—Te lo contaré más tarde, amor mío.
Éstas fueron las únicas palabras que Peggy, con sus súplicas, consiguió sacarle a Monty.
A medianoche, la señora DeMille la había reñido:
—Tienes que irte a casa, Peggy. Es una vergüenza que sigas levantada a estas horas. La víspera de mi boda me acosté a las ocho.
—Y no se durmió hasta las cuatro de la mañana —replicó sonriente Peggy.
—Te equivocas, cariño: no pegué ojo en toda la noche. Pero no voy a consentir que te quedes aquí un minuto más. Si uno no duerme, a la mañana siguiente tiene ojeras, y a veces los ojos enrojecidos.
—¡Oh, qué sabia es usted! —exclamó Peggy—. ¿Cree que necesito un sueño embellecedor?
—No quiero que seas una belleza soñolienta, eso es todo —respondió la señora DeMille.
A su regreso de la amarga reunión con los abogados, los amigos de Brewster le habían atosigado con preguntas, pero el joven se había zafado hábilmente. Peggy fue la única en insistir: se había resistido a preguntarle nada hasta que se marcharon a casa, y entonces le rogó que le contara lo sucedido. El suplicio que había soportado Brewster no era nada en comparación con el de enfrentarse a la mujer que tenía derecho a saber la verdad. Estaba claro su deber, pero el cansancio le hacía difícil cumplirlo.
—Ha ocurrido algo terrible, Peggy —dijo titubeante: no sabía bien cómo seguir.
—Cuéntamelo todo, Monty. Seré fuerte, te lo aseguro.
—Cuando te pedí que te casaras conmigo —prosiguió él en tono grave—, confiaba en dártelo todo mañana: esperaba heredar una fortuna. Nunca pretendí que te casaras con un pobre.
—Estoy confusa. ¿Quisiste poner a prueba mi amor?
—No, cariño, no es eso. Prometí no hablar del dinero que iba a recibir, y te quería tanto…
—Y ¿te has llevado un chasco? —preguntó ella—. No veo por qué han de cambiar las cosas. Esperaba casarme con un pobre; ¿acaso crees que esto nos afecta a nosotros?
—Pero no lo entiendes, Peggy. No tengo un centavo.
—No lo tenías cuando acepté casarme contigo —replicó ella—. No tengo miedo. Creo en ti. Y mientras me ames yo no te abandonaré.
—¡Amor mío!
El coche se detuvo frente a la puerta antes de que Monty pudiese pronunciar una palabra más. No obstante, le pidió al conductor que diese una vuelta a la manzana.
—Buenas noches, cariño —dijo al llegar a casa—. Puedes dormir hasta las ocho si quieres. Ya nada impide que nos casemos a las nueve, en vez de a las siete. De hecho, tengo motivos para desear que la fortuna me llegue a esa hora. Tú serás lo único que tenga, pero no habrá en el mundo hombre más feliz que yo.
En su habitación, ya sereno, Brewster se enfrentó a la dura realidad. Se desplomó en el diván con la ropa puesta, y empezó a preguntarse qué le depararía el futuro. Por lo menos tenía a Peggy, pensó, y con eso se daba por satisfecho. Pero ¿había sido justó con ella? ¿Tenía derecho a pedirle un sacrificio así? Estaba cansado y la cabeza le daba vueltas, buscando una respuesta. Lo único que tenía claro era que no podía renunciar a Peggy. La sola idea de hacerlo teñía de negro el porvenir. Con ella podría salir adelante; por su cuenta sería mucho más difícil. Así que se casaría y luego, con sus actos, justificaría esta decisión. Al recordar todo lo ocurrido en ese año marcado por la deshonra, comprendió de pronto que había defraudado a personas a las que estimaba. Por lo demás, sus despilfarros no eran precisamente la mejor preparación para el mundo de los negocios. Pero se sentía con ánimos para luchar. Tenía que enmendarse, compensar su conducta pasada. Peggy confiaba en él y le había apoyado en los peores momentos: Monty estaba decidido a deslomarse por ella, a pasar hambre, a hacer lo que fuese necesario para demostrar que no se equivocaba. Al menos su mujer sabría que era un hombre de provecho.
Miró hacia la ventana y vio que despuntaba el día. Ojeroso y desfallecido, se levantó del diván para contemplar la salida del sol, que es indiferente a la opulencia y a la pobreza, a la felicidad y a la desdicha. Había una luz cenicienta, y de muy lejos llegó el tañido de una campana que daba las cinco. Al poco rato oyó el aullido de las sirenas de las fábricas, que, aun amortiguado por la distancia, recordaba poderosamente el valor del esfuerzo diario, exhortándoles a él y a todos los hombres humildes a incorporarse a la fábrica, a la fragua, al gran taller de la vida. Había amanecido, luminosa y diáfana, una época nueva, y la oscuridad de su alma se había disipado. Apoyado en la ventana, Monty se preguntó dónde podría ganar el primer dólar para Peggy Brewster. Aceptó el reto con coraje y determinación.
Antes de las siete ya estaba esperando abajo. Joe Bragdon llegó algo más tarde, acompañado por Gardner y el pastor. Los DeMille se presentaron sin invitación, pero no se les negó la entrada. La dama movió la cabeza con aire de sabiduría cuando supo que Peggy aún estaba durmiendo y la ceremonia no sería hasta las nueve.
—Monty, ¿os vais a algún sitio? —preguntó Dan, llevándoselo a un rincón.
—Solo vamos a pasar una semana en las montañas —contestó Monty, recordando de pronto la generosidad de los abogados.
—Ven a verme en cuanto vuelvas, muchacho —dijo DeMille, y Monty supo que le iba a ofrecer un trabajo.
A la señora DeMille le correspondió el honor de ayudar a Peggy a vestirse. Después de tomarse un café, la novia estaba lista para bajar. Tenía la cara roja de la emoción, y ya no sentía la angustia que había hecho que la noche le pareciese interminable.
Nunca había estado tan guapa. Sus ojos resplandecían, y su cuerpo era extraordinariamente armonioso y saludable. A Monty le dio un vuelco el corazón cuando la vio.
Dan DeMille agarró del brazo a Bragdon.
—¡Dios mío! La muchacha más guapa de Nueva York —dijo maravillado.
—¡Y fíjate en Monty! Se ha transformado en los últimos cinco minutos —añadió Joe—. ¡Mira cómo le brillan las mejillas! Empieza a recobrar el aspecto que tenía hace un año.
Un reloj dio las nueve.
—El caballero que vino ayer está en el vestíbulo y pregunta por el señor Brewster —anunció la criada apenas unos minutos después de que el pastor hubiese pronunciado las palabras que otorgaban un nuevo apellido a Peggy.
Durante unos instantes reinó un silencio casi temeroso.
—¿Se refiere al tipo de la barba? —preguntó Monty, inquieto.
—Sí, señor. Ha traído esta carta para usted, y le ruega que la lea de inmediato.
—¿Le digo que se marche, Monty? —dijo Bragdon en tono desafiante—. ¿Cómo se le ocurre venir justo ahora?
—Primero quiero leer la carta, Joe.
Todas las miradas estaban pendientes de él mientras abría el sobre. Su rostro expresó asombro, luego incredulidad, y finalmente júbilo. Entonces le arrojó la carta a Bragdon, estrechó bruscamente entre sus brazos a Peggy y, después de soltarla, salió corriendo al vestíbulo como si hubiese perdido el juicio.
—¡Es Nopper Harrison! —gritó.
Enseguida volvió con el visitante, empujándole hacia el corrillo. Nopper estaba abrumado por tan caluroso recibimiento.
—¡Que Dios te bendiga, Nopper! ¡Eres un ángel! —dijo Monty con fervor sincero—. Lee en alto la carta, Joe, y luego pon un anuncio pidiendo que me devuelvan los Boston terriers.
Bragdon fue descifrando los garabatos con el pulso tembloroso y la voz titubeante. Nopper Harrison estaba detrás de él, ayudándole alegre cada vez que la letra se hacía ininteligible.
Holland House, 23 de septiembre de 19…
SR. MONTGOMERY BREWSTER
Mi querido amigo:
¿Así que pensaba usted que había huido? ¿No creía que fuera a presentarme aquí a cumplir con mi deber? Bueno, no se lo reprocho: supongo que he hecho el idiota, pero, si al final todo sale bien, no habré perjudicado a nadie. El lobo no hará un agujero demasiado grande en su puerta, me imagino. Con esta carta le presento a mi secretario, Oliver Harrison. En junio vino a Butte a verme, y me enseñó el folleto de un yacimiento en las montañas con el que quería hacerse. Necesitaba apoyo financiero, y, como tenía todas las de ganar, me compinché con él. Esa mina le va a dar millones de dólares, de eso no hay duda. Por lo visto tiene que entregarle a usted la mitad de las ganancias. Un buen tipo, Harrison. El caso es que me hacía falta un secretario, alguien que me ayudase a llevar los negocios, así que le contraté. Ya ve que es falso que me haya llevado a las montañas para asesinarme, como dice la prensa esta mañana. ¡Qué tonterías! ¿A quién le importa que yo haya decidido venir al Este sin avisar a nadie en Butte?
Estoy en Nueva York y he traído el dinero. Llegué anoche. Harrison vino desde Chicago un día antes que yo. Fui al despacho de G. & R. a las ocho de la mañana y los encontré histéricos: pensaban que había huido o me habían asesinado. Que el dinero había desaparecido, eso creían. Tampoco se lo reprocho. Las cosas fueron así: decidí cumplir el testamento entregándole el dinero de Jim Sedgwick en persona; lo reuní todo e hice, supongo, muchas otras estupideces, y marché a Nueva York a pie. Va a cobrar, amigo, alrededor de siete millones de dólares, como comprobará al recoger los cheques certificados en Grant & Ripley. Está todo allí y en los bancos.
No está nada mal como regalo de boda, creo yo.
Los abogados me han contado todo lo ocurrido anoche y que va usted a casarse esta mañana. Ahora me imagino que estará feliz con la novia. He leído el informe por encima y echado un vistazo a los recibos. Me parecen bien; estoy satisfecho. El dinero es suyo. Luego he pensado que tal vez no querrá pasar por el despacho a las nueve, sobre todo teniendo en cuenta que se estará reponiendo de la alegría de la boda; así que he resuelto los asuntos pendientes con los abogados y ellos hablarán con usted. Si no tiene nada especial que hacer esta tarde a eso de las dos, le propongo que venga al hotel para que despachemos unos cuantos trámites exigidos por la ley. De paso me podría dar alguna que otra lección sobre cómo gastar dinero. Tengo una pequeña suma de la que me gustaría prescindir un día. En cuanto a su aptitud para los negocios, he de decir lo siguiente: un tipo que es capaz de gastarse un millón en un año no necesita ninguna recomendación. Es un fuera de serie, y nadie tiene que orientarle en asuntos de dinero. La mejor prueba de su talento, amigo, fue el modo en que declaró su patrimonio a efectos fiscales: un alarde de astucia que habría bastado para decidirme a entregarle la herencia aunque no hubiese tenido nada más a su favor.
Siento que lo haya pasado mal. En un año ha tenido que soportar muchas cosas; todo el mundo le ha puesto verde. Ahora le toca reírse a usted. Qué sorpresa se llevarán al leer las ediciones especiales de hoy. Lo cierto es que he cumplido con usted en más de un aspecto. Me han entrevistado los periódicos, que hoy publicarán toda la verdad sobre Montgomery Brewster y sus millones: tienen el testamento de Sedgwick y mi relato. Se va a armar un gran revuelo en la ciudad, y a usted se le hará justicia finalmente, me imagino. Ahora bien, más le vale no salir a la calle en una temporada, si quiere tener una luna de miel tranquila.
No me gusta Nueva York. Nunca me ha gustado.
Esta tarde regreso a Butte, donde tenemos rascacielos de verdad: no están hechos de ladrillo, miden entre tres mil y cuatro mil metros y tienen oro en su interior. También es de verdad la hierba que crece en las tierras bajas. Los valles hacen que Central Park parezca ridículo.
La señora Brewster y usted seguramente hayan pensado en hacer un viaje después de la boda, así que ¿por qué no se vienen conmigo al Oeste en mi coche? Salimos a las ocho menos cuarto de la tarde. Descuiden: no les molestaré. Después pueden ir donde quieran.
Atentamente,
SWEARENGEN JONES
P.D.: He olvidado decirle que no existe ningún Golden. Compré de mi bolsillo las minas y los ranchos que usted recibió de su tío. Puede recuperarlos pagando las mismas cantidades, pero no se lo aconsejo: dentro de un año valdrán el doble. Espero que disculpe los caprichos de un anciano que le ha tenido simpatía desde el principio.
— FIN —