XXX. EL VOTO DE FRUGALIDAD

—Me estás partiendo el alma, Monty.

Era el 21 de septiembre, y la señora Gray no pronunció estas palabras de súplica —las primeras que había dirigido a Brewster, y también las últimas— hasta que se marcharon los empleados de la tienda de segunda mano que habían acudido a su casa a llevarse la mayor parte de la ropa de su huésped. Ella y Peggy apenas le habían visto en los últimos días, y ahora observaban alarmadas su actividad febril.

El regreso de Monty a la casa de la señora Gray era la comidilla de la ciudad. La gente le evitaba, pero él se obstinaba en malgastar el dinero con quien fuera y por muchas reticencias que encontrara. Cuando donó cinco mil dólares a un hospicio, hasta sus amigos llegaron enseguida a la conclusión de que estaba loco. Fue su única obra benéfica, y la justificaría recordando la cláusula del testamento de Sedgwick que le permitía hacer tales donaciones «solo con moderación». Ya no pensaba más que en la necesidad de deshacerse a toda costa de esos miles de dólares tan enojosos. Tenía la sensación de ser un paria, un apestado, un hombre que inspiraba repulsión y podía contaminar a todo aquel que se le acercase. Era incapaz de conciliar el sueño, y comer le parecía una pérdida de tiempo: ofrecía cenas exquisitas en las que ni siquiera se molestaba en probar los platos. Sus mejores amigos empezaron a discutir si convenía ingresarlo en un manicomio. Su caso se consideraba inédito en la historia; los estudiosos no hallaron ninguno parecido.

La señora Gray se encontró con él en el vestíbulo en el instante en que se guardaba los sesenta dólares que había recibido por su ropa. Estaba lívida. Brewster intentó responder a sus reproches, pero no le salían las palabras, así que huyó a su habitación y, tras cerrar la puerta con llave, reanudó su tarea: estaba redactando el informe final dirigido a Swearengen Jones, albacea de James Sedgwick: un escrito donde dejaba constancia de que el millón de dólares de Edwin Brewster se había evaporado por completo. En el suelo había montones de paquetes cuidadosamente envueltos y atados, y, en la mesa, una hoja grande donde estaba escribiendo el informe. Los paquetes contenían los miles y miles de recibos que había ido guardando escrupulosamente y que justificaban el dinero que había gastado en menos de un año. Se trataba de presentarlos a Swearengen Jones para que los inspeccionara, aunque parecía difícil que el anciano del Oeste fuese a examinar con detalle tantos resguardos.

Las cuentas estaban ajustadas. En la hoja grande figuraba el testimonio de su implacable empeño, el epitafio del millón de dólares. Tenía 79,08 dólares en el bolsillo, pero en menos de cuarenta y ocho horas se esfumarían como el resto del dinero. Pensaba ver a Grant y Ripley el día 22 por la tarde para leerles el informe y preparar la reunión que tendrían con Jones al día siguiente.

Poco antes del mediodía, tras su encuentro con la señora Gray, Monty bajó las escaleras y, armándose de valor, buscó a Peggy por primera vez en varios días. Al encontrarla en la biblioteca, tenía la vieja sonrisa en la mirada y el viejo entusiasmo en la voz. Su amiga no estaba leyendo: había dejado de pensar en los libros y en todos los placeres de la vida, pues lo único importante era el desastre que se avecinaba para el joven al que siempre había amado. A Monty se le encogió el corazón cuando vio sus ojos tristes y asustados. Peggy le miraba, sí, con una mezcla de amor y miedo.

—Peggy, ¿crees que todavía soy digno de la hospitalidad de tu madre? ¿Me pedirá que siga viviendo en su casa? —preguntó tranquilamente, cogiéndole la mano—. ¿Recuerdas lo que me dijiste muy lejos de aquí, que me dejaría quedarme solo si me lo merecía? Estoy en la ruina, Peggy, y me temo que… es posible que tenga que buscar de nuevo un trabajo monótono. ¿Me echará de su casa? Sabes que necesito un lugar donde vivir. ¿Tendré que irme a un asilo? Me dijiste una vez que acabaría en un asilo, ¿te acuerdas?

Peggy le miraba a los ojos, temiendo lo que pudiese advertir en ellos. No había, sin embargo, destello alguno de locura, ni siquiera de exaltación: únicamente la sonrisa serena de un hombre satisfecho consigo mismo y con el mundo. Su voz, sin rastro de emoción, confirmó que estaba perfectamente cuerdo.

—¿Te lo has gastado todo, Monty? —preguntó ella casi en un susurro.

—Éste es el patrimonio que me queda —contestó mientras abría con pulso firme el monedero—. He vuelto a la situación en la que estaba hace un año. El millón se ha esfumado, y ya no puedo hacer nada.

Peggy tenía el rostro lívido, el corazón helado. ¿Cómo podía estar tan tranquilo, sabiendo lo mucho que sufría? Intentó hablar dos veces, pero no le salían las palabras. Entonces se dirigió lentamente a la ventana, dando la espalda al hombre que sonreía con tanta tristeza, y a la vez con tanta crueldad.

—Yo no quería el millón de dólares, Peggy —prosiguió—. Piensas lo mismo que todos, lo sé: que me he comportado como un insensato. Sería una idiotez por mi parte reprochároslo, a ti y a los demás. Las apariencias no me favorecen, las pruebas son abrumadoras. Hace un año se me tenía por un hombre respetable, y ahora me veo despojado de ese título. Todo el mundo dice que soy un chalado y un memo y casi un delincuente. Peggy, ¿tendrás mejor concepto de mí si te digo que voy a empezar desde cero? Dentro de unos días habrá un nuevo Monty Brewster; o será el viejo Monty, si prefieres: el que conociste en otra época.

—¿El viejo Monty? —susurró ella con aire soñador—. Me gustaría volver a verlo… Lo prefiero mil veces al Monty de este último año.

—A pesar de todo lo que he hecho, Peggy, ¿puedo contar contigo? ¿No me abandonarás como todo el mundo? ¿Serás la misma Peggy de antes? —exclamó Monty, ahora nervioso.

—¿Cómo me puedes preguntar eso? ¿Por qué habrías de dudar de mí?

Guardaron silencio un instante. Cada uno escudriñaba el corazón del otro, y los dos contemplaban un nuevo amanecer.

—Me gustaría saber, pequeña… —la voz le temblaba peligrosamente— si me quieres lo suficiente para… para…

Pero solo podía preguntárselo con la mirada.

—¿Para empezar contigo desde cero? —preguntó ella en voz baja.

—Sí… para confiar en el hombre pródigo que ha regresado. Sin ti, todo lo demás sería una cáscara vacía. ¡Te amo, Peggy! Y tú me amas: lo veo en tus ojos, lo noto cuando estoy contigo.

—Cuánto has tardado en darte cuenta —dijo en tono pensativo mientras extendía los brazos hacia Monty.

La apretó contra sí un buen rato. Había vuelto a encontrar un hermoso lugar en el mundo.

—¿Desde cuándo me quieres de verdad? —preguntó en un susurro.

—Desde siempre, Monty; toda la vida.

—Yo también, pequeña. Hace meses que soy consciente de ello. Qué tonto he sido desperdiciando mi amor y el tuyo. Pero voy a cambiar, Peggy; en el amor no volveré a ser un despilfarrador. No pienso malgastar nada en lo que me queda de vida.

—Juntos construiremos un amor más grande, Monty, y a la vez una nueva vida. Mientras tengamos el tesoro del amor, nunca podremos ser pobres.

—¿No te importa ser pobre?

—Contigo no puedo ser pobre —contestó lacónica.

—¡Pensar que podría haber dejado escapar todo esto! —exclamó con fervor—. Escucha, Peggy: emprenderemos una nueva vida juntos, y tú serás mi mujer y mi fortuna, y lo único que quede de mi pasado. ¿Quieres casarte conmigo pasado mañana? Di que sí, amor mío. Quiero empezar ese día. A las siete de la mañana, ¿qué te parece? ¿No te das cuenta de que será una maravillosa forma de empezar?

Tan apasionada fue su súplica que convenció a Peggy, aunque todo surgiera de un capricho que ella ignoraba forzosamente. No había de saber, en efecto, hasta tiempo después el motivo por el cual quería casarse a las siete de la mañana del 23 de septiembre: dos horas después recibiría los millones de Sedgwick. Si las cosas iban bien, esos millones serían suyos antes del mediodía, y Peggy solo sería pobre tres horas. En todo caso, ella, pensaba que valía la pena serlo toda la vida con tal de estar junto a Monty: empezarían desde cero juntos, con su amor como única propiedad.

Peggy se opuso a su plan de gastar los setenta dólares que quedaban, pero él estaba decidido. Con esa cantidad cenarían, darían una vuelta en coche y apurarían su vida: al día siguiente comenzarían otra. Monty, sin embargo, se alarmó un instante al pensar que Peggy tal vez podría considerarse un «bien» en el sentido económico si se casaban antes de las nueve; pero enseguida recordó que el testamento de su tío solamente le exigía que no tuviese un centavo, ni tampoco ningún objeto adquirido con el dinero de Edwin Peter Brewster. Peggy no sería su mujer hasta que él se hubiese gastado el último dólar, y por tanto no guardaba, ciertamente, relación ninguna con el legado de Sedgwick. No obstante, Monty era tan escrupuloso en este aspecto que decidió pedir dinero prestado a Joe Bragdon para pagar la licencia de matrimonio y la tarifa del clérigo; así que ese día iba a estar no solo sin blanca, sino también endeudado. Pero su visión del mundo había cambiado hasta tal punto que ni siquiera el hecho de quedarse sin los millones de Sedgwick podía estropear la nueva vida y la dicha que le había traído Peggy Gray.