengua, eché las gotitas rojas del antiséptico, que corrió como otra sangre. Por un instante, sólo un instante, al retirar la boca de su piel, mi vista se cruzó con la suya. Inmensamente quemadas, pero sin voz. Una pura tensión. Un arco que alcanza maravillas de incandescencia para el vuelo previsto de las flechas… «¡Me gustaría morir contigo y matar contigo! ¡Me gustaría vivir en tu corazón, como el puñal mejor del guerrero! ¡Me gustaría curarte y herirte!». Eso dijimos, muchas veces, sin voz. Sólo con aquellas intensísimas miradas: «¡Qué nos muramos juntos, compañero!». ¡Cuánta, cuánta hermosa locura!
* *
*
Apenas llegué a Rascafría, y a aquella casa, en las afueras, llena de árboles y de perros saltones, me di cuenta (y aseguro que, entre las cientos de cosas que había imaginado, esa no estaba) de que mi invitación tenía un fin que, naturalmente, no estaba en la casa. Los días —que llegaron a nueve— tenían por meta oculta un par de ellos en los que Fernan y yo iríamos por allí cerca, monte arriba, de acampada. Algo que Fernando y sus hermanos habían hecho con mucha frecuencia. Pasaríamos dos noches (su padre no nos autorizó a más, y desde luego, dando el parte telefónico, al menos una vez) en la sierra, arriba, y solos. Allí estaba todo. En una tienda —diría— se haría floración el imaginario pasional.
Aunque nunca he vuelto por allí (algo me ha retenido, en suma) he oído decir que la sierra de Madrid ha cambiado mucho. Demasiadas casas ahora y excesivos chalets adosados. ¿Habrá todavía —he pensado— helechos por el monte? Cuando Fernando y yo, entonces (en el verano de 1966) subíamos peñas y pinos, camino de una plataforma, entre los árboles, que decían La Peñota, el suelo estaba vivo de ramajes y pinocha y había unos amplios arbustos, de ancha hoja, que eran los helechos. He creído oír que no hay helechos hoy, y o bien Fernan no me dijo el nombre verdadero de esa planta (bien puedo equivocarme, pues yo no sabía nada del campo) o bien aquel aire puro y montuoso, que mi recuerdo vuelve boscoso y casi umbrío, ha dejado de existir. Como si no hubiese aquella humedad vivificante que se volvía pequeñas cascadas y cursos rápidos de un agua muy fría… Llevábamos las «botas de andar» (que mis padres me habían comprado para ir a la sierra) y pantalones cortos, camiseta, medias blancas y una mochila que —otra vez— me prestó uno de los hermanos, porque la estricta acampada no había entrado en mi propósito.
Nos echamos a andar una mañana, hacia unos terrenos que Fernan conocía muy bien. Su padre le dijo, dándome a mí una palmadita en el hombro:
—Cuida de Tomi, ¿eh? No le vayas a dar ninguna caminata innecesaria, que te conozco… En la sierra no hay bromas, en la sierra hay espíritu…
Mi padre no hablaba así delante de mí, y sé que me gustó esa frase final (tan particular) que a Fernando le produjo una sonrisita entre irónica y muy admirativa. Pero comprobé enseguida que admiraba de sobra ese «espíritu» excepcional que su padre evocaba…
Eran días luminosos, radiantes, y el aire ligero y eufórico. Todo tenía algo de maravilloso, quizá porque nos sentíamos naturalmente maravillosos y parte de aquel singular espíritu del monte, que nos pondría en el abismo magnífico de nosotros mismos. Porque el día (así he de decirlo) no era sino eso: espíritu. Nuestro cuerpo y nuestras voces lo conformaban por entero. Ascendíamos cansados y embriagados, y hacia mediodía —sudando levemente— alcanzamos una explanada, verdeante, a cuyo extremo había una roca granítica. El mayor monte y bosque quedaban al lado, aún más arriba. Y el cielo era totalmente azul y el aire transparente, y todo resonaba, porque —en verano— el campo y el monte resuenan (vibran) en la absoluta perfección del silencio. Si, subiendo, hablamos de algo, el tema —lo supiéramos o no— era la grandeza. Entonces, ahí, donde abajo se veía la llanura, y la ciudad a lo lejos, había que montar la tienda, y tensar bien sus cuerdas.
No fue difícil o no lo fue tanto porque Fernando me iba diciendo en todo momento cómo debía ayudarle. Sólo cuando, al terminar, nos sentamos debajo de un pino, y abrimos la tartera que llevábamos para comer (yo estaba, realmente, muy cansado) empezó a decirme en tono de zumba que yo era un manta y un niño mimado y que él tendría que enseñarme y castigarme, si no aprendía y no dejaba de «hacerme la nena».
—¿Nena yo, cabrito? —Me puse de pie, dejando el plato de níquel—. Te puedo zurrar cuando me dé la gana, cabrón…
Y él entonces —que primero me había devuelto la mirada repleto de furia— echó de repente a correr, dejando también la comida, pero tirando de la cantimplora, que habíamos llenado de gaseosa… Al correr, se iba desabrochando la camisa y riéndose más fuerte, en realidad, como si gritase, y yo —sin dejar de perseguirlo— empecé a hacer lo mismo. Sabía que íbamos a alguna parte y empezaba a sentirme, desde la irritación y el cansancio, más feliz todavía.
—¡Bebe, toma, bebe, chavalito, que te voy a meter un palizón que te voy a rilar!
Era Fernan, en calzoncillos, chapoteando en un riachuelo, lleno de piedras, con un agua clara y fría que iba muy deprisa, salpicándome entre risas y gestos, mientras yo empezaba a devolverle los gestos y las palabras y los gritos, en calzoncillos también. Dos salvajes, perdidos de la vida, en el instante sublime de la felicidad. El agua —finísima— fulguraba resbalante por el brillo del sol, aguzado entre las ramas, y aunque nos picaba en la piel, reluciente, no nos dimos cuenta de las incisiones de las piedras ni de aquel frío, en medio del gran día veraniego. Estábamos pegándonos como furiosos en medio del agua, riendo y mordiéndonos, y tan excitados que tirábamos de la tela para romperla, pues el deseo avanzaba más que el desnudo… «¡Te voy a pegar una gran paliza, cabrón!». Y yo le mordía el cuello, y notaba su mano agarrándome la polla con fuerza, mientras después mi boca buscaba el tamaño de la suya, que terminaría corriéndose en mi cara, aullando, mientras yo le introducía dos dedos por detrás, y apenas si necesitaba masturbarme, corriéndome entre espasmos y agua, lleno de rasguños —como él— igual que soldados tumbados en la refriega, sucios de arena, hartos de puñetazos y de chupetones, y de semen vertido y de aquella extraña e indecible felicidad. Entre piedrecillas y frío.
Cuando volvimos a los pinos, casi desnudos, con la ropa entre las manos, comprobamos, absolutamente divertidos, que los platos dejados en el suelo, entre guijarros y hojas de pino, se habían convertido en un festín de hormigas.
El delirio —lógicamente— iba a alcanzar su cima. Fernan y yo parecíamos enfermos de nosotros mismos. Enfermos de esa necesidad apremiante de estar juntos y liberar en nosotros nuestros instintos. En la fiera necesidad de ser deseo viril vuelto virilidad. Teníamos una furiosa necesidad de estar el uno con el otro y entrábamos en esa necesidad cerrando los ojos —abiertos, claro— para que sólo pudiera verse la pasión. Llevábamos dos sacos de dormir, y los tendimos sobre una vieja manta, en el suelo, con luz de linternas. Aquello, en efecto, era la noche. La que la civilización o la electricidad han matado. La noche verdadera que lo acrecienta todo. Habíamos pasado la tarde escalando y buscando trochas donde, otros años, Fernan había dejado señas con otros scouts. Cuando comenzó a anochecer y nos metimos en la tienda, estábamos cansados y hacía de verdad frío. Fernando ató las cuerdas de la puerta, y sentimos las sacudidas del viento en la lona, dentro, extrañados y exaltados por la soledad. Abrimos latas de conserva —sardinas en tomate— y terminamos las provisiones de gaseosa. Fernan, entonces, eructó ostensiblemente, y quizá lo cerrado del ámbito extendió el ruido. Se aflojó el pantalón, y entonces recordamos —los dos— que no llevábamos calzoncillos. ¿No se los llevaría el viento, semiatados, para que se secaran, en los clavos de la tienda? El sexo —su magnífico sexo— empezó a crecer, mientras él, sentado, abría lentamente las piernas… Me lancé a chupárselo, y a la par él apagaba una de las linternas, y se tendía sobre los sacos desplegados, negros, susurraba:
—Échale toda la saliva, guarro, príngala toda, échale toda la saliva, échasela, venga…
Cuando, ya desnudos, nos besábamos con una furia que renovaba el conocimiento, me giró, y fue a besarme el esfínter, entrando tanto con la lengua que el placer me llenaba de desproporcionados alaridos. Y de repente, sin pensarlo tampoco, noté su capullo —tenso como una baya dura— pasearse por las cercanías. Sabía que me iba a penetrar y no lo deseaba. Me ardió una súbita rabia, pero no era capaz de decir que no, porque me moría de ganas de sentirlo. Quería saberlo dentro de mi culo con una voracidad que no tenía palabras… Noté sus dedos con más saliva, su glande con más salivación, suya ahora… Y un dolor desesperado que me retorcía, al tiempo que, instantes después, sus palabras amorosas y negras me llenaban de ternura y calor, y el daño —sin desaparecer— era el júbilo exacto del misterio de la carne… Se corrió en mi espalda, y yo sobre el saco, chillando con la desesperación del resurrecto, pero, acto seguido, sin apenas destensarse, me la volvió a clavar, como en su vaina pura. Los susurros florecían en la oscuridad, entre mis jadeos y los suyos:
—Te la he metido entera, mamón. Te voy a matar, te voy a matar de gusto, chaval; te la clavo más, más, ¿quieres, so perro? Grita, grita porque no te la voy a sacar nunca…
El tiempo se había abolido. Incluso el viento, que seguía. Por la rendija de la entrada la noche era total, pero brillante de estrellas. Estábamos, otra vez, dormidos, doloridos y sucios. Y cuando, en el entresueño, abrazados, noté que volvíamos a empalmarnos, como bestias, dije:
—Me voy a mear.
Y él me susurró:
—Méate en mi polla. Ahora nos meamos juntos.
Y casi erectos —mientras volvíamos a besarnos— la micción fluía, casi con dolor, y nos empapaba de gusto. A la par, con un dedo —consciente apenas— buscaba yo la entrada secreta. La ventanita húmeda de ese mojino. Yo fui más duro, mucho más duro (quizá porque mezclaba con el amor la rabia) y casi sin terminar de mear, levanté las piernas de Fernan —sentí suave el vello tupido— y noté que se distendía en sueños y me abría el secreto, y yo me abatí sobre él, y se la metí haciéndome daño, porque descapullaba mal todavía. Jadeaba. Jadeábamos los dos. Y él (con las piernas por mis hombros, descalzo, oloroso a hierba, a sudor y a sardinas) sólo gritaba: «¡No te corras dentro, cabrón, que eso es de nenas, cabrón, échamelo en la cara!…». Y tiró de mi polla, a la vez que se le llenaban los dedos de semen, muy espeso. Enseguida él se montó sobre mí, y se corrió, meneándosela fuertemente, casi en mi barbilla… Caímos largos y oscuros sobre los sacos, exhaustos casi, juntos, apretados, aturdidos, y dormimos con la mano sobre los glúteos del otro, y la polla aún pesada e imposible de mayor deseo… Nos habíamos matado y roto. Y ahí descansábamos…
Nos despertó el sol fuerte, muy temprano, y nos vimos sonrientes, enlazados, empalmados y sucios. La tienda olía como las flores que han madurado en exceso. Nos sonreímos.
—Eres un guarrazo, cabrito —me dijo.
—¿Y tú qué, eh, Fernandín? Te has pasado toda la noche tirándote pedos, so cerdo…
Y nos reímos —casi tiritábamos de frío— nos revolcamos, nos volvimos a follar, como quien cumple un deber preciso (con mucho menos ruido ahora) y tras comparar las mutuas lefas de la mano, Fernan salió afuera, la pinga —la gran pinga— medio tiesa aún, mientras decía:
—Date prisa, Tomi, hay que limpiar y tirar las latas.
Nos lavamos en el río y después nos largamos a buscar un café con leche… Y le vi, alto y largo, dando saltitos entre el sol auroral, que aún no calentaba.
* *
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La familia de Fernando, como siempre, se quedaría todo el verano en la sierra, y mi amigo (por lo que entonces supe) seguiría una historia natural de pandillas, con chicos y chicas, que eran vecinos en esa época del año. Yo, vuelto a Madrid, me iría, ya en agosto, a Santander con mis padres. A ellos les gustaba el verano del norte, lo que mi padre llamaba —o llamó después— «el verano sin estridencias». Yo no tenía amigos. Y en el colegio, al fin, mi amigo había sido Fernando, el chico del teatro y del hockey, pese a la panda de las boleras, tan ocasional y tan de superficie… ¿Qué iba a hacer yo, después de todo, ese inmenso y solitario verano, sin mi amigo? Lo había compartido todo con él. Nos habíamos juntado como guerreros… ¿Cómo iba a soportar Santander, sus lloviznas, la melancolía? ¿Cómo iba a soportar la rutina, sin él, de las vacaciones y de la vida?
La última noche de Rascafría —después de cenar con sus padres, quienes aseguraron que Fernando conocía muy bien la sierra, pero que seguramente me habría hecho alguna trastada, pues me vieron rasguños en los brazos, pero él también los tenía— fuimos juntos al cuarto de baño, de madrugada, tarde, y nos metimos debajo de la ducha, para que no se oyese jadear si jadeábamos, entre la presión del agua… Mantuve mucho rato su polla en mi boca. Y él me comió el culo. Antes de secarnos, nos masturbamos mutuamente. En la habitación, a punto de volver a apagar la luz, Fernando se quitó el pantalón del pijama, y enchufó la lámpara de noche sobre su picha, que se había vuelto a encender… La miró (y la miré) con orgullo. Con curiosidad. Con fraternidad.
—¿Tú crees que me crecerá más, Tomi?
—Hasta los veinte años te puede crecer… A mí me ha crecido este año. —Y me reí, con él, bajito, metiéndome debajo de la sábana, muy feliz y muy conturbado—: Te va a crecer, pichazo…
—¿Y sabes lo que haré? Le voy a dar con todo el pollazo al cura de matracas, en las narices, al muy cagueta…
Nos reímos, nos revolvimos —silbantes, oscuros— y apagó la luz ya y se subió el pantalón, y se durmió, porque (como todos los que son felices) se dormía muy fácilmente. Yo también lo hice. Pero yo temblaba, tenía miedo —un miedo muy interior— y eso es otra cosa. ¿Qué haría en Santander todo el verano? Como Fernan era mi único amigo, mi mejor amigo, tendría que escribirle cartas.
Leía mucho, y en un libro encontré esta línea, que era un verso, citado dentro de la novela: Los bosques en los que el albor escribió leyendas. Y entonces tuve que escribir yo cosas, al azar, del río aquel en que nos bañamos dos veces, la última limpiándonos del sexo, temblando de frío, como en las leyendas de peregrinos medievales… Yo pensaba casi de continuo en mi amigo, y contaba los días que nos llevarían a encontrarnos de nuevo: a mediados de septiembre nos volveríamos a ver, en Madrid. Y en octubre empezaría nuestro último año de bachillerato, y seguiríamos en el teatro, y a lo mejor —era seguro— nuestras familias nos darían alguna libertad para salir de noche y hasta, a lo mejor, visitar alguna vez un bar de alterne, una «barra americana», porque no éramos ya ningunos pipiolos. La «edad del pavo» era una imbecilidad inventada por los otros… Le escribía a Fernando de todo eso, pero (como puedo mejor comprender hoy) no echaba las cartas, que llegaban, a veces, hasta los tres folios. No era falta de confianza ni de pudor, era —probablemente— un amistoso recelo: ¿por qué no escribía primero él? Y si todos los días llegaba una carta mía, ¿no pensarían, él y sus amigos, que yo era tonto? Porque Fernan —debía tenerlo en cuenta— sí tenía amigos. Y, según sabía bien, mucha facilidad para hacerlos. Porque era divertido y guasón, y muy amigo, o sea, muy abierto, muy claro con sus amigos… ¿Celos? La amistad (aunque no suela decirse) produce muchos más celos que el amor, y más terribles, a veces, porque son más silenciosos. Pero podía también pensar —y lo hacía— que Fernando, probablemente, también se acordaría de mí, y hasta hablaría con sus amigos de mi ausencia… Y al escribirle me salían, a ratos, fragmentos líricos (nada sexuales, por supuesto) en que cantaba, con palabras solemnes y coloquiales, el valor de la amistad, que da solidez y algo que debiera parecerse a la madurez más grata…
Cuando llegó —o medió— septiembre, Fernando, como yo hubiera esperado, no me llamó por teléfono. Yo llegué varios días a quedarme, mucho rato, mirando aquel aparato negro de por entonces, que no sonaba… Por ello (porque estaba absolutamente desesperado) un domingo, el último de septiembre, me fui a la bolera de Goya, esperando encontrar a Fernando, y también temiéndolo, porque si lo encontraba —y no me había llamado aún por teléfono— debía yo mostrarme enfadado, ya que él no podía tener razón ninguna de enfado… Claro que también podría haberle telefoneado a él. ¿Por qué no lo hice? Por timidez, desde luego, por temor asimismo, incluso por un vago orgullo, muy similar al que me había impedido enviarle las cartas, porque vería entonces qué alto era a mis ojos, y qué importante, qué insustituible… La amistad es tan compleja como el amor. Y a veces la amistad, apasionada, guarda muchos más secretos. Una extraña pureza que queremos conservar, como un diamante en bruto. Un lingote de oro. Tan puros que no sabemos qué hacer con ellos…
Nada más bajar las escaleras —tímido y sin querer parecerlo— me encontré, de frente, con Fernando. Alto, más alto quizá, con el pelo más largo, con una mayor y ligera señal de barba (como si hubiese madurado mejor, en sólo dos meses) me miró y le miré, al borde de las pistas de bolos, con un ligerísimo estupor, como si —apenas medio segundo— pasara por nuestras cabezas la intención de no saludarnos, de darnos la espalda, como si nunca nos hubiésemos conocido o, más exactamente, como si hubiera nacido entre nosotros, de modo inexplicable, un gravísimo motivo de enfado. ¿Me vería él también —en ese punto quieto— más maduro, más adulto y más perdido? Pero el estupor fue más largo en nuestro corazón que en el tiempo, y al momento caímos el uno en brazos del otro, palmoteándonos la espalda, gritando nuestros apelativos, chillando, medio saltando, eufóricos, felicísimos del reencuentro, como no podía ser de otro modo.
—¡Tomi, chavalín!, ¿qué estás haciendo aquí, pirata?
—Joder, Fernan, eres un cabrón, aquí tirándote el rollo y sin decir nada, ¿eh?
No pasaba nada, es claro, íbamos a echar una partida inmediatamente, pero, para mí, todo había cambiado —o mejor aún— todo se había desmoronado, se había caído. El mundo (un pequeño cabrón) me había hecho su jugarreta favorita: pegar el salto. Hacer volatines…
Enseguida se unió a nosotros (aún no habíamos empezado a tirar) una chica delgada y rubita, con el pelo corto y un aire muy desenvuelto —muy moderna, desde luego, y guapa además—, que besó a Fernan en los labios (superficialmente, por supuesto) para agarrarse enseguida por la cintura. Me la presentó:
—Mercedes, Merche; nos conocimos en la sierra… —Quizás iba a decirme (pues me pareció que pretendía seguir hablando) «es mi novia». Pero no hacía falta, era evidente—. Merche, Tomi es mi mejor amigo. Parece tonto —dijo riéndose—, pero es un capullo más listo que las abejas… ¡Menudo lagarto es este tío!
Y me dio un medioabrazo, sin separarse de ella, como para engancharnos a los tres en el intento.
Es cierto que durante unas cuantas semanas —incluso iniciado ya el nuevo curso— nos vimos varias veces los tres, pero mi insatisfacción (y la fuerza destructora de mis celos de amigo) hacían imposible cualquier convivencia. Fui dejando de verlos, y por Navidad —así de rápida es la flor eruptiva de la juventud— todo había quedado, aparentemente (y aún eso procuraba yo evitarlo) en algún saludo de pasada por los patios al colegio (Fernando, en efecto, no volvió a jugar al hockey) o por alguna nueva cafetería de la zona… Todo se deshizo. Quizá sea esa la primera enseñanza de la madurez, de la amistad o del amor: la pasión y el fin, consecutivos. Merche y Fernando iban juntos a todas partes, ensimismados, haciendo más que manitas, y buscando, como es lógico —incluso entonces— el desahogo a la tremenda voracidad del erotismo. Para cuantos los veían (aunque solían ir solos) Fernando y Merche eran «novios», por supuesto.
¿Y yo? ¿No debo preguntarme —no debí preguntarme— qué había quedado de aquellos inocentes y terribles ardores que he narrado mesuradamente, porque el adulto que hoy soy ha tenido muchísimo pudor, pese a todo, al contarlos? Un buen tiempo, desesperado, echaba yo de menos el cuerpo de Fernando, que era mío, con la fuerza que se echaría de menos un alma. Tenía yo temerosa ternura, o la había tenido. Y todavía, algunas noches, la memoria me devolvía el cuerpo de Fernan, su arrojo y el mío, y me masturbaba poderosamente recordando y remirando su sexo y sus largas piernas… Sentía el denso calor de su semen contra el mío, pero sabía que nuestro ardor se había terminado definitivamente. Su cuerpo —que era su alma— ya no me pertenecía y eso me llenaba de lágrimas, de excitación y de rabia… Supongo que para seguirle a él —para equipararme con él, aunque no lo hablásemos— empecé un domingo, entrado noviembre, a hablar con una chica, muy morena y de cara muy dulce, que se llamaba María y estudiaba en ese colegio de monjas cercano al nuestro. María (que tenía labios grandes, muy sensuales) detuvo muchas veces mis avances, cuando la acompañaba a su casa, hacia las diez de la noche, porque las muchachas «como es debido» debían hacer eso, entonces, aunque interiormente no lo quisieran y empezaran a resultar ya algo atrasadas al hacerlo. Los dos teníamos dieciséis años y nos sentíamos adultos, al menos mentalmente, aunque la experiencia se nos negara. Por eso una tarde —al borde de la Navidad— le hablé a María de la libertad, de la universidad que nos esperaba, y de la necesidad de vivir nuestra propia vida, que «cuervos» y monjas, precarios, nos vetaban… Poco más tarde, besándonos, apoyados contra una pared, en una callecita oscura, María me masturbó metiendo la mano en el bolsillo de mi pantalón, y me dijo —me acuerdo— que no le daba asco, sino que le gustaba, esa sensación pringosa que le quedó en los dedos. Una o dos semanas después —con tanto placer que casi me derramé sin otra ayuda— en el portal de una casa vacía, ella se bajó las bragas, y me dejó que le chupase el coño (tenía enormes dificultades para no gritar, parecía incluso ir a desmayarse) y acto seguido meterle los dedos, que se humedecieron más que, antes, se habían humedecido los suyos… Sin embargo no fue María mi primera experiencia sexual en la cama, con una chica. Eso tardó aún otro año. Pero las chicas, muchas chicas, es verdad, en los bares, los domingos por la noche, en las calles secretas, incluso en algún lavabo prohibido, muchas maravillosas chicas, mitigaron mi sexualidad desazonada y fervorosa, como la de tantos adolescentes reprimidos. Había visto —en el gimnasio nuevo— a varios compañeros desnudos; un par de ellos y yo (una tarde) nos enseñamos las pichas —no eran como las de Fernando— para comprobar el descapulle, y así nos pusimos cachondos. Pero no ocurrió nada y nada volvería ya a ocurrir.
Confieso —lo dije antes— que, con los años, me olvidé de Fernando, o pensaba sólo en él como en el gran amigo de la adolescencia, el amigo supremo, añorado y necesariamente perdido. Su cuerpo —y mi cuerpo— habían cambiado. Me temo que hubiera dicho que nuestros cuerpos —aquellos cuerpos fugaces y de fuego— nunca habían existido. Yo no hablé porque no creía tener necesidad de hablar y porque quise borrar las imágenes como puras reliquias de un sueño: Fernando, adolescente vestido de jugador de hockey, con el calzón azul, y nada debajo, maravillosamente sonriente y erecto (sin que lo pretendiese yo) me visitaba muchas noches en sueños, me poseía en un ámbito montuoso y me trastornaba… ¿Cómo decir que yo —que había sido un mujeriego juvenil y ahora adoraba a mis hijas— tenía tales sueños?, ¿cómo podría explicar a aquel antiguo muchacho principesco y rudo que me enloquecía y llenaba de una añoranza atroz, hacia atrás, hacia el pasado tiempo de nuestra vida abolida y en fuga? ¿Qué quería expresar mi deseo? ¿De qué hablaba ese ansia primigenia?
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Cuando yo terminaba mis estudios de arquitectura (había repetido el último año) me pareció ver, desde el autobús, cerca de las facultades, una mañana, a un chico más o menos de mi edad —veinticuatro años— que iba en bicicleta, con aire informal, entre desastrado y un algo naturista, chocando así tanto con los alumnos rebeldes, de panas hippies, como con los acicalados y encorbatados, entre los que yo, por entonces, me contaba. Aunque al inicio creí dudar, me percaté enseguida de que era él, y aprovechando la obligada parada de un semáforo, pedí que me abrieran las puertas, hice muecas, gestos, cosas extralimitadas que me pegaban muy poco, y me apeé, gritando:
—¡Fernan, Fernan!
En efecto era él y se detuvo. Dejó la bici al borde de la acera y vino hacia mí, con una sonrisa muy afectuosa, y nos fundimos en un gran abrazo:
—¿Qué haces, chavalote, qué estás haciendo?…
Un fingido aire adolescente podía detenernos —aislarnos— unos breves segundos. Fernando me dijo que estaba empezando a estudiar Filosofía y Letras. Pero ¿qué había hecho? Porque debía casi rondar los veintiséis… Su breve historia —contada muy sucintamente— me dejó noqueado: había estado cuatro años en el seminario de los agustinos. Había trabajado en el campo. Ahora —aunque sabía que no iba a ser cura— quería prepararse para ir a Sudamérica a enseñar en aldeas, a gente pobre y necesitada. En sus años de seminario, además, se había hecho practicante, bueno, ayudante técnico sanitario… Nos volvimos a abrazar.
—Me alegro mucho de verte, chico, de verdad. Cómo me alegro. Yo espero acabar arquitectura en unos meses, y creo que me gustaría casarme… Tengo una novia, creo que más o menos formal ya, desde hace casi dos años…
—¡Qué bien! ¡Tú siempre has sabido lo que querías! ¡Estás fenómeno! ¡De verdad!
Y nos dijimos que teníamos que vernos y que salir una tarde y nos dijimos otra vez mil buenos propósitos, y él volvió a la bicicleta, con un aire —ahora podía decirlo— de curita feliz y «progre», inocente y contento, mientras yo seguí andando, porque mi viejo amigo (al que nunca más volvería a ver) me había dejado fascinado y extraño. Me había roto lo rutinario y lo esperable. Una vez más —aunque había pasado tanto tiempo— hubiese querido desnudarlo y besarlo. No sé qué estupidez era mi sentimiento ese, mi pasión o mi ternura… En realidad, a partir de tal momento, tuve la certeza silenciosa de que nunca más, nunca, quería que me abandonara Fernando. Que su luz juvenil y su cuerpo generoso y santo estuviera siempre conmigo. Que me protegiera y bendijese, que me amara (en la sombra protectora) en alma y cuerpo, en silencio, como yo le amaba en esencia ahora, y tanto, tan delirantemente, le había amado antes…
Había —al parecer— elegido un camino del que jamás me habló en nuestra adolescencia. Y sin embargo (hoy lo comprendo) seguía siendo fiel al muchacho que recorría montañas, jugaba, hacía deporte, se interesaba en el teatro, y se entregaba de corazón a la amistad y al amor, sin prudencia. El quizá tenía el raro y escondido privilegio de seguir siendo fiel al alto sentimiento adolescente. No era mi caso. Por ello deseo su protección, por ello no olvido, como una dádiva, su cuerpo. Por eso mi pasión (recordada) lo eleva como un icono. Una antigua aparición de oro.
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Son muchos los que confunden las maneras del amor. Y es lógico. La vida de casi todos es corta y breve (en intensidad y en tiempo) y la mayoría nos movemos entre grisuras confortables. Probablemente no pueda ser de otro modo, y yo me cuento entre los infinitos cobardes que prefieren el confort burgués al mito sublevado de la piratería, en la que, al fin, se lucran los peores. No, la vida es escasamente maravillosa, aunque en muy contados momentos de vértigo bien pueda parecerlo… Desde mi edad —que se acerca a la cincuentena— nada me parece más ridículo que imaginar que Fernando y Tomás (aquellos adolescentes de un Madrid opaco) fuesen eternos amantes, o lo hubiesen sido. Ridículo. Tampoco sé qué les ocurrió entonces, aunque tengo —al menos— trescientas razones que lo explican. Sólo sé que el azar (muchísimo menos dadivoso de lo que suele creerse, avaro más frecuentemente) les hizo a los dos un gran regalo. Les regaló, mezclada con la amistad, la avasallante pasión amorosa, que es sólo un destello, una rabia y la máscara mortal de la muerte. La pasión del amor nos consumió y abandonó, porque poco más podría hacer por nosotros, de no habernos mandado juntos a una guerra para morir, en el frente, unidos y sucios, pues esa suciedad era nuestra pureza. Yo lo viví como el absoluto amor por un amigo, con el que me hubiese suicidado sin dudarlo, pese al ridículo. El no sé cómo lo vivió… No puedo saberlo. Hubo actos y no razones. Pero sólo pudo sentir —a su modo— lo mismo que yo sentía. Aunque como era mucho más valiente (bien lo demostró el día de la bici) dio el paso adelante, me tomó de la mano y me condujo. Me regaló su cuerpo y su calor para que yo le regalase los míos.
La pasión amorosa absoluta no es familiar, ni continuista, ni hogareña, ni puede —jamás— tener futuro. Nadie lo resistiría. Ni los místicos lo han hecho. Pero a nosotros la vida jamás podrá parecemos pobre, achatada o mezquina. Si tan inmenso es el espanto —y probablemente no lo conocemos del todo— a quienes regalamos el cuerpo adolescente a la absoluta pasión, con la audacia que sólo los adolescentes poseen, la vida —ocurra lo que ocurra— siempre nos parecerá limpia. Nuestra alteza mental (nuestra templanza) se salvó en la obscenidad primaria de nuestro cuerpo furioso y púber. Haber deseado hasta las uñas de sus pies, hasta sus pelos todos, me ha salvado la vida y la pureza. Aquel terror fue mi futuro, porque sin rabia no hay espíritu. La tranquilidad no llega, probablemente, sin algún rito oscuro. Sin el abismo que fructifica.