XXXIII. LA HUIDA DE JONES

Cuando se marchó a toda prisa, en plena noche, a la oficina de Grant & Ripley, todo le parecía un sueño a Brewster. Estaba perplejo y aturdido, semiconsciente. Hizo señas a un tranvía para que parara, y, cuando estaba a punto de agarrarse a la barandilla del vehículo, se apartó del carril con una sonrisa amarga en los labios: se había acordado de que no tenía dinero para el billete. El despacho de abogados estaba en un edificio alto a seis o siete manzanas de distancia, así que fue corriendo hasta allí.

Nunca un ascensor le había parecido tan lento como el que le condujo al séptimo piso. Al llegar a la puerta del despacho vio luz en el dintel, y entró sin llamar. Grant, que iba de un lado a otro del despacho, se detuvo enseguida y miró de frente a Brewster.

—Cierre la puerta, por favor —dijo Ripley con voz firme.

Grant se desplomó en una butaca y Brewster cerró de un portazo sin darse cuenta.

—¿Es verdad? —preguntó en tono agrio, con la mano todavía en el pomo.

—Siéntese, Brewster, y no pierda los estribos —dijo Ripley.

—Por el amor de Dios, ¿no ve que estoy tranquilo? —exclamó Monty—. Vamos, cuéntenmelo todo. ¿Qué es lo que saben? ¿Qué les han dicho?

—Está en paradero desconocido, no sabemos más —anunció Ripley en tono aterradoramente serio—. No me lo explico. Parece increíble. Siéntese y se lo contaré lo más deprisa posible.

—No hay mucho que contar —dijo automáticamente Grant.

—Lo digeriré mejor de pie —dijo Brewster, apretando las mandíbulas.

—A Jones se le vio por última vez en Butte el día 3 de este mes —explicó Ripley—. Le enviamos varios telegramas después de esa fecha preguntándole cuándo pensaba partir a Nueva York: se nos devolvieron todos, y la compañía de telégrafos nos informó de que nadie sabía dónde estaba. Pensamos que quizá se habría ido a inspeccionar una de sus propiedades, así que no nos preocupamos. Pero luego empezamos a preguntarnos por qué no nos habría avisado de que se marchaba al Este. Le volví a telegrafiar, y no hubo respuesta. Entonces comprendimos que pasaba algo raro. Telegrafiamos a su secretario, pero nos respondió el jefe de policía preguntándonos si teníamos información sobre el paradero de Jones. Nos alarmamos, lógicamente; y ayer no paramos de mandar y recibir telegramas. El caso es que hemos averiguado algo terrible, señor Brewster.

—¿Por qué no me avisaron? —preguntó el joven.

—Ha huido, acompañado por su secretario, de eso no hay duda. En Butte creen que el secretario le ha asesinado.

—¡Dios mío! —se limitó a decir Brewster.

Ripley se humedeció los labios y prosiguió:

—Aquí tenemos informes de la policía, de los bancos, de las sociedades fiduciarias y de los gerentes de media docena de minas. Léalos si quiere, pero yo le puedo contar lo que dicen. Alrededor del día 1, Jones empezó a convertir varios títulos en dinero: ahora se sabe que eran propiedad de James T. Sedgwick, quien se los dejó en fideicomiso hasta que usted los heredase. Se ha inspeccionado la cámara acorazada, y Jones, al parecer, se llevó todas las acciones, todos los bonos, todas las cosas de valor. En cambio dejó sus documentos y títulos personales a su nombre: solo ha desaparecido lo que le corresponde a usted. Así que las autoridades han llegado a la conclusión de que el secretario huyó con el anciano y se ha acabado quedando con el patrimonio. La gente del banco dice que Jones retiró todos los fondos de Sedgwick, y la policía, que canjeó los valores convertibles por sumas de dinero enormes. Lo más extraño de todo es que vendió las explotaciones mineras y los inmuebles del señor Sedgwick a un tipo llamado Golden[21]. Parece evidente, señor Brewster, que el albacea de su tío ha desaparecido llevándoselo todo.

Brewster, de una pieza, no apartó los ojos de Ripley en ningún momento del sobrecogedor relato.

—Y ¿qué está haciendo la policía? —preguntó automáticamente.

—Está investigando. Se sabe que Jones huyó a las montañas con su secretario el 3 de septiembre. Desde entonces nadie ha visto a ninguno de los dos; parece que se los haya tragado la tierra. Están buscando en las montañas y haciendo todo lo posible por encontrar a Jones o el cadáver de Jones. Como tiene fama de excéntrico, al principio no dieron demasiada importancia a su desaparición. De momento no podemos contarle nada más, pero es posible que tengamos noticias mañana. Las cosas pintan mal, muy mal. Lo cierto es que confiábamos plenamente en él. Ojalá pudiese ayudarle, querido amigo.

—No tengo nada que reprocharles, caballeros —dijo Brewster con aplomo—. He tenido mala suerte, nada más. Siempre intuí que esto iba a acabar mal, pero no me imaginaba un desenlace así. Mi único temor era que Jones me juzgase indigno de heredar la fortuna de mi tío: jamás se me pasó por la cabeza que el infame pudiese ser él.

—Le revelaré algo más, señor Brewster —dijo Grant con voz pausada—. Al principio, el señor Jones nos comunicó que su decisión dependería sobre todo de la opinión que se formase de usted, de su conducta. Por eso no vacilamos en aconsejarle que siguiera actuando igual: estando usted en alta mar, recibimos muchas cartas de Jones, todas en ese tono sarcástico tan propio de él, pero lo cierto es que no le hacía el más leve reproche; parecía totalmente satisfecho con sus métodos. De hecho, llegó a decirnos que pagaría un millón de su bolsillo por aprender a gastarse la cuarta parte a la manera de usted.

—Le ofrezco mi experiencia gratis. A buen hambre no hay pan duro, ya saben —dijo Brewster con amargura. Iba recuperando poco a poco el color—. ¿Qué se sabe del secretario? —preguntó de pronto en tono enérgico.

—Tengo entendido que llevaba menos de un año trabajando para Jones. Su jefe, al parecer, se fiaba por completo de él.

—Y ¿desaparecieron al mismo tiempo?

—La última vez que se les vio estaban juntos.

—¡Entonces le ha matado! —concluyó Monty, excitado—. Lo veo muy claro. ¿No se dan cuenta de que influía de algún modo en el anciano, hasta el punto de incitarle a reunir ese dinero valiéndose de cualquier pretexto, y con la única finalidad de robárselo todo? ¿Se ha concebido alguna vez un plan más diabólico? —Se puso a caminar de un lado a otro, juntando y separando continuamente las manos—. ¡Hay que coger al tipo ese! No creo que Jones sea un granuja: lo que ocurre es que le ha embaucado un canalla muy astuto.

—Lo más curioso de todo, señor Brewster, es que no han localizado a Golden, el tipo que compró esas propiedades. Se supone que vive en Omaha. Al parecer pagó casi tres millones de dólares al señor Jones, y además en efectivo.

—Pero ¡tiene que estar en alguna parte! —exclamó Brewster, perplejo—. ¿Cómo demonios iba a pagarle si no existe?

—Solo sé que no hay rastro del tal Golden. Nadie ha oído hablar de él en Omaha —dijo Grant con una expresión de impotencia.

—Al final ha pasado lo que tenía que pasar —dijo Brewster, ahora abatido—. En fin —añadió mientras se desplomaba en una butaca— todo fue siempre demasiado extraño para ser verdad. Ya al principio parecía un sueño, y ahora… bueno, ahora estoy despierto, como el niño que termina de leer un cuento de hadas. Debo de parecer estúpido por haberlo tomado tan en serio.

—No le quedó otro remedio —objetó Ripley—. Hizo usted lo que tenía que hacer.

—A fin de cuentas —prosiguió Brewster con aire soñador—, quizá haya valido la pena vivir en un mundo de fantasía, aunque uno tenga que descender antes o después a la realidad. Puede que sea tonto, pero ni siquiera ahora renunciaría a esa experiencia. —Al pensar en Peggy, se quedó callado un instante; luego se tranquilizó y se puso de pie—. Caballeros —dijo con aspereza—, me he divertido, pero éste es el final. En el fondo estoy muy cansado de esta aventura, y les doy mi palabra de que mañana seré otro hombre. Me voy a poner a trabajar en serio; voy a demostrar que llevo la sangre de mi abuelo. Acabaré triunfando.

—Estoy convencido —respondió Ripley, visiblemente conmovido—. Usted tiene lo que hay que tener; me di cuenta hace tiempo. En cuanto al dinero, puede contar con nosotros; mañana le prestaremos lo que necesite.

Grant estuvo de acuerdo con su socio.

—Me gusta su carácter, Brewster. No hay muchos hombres capaces de comportarse con tanta entereza en una situación así. Es un gran disgusto para usted, y un regalo de boda horrible para su novia.

—Es posible que mañana por la mañana lleguen noticias importantes de Butte —dijo Ripley, esperanzado— o, en todo caso, más detalles de lo sucedido. Los periódicos traerán, sin duda, reportajes sensacionalistas. Le hemos pedido a la policía que nos tenga al corriente de todo, y nos encargaremos de que el asunto se investigue como es debido. Ahora váyase a casa, querido amigo, y acuéstese. La suerte le sonreirá a partir de mañana, y puede que sea feliz el resto de su vida a pesar del mal trago de esta noche.

—Estoy seguro de que seré feliz —dijo, rotundo, Brewster—. La ceremonia es a las siete de la tarde, caballeros. Tenía intención de pasar por aquí a las nueve para despachar un pequeño asunto, pero supongo que ya no corre tanta prisa. En cualquier caso vendré antes del mediodía a recoger el dinero que me ofrecen. Por cierto, aquí tienen los recibos que justifican los gastos de esta noche. ¿Podrían guardarlos con los demás? Pretendo cumplir mi parte del contrato, y así me evito presentarlos por la mañana. Buenas noches, caballeros. Lamento que hayan tenido que trasnochar por mi culpa.

Se despidió de ellos con aplomo. Sin embargo, antes de encontrarse de nuevo con sus amigos se dejó vencer a ratos por el desánimo. El mundo le parecía irreal, y él mismo, Monty Brewster, lo más irreal de todo. Pero el aire nocturno le ayudó a recobrar el coraje. Cuando entró en el estudio a la una de la madrugada, estaba decidido a cumplir su promesa de ser «el tipo más alegre del mundo».