XXII. EL PRÍNCIPE Y LA PLEBE

Brewster no podía permitirse prolongar la paz que reinaba en el país de las hadas, y pronto empezó a hacer planes con Bertier para romperla. El automóvil que tuvo que encargar para la enigmática marquesa le sugirió ciertas ideas. Parecía indispensable organizar lo antes posible una fiesta con coches: como era difícil encontrar en Italia el modelo justo que buscaba, la solución más lógica y sencilla era importar los vehículos de París. Después de analizar el asunto, llegó a la conclusión de que tendría que comprar los cinco coches al contado, pues alquilarlos podía comprometer su reputación; así que Bertier mandó un telegrama encargándolos todos de golpe. El fabricante casi no daba abasto para atender el pedido, y algunos clientes se quejaron enérgicamente al ver los suyos postergados. Brewster se comprometió, a través de su emisario, a revender los vehículos en el plazo de seis semanas a un precio mucho más bajo. Enseguida se enviaron cinco a Milán y uno a la dirección de la aristócrata.

Monty lamentó mucho poner fin a la vida idílica en la mansión, a cuyo hechizo había sucumbido por completo. Pero tenía un profundo sentido del deber y, además, estaba previsto que los coches y los chóferes llegaran el lunes a Milán desde París, por lo que se mostró implacable. En cualquier caso, le sorprendió que los invitados lo obedecieran sin rechistar: olvidaba que sus amigos no sabían todavía que iban a presenciar un dispendio aún más demencial.

Los llevó en tren a Milán y los instaló en un hotel bastante lujoso, el Cavour, adonde descubrió que ya había llegado su fama de manirroto: el dueño, un tipo rechoncho, se mostró muy obsequioso y lo colmó de atenciones. Era una auténtica lástima, dijo, que el señor no hubiese llegado a tiempo para escuchar a la extraordinaria compañía de artistas que había cantado en La Scala; la temporada del teatro acababa de concluir. En efecto, una oportunidad desperdiciada, pensó Brewster, cuya irritación inspiró a Bertier un comentario sarcástico. Pero el emisario supo actuar con eficacia en semejante trance: se enteró de que el gerente de la compañía y los principales artistas seguían en Milán, y propuso a Brewster convencerles de que ofrecieran una actuación especial. Sería muy difícil, dijo, pero no imposible. Su jefe aceptó la idea de inmediato y le autorizó a hacer todas las gestiones necesarias con el fin de reservar todo el teatro para los viajeros norteamericanos.

—Pero el sitio va a parecer vacío —objetó Bertier, horrorizado.

—Pues llénalo de flores y de tapices —ordenó Brewster—. Dejo el asunto en tus manos, y confío en que lo resuelvas como es debido. Enséñales cómo se hacen las cosas.

Bertier se entusiasmó pensando en esta oportunidad extraordinaria. Creía gozar ya de renombre en Italia, así que organizado todo a lo grande era una cuestión de orgullo para él. Además, las gestiones le obligaron a recurrir a todas sus dotes diplomáticas. Para la decoración, contó con Pettingill, y los dos supervisaron la instalación de cortinajes que aislaban una parte considerable del teatro, reduciendo así la sala a un tamaño razonable. Con las flores y las luces, los tapices y las grandes banderas descoloridas, el teatro vacío cobró un aspecto insólito.

Los italianos observaron, alarmados, cómo los preparativos se ultimaban a toda prisa. La noche siguiente a su llegada a Milán, Brewster y sus invitados se dirigieron con gran pompa a La Scala. Fue casi un desfile triunfal: Monty, sin saberlo, ofreció a la ciudad el espectáculo más fastuoso que había visto en varios años, y la multitud estaba intrigada. La señora Valentine, que iba en el mismo carruaje que él, se preguntó por qué despertaban tanta curiosidad.

—Nos toman por duques y príncipes norteamericanos —explicó Monty—. Nunca han visto a un hombre blanco.

—Quizá contaban con que fuésemos montados en búfalos y que llevásemos prisioneros a unos cuantos indios —dijo la señora DeMille.

—No, la verdad es que parecen decepcionados —terció Metro Smith—. Se esperaban coronas y cetros y una lluvia de oro. No estás haciendo las cosas como es debido, Monty. Si quieres conducirte como un potentado, yo te puedo dar unas cuantas ideas. Un corcel blanco, criados con magníficas libreas, un saludo altivo de vez en cuando, y, al final de la comitiva, un servidor repartiendo monedas de plata.

—Me gustaría saber si los potentados no se cansarán a ratos de serlo —dijo la señora DeMille—. ¿Se imaginan ustedes estar en un palacio y sentir ganas de vivir en una casita con techo de paja?

—Perfectamente —contestó Metro riéndose—. ¿Acaso no nos ha ocurrido justamente eso? Alimentarse de becerros de oro durante dos meses es demasiado para mí. Vamos a acabar en una clínica para dispépticos como no frenes un poco, Monty.

Entonces la señora DeMille concibió un plan, que comenzó a ejecutar de inmediato invitando al grupo a cenar al día siguiente. Monty objetó que tenían que marcharse de Milán por la tarde y que él era demasiado egoísta para permitir que nadie más dirigiera las cosas. Pero la dama estaba empeñada.

—No puede usted salirse con la suya todo el rato, querido; de lo contrario, dentro de un mes se habrá convertido en un niño consentido, y eso hay que evitarlo a toda costa. Tengo bien claro cuál es mi deber. Van a cenar conmigo mañana, aunque para ello tenga que recurrir a medidas extremas.

Monty supo reconocer su derrota aceptando cortésmente la invitación de la señora DeMille. Un instante después se detuvieron frente al teatro, donde fueron recibidos con la obsequiosidad reservada a los ricos. La magnificencia del lugar subyugó a Brewster tanto como al resto del grupo. Aladino, al parecer, se había superado: el hechizo fue tal que tardaron un buen rato en prestar atención a la ópera —Aida—, que la compañía representó con un fervor del que solo son capaces los italianos.

En el último intermedio, Brewster y Peggy pasearon por el vestíbulo. Casi no habían hablado desde el día de la excursión a caballo, aunque Monty había advertido varias veces, entusiasmado, cómo la joven rehuía a Pettingill.

—Creí que nos habíamos despedido del país de las hadas al abandonar los lagos, pero ahora pienso que lo llevas contigo —dijo ella.

—El inconveniente de este lugar es que hay demasiada gente —respondió él—. Del país de las hadas tengo una idea algo distinta.

—En tu país de las hadas, Monty, los edificios son de oro y el pavimento de plata, y te pasas el día recortando cupones en un despacho revestido de alabastro.

—¿A ti también te parezco vulgar, Peggy? Todo esto es un espectáculo horrible, lo sé; pero ya no se puede detener. No te das cuenta del impulso que ha tomado.

—Eres demasiado generoso para ser vulgar. Pero estoy muy preocupada, Monty. Pienso en el porvenir… en tu porvenir, porque te lo estás tragando. Esto no se puede prolongar. ¿Qué va a pasar después? Estás malgastando tu capital, quedándote sin futuro.

—Tienes que confiar en mí, Peggy —dijo muy serio—. Ya no puedo dar marcha atrás, pero te aseguro que al final no te defraudaré.

La joven le miró llorosa.

—Te creo, Monty —respondió lacónicamente—. No olvidaré lo que has dicho.

Se alzó el telón y dio comienzo el siguiente acto. Hubo algo en la ópera que los acercó mucho. Sin embargo, cuando abandonaban el teatro, Peggy manifestó cierto pesar:

—Ha sido perfecto —susurró—; pero ¿no te parece una lástima, Monty, que nadie más haya asistido a la función? Piensa en toda esa gente pobre a la que le encanta la música y que jamás ha visto una ópera.

—Eso va a cambiar ahora. —Monty asumió el reto, aunque se sintió hipócrita por ocultar su principal motivación—. Mañana por la noche se repetirá la función y esa gente llenará el teatro.

Cumplió su palabra. A Bertier se le encomendó una tarea que le desagradaba, pero que acabó ejecutando con la ayuda de las autoridades locales. El plan les pareció demencial, y sin embargo transigieron con él por lo que tenía de generoso. El gerente del teatro se mostró menos condescendiente: le aterraba, según dijo con grandes aspavientos, el daño que sufriría la tapicería. Pero Brewster descubrió que, en Italia, el dinero es la panacea para todos los males, y la prescribió en abundancia. El día se le hizo corto, ya que el interés de Peggy por este acto de penitencia, como se le terminó llamando, era tal que insistió en participar en los preparativos. Y a Monty, por alguna razón, le encantó colaborar con ella.

Para desdicha de Peggy, la cena organizada por la señora DeMille se interfería en sus planes, pero Monty tranquilizó a su amiga prometiéndole que la ópera se representaría después del banquete. La señora DeMille se pasó el día ocupada preparándolo, aunque se cuidó mucho de ocultar cómo iba a ser.

La cena comenzó a las ocho: fue en el jardín del restaurante Cova, cerca de La Scala, y contó con acompañamiento musical. La dama sorprendió así a los invitados, que no esperaban algo tan sencillo. Luego se mostraron profundamente agradecidos de que se les sirviera consomé, espaguetis (una concesión al chef), chuletas con guisantes, ensalada y café. En un arrebato de entusiasmo, Metro Smith propuso un homenaje a la anfitriona. Monty objetó que no se lo merecía, y se quejó con amargura de que él jamás hubiera recibido el menor asomo de reconocimiento.

—¿Por qué ibas a recibirlo? —exclamó Pettingill—. ¿Acaso has superado alguna vez las tortugas de agua dulce y las alcachofas para servirnos chuletas y endibias? ¿Cuándo nos has ofrecido un manjar tan sublime como éste?

Monty cayó derrotado por el voto unánime de los invitados: la señora DeMille iba a tener su homenaje. Zanjado el asunto, Peggy, la señora Valentine, Brewster y Pettingill se dirigieron a La Scala, donde vieron de nuevo los dos últimos actos de Aida. Esta vez, sin embargo, el público era distinto, y la compañía no recibió tantos aplausos.

Al mediodía del día siguiente llegaron los chóferes de París, y, en medio de una multitud, los viajeros norteamericanos partieron hacia Venecia en cinco relucientes automóviles de fabricación francesa. Pasaron por Brescia, Verona y Vicenza, y en todas estas ciudades sembraron admiración con su esplendidez. A Brewster el viaje por Italia se le hizo demasiado rápido: al llegar a Venecia, sintió el anhelo de visitar ese luminoso país con más tranquilidad. «Éste es un viaje estrictamente de negocios —pensó—, así que no puedo esperar disfrutarlo. Un día volveré y lo haré todo de forma distinta. Me pasaría horas en una góndola si no hubiese cosas más caras».

Estaba imaginando la luna reverberando en el agua cuando, de pronto, un telegrama interrumpió su ensoñación y le recordó su deber. El despacho, que de entrada le exigía 324 dólares, reproducía la parábola de los diez talentos y terminaba con una simple palabra: «Jones».