XXXII. LA VÍSPERA

«Ahora todo depende de Jones —no paraba de pensar Brewster mientras se dirigía a su cita con Peggy Gray—. Me he gastado todo el millón: soy pobre como Job. Todo depende de Jones, sí, pero no veo por qué habría de fallar en mi contra. Se ha empeñado en que me arruine, y ahora no puede ser tan cruel como para negarme el dinero de Sedgwick. Pero ¿si se le ocurriera hacerme una faena? ¿Podría reclamar la herencia y ganarle en los tribunales?».

Peggy le estaba esperando. Tenía las mejillas rojas por la excitación. Y es que Brewster le había contagiado su entusiasmo.

—¡Venga, Peggy! Éstas son nuestras últimas vacaciones: divirtámonos. Si quieres nos olvidamos de ello mañana, cuando empecemos de nuevo; pero a lo mejor vale la pena recordarlo. —La condujo a su asiento y luego se sentó de un brinco a su lado—. ¡Vámonos! —exclamó con voz temblorosa.

—Esto es una locura, cariño —protestó Peggy, a la que le brillaban los ojos con la euforia que acompaña a la temeridad.

Se fue el coche con los dos alegres jóvenes. La señora Gray se apartó de la ventana, llorosa: le parecía que Monty y su hija se encaminaban a un lugar muy oscuro.

—Esta tarde vino a casa un hombre de aspecto muy extraño —dijo Peggy—. Tenía barba. Me recordó a uno de esos vaqueros que pinta Remington.

—¿Cómo se llamaba?

—Le dijo a la criada que eso no era importante. Yo le vi cuando se marchaba, y me pareció muy viril. Dijo que volvería mañana si no te encontraba en la ciudad esta noche. ¿No lo reconoces por mi descripción?

—En absoluto. No tengo idea de quién puede ser.

—Monty —dijo ella tras reflexionar angustiada un instante—, ¿no sería… no sería un…?

—Sé lo que vas a decir: un policía encargado de embargar mis bienes o algo así. No, amor mío; te doy mi palabra de honor de que no debo un dólar a nadie. —Entonces se acordó de Bragdon y Gardner, y se apresuró a añadir—: Bueno, solo tengo un par de deudas muy pequeñas. Pero no te preocupes, cariño. Ahora vamos a pasarlo lo mejor que podamos. Primero atravesaremos el parque, y luego cenaremos en Sherry’s.

—Pero ¡para eso hay que ir bien vestido! —exclamó Peggy—. ¿Y la carabina?

Monty se puso muy colorado al oírle mencionar el atuendo.

—Me da vergüenza decírtelo, Peggy, pero no tengo más ropa que la que llevo ahora. No pongas esa cara de disgusto, cariño… mañana encargaré ropa de etiqueta… si me da tiempo. Y, en cuanto a la carabina, la gente no empezará a murmurar hasta mañana, y para entonces…

—No, Monty, Sherry’s está descartado. No podemos ir allí —dijo ella con rotundidad.

—¡Oh, Peggy! ¡Eso lo estropea todo! —exclamó él, muy disgustado.

—Me harías una faena, Monty. Todo el mundo nos reconocería y se pondría a cuchichear. «Ahí están Monty Brewster y Margaret Gray —dirían—. Él se está gastando sus últimos dólares con ella». ¿No querrás que piensen eso?

Monty comprendió lo razonable de su objeción.

—Sería maravillosa una cena tranquila en un sitio que no conozca nadie —añadió, persuasiva, Peggy.

—Tienes razón, Peggy, siempre la tienes. Estoy tan acostumbrado a gastar dinero a espuertas que ya no sé hacerlo de otro modo. Creo que te voy a dejar llevar la billetera a partir de mañana. Déjame pensar… Conozco un pequeño restaurante muy agradable en el centro. Cenaremos allí y luego iremos al teatro. Dan DeMille y su mujer van a estar en mi palco. Después iremos al estudio de Pettingill: les voy a ofrecer a los Retoños una cena ligera como despedida. Así terminará nuestra excursión, si no me equivoco, y volveremos a casa muy contentos.

A las once de la noche, los Retoños y sus invitados empezaron a llegar al estudio de Pettingill, y al poco rato comenzó la última cena. Brewster había pagado los gastos por la tarde: cuando se sentó en la cabecera de la mesa, no tenía un centavo en el bolsillo. Un año antes, a la misma hora, habían celebrado un banquete de cumpleaños. Aquella noche había heredado Brewster un millón de dólares de su abuelo: ahora tenía mucho menos dinero, pero esperaba recibir un pequeño regalo de aniversario.

Además de los nueve Retoños había seis invitados, entre ellos el matrimonio DeMille, Peggy Gray y Mary Valentine. De los miembros del círculo solo faltaba Nopper Harrison: apenas se habían apagado los ecos del brindis por los novios cuando Brewster propuso otro por el amigo ausente.

La cena se vio interrumpida más temprano que la de hacía un año. Si Ellis no le había dado el recado a Brewster hasta las tres de la mañana, el chico de la compañía de telégrafos que esa noche llamó al timbre del estudio de Pettingill entregó un telegrama al anfitrión antes de las doce.

—Te envían una felicitación, amigo —dijo DeMille, mientras Monty miraba temeroso el pequeño sobre.

—Feliz cumpleaños —dijo Bragdon—. ¡Caramba, Monty! Me parece sensato que te cases el día de tu cumpleaños; así les ahorras tiempo y dinero a tus amigos.

—Léela en alto —le pidió Metro Smith.

—¡Apuesto a que la manda Nopper Harrison! —exclamó Pettingill.

A Brewster le tembló el pulso en el momento de abrir el sobre, sin que supiese bien por qué. Estaba desconsolado, pues tenía el terrible presentimiento de que ahora, al final de su aventura, iba a recibir malas noticias. Sacó el telegrama y lo desdobló despacio. En este instante tuvo la sensación de estar leyendo su sentencia de muerte, aunque nadie habría podido deducirlo de su expresión. El mensaje era de Grant & Ripley, y no cabía duda de que llevaba dos o tres horas persiguiendo a su destinatario por la ciudad: los abogados lo habían enviado a las ocho y media.

Lo leyó enseguida, con los ojos ardientes y el corazón helado. Habría de recordar con nitidez esas palabras hasta el final de su vida.

Venga al despacho de inmediato. Le esperaremos toda la noche si es necesario. Jones ha desaparecido sin dejar el menor rastro.

GRANT & RIPLEY

El telegrama le dejó petrificado, el rostro totalmente inexpresivo. Los invitados, mientras tanto, le pedían a gritos que lo leyera en voz alta, pero Brewster era incapaz de articular palabra y ni siquiera les oía. Se había quedado sin sangre en las venas, y todos los sentidos que le había otorgado el Creador estaban puestos en las ocho palabras que el telegrafista había transcrito con caligrafía descuidada: «Jones ha desaparecido sin dejar el menor rastro».

¡JONES HA DESAPARECIDO! Las palabras eran de una claridad atroz, brutales. Del resto del mensaje fue tomando conciencia poco a poco. Las frases «Venga al despacho de inmediato» y «Esperaremos toda la noche» estaban ahí, perentorias, pugnando por su atención. Si mantuvo la serenidad fue porque se había vuelto incapaz de expresar emoción alguna. Nunca sabría cómo había logrado dominar los nervios después. Una fuerza poderosa y benévola debió de acudir en su ayuda justo a tiempo, como el genio de la lámpara.

Tardó un rato en darse cuenta de que los demás estaban esperando que les leyera el telegrama. No sabía bien si podría emitir algún sonido cuando abriese la boca, pero al final la voz le salió tranquila, natural y fría como el acero.

—Siento no poder deciros de qué se trata —dijo en un tono tan grave que los comensales se quedaron callados—. Es un asunto de negocios tan importante que me disculparéis si me ausento una hora, más o menos. Ya os lo explicaré todo mañana. No os preocupéis, por favor. Y os agradecería mucho que prosiguierais con la cena sin el anfitrión. Tengo que irme enseguida, pero prometo estar de vuelta dentro de una hora.

Estaba de pie, con las rodillas muy rígidas.

—¿Es grave? —preguntó DeMille.

—¿Cómo? ¿Ha ocurrido algo? —dijo Peggy con la voz entrecortada.

—Es un asunto estrictamente de negocios y solo me atañe a mí. No me puedo demorar más, en serio. Es muy importante. Vuelvo dentro de una hora. Peggy, no te preocupes por mí. Divertíos todos. Cuando vuelva, seré el tipo más alegre del mundo. Son las doce; estaré aquí a la una.

—Déjame ir contigo —suplicó la joven, temblorosa, mientras le acompañaba al vestíbulo.

—Tengo que ir solo —respondió él—. Descuida, pequeña; todo irá bien.

El beso de Monty le produjo un escalofrío.