XXV. EL RESCATE DE PEGGY

A Brewster se le demudó visiblemente el rostro y casi se le paró el corazón. Las siluetas del árabe y de Peggy se recortaban con claridad contra el cielo oscuro, iluminadas por la luz del yate. Era evidente que la amenaza iba en serio: nadie dudaba de lo que el tipo era capaz de hacer con el enorme cuchillo destellante que sostenía muy alto. La joven servía de escudo a su captor. Brewster y Bragdon reconocieron en él a uno de los principales siervos de Mohammed, un hombre de aspecto fiero que les había llamado especialmente la atención el día de la visita del jeque.

—¡Por Dios, no le hagas daño! —gritó Brewster, desesperado.

El tipo tenía una sonrisa diabólica, y se disponía a mofarse, desafiante, de las palabras de Brewster cuando ocurrió lo inesperado.

Sonó el chasquido de una pistola en la parte trasera del bote de Monty, y una bala se dirigió a la frente del árabe, incrustándose entre sus ojos. La muerte debió de ser instantánea. Se le cayó el cuchillo de la mano y, tras tensársele el cuerpo, se desplomó no en medio de los remeros, sino sobre la borda. Antes de que nadie pudiera evitarlo, Peggy y el cadáver del árabe cayeron al mar.

Los norteamericanos lanzaron un grito de terror, y los raptores, sorprendentemente, otro que parecía de júbilo. Brewster se disponía a zambullirse en el agua cuando alguien se tiró como un rayo antes que él. El marinero que había disparado estaba ejecutando la última parte de un plan muy ingenioso: de la posición del árabe en la lancha había deducido que solo se podía desplomar hacia delante, es decir, por un costado de la embarcación. Había tenido clara conciencia de ello al lanzar su certero disparo, y se arrojó al mar casi en el mismo momento en que los dos cayeron por la borda.

Apenas un instante después, Monty Brewster estaba nadando hacia el lugar donde habían desaparecido Peggy y el árabe, algo a la izquierda de la trayectoria de su bote. Hubo un repiqueteo de armas de fuego acompañado por vítores y blasfemias, pero Brewster era ajeno a estos ruidos. Iba unos cuantos metros por detrás del marinero, rezando para que uno de los dos alcanzara la túnica blanca que seguía flotando en el agua. Los tripulantes de su bote remaban hacia atrás con todas sus fuerzas, maniobrando la embarcación para acudir al rescate.

El marinero, con sus poderosas brazadas, llegó antes, aunque no a tiempo para agarrar la túnica, que ya había desaparecido. Justo cuando alargaba un brazo para coger a Peggy, ésta se hundió. Sin vacilar un instante, se sumergió tras ella. La joven se había soltado del brazo del cadáver, que se encontraba ya en el fondo del mar. Había estado semiconsciente en el momento del disparo, y la zambullida en el agua fría la había reanimado del todo. Se puso a bracear y consiguió mantenerse a flote unos instantes, pero no el tiempo suficiente para que el marinero la alcanzara. Sintió cómo se iba hundiendo y quedando sin respiración, pero, cuando creía que iba a morir, algo con forma de tornillo la agarró del brazo y la alzó bruscamente.

El marinero ascendió dificultosamente a la superficie con Peggy, y Brewster llegó enseguida. Los dos hombres la sujetaron hasta que un bote los recogió y estuvieron a salvo. Para entonces los captores ya se habían dispersado como ovejas sin pastor: como no tenía sentido continuar la persecución, la pequeña flota norteamericana regresó al yate a toda prisa. Peggy estaba consciente cuando Brewster, victorioso, la subió a bordo. Las palabras que le había susurrado a su amiga estando ella tendida en el bote habían bastado para reavivarla.

En el Flitter se desbordó el entusiasmo. Donde antes habían cundido el pánico y la desesperación, ahora reinaba una alegría desaforada. A Peggy la bajaron a su camarote, donde el doctor Lotless la atendió con la ayuda de todas las mujeres. Brewster y el marinero estaban calados hasta los huesos pero felices, y un grupo de admiradores fervorosos los llevaron a hombros a un lugar donde era más fácil conseguir ponche que sábanas.

—Me has devuelto el favor, Conroy —dijo Brewster en tono caluroso, inclinándose por encima de los hombres que lo llevaban para estrechar la mano al hombre con el que compartía honores, y que sonreía abiertamente, a hombros de sus compañeros de tripulación—. Tuve más suerte de la que pensaba salvándote la vida aquella vez.

—No ha sido nada, señor Brewster —respondió el joven Conroy—. Vi la ocasión de cargarme al árabe grande, y luego me correspondió a mí sacarla del agua.

—Te arriesgaste mucho, Conroy, pero lo hiciste bien. De no haber sido por ti, posiblemente se habrían llevado a la señorita Gray.

—No tiene importancia, señor Brewster —protestó el marinero, ruborizado—. Haría cualquier cosa por usted y por ella.

—¿Cómo es el proverbio ese que habla de echar el pan al agua y recuperarlo[18]? —preguntó Rip Van Winkle a Joe Bragdon mientras los dos seguían, radiantes, al cortejo escaleras abajo.

Nadie durmió más esa noche. En cualquier caso no tardó en salir el sol tras el regreso de los botes. De la audaz tentativa de rapto se habló incansablemente, y todos los marineros tenían algo que contar sobre la persecución y el rescate. Lo sucedido sería tema de conversación entre los pasajeros y la tripulación durante días. Dan DeMille no paraba de reprocharse haber estado dormido mientras ocurría todo, perdiendo así una magnífica oportunidad de «hacer algo». Al día siguiente propuso capturar al jeque, y se ofreció a dirigir la operación. Se hicieron pesquisas: unos funcionarios trataron de dar con Mohammed, pero resultó que el tipo había huido al desierto.

Brewster atribuyó todo el mérito del rescate a Conroy, presentándolo como el verdadero héroe; pero el marinero insistió en que no habría podido salvar a la joven él solo, y que no le quedaban fuerzas cuando apareció Monty. A Peggy, que tenía las emociones a flor de piel, le costó esfuerzo agradecer con calma a su amigo lo que había hecho por ella. Sus palabras sonaron muy tibias.

«Se habría comportado igual si hubiese acudido a su rescate otra persona —pensó Monty, abatido—. Me quiere como a un hermano, nada más. Peggy, Peggy, ojalá me amaras —se lamentó—. Yo, yo… en fin, ¡de qué sirve pensar en ello! Amará a otro, por supuesto, y… me alegraré por ella. Si me mostrara un ápice del agradecimiento que le ha mostrado a Conroy, me daría por satisfecho. Él tuvo la suerte de llegar primero, ya está, pero Dios es testigo de que lo intenté».

La señora DeMille tuvo la perspicacia de ver lo que sucedía entre ellos, y enseguida trató de arreglar las cosas. Peggy y Monty eran, sin embargo, demasiado susceptibles para aceptar intromisiones, y la dama, demasiado sabia en cuestiones sentimentales para atosigarlos. Con todo, supo sentar los cimientos y luego construir hábilmente lo que se proponía con los materiales más sólidos que iba encontrando cada día.

Tras el intento de rapto, Peggy pasó varios días alterada. Cuando el yate finalmente zarpó del puerto rumbo al oeste, saltó a la vista que todos los invitados se sentían aliviados. En cuanto a Brewster, el telegrama que había recibido la víspera posiblemente contribuyera a su abatimiento, aunque habría sido impropio de él reconocerlo.

La lacónica exhortación de Swearengen Jones, de Butte (Montana), tenía algo de inquietante:

MONTGOMERY BREWSTER, Consulado de EE.UU., Alejandría

Disfrute de los buenos tiempos mientras duren.

JONES

Estaba a punto de estallarle la cabeza, de tan llena que la tenía de dudas y esperanzas y temores. Tenía la impresión de que se necesitaba el cerebro de doce personas como mínimo para ocuparse de tantos asuntos al mismo tiempo. Que faltaran menos de dos meses para que terminara el plazo, y aún no estuviera claro el desenlace, ya era motivo suficiente de preocupación; pero ahora existía un nuevo problema, infinitamente más difícil de sobrellevar. Cuando se ponía a reflexionar sobre sus proyectos económicos, su pensamiento se desviaba con perfidia hacia Peggy Gray, y entonces le invadía el desánimo. Se acordaba del coraje y la confianza en sí mismo que lo habían impulsado a declararse a Barbara Drew —la sofisticada, la deslumbrante Barbara—, y sonreía con amargura, pensando en cuán vilmente lo abandonaban esos dos aliados ahora, cuando se trataba de Peggy Gray. No sabía bien por qué había estado seguro de conquistar a Barbara, ni por qué no veía posibilidad alguna con Peggy. Eran distintas, desde luego. Peggy era… bueno, era Peggy.

De vez en cuando se ponía a hacer cálculos. El crucero le iba a costar en total doscientos mil dólares como mínimo: una suma fabulosa, pero insuficiente. El telegrama de Swearengen Jones no le impresionó demasiado: ahora estaba obsesionado con gastarse todo el dinero, y ya no pensaba en las consecuencias de sus actos. Su único deseo —dejando aparte a Peggy— era aumentar el coste del viaje.

Cuando abandonaban Gibraltar, se le ocurrió una nueva idea. Decidió cambiar de planes y navegar hacia el Cabo Norte: de este modo incrementaría el saldo positivo en más de treinta mil dólares.