—¡Oh! —se limitó a exclamar Peggy, con una sombra de decepción en la mirada.
Monty, que se había levantado, la recibió con aire jovial:
—Pasa, Peggy, que te voy a leer un poco.
—No, tengo que irme —dijo ella, confusa—. Pensé que estarías nervioso por la tormenta… y…
—Y ¿has venido a liberarme?
Monty nunca se había sentido tan feliz.
—Sí, y me da igual lo que digan los demás. Pensé que estarías sufriendo…
En ese momento el barco dio un bandazo, y Peggy se vio empujada hacia el interior del camarote y los brazos de Monty. Los dos se estrellaron contra la pared, y él sujetó un instante a su amiga, olvidándose de la tormenta. Tras apartarse de él, Peggy le indicó, señalando la puerta, que era libre. La joven se había quedado sin habla.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Monty en el umbral de la puerta, tratando de mantener el equilibrio.
—¡Oh, Monty! —exclamó Peggy—. No podemos ir con ellos. Les voy a parecer una traidora.
—¿Por qué una traidora, Peggy? —preguntó, volviéndose de pronto hacia ella.
—Porque… porque me parecía tan cruel tenerte encerrado aquí en medio de la tormenta —contestó Peggy, sonrojándose.
—¿Solo por eso? —insistió él.
—¡Déjalo, por favor, no sigas! —le rogó ella en tono lastimero.
Monty interpretó mal su reacción. Estaba claro que Peggy únicamente sentía compasión por él.
—Es igual, Peggy, no te preocupes. Me has apoyado, y ahora te voy a apoyar a ti. Vamos a ver a los demás, y deja que sea yo quien presente la batalla.
Fueron en busca de los amotinados, que se agolpaban en la cabina principal.
—Bueno, ¡esto sí que es una conspiración! —exclamó Dan DeMille, que sin embargo no parecía disgustado—. ¿Cómo te las has arreglado para escapar? Estaba pensando en abrir la puerta, Monty, pero la llave, por lo visto, ha desaparecido.
Peggy se la enseñó con gesto triunfal.
—¡Dios santo! Qué traición más vil. ¿Quién estaba de guardia?
A esta pregunta respondió con elocuencia un camarero que había oído los gritos de Bragdon y en ese instante entraba corriendo en la cabina.
—Fue sencillo —explicó Monty—. Los guardias abandonaron su puesto y se dejaron la llave.
—Entonces te debo mil dólares.
—De ninguna manera —protestó Monty, sorprendido—. No he escapado solo; me han ayudado. La apuesta la has ganado tú. Y ahora que soy libre —añadió en voz baja— he de advertiros que este barco no va a Boston.
—Justo lo que esperaba —se lamentó Vanderpool.
—¡Va directamente a Nueva York! —anunció Monty. Apenas había pronunciado estas palabras cuando el barco, zarandeado por el mar, lo empujó al otro extremo de la cabina. Entonces añadió—: O al fondo del mar.
—Yo no sería tan pesimista —dijo el capitán Perry, a quien el bandazo de la nave hizo entrar en la cabina más rápido de lo normal—. En todo caso tengo que retenerlos a ustedes aquí abajo hasta que remita el temporal. —Se echó a reír, pero enseguida advirtió que no había conseguido engañarlos—. La mar anda bastante revuelta, y se están frotando las cubiertas con piedra pómez, pero no sirve de nada. No me gustaría que ninguno de ustedes se cayese accidentalmente por la borda.
Se cerraron las escotillas y los pasajeros, abatidos, se dispusieron a pasar la tarde en la cabina. Monty les recordó con rabia las ventajas del Cabo Norte respecto al borrascoso Atlántico, lo que no contribuyó precisamente a levantar los ánimos. Se acostaron muy temprano, pero apenas durmieron esa noche. Si bien no les había costado mucho olvidarse del peligro, el crujido del barco y el incesante estruendo del mar bastaron para tenerlos despiertos. Con cada sacudida del yate parecía más asombroso que pudiese resistir la tempestad. ¡Era tan poca cosa frente a las furiosas embestidas del mar! Cada vez que se alzaba sobre una ola y se detenía aterrado en la cresta, para luego hundirse, temblando, en el valle, los pasajeros se quedaban sin aliento. La pequeña nave se debatió sola toda la noche, ignorando valerosamente su fragilidad y la infinita potencia del enemigo. Para el capitán, que no se apartó en ningún momento del puente de mando, fueron horas de angustia: observaba con temor cada ola que se aproximaba, y luego, cuando retrocedía, se preguntaba qué daños habría causado. Al arreciar el viento poco antes del alba, tuvo la terrible certeza de que la intrépida nave estaba maltrecha: pareció perder el ánimo y vacilar un poco, como si estuviera a punto de darse por vencida. Mientras amanecía, observó con tristeza su estado, pero hasta las siete no se produjo la colisión que hizo a los pasajeros saltar de la litera y estremecerse de miedo. El barco parecía deshacerse en medio del zumbido de la hélice rota, que llegaba a todos los camarotes, anunciando el desastre. Luego hubo un estruendo de pisadas rápidas y de voces. Las máquinas se pararon enseguida, y se hizo un silencio inquietante en medio del rugido del mar y el aullido del viento.
Los pasajeros se juntaron rápidamente en la cabina principal. Estaban aterrados, pero aun así se comportaron con entereza. No hubo gritos ni apenas lágrimas. Aunque esperaban lo peor, no se les vio el menor gesto de cobardía.
Fue la señora DeMille quien alivió la tensión:
—Me he cerciorado de que aún tenía las perlas —dijo—. Creo que serán muy apreciadas en el fondo del mar.
Se echaron a reír, y en ese instante entró Brewster.
—¡Admiro vuestro valor! —exclamó—. Estáis a salvo. El panorama ya no es tan malo: el viento ha remitido.
Mucho después, cuando hablaron de lo sucedido esa noche, Dan DeMille aseguraría que su única preocupación fue decidir si el club al que pertenecían él y Monty había de colocar en el vestíbulo dos carteles con borde negro, cada uno con un nombre, o un solo cartel con los dos. Por su parte, el señor Valentine lamentó haber pagado durante años las primas de su seguro de vida, cuando sus únicos parientes estaban a bordo e iban a morir con él.
El capitán, que parecía bastante decaído después de veinticuatro horas en el puente de mando, llamó a su jefe.
—Estamos en graves apuros, señor Brewster, no cabe duda —le dijo cuando se quedaron a solas—. Una hélice rota y este tiempo no son una buena combinación.
—¿No podemos atracar en un puerto donde reparen el barco?
—Lo veo difícil, señor. Me parece que estamos demasiado lejos de ningún puerto.
—Supongo que el barco se ha desviado mucho de su rumbo, ¿no? —preguntó Monty, cuyo aplomo le vahó la admiración del capitán.
—No puedo decírselo con exactitud hasta que salga el sol, pero este viento es infernal, y sospecho, en efecto, que nos hemos desviado bastante.
—Venga a tomar un poco de café, capitán. Mientras dure la tempestad no podemos hacer otra cosa que animar a las mujeres y confiarnos a la suerte.
—Es usted el hombre más valiente con el que he navegado, señor Brewster —dijo el capitán, agarrándole la mano. Fue un gesto de reconocimiento muy elocuente, y su jefe se lo agradeció.
Monty dedicó todo la mañana a sus invitados. En cuanto notaba a alguien nervioso, se ponía a bromear o a contar historias; pero fue tal su habilidad que logró infundir optimismo a todos, y a nadie se le pasaba por la cabeza que su anfitrión no estuviese tan alegre por dentro como por fuera. Con Peggy Gray se mostró especialmente cariñoso; por lo demás, decidió que, si las cosas fuesen mal, le diría que la amaba.
«No haría daño a nadie —pensó—, y además quiero que lo sepa».
Poco antes del anochecer ya había pasado lo peor: había bajado la marea, y se abrieron un rato las escotillas para que entrase aire, aunque el tiempo todavía era demasiado desapacible para que los pasajeros se aventurasen fuera. El día siguiente amaneció luminoso y despejado. Nada más salir a cubierta, advirtieron los estragos causados por la tempestad: habían desaparecido dos botes, y un agujero en la popa había inutilizado la lancha.
—¿No irá usted a decir que tenemos que navegar a la deriva hasta que reparen el barco? —preguntó alarmada la señora DeMille.
—Ya nos hemos desviado trescientas millas, y vamos a ir bastante despacio navegando a vela —explicó Monty.
Decidieron poner rumbo a las islas Canarias, donde se llevarían a cabo las reparaciones necesarias para proseguir la travesía. El viento, tan fuerte hacía unos días, dejó de soplar, y el Flitter apenas avanzó en una semana. Cuando llegó el 1 de agosto, Monty empezó a ponerse nervioso. Faltaban menos de dos meses para el día decisivo y las cosas pintaban mal. Una vez pagados todos los gastos del crucero, le quedarían más de cien mil dólares, y sin embargo allí seguía, impotente, navegando a la deriva en medio del océano. Aunque se reparase rápidamente, el Flitter tardaría dos semanas en llegar a Nueva York desde las islas Canarias. Monty era incapaz, por mucho que se esforzase, de hallar una salida a esta situación tan desgraciada. Pasaron dos días sin que soplara la más leve brisa: estaba convencido de que el 23 de septiembre seguiría perdido en el mar, y con un capital sobrante de cien mil dólares.
Al cabo de diez días, el yate apenas había avanzado doscientas millas, y Monty comenzó a proyectar el resto de su vida sabiendo que no dispondría más que de ese dinero. Ya se había hecho a la idea de que no heredaría la fortuna de Sedgwick cuando, de pronto, avistó un carguero. Enseguida ordenó al hombre que estaba de guardia que ondease una bandera como señal de socorro. Cuando informó al capitán, éste se levantó de un salto y fue corriendo a la cubierta, donde le arrancó la bandera al marinero.
—Le he dado una orden —dijo Monty, molesto por el proceder de Perry.
—¿Quiere usted que le reclamen una indemnización por salvamento?
—¿Qué quiere decir?
—Si ven la bandera y acuden en nuestro auxilio, luego pedirán una suma igual al valor total del barco como indemnización por los servicios prestados. ¿Está usted dispuesto a gastar doscientos mil dólares más?
—No le entendía —dijo Monty, avergonzado—. Pero ¡por el amor de Dios!, resuélvalo como pueda. ¿No pueden remolcar el barco? Les pagaré.
La comunicación con el carguero fue lenta, pero finalmente, tras un profuso intercambio de señales, el capitán anunció que el buque se dirigía a Southampton, y que remolcaría el Flitter a cambio de cierta suma.
—¡Vuelta a Southampton! —gruñó Monty—. Eso quiere decir que tardaremos meses en regresar a Nueva York.
—Dice que podemos llegar a Southampton dentro de diez días —le interrumpió el capitán.
—¡Lo puedo lograr, lo puedo lograr! —exclamó Monty, y sus amigos, alarmados, se preguntaron si no habría perdido el juicio—. Si nos deja en Southampton el día 27, le pagaré cien mil dólares.