El verano no es precisamente una buena época para visitar Egipto, pero Monty y sus invitados deseaban conocer siquiera una pequeña parte de la costa septentrional de África. Tras pasar por Atenas decidieron, por tanto, navegar hacia el sur: el viaje en coche —una especie de marcha triunfal— había terminado en Florencia, y, después de un apresurado recorrido turístico por Roma, el Flitter los había recogido en Nápoles. A mediados de julio se despedirían del calor de Egipto, que, por cierto, no les resultó tan desagradable, y Brewster calculaba que no tardarían más de un mes en volver a Nueva York. Pero aún quedaba demasiado dinero por gastar. Al aproximarse el mes de septiembre, el joven se empezó a olvidar con frecuencia de Swearengen Jones, hasta que fue demasiado tarde para dar marcha atrás. Pronto llegaría lo que él llamaba la «lucha a muerte», y le aterraba la posibilidad de que el millón de dólares «se resistiera a perecer». Así que esos últimos días en alta mar le habrían parecido espléndidos a un observador tranquilo y sin prejuicios. Y sin embargo todos los invitados estaban ansiosos de que el Flitter surcara el Atlántico: para entonces ya habría pasado lo peor.
En Alejandría, Brewster escribió a varios ingleses que vivían allí, y organizó unas cuantas fiestas en las que volvió a superar a Aladino. A una de ellas asistió un jeque del interior, un tipo corpulento e impetuoso que disponía de un nutrido harén, y que fue invitado más por curiosidad que por cortesía. Al verle subir a bordo, Monty pensó que la invitación estaba sobradamente justificada. Mohammed tenía un aspecto imponente, y las mujeres del grupo de Monty mostraron tal interés por él que no era extraño que le apeteciese galantear. El caso es que se enamoró perdidamente de Peggy Gray desde el primer momento: al día siguiente, con el aplomo de un millonario al que nunca nadie ha contrariado, mandó a buscar a Brewster y le pidió que «se la trajera», porque pensaba casarse con ella. A Monty se le calentó la sangre un instante, pero enseguida comprendió que lo mejor sería tratarlo con mucho tacto. Intentó aclararle que la señorita Gray no podía aceptar semejante honor; el jeque, sin embargo, no estaba acostumbrado a que le denegaran nada —sobre todo cuando se trataba de mujeres—, así que anunció, muy ufano, que pasaría por el yate esa misma tarde para hablar con Peggy.
Brewster miró al cetrino Mohammed con repulsión indisimulada. Le horrorizaba la sola idea de que ese cafre rozara la mano de la delicada Peggy; pero lo cierto era que la situación tenía algo cómico. Se imaginó a la joven escuchando la declaración de amor del jeque, y no pudo reprimir una sonrisa, que éste interpretó erróneamente como un gesto de amistad y de apoyo moral. A continuación ofreció a Brewster un anillo como prenda de su afecto: el norteamericano lo rechazó, y también se negó a llevarle a Peggy una bolsa con joyas.
«Dejaré al tipo que venga al barco, solo para ver la mirada que le pone Peggy —decidió—. Vale la pena, por infame que sea: a fin de cuentas, no todas las mujeres pueden decir que les ha propuesto matrimonio un potentado oriental. Si este pastor de camellos se pone desagradable, lo tiraremos al mar». Así que, con el tono más cordial del que era capaz, invitó al jeque a hablar directamente con la señorita Gray a bordo del Flitter. A Mohammed le desconcertó mucho que Brewster le diera de este modo a entender que tendría que conseguir lo que se proponía a base de súplicas.
El joven comunicó lo sucedido a Rip Van Winkle y Metro Smith, que habían desembarcado con él, y los tres convinieron en que sería divertido que la proposición del jeque cogiera por sorpresa a Peggy. Van Winkle regresó enseguida al yate, y sus amigos se quedaron en tierra para hacer unas cuantas compras. Más tarde, cuando se aproximaban al Flitter, observaron un insólito revuelo en cubierta.
Después de marcharse los norteamericanos, Mohammed no se había entretenido. Había reunido a su séquito y escogido unos cuantos regalos caros recuperados del harén, y luego se había dirigido sin demora al barco.
El capitán del Flitter se quedó un buen rato contemplando fijamente las lanchas, con sus vistosos adornos, y, tras avisar al primer oficial, los dos hombres las vieron aproximarse, majestuosas. Primero subieron a bordo dos emisarios para anunciar la llegada del todopoderoso jeque. Cuando su barca se arrimó al costado del barco, el capitán Perry se acercó a recibirlo, pero unos escoltas lo apartaron bruscamente. Entonces subieron a cubierta medio centenar de hombres de piel oscura, y finalmente apareció el jeque, quien encarnaba como nadie el orgullo y la ostentación.
—¿Dónde está la chica? —preguntó en su lengua materna.
Los pasajeros, que ya se habían enterado de su llegada, empezaron a arremolinarse en cubierta, intrigados. El capitán Perry quitó de en medio a un par de siervos y se plantó frente a un sonriente Mohammed.
—¿A santo de qué se presenta usted aquí de este modo? —dijo furioso.
En ese momento intervino un intérprete, quien por fin explicó al osado capitán el objeto de la visita. Perry se echó a reír delante del jeque, y luego ordenó al primer oficial que reclutara a unos cuantos marineros para que les ayudaran a expulsar a los intrusos. Pero Rip Van Winkle terció en la disputa y los ánimos se apaciguaron. El crucero lo había convertido en un hombre más feliz y risueño, por lo que no era extraño que le hubiese revelado el secreto a Mary Valentine: nada más regresar al barco, le había contado la historia del jeque, y ella había ido a avisar a Peggy apenas hubo desaparecido Rip.
Brewster encontró a Mohammed sentado en la cubierta superior, aguardando impaciente a que apareciera la joven que lo había encandilado, y de la que no sabía ni cómo se llamaba: por eso había ordenado tranquilamente a Rip que le trajera a todas las mujeres del barco, confiando en que reconocería a Peggy. Van Winkle y Bragdon, que ya estaba al tanto de lo sucedido, se disponían a presentar a las damas ante el soberano cuando llegó Monty.
—¿Ya ha visto a Peggy? —le preguntó a Van Winkle.
—Todavía no. Se está vistiendo para la ocasión.
—Ya veremos lo que le sucede cuando a ella se le pase el primer susto —dijo Monty, riéndose.
En ese preciso instante se acercó Peggy al singular grupo, y el jeque la reconoció. Estaba muy guapa. Para su asombro, dos siervos se precipitaron hacia ella y le cerraron el paso el tiempo suficiente para darse varios cabezazos contra el suelo; luego se levantaron y le ofrecieron a la joven dos magníficos collares. Peggy miró a su alrededor, perpleja: estaba preparada para la proposición del jeque, pero no para una escena así. Sus amigos sonrieron abiertamente mientras Mohammed se llevaba las manos al corazón.
—Al donjuán le duele algo —susurró, compasivo, Rip Van Winkle.
Brewster se echó a reír. Al oírlo, Peggy no vaciló un instante, y se dirigió hacia el jeque. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos le brillaban peligrosamente. Los siervos, obstinados, la siguieron con las joyas, pero ella no les hizo el menor caso. Miró de frente al fogoso potentado árabe y, aunque se había propuesto comportarse con entereza, no pudo evitar estremecerse de asco.
Allí estaba, elegante y esbelta, ante el corpulento Mohammed, cuyo fervor no se vio atenuado por la presencia de tantos testigos. El tipo se hincó de rodillas, tambaleándose un instante en su esfuerzo por mantener una postura propicia a la expansión poética, y le declaró su amor con un discurso torrencial que mezclaba el francés, el inglés y el árabe, acompañándolo de muecas que rayaban en lo repulsivo:
—Oh, supremo gozo del sol, joya del único ojo, atiende la súplica de Mohammed. —Parecía que estuviera dando órdenes a sus soldados en plena batalla más que apelando a la benevolencia de su amada—. He venido a pedirte que vengas conmigo, reina del mar y del cielo y de la tierra. Aquí están mis barcas, allí mis camellos, y Mohammed te promete un palacio en las colinas soleadas si le permites disfrutar por siempre de tu celestial sonrisa. —Dijo todo esto en un revoltijo de idiomas espeluznante: Metro Smith hablaría más tarde de una «ensalada». Los miembros del séquito se inclinaron con gran aparato, y dos o tres norteamericanos maliciosos se pusieron a aplaudir estrepitosamente, como si celebraran la actuación de un coro de opereta muy ejercitado. Los marineros, mientras tanto, observaban la escena agarrados a los palos y a los pescantes, y desde el techo de la cabina.
—Sonríe al caballero, Peggy —ordenó Brewster, alborozado—. Quiere disfrutar un poco.
—Es usted un grosero, señor Brewster —replicó con frialdad. Acto seguido se dirigió al jeque, que la miraba expectante—: ¿Qué significa este discurso tan elocuente?
Mohammed pareció perplejo; luego se volvió hacia el intérprete, quien le aclaró el enigma. En los siguientes minutos no se oyeron más que palabras y frases como «joyas de África», «estrella», «luz del sol», «reina», «placer celestial» y «perla del desierto», pronunciadas en mal inglés, peor francés y perfecto árabe. El galante jeque le hizo promesas que no podría cumplir ni aunque viviese cien años. Por fin, respiró hondo, arrugó la cara en una sonrisa tonta y jugó su baza en un idioma que sin duda era el de Shakespeare. La frase, patética, sonó como «Eres una monada».
En ese momento se desató la algazara entre los espectadores blancos, y un marinero encaramado a uno de los palos, acordándose de pronto de su tierra, tarareó unos cuantos compases de The Star-Spangled Banner[17].
Una vez cumplido lo que consideraba su papel en la ceremonia, el jeque se puso de pie y echó a andar hacia su bote, haciéndole señas a la joven para que lo siguiera. El asunto lo daba ya por zanjado. Pero Peggy, con una mirada nerviosa y el corazón latiéndole violentamente, rogó a Mohammed que se detuviera.
—Agradezco este extraordinario honor, pero tengo algo que pedirle —dijo con claridad.
El jeque vaciló, algo irritado.
—Éste es el momento en que a los infieles les llueven los abalorios —susurró Monty a la señora DeMille, y luego gritó—: ¡Capitán Perry, seleccione a media docena de hombres para que recojan las cuentas que están a punto de caérsele del cuello a su majestad!