XXIV. LA ESTRATEGIA DEL JEQUE

Peggy dirigió al jeque una sonrisa cautivadora, y luego una rápida mirada a la señorita Valentine, que sonreía y movía la cabeza en señal de aprobación.

—¿Podría darme tiempo para bajar a recoger mis pertenencias? —preguntó, ingenua—. Me gustaría que luego me las enviaran a tierra.

—¡Dios santo! —exclamó estupefacto Monty—. Ésa no es manera de rechazarle.

—¿Qué quieres decir, Monty Brewster? —dijo ella con un destello de indignación en los ojos.

—Le estás dando esperanzas al viejo —protestó él. La decepción era patente en su voz.

—¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso no es asunto mío? Creo que acierto al suponer que ha pedido mi mano. ¿No estoy en mi derecho de decir que sí?

La cara de Brewster era todo un poema. No se podía creer que hablara en serio, y al mismo tiempo tenía la terrible sensación de que la broma se estaba volviendo en su contra. Los demás miraron de hito en hito a Peggy, que se había sonrojado, y esperaron sin aliento a ver qué sucedía.

—No juegues con este tipo, Peggy —advirtió Monty, acercándose a la joven—. No le des esperanzas falsas: puede ponerse violento si se da cuenta de que te estás burlando de él.

—¡Eso que dices es absurdo, Monty! —exclamó airada—. Yo no me estoy burlando de nadie.

—Entonces ¿por qué no le dices que te deje en paz?

—No veo las cuentas desperdigadas por el suelo —dijo Rip, en un alarde de malicia.

El jeque, impaciente, dijo algo al intérprete, quien se lo transmitió a Peggy:

—El Hijo del Profeta desea que su alteza, la reina del mundo, se dé toda la prisa que pueda. Está cansado de esperar y le ordena que lo acompañe de inmediato.

Peggy dio un respingo y le lanzó una fugaz mirada de desprecio al jeque, que la observaba con el ceño fruncido. Sin embargo, apenas un instante después, sonrió con dulzura y se dirigió hacia la escalera.

Lotless fue el primero en alarmarse.

—¡Por el amor de Dios, Peggy! ¿Adónde vas? —exclamó.

—Voy a meter unas cuantas cosas en mi baúl —respondió alegre la joven—. ¿Me acompañas, Mary?

—¡Peggy! —gritó furioso Brewster—. Esto ya pasa de castaño oscuro.

—Lo tendrías que haber dicho antes, Monty —replicó tranquilamente.

—¿Qué te propones, Margaret? —preguntó la señora DeMille con los ojos muy abiertos.

—Me voy a casar con el Hijo del Profeta —anunció en un tono tan decidido que todos se sobresaltaron. Enseguida la rodeó un grupo de mujeres muy nerviosas, y el capitán Perry llamó a los marineros con una voz atronadora.

Brewster, pálido como un muerto, se acercó a su amiga a empujones.

—Esto no es una broma, Peggy. Ve abajo, y yo te quitaré de encima al jeque.

En ese momento, el fornido argelino quiso hacer valer su poderío. No le gustaba el modo en que esos «perros blancos» trataban a su amada: escoltado por dos lanceros, se precipitó hacia Brewster, murmurando entre dientes.

—Aléjese, idiota, o le rompo la cara de un puñetazo —dijo Monty con súbita furia.

Solo entonces comprendió Peggy lo peligroso de la pantomima con la que Mary y ella habían decidido castigar a Monty. A la diversión sucedió el pánico, y la joven, muy agitada, agarró del brazo a su amigo.

—¡Era una broma, Monty, no era más que eso! —exclamó—. Dios mío, ¿qué he hecho?

—Es culpa mía, pero no temas: me cuidaré de que no te pase nada.

—¡Apártese! —rugió el jeque.

La situación no presagiaba nada bueno. Las mujeres tenían miedo, pero no podían huir: parecían paralizadas. Los marineros invadieron la cubierta, ansiosos por actuar.

—Bájese del barco —dijo Monty con una serenidad inquietante, dirigiéndose al intérprete—, o les tiraremos al mar a usted y a toda su tropa.

—¡Tranquilo, tranquilo! —gritó enseguida Metro Smith, terciando entre Brewster y el furioso pretendiente.

Su intervención bastó para evitar males mayores. Mientras negociaba con Mohammed, la señora DeMille condujo a Peggy a toda prisa a un lugar seguro bajo cubierta, y las demás mujeres las siguieron, temblorosas. La pobre Peggy estaba a punto de llorar. Las miradas lastimeras que dirigió a Brewster cuando éste se interpuso entre ella y el impetuoso jeque, que había empezado a seguirla, lo conmovieron profundamente y le dieron ánimos para luchar a muerte por su amiga.

Metro Smith tardó casi una hora en convencer al argelino de que Peggy le había entendido mal, y de que a las mujeres americanas no se las podía cortejar al modo africano. Finalmente, el jeque se marchó, rabioso, con todo su séquito. Al principio había amenazado con llevarse a la joven por la fuerza, pero luego accedió a darle un día más para que se decidiera a acompañarlo por las buenas: había llegado a la conclusión de que más valía pájaro en mano que ciento volando.

Brewster estaba apartado del grupo, con aire sombrío, y a la vez mirando desafiante al infame Mohammed. Personas con más sangre fría que él se habían ocupado, en efecto, de mantenerlo al margen de la disputa diplomática. Las amenazas del jeque fueron atroces: juró por las barbas de alguien que volvería con diez mil hombres para llevarse por la fuerza lo que le correspondía. Su ansia de batirse por Peggy se vio frustrada por un destacamento compuesto por seis aguerridos marineros bajo el mando del capitán Perry, que se pusieron a agitar violentamente el puño ante la mirada atónita de los árabes. El jeque y su séquito se arrugaron, y tres de los siervos se cayeron al mar cuando intentaban alejarse lo más posible del peligro.

Al marcharse, Mohammed anunció furioso que volvería otro día, y que su aparición haría estremecerse al mundo entero. Brewster, que sentía asco de sí mismo y tenía miedo de mirar a los ojos a los demás hombres, bajó en busca de Peggy. Las mujeres, muy inquietas, se arremolinaron a su alrededor, y tardó un buen rato en tranquilizarlas. Luego preguntó por la señorita Gray: estaba en su camarote, le dijeron, y no pensaba salir.

Cuando llamó a la puerta, una voz triste y angustiada le pidió que se fuera.

—Sal de ahí, Peggy; ya ha pasado todo.

—Márchate, Monty, te lo ruego —dijo ella.

—¿Qué estás haciendo allí dentro?

Tras un silencio largo, la joven respondió llorosa:

—Estoy deshaciendo el equipaje. Déjame sola, por favor.

Esa noche, Brewster dio una fiesta en el yate. Los invitados de honor fueron varios conocidos suyos franceses e ingleses que vivían en la ciudad. La señora DeMille recibió el encargo de contar el gran incidente del día, y lo hizo con tal vivacidad que los comensales rieron alborozados pensando en la frustración del jeque. En el transcurso del relato, Peggy y Brewster se miraron tímidamente de vez en cuando. Ella llevaba rehuyéndolo toda la noche, pero en cambio soportó valientemente la rechifla de los demás. No era extraño que estuviese algo pálida: el recuerdo de lo sucedido la horrorizaba más de lo que había imaginado. Cuando varios invitados advirtieron, en tono grave, que Mohammed era un tipo peligroso que tenía preocupado al gobierno, se le hizo un nudo en la garganta, y sus ojos tristes se dirigieron instintivamente a Brewster, por quien el jeque sentía, al parecer, especial animadversión.

Al día siguiente hablaron por fin del asunto. El tono contrito de ambos habría conmovido a cualquiera. Cada uno le negó al otro el derecho a atribuirse toda la culpa de lo ocurrido, y ambos se congratularon de que Mohammed fuese ya poco más que un nombre en su conversación. Sin embargo, el puerto llevaba todo el día lleno de lanchas de pesca cuyos ocupantes no hacían nada, ni siquiera mirar las redes secas que estaban recogidas en el fondo; y al anochecer los botes seguían allí: indolentes, siniestros, como buitres que planearan sin propósito aparente.

Bien entrada la noche, reinaba el jolgorio en el Flitter, pues habían llegado más invitados de la ciudad. Cuando se marcharon, poco antes del alba, los botes continuaban meciéndose en las aguas oscuras. Las luces se iban apagando poco a poco en los ojos de buey, y el centinela estaba a punto de ser relevado. Monty Brewster y Peggy siguieron en cubierta después de que los invitados hubiesen desembarcado, asomándose por la barandilla de popa para escuchar las alegres voces que se iban apagando con la distancia. Las luces de la ciudad eran escasas, pero se distinguían con claridad desde el barco.

—¿Estás cansada, Peggy? —preguntó Brewster con una nota de ternura.

Últimamente había sentido el extraño deseo de cogerla en brazos, y ahora, cuando la tenía muy cerca, se hizo especialmente intenso. Su aire fatigado parecía una súplica de protección.

—Presiento que esta noche va a ocurrir algo terrible, Monty —respondió ella. En su voz suave se percibía un dejo de preocupación.

—Estás nerviosa, nada más. Deberías irte a dormir. Buenas noches.

Sus manos se rozaron en la oscuridad: la emoción que invadió a Monty revelaba algo que apenas había intuido hasta ese momento. Estaba exultante, pero luego se desanimó al pensar en lo comedida que era Peggy en sus muestras de afecto.

De pronto algo chocó contra el costado del barco y se oyó un chirrido y varios golpes secos, acompañados por el estremecerse del agua. Estos ruidos captaron la atención de Peggy y Brewster cuando se disponían a bajar a sus camarotes. Los dos se detuvieron.

—¿Qué ha sido eso? —dijo ella.

Monty se dirigió a grandes zancadas hacia la barandilla, seguido de cerca por su amiga. Entonces oyeron, a sus espaldas y por encima de ellos, tres silbidos muy agudos, y antes de que pudieran preguntarse qué sucedía aparecieron en los dos costados del barco, como por arte de magia, varias siluetas oscuras. Los intrusos aterrizaron en cubierta con agilidad felina, como si vinieran del cielo, haciendo un ruido sordo al tocar el suelo. Hubo un silencio aterrador, y un instante después sobrevino lo peor: una docena de hombres corpulentos se abalanzaron sobre Brewster y, al cogerlo totalmente desprevenido, lo derribaron enseguida. Trató de pedir ayuda, pero unas manos recias se lo impidieron. El grito de Peggy fue sofocado al instante: paralizada de miedo, sintió cómo unos brazos fuertes la rodeaban y no la dejaban respirar. Todo sucedió demasiado rápido para que pudieran alertar a nadie, ni siquiera oponer resistencia.

Brewster tuvo la sensación de que lo alzaban, y luego de que se desplomaba: se había estrellado contra el suelo tras golpearse con un objeto. Más tarde supo que los asaltantes habían intentado arrojarlo por la borda, pero, en su premura, lo habían lanzado contra un palo en el que no habían reparado. A Peggy se la llevaron en volandas y después la bajaron a toda prisa por el costado del barco hasta que unos brazos la cogieron y la dejaron bruscamente sobre una superficie dura. La joven sintió un violento vaivén, luego el súbito chapoteo de unos remos, y finalmente perdió el conocimiento.

Los asaltantes habían preparado la operación con una habilidad y una paciencia tales que su victoria podía considerarse merecida. Habían aguardado durante horas sin hacer ruido, muy atentos, y con una aterradora seguridad en sí mismos. Nadie supo nunca cómo se las había arreglado un grupo tan numeroso para acercarse sigilosamente al Flitter, ni cómo habían logrado los más audaces colarse en el barco mucho antes. El rapto se ejecutó tan deprisa que, cuando dio la alarma un centinela al que no habían visto los raptores, las barcas ya estaban muy lejos del yate.

Los marineros, soñolientos, subieron a cubierta con una celeridad extraordinaria. Enseguida encontraron a Brewster y lo desataron, se llevaron abajo a un par de compañeros que estaban heridos, y avisaron al capitán Perry, que se presentó en pijama, dispuesto a tomar el mando.

—¡El reflector! —gritó Brewster, fuera de sí—. ¡Esos canallas han raptado a la señorita Gray!

Unos cuantos marineros empezaron a arriar a toda prisa los botes que habían de perseguir a los raptores, mientras otros iban llevando las armas de fuego a cubierta. El reflector no tardó en lanzar su potente luz blanca sobre el agua, y varios hombres se pusieron a buscar ansiosamente con la mirada las lanchas que huían. Los árabes no lo habían previsto: su entusiasmo se disipó de pronto, cuando vieron el misterioso haz dispararse hacia el cielo y luego barrer la superficie del mar, escudriñando la oscuridad como un ojo gigantesco, implacable.

Los botes del Flitter ya estaban en el agua, conducidos por fornidos remeros, cuando se oyó un grito jubiloso procedente de la cubierta: habían dado con la flota árabe. A los fugitivos, evidentemente, no se les daba bien remar, pues aún estaban cerca del yate. La luz del reflector los descubrió paleteando con furia, sus túnicas blancas ondeando, como movidas por el miedo. Eran cuatro las barcas, todas atestadas.

—¡No deje de iluminarlos, capitán! —gritó Brewster desde abajo—. Busque la barca en la que llevan a la señorita Gray. ¡En marcha, chicos! Habrá una recompensa de cien dólares para cada uno… ¡o de mil, si hay que luchar para rescatarla!

—¡Cárguese a toda esa gentuza, señor Brewster! —rugió el capitán, quien se había ocultado detrás de un bote al advertir la presencia de mujeres en la cubierta.

Tres botes salieron como un rayo de un costado del yate; en el primero iban Brewster y Joe Bragdon, armados con rifles.

—Voy a dispararles —dijo un marinero que estaba en la popa del barco, mientras apoyaba el dedo en el gatillo de su arma.

—¡No hagas eso! —ordenó Brewster—. Todavía no sabemos en qué barca va Peggy. Mantened la calma, chicos, y estad listos para pelear si hace falta. —Estaba aterrado, pero a la vez tenía el firme propósito de exterminar a la brigada de secuestradores en el caso de que le hicieran daño a su amiga.

—¡Está en el segundo bote! —gritaron desde el yate, y casi toda la luz del reflector iluminó esa embarcación. El capitán Perry comprendió, sin embargo, que convenía tenerlas todas bien localizadas para evitar artimañas.

Los marineros bajo el mando de Brewster llegaron enseguida, lanzando vítores mientras avanzaban a toda velocidad entre las barcas de los fugitivos. Los fervorosos muchachos norteamericanos dispararon tres o cuatro veces al aire: los árabes se pusieron a dar alaridos y giraron bruscamente, aterrorizados. En ese momento, el bote de Brewster estaba iluminado por el reflector, no muy lejos de la lancha en la que llevaban a Peggy. El joven iba de pie en la proa.

—¡Ocupaos de los demás! —ordenó a los marineros que le seguían—. Nosotros iremos tras los cabecillas.

Los muchachos respondieron con más vítores, media docena de disparos, y la sarta de palabrotas más alegre que jamás haya proferido un grupo de marineros norteamericanos. Mientras tanto se oían los chillidos procedentes de las barcas de las que tenían que «ocuparse».

—¡Deteneos! —gritó Brewster, dirigiéndose a los árabes—. ¡Deteneos, o moriréis todos! —Su bote estaba a poco más de diez metros de distancia.

De pronto, en el medio de la embarcación egipcia, se alzó un hombre alto vestido con una túnica blanca, y, un instante después, los perseguidores vieron cómo le entregaban a Peggy. El tipo la agarró con un brazo, y el otro lo levantó muy por encima de ella. En la mano alzada sostenía un cuchillo reluciente.

—¡Atreveos a dispararnos! —dijo el árabe en francés—. ¡Ella morirá si te acercas, perro yanqui!