XXIX. EL REGRESO DEL JOVEN PRÓDIGO

Remolcado por el mercante Glencoe, el Flitter llegó a Southampton al cabo de lo que a Monty le pareció una eternidad. El buque llevaba poca carga, así que su capitán, un escocés ahorrativo, no era reacio a arrastrar otra embarcación. No obstante, había pedido una suma considerable por el servicio, y Monty la había aceptado tras un vano intento de regatear. La tarifa era de cincuenta mil dólares, por lo que el joven se convenció más que nunca de que la sabia Providencia lo gobernaba todo y no le había abandonado en esta ocasión. Sus invitados se disgustaron mucho al enterarse de la cifra, pero se sentían tan felices como Monty ante la perspectiva de llegar a tierra de nuevo.

El Glencoe hizo varias paradas antes de arribar al puerto de Southampton el 28 de agosto. En el momento de divisar la costa inglesa, los pasajeros estaban tan entusiasmados por poder desembarcar que olvidaron que el barco había tardado un día más de lo previsto. Dan DeMille invitó a todos una excursión cinegética de una semana por tierras escocesas, pero Monty se opuso al plan enérgicamente.

—Partiremos hacia Nueva York en el barco más rápido —dijo, y fue corriendo a informarse de las fechas de salida de los buques y reservar pasajes para todo el grupo.

El primer barco salía el día 30, y Monty únicamente encontró billetes para doce de sus invitados; los demás tendrían que partir una semana más tarde. No hubo protestas, sin embargo. Bragdon se quedaría a supervisar las reparaciones y organizar el viaje de vuelta del Flitter. Monty le ofreció para ello quince mil dólares, y le hizo prometer solemnemente que los desembolsaría en su totalidad.

—Pero va a costar la mitad —objetó su amigo.

—Tienes que asegurarte de que los operarios se diviertan de vez en cuando esa semana, y… en fin, has prometido que gastarás hasta el último penique. Acabarás entendiendo por qué hago esto.

Bragdon finalmente accedió a sus deseos, y Brewster se quedó más tranquilo.

Por lo demás, despidió a la tripulación del Flitter, abonándole el salario de cinco meses, así como la recompensa que le había prometido la noche en que fue rescatada Peggy. Fue un momento muy emotivo: el capitán Perry y los oficiales no lo olvidarían jamás. La tristeza era patente en sus rostros, tan curtidos por la intemperie.

Monty ya solo pensaba en cómo deshacerse de sus enseres domésticos y del dinero restante en el breve plazo que transcurriría entre su regreso a Nueva York y el 23 de septiembre. La mayoría de la gente lo habría dado por imposible, pero él no desistió. Aún no había perdido el ánimo, así que se preparó para la lucha final con una determinación implacable.

«Jones tendría que haber incluido una cláusula que dijese “si el tiempo lo permite” —pensó—. No se puede esperar de un marinero náufrago que se gaste un millón de dólares».

La señora DeMille decidió con mucho tino quiénes irían en cada barco. Ella misma cuidaría del primer grupo, y los Valentine se ocuparían de la «segunda mesa», expresión que utilizaba Metro Smith para referirse a quienes partirían una semana más tarde. Peggy Gray y Monty Brewster viajarían con la señora DeMille.

Los tres días que pasó en Inglaterra, Monty alcanzó cotas de prodigalidad inéditas. En un hotel de la ciudad pagó por una semana de estancia, a pesar de que el grupo solo fue allí a almorzar; y, el poco tiempo que estuvo en el Cecil, de Londres, despilfarró miles de dólares más. Dos días después volvió en tren a Southampton con sus amigos, que andaban preocupados por sus excesos, y el pequeño grupo cogió el barco que lo llevaría a casa. Todos agradecieron la subsiguiente «cura de reposo», y Brewster se alegró más que nadie de que la carrera estuviese a punto de terminar.

El trasatlántico avanzó, rápidamente y sin bandazos, rumbo a Nueva York. La travesía se caracterizó por el buen tiempo y el buen humor de los viajeros. Las noches suaves les recordaban al país de las hadas. Por lo demás, Monty se aferraba a la esperanza que había despertado en él el gesto de Peggy la noche de la tormenta. Era como un pequeño rayo de luz en medio de las tinieblas de su pensamiento, una llama que se complacía en avivar, con una tenacidad que no excluía las dudas. Observaba continuamente a Peggy, en busca de las señales alentadoras que su amor le había ocultado, atormentándolo con temores, luego ilusiones, luego temores otra vez. El aire alegre de la joven le desconcertaba de vez en cuando y a menudo le irritaba.

Pocos días antes de su llegada a Nueva York, empezó a angustiarle la perspectiva de un último esfuerzo derrochador. En su camarote, se puso a hacer nuevos cálculos e intentó modificar los anteriores para hacerlos más halagüeños. Repasando detenidamente todas las cifras, calculó que el crucero le iba a salir por 210 000 dólares en números redondos, cantidad que incluía los costes de reparar el yate y llevarlo de vuelta a Nueva York. El viaje había durado ciento treinta y tres días, con lo que el gasto medio diario había sido de 1580 dólares. Según el contrato, tenía que pagar el alquiler del yate y todos los costes menos la comida y el servicio. Le había sido fácil gastarse los 1080 restantes; algunos días había desembolsado 5000 y otros menos de 1000, pero el promedio era aceptable. Considerando todos los elementos, Brewster concluyó que su fortuna se había reducido a unos pocos miles de dólares, a los que tendría que añadir el dinero que obtuviese con la venta de sus muebles. En general, estaba satisfecho.

La llegada a Nueva York y la subsiguiente despedida fueron algo tristes. Los viajeros olvidaron todos los contratiempos que habían sufrido: lo único que sabían era que acababa de concluir la travesía más extraordinaria desde la de Noé. A ninguno le habría importado emprenderla de nuevo al día siguiente.

Brewster y Gardner se ocuparon enseguida de los detalles económicos del crucero. Tras liquidar todas las deudas pendientes, coincidieron en que convenía reflexionar durante un tiempo. Fue un momento incómodo: flotaban en el ambiente palabras de reproche aún no pronunciadas. Gardner era, sin embargo, quien parecía más mustio, con diferencia, de los dos.

En el suelo de la sala donde se encontraban había montones de periódicos desperdigados, todos con artículos sensacionalistas sobre el viaje del joven pródigo que incluían fotografías, anécdotas y pronósticos. Monty se sentía dolido y humillado, pero aun así tuvo la honradez de reconocer que muchas de las cosas que se decían de él estaban justificadas. Después de leer las crónicas por encima, arrojó los diarios al suelo, desesperado. Dentro de unas semanas ofrecerían, con idéntico énfasis, otra imagen de él.

—Lo peor de todo, Monty, es que estás prácticamente en la ruina —gruñó Gardner—. He hecho todo lo posible para que economices aquí en casa, como puedes ver por estas cifras; pero no hay manera de compensar los despilfarros del viaje. Son pavorosos.

En su cabeza resonaban las críticas de sus amigos; las pullas de sus conocidos lo herían en su orgullo; los periódicos lo atormentaban con sus burlas feroces: Brewster se estaba convirtiendo en el hombre más desgraciado de Nueva York. Sus amigos de otros tiempos lo rehuían; los socios del club no le hacían caso o le desairaban abiertamente; y las mujeres le mostraban su repudio tratándolo con suma frialdad. El mundo se había cubierto de sombras. Monty conservaba el afán de lucha, pero la angustia y el desánimo lo oprimían hasta tal punto que la batalla se estaba volviendo desigual. No había previsto un recibimiento semejante.

No era ni sombra de lo que había sido: el joven gallardo y risueño se había convertido en un hombre flaco y demacrado, susceptible e insolente, que inspiraba a veces lástima, otras desprecio. Su vergüenza y desesperación eran tales que casi no se atrevía a mirar a la cara a Peggy Gray, y de este modo se negaba a sí mismo el consuelo que solía hallar en su amiga. En el colmo de la insensatez, organizaba continuamente cenas y fiestas, todas fastuosas, en las que los invitados disfrutaban de su hospitalidad y se reían descaradamente de él. Sus verdaderos amigos protestaban, suplicaban, hacían todo lo posible para interrumpir su demencial carrera hacia la pobreza. Pero no había manera de detenerlo.

Finalmente comenzó a desprenderse de sus pertenencias: primero los muebles, luego la vajilla, luego los objetos de poco valor. Todo fue desapareciendo poco a poco hasta que el piso quedó vacío. El dinero obtenido con la venta de los bienes —40 350 dólares— lo dilapidó casi en su totalidad. Pagó y despidió al servicio y renunció al piso. Empezaba a comprender lo que significaba «estar sin blanca». En los bancos de los que era cliente se enteró de que su dinero le había devengado intereses por valor de 19 140,86 dólares. Una semana antes del 23 de septiembre se había evaporado el millón de dólares, además de las ganancias obtenidas con Lumber and Fuel y otras operaciones desafortunadas. Le quedaban 17 000 dólares de intereses por sus depósitos, pero también millones de heridas en el corazón: los intereses generados por su prodigalidad.

Le produjo cierto placer descubrir que los criados le habían robado objetos por valor de 3500 dólares como mínimo, entre ellos los regalos de Navidad que, por decoro, habría sido incapaz de vender. Las únicas palabras de aliento vinieron de sus abogados. Grant y Ripley lo animaron a luchar hasta el final, recordándole la felicidad que le aguardaba. Swearengen Jones, sin embargo, estaba tan callado como las montañas donde vivía: no hubo noticias suyas, ni un solo mensaje que indicara si aprobaba o no lo que Monty había hecho para destruir el legado de Edwin Peter Brewster.

Dan DeMille y su mujer le rogaron que los acompañara a las montañas antes de que se esfumara todo su capital. El primero le ofreció dinero, un trabajo, reposo y seguridad a cambio de que desistiese de su proceder. En su casa de la Calle 14, Peggy Gray sufría lo indecible, y Monty lo sabía. En esa semana tan amarga, dos o tres personas a las que tenía por amigos le rehuyeron en la calle. Por lo demás, le dejó indiferente la noticia de que Barbara Drew iba a convertirse en duquesa antes de la primavera; pero en cambio le causó cierta satisfacción saber que un tal Hampton, de Chicago, había abandonado la competición hacía tiempo.

Al fiel Bragdon le suplicó que le robara los Boston terriers: no podía ni quería venderlos, y no se atrevía a regalarlos. Bragdon cumplió con tristeza el deseo de su amigo, quien le aseguró que un día ofrecería una recompensa por los perros, rogándole que no le pidiera explicaciones.

Reservó varias habitaciones en un hotel modesto y se puso, muy nervioso, a pensar en cómo deshacerse de esos miles de dólares tan molestos que quedaban. Bragdon se fue a vivir con él, y los Retoños de los Ricos, en una muestra de lealtad, se prepararon para sacarle de apuros en cuanto se lo pidiese. Al final, sin embargo, tuvo que abandonar hasta el hotel. Aún podía refugiarse en sus antiguas dependencias de la Calle 14 y, aunque solo pensarlo le horrorizaba, afrontó el suplicio con el espíritu de un mártir.