—¿Te vas a portar bien? —gritó Reggy Vanderpool a DeMille mientras Monty bajaba la escalerilla.
Era justamente lo que necesitaba oír el grupo: todos habían reprimido sus emociones, y ahora las descargaron sobre el desdichado Reggie. Metro Smith estaba a favor de colgarlo de un penol, y la reprobación de los demás fue tan vehemente que el joven se refugió en la sala de mapas. Una vez despejado el ambiente, los cabecillas del motín se reunieron para discutir el camino a seguir, mientras las mujeres aguardaban en la cubierta.
Todas coincidieron en que se habían hecho mal las cosas.
—Deberían haber propuesto seguir a bordo a condición de que Monty le dejara tomar el mando a DeMille —dijo la señorita Valentine—. Habría sido una concesión, y al mismo tiempo habría permitido frenar los gastos.
—Entiendo: eso sería como aceptar una cena con un hombre a condición de que te dejara pedir la comida e invitar a otras personas —replicó Peggy, apresurándose así a defender a Monty.
—Bueno, peor sería zamparse con él toda la comida que tuviese.
La señorita Valentine, sin embargo, evitaba las discusiones siempre que podía, así que, después de esta estocada final, se marchó.
—Los despilfarros de Monty tienen que obedecer a algún motivo que no vemos —sugirió la señora DeMille—. No es de los que se gastan hasta el último penique porque sí. Tiene que haber un método en su locura[19].
—Todo lo ha hecho por nosotros —dijo Peggy—. Ha puesto todo su empeño desde el principio en que nos divirtamos, y así se lo agradecemos.
La discusión se vio interrumpida por la llegada del comité de conspiradores, que pidió a las mujeres que se acercaran a escuchar el informe del presidente, Dan DeMille.
—Hemos dado con el remedio a nuestros males —comenzó. Su aire alegre infundió optimismo a todos los presentes—. Es una solución desesperada, pero creo que eficaz. Monty nos ha ofrecido la posibilidad de bajarnos en cualquier puerto del que salga un barco con destino a Nueva York. Pues bien, propongo que escojamos el que más nos conviene a todos, y que es, sin duda, el de Boston.
—¡Estás loco, Dan DeMille! —exclamó su mujer—. ¿A quién se le ha ocurrido esa idea tan ridícula?
—El capitán Perry ha recibido instrucciones claras —prosiguió DeMille, volviéndose hacia él—. ¿Acaso no nos atenemos así a lo que ha dicho el propio Brewster?
—Conduciré el barco a Boston si me lo piden —dijo, solícito, el capitán—. Pero el señor Brewster revocará a buen seguro la orden.
—No podrá, capitán —contestó Metro Smith, que estaba impaciente por intervenir en la conversación desde hacía un buen rato—. Esto es un motín en toda regla, y confiamos en llevar a cabo lo que nos propusimos en un primer momento, que era atar con grilletes al señor Brewster para librarnos de toda resistencia a nuestros planes.
—El señor Brewster es mi amigo, señor Smith, así que estoy obligado cuando menos a evitarle cualquier humillación —advirtió el capitán con severidad.
—Usted llévenos a Boston, mi querido capitán, y nosotros nos ocuparemos de todo lo demás —dijo DeMille—. El señor Brewster no podrá revocar la orden a menos que hable con usted. Nos cuidaremos de que no se le acerque hasta que divisemos el puerto de Boston.
El capitán no parecía tenerlas todas consigo, y se marchó moviendo la cabeza con gesto escéptico. En el fondo estaba de parte de los amotinados y decidido a colaborar con ellos mientras pudiese, sin faltar a las obligaciones que había contraído con Brewster. Con todo, sintió remordimientos al dar en secreto la orden de partir hacia Boston al amanecer. Los oficiales estaban al tanto de la trama; a los marineros, en cambio, se les ocultó el destino del Flitter.
Los invitados de Monty se mostraron muy satisfechos con el plan, aunque no estaban seguros de que fuera a dar resultado. La señora DeMille, arrepentida de haber emitido un juicio precipitado, se sumó con entusiasmo a la intriga. De acuerdo con la decisión de los amotinados, dos hombres vigilaron toda la noche la puerta del camarote de Monty. A la mañana siguiente, cuando salió, se topó con Metro Smith y Dan DeMille.
—Buenos días. ¿Qué tiempo hace hoy?
—Espléndido —contestó DeMille—. Por cierto, vas a desayunar en tu camarote, muchacho.
Brewster, sin sospechar nada, les hizo pasar.
—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó.
—Nos han encargado una tarea muy desagradable —dijo Metro mientras cerraba la puerta con llave—. Venimos a comunicarte el puerto que hemos elegido.
—Muy amable de vuestra parte.
—¿Verdad que sí? Es que nos hemos informado sobre las atenciones que ha de recibir un prisionero. En fin, hemos elegido Boston.
—¿Hay un Boston a este lado del océano? —preguntó Monty, levemente sorprendido.
—No, en el universo hay un solo Boston, que yo sepa. Es una gran masa de inteligencia rodeada por el resto del mundo.
—¿De qué demonios estás hablando? ¿No será Boston, Massachusetts? —exclamó Monty, levantándose de un salto.
—Justamente. Dijiste que podíamos escoger el puerto que quisiéramos —dijo Smith.
—Bueno, pues no lo voy a consentir. No hay nada más que hablar —replicó Brewster, indignado—. El capitán Perry solo recibe órdenes mías.
—Ya se le ha dado la orden —dijo DeMille, sonriendo con aire misterioso.
—Eso está por ver.
Brewster se precipitó hacia la puerta: estaba cerrada, y Metro Smith tenía la llave en el bolsillo. Con una exclamación de impaciencia, se dio la vuelta y apretó un timbre.
—No va a sonar, Monty —advirtió Metro—. Hemos cortado el cable. Venga, estate tranquilo un par de minutos y discutimos el asunto.
Brewster desahogó su ira cinco minutos: los miembros de la «delegación» lo escuchaban serenos, y sonreían con un aire de suficiencia exasperante. Por fin se calmó y les exigió una explicación. Smith y DeMille le comunicaron que el yate iba a salir rumbo a Boston, y que lo tendrían prisionero todo el viaje a no ser que acatara la voluntad de la mayoría.
Brewster los escuchó furioso. Comprendió que los amotinados habían sabido imponerse con astucia, y que para invertir la situación tendría que valerse de alguna estratagema. Era impensable claudicar a estas alturas, pues la disputa se había convertido en una batalla.
—Vas a ser razonable, ¿no? —preguntó inquieto DeMille.
—Pienso luchar hasta el final —replicó Brewster con un súbito brillo en la mirada—. Ahora mismo me tenéis prisionero, pero Boston está muy lejos.
El Flitter navegó con rumbo oeste tres días y dos noches, el propietario temporal del barco confinado en su camarote todo ese tiempo. Era un fastidio, desde luego, pero a Brewster, por otro lado, le agradaba pensar en algo que no fuese el dinero. A menudo se reía de lo absurdo de la situación: sus enemigos eran amigos leales; sus carceleros, implacables pero atentos. La orden de que solo lo vigilara una persona fue infringida el primer día: el guardia llegó a contar como mínimo diez más en el camarote. Hubo quienes le sirvieron té y le rogaron que atendiese a razones.
—¿Cómo no voy a atender? —gruñó—. Es como atar a alguien y pedirle que esté callado. Pero pronto os arrepentiréis.
—¡Su venganza llegará! —exclamó, teatral, la señora DeMille.
—Si te portas bien, igual te reducimos la condena por buena conducta —sugirió Peggy, que empezaba a mostrarse menos distante—. Sé razonable, por favor.
—No he sido más feliz en todo el viaje —dijo Monty—. Antes, en cubierta, nadie se fijaba en mí, y ahora soy toda una estrella. Además puedo salir de aquí cuando me apetezca.
—Te apuesto mil dólares a que… —dijo DeMille, y, ante el vivo interés de Monty, añadió—: a que no podrás salir de aquí tú solo.
Monty aceptó, y quiso saber si alguien más estaba dispuesto a apostar. La respuesta fue negativa.
—Está hecho, entonces —dijo para sí, sonriendo forzadamente—. Puedo ganar mil dólares con solo quedarme aquí quieto. No me puedo permitir escapar.
Al tercer día de reclusión, el Flitter empezó a dar bandazos. Al principio, el prisionero se regodeó observando el nerviosismo de Metro Smith y Bragdon, a quienes disgustaba, evidentemente, estar de guardia en un momento así. Ninguno de los dos tenía fama de ser buen navegante. Justo cuando Monty encendía su pipa, los vigilantes se alarmaron de veras, y Metro Smith subió corriendo a la cubierta.
—Eres un tipo admirable, Joe —dijo Monty, echándole el humo a Bragdon—. Sabía que ibas a permanecer en tu puesto. No lo abandonarías ni aunque se hundiese el barco.
Bragdon había llegado a un punto en el que no se atrevía a hablar ni hacía otra cosa que intentar, en sus propias palabras, «respirar al ritmo del barco».
—¡Caramba, cuánto humo hay aquí! —continuó Monty, implacable—. Quizá sería bueno que echara un poco de este perfume.
A Bragdon le bastó oler una vez la deliciosa fragancia: enseguida se precipitó escaleras arriba, dejando la puerta del camarote abierta de par en par, y al prisionero el campo libre para fugarse. El primer impulso de Monty fue seguirle; sin embargo, se detuvo en el umbral.
—Maldita sea, ¡la apuesta de DeMille! —dijo para sí, y a continuación le gritó al guardia—: ¡La llave, Joe! ¡Te reto a que vuelvas aquí y la recuperes!
Pero Bragdon ya no le oía, así que Monty cerró la puerta desde dentro y arrojó la llave por el conducto de aire.
En cubierta, unos pocos desafiaban la espuma de las olas a sotavento de la cabina: los demás habían bajado hacía un buen rato. Mientras el barco se estremecía en el mar más indómito que había conocido nunca, el capitán Perry ocultaba su preocupación bajo una máscara de impavidez, y el doctor Lotless y DeMille se dedicaban a decir sandeces, como suelen hacer los hombres para disimular los nervios. Las mujeres, sin embargo, no estaban de humor para hablar.
Solo una de ellas era ajena al peligro y a la inquietud general. Peggy Gray estaba pensado en el prisionero. En una proyección de su propio terror, lo imaginaba sentado en cuclillas en su camarote, como un condenado aguardando su ejecución: solo, olvidado de todos, sin nadie que se apiadase de él. Al principio suplicó a los hombres que lo liberaran, pero éstos insistieron en retenerlo abajo, con la esperanza de que un susto le hiciera entrar en razón. Luego se dio cuenta de que las mujeres no estaban dispuestas a ayudarla, por mucho que les preocupase la seguridad y el bienestar de Brewster. Estaba dolida con todos los responsables de su confinamiento, y deseaba rebelarse contra ellos. Finalmente decidió liberar a Monty Brewster al precio que fuese.
Se dirigió penosamente hacia el camarote, zarandeada por el barco, agarrándose a cualquier cosa para no caerse. Al llegar se apoyó, desesperada, en la puerta y en la barandilla de la pared y escuchó unos minutos. No había nadie de guardia, y el estruendo del mar ahogaba todo lo que pudiera oírse dentro. Llamó varias veces a Brewster, y, al no recibir respuesta, la imaginación se le desbocó.
—¡Monty! ¡Monty! —gritó de nuevo, mientras aporreaba la puerta.
—¿Quién es? ¿Qué ocurre?
Peggy susurró una oración de agradecimiento. Entonces reparó en la llave que Monty había arrojado antes, y abrió la puerta enseguida. Esperaba encontrarlo muerto de miedo, pero la realidad era muy otra: el prisionero estaba en el diván, recostado sobre un montón de cojines, y leyendo a la luz de una lámpara Las intromisiones de Peggy[20].