La de Monty era una situación angustiosa. Solo se había gastado algo más de seis mil dólares en el carnaval, y no veía ninguna oportunidad de liquidar el dinero que había ganado en la ruleta. Su experiencia de Montecarlo no le animaba precisamente a probar suerte de nuevo, y, por lo demás, saltaba a la vista la hostilidad de Peggy a la ciudad del juego. Como la Riviera no ofrecía nuevas posibilidades de despilfarro, había que buscar otros lugares.
«¡Dios mío, ojalá fuese más fácil gastar el dinero!», se lamentaba. Tenía que hacer algo para ganarse la vida, y pensó que quizá el papel de manirroto le costaría menos esfuerzo en Italia que en ningún otro sitio. Analizó el plan desde todos los ángulos, y a ratos le pareció inútil. La guía Baedeker no le ofrecía ideas para dilapidar su capital: se iba impacientando al consultarla, pues no parecía pensada más que para economías modestas. Sin embargo, advirtió que el libro tenía varios capítulos dedicados a los lagos italianos y, en un momento providencial, recordó que Pettingill se había enamorado una vez de una villa en el Lago Como. Así que se le ocurrió de inmediato un nuevo disparate. Luego se fue a buscar al artista para pedirle que describiera aquella mansión fantástica.
—Oh, ¡es una maravilla! —exclamó, y puso una mirada soñadora—. Te deslumbra con sus terrazas y torrecillas blancas; se parece a uno de esos castillos fascinantes que pinta Maxfield Parrish para los niños. Como un cuento de hadas. Da la impresión de que ya no va a estar allí cuando te despiertes.
—No sigas, Petty, que te vas a poner poético. Solo quiero saber quién es el dueño y si crees que estará disponible esta temporada.
—La propietaria es una marquesa viuda que no tiene hijos. Dicen que le tiene pavor al castillo y no lo ha pisado nunca. Sin embargo lo mantienen como si ella fuese a llegar al día siguiente. Exceptuando a los criados, está deshabitado todo el año.
—Justo lo que queremos —dijo Brewster—. Vamos a dar una fiesta allí, Petty.
—Yo no lo daría por seguro, Monty. Un tipo que conozco vio la casa y pasó un año tratando de comprarla. Pero la dama no está por la labor.
—Si quieres darle a tu amigo un par de consejos sobre cómo tratar con ella, no tienes más que observarme. Si no consigo que pases dos semanas en ese castillo de ensueño, prescindiré de la mitad de la gente y me embarcaré de vuelta a casa.
Brewster averiguó el nombre de la dueña; además, Pettingill recordaba vagamente las señas de su apoderado. Provisto de esta información, nuestro amigo se puso a buscar a alguien que pudiese ejercer de emisario suyo, y gracias a Philippe dio con un francés llamado Bertier, quien le sugeriría, a buen seguro, métodos asombrosamente ingeniosos para gastar dinero. El caso es que le reveló su plan, y Bertier comprendió, entusiasmado, que por fin tenía un cliente que le era muy afín. Nada más conseguir la dirección completa del apoderado de la misteriosa aristócrata, le envió un telegrama preguntándole por la casa.
La respuesta habría desalentado a cualquiera que no fuese Brewster. La propietaria no tenía la menor intención de arrendar el castillo al que no iba nunca. Brewster supo que diez mil francos era un precio mensual razonable para una residencia así, por lo que telegrafió al apoderado ofreciendo cinco veces esa suma por alquilarla dos semanas. El tipo le comunicó que tardaría un tiempo en darle una respuesta, pues tenía que consultar con su jefa. Brewster, sin embargo, era muy impaciente, así que le mandó otro telegrama indicándole una dirección de Génova, y el Flitter se puso a punto para zarpar. Las calderas seguían encendidas, y el consumo de carbón era comparable al de un trasatlántico. Por lo demás, Philippe se puso muy alegre cuando Brewster le pagó por adelantado un mes más de estancia en el hotel, por si acaso tenía que regresar precipitadamente de Italia con sus invitados. El pueblo les dispensó una despedida calurosa, tratándolos como si fuesen miembros de la realeza.
En Génova se había acumulado el correo, que absorbió la atención de los pasajeros del yate. Brewster, a quien desanimó un poco saber que la dueña de la mansión había rechazado altivamente su generosa oferta, se ganó para siempre la devoción de su emisario, Bertier, aumentándola de inmediato a cien mil francos. Al recibir una nueva negativa, los dos se pararon a deliberar.
—¡Necesito esa casa ahora, Bertier! —exclamó Brewster—. ¿Qué puedo hacer? Tienes que ayudarme.
El emisario, tan pródigo en gestos, no parecía, sin embargo, tener nada interesante que decir.
—Tiene que haber algún modo de persuadir a la marquesa —prosiguió, pensativo, Brewster—. ¿Qué gustos tiene? ¿Sabes algo de ella?
A Bertier se le iluminó el rostro de pronto.
—¡Ya está! —dijo, y luego vaciló—. Pero me temo, monsieur, que va a ser muy caro.
—Igual lo podemos hacer —respondió Monty, imperturbable—. ¿De qué se trata?
Bertier procedió a explicarle el plan, gesticulando aparatosamente. De la marquesa había oído decir en Florencia que le entusiasmaban los coches, pero, debido a sus múltiples gastos, no le quedaba demasiado dinero para satisfacer su pasión. El automóvil que había utilizado en el invierno estaba, sin duda, anticuado. Posiblemente, si monsieur… aunque era excesivo.
La decisión, sin embargo, estaba tomada.
—Mándale un telegrama al apoderado añadiendo a mi última oferta un coche francés último modelo de la mejor marca —ordenó Brewster—. Y di también que me gustaría alquilar la casa lo antes posible.
Lo logró, y el grupo se instaló enseguida en el país de las hadas, aunque Bertier llegó antes. Hubo quejas, naturalmente, pero Brewster las daba ya por descontadas y estaba aprendiendo a imponerse. El recibimiento del administrador y su ejército de ayudantes fue de lo más teatral, típicamente italiano. Los viajeros, en fin, agradecían cualquier cosa que rompiera la monotonía.
La belleza de la mansión y de sus terrenos, que descendían hacia un lago apacible, acalló las críticas al plan de Brewster. Durante un tiempo fue muy placentero abandonarse a la ociosidad. Pettingill vagaba por la finca embelesado, como si no creyera en la realidad de lo que veía; los otros se mostraban más contenidos, pero tenían, ciertamente, la sensación de hallarse en un lugar paradisíaco. La villa italiana acrecentó la felicidad de los que ya eran felices, y a los que no lo eran les permitió sumirse en una dulce melancolía. La señora DeMille le comentó a Brewster que solo a un poeta se le habría podido ocurrir una idea así. Y Peggy añadió:
—Cualquier cosa que venga después será un anticlímax. Tendrías que llevarnos de vuelta a casa, Monty.
—Me siento como el niño al que castigaron sus padres encerrándolo en un armario, donde resultó que guardaban la mermelada —dijo Metro Smith—. Esto es casi tan bueno como ser el dueño de Central Park.
Los días transcurrían en medio de una placidez deliciosa. Además, las caballerizas estaban llenas. Una tarde radiante en que doce miembros del grupo salieron de paseo a Lugano después del té, Monty se decidió a pedir explicaciones a Peggy: estaba convencido de que llevaba varias semanas rehuyéndole, y no entendía por qué. Había pasado noches en vela, preguntándose en qué le había fallado, haciendo conjeturas y desechándolas rápidamente. Lo sucedido en Montecarlo parecía la causa más probable, pero aun antes de esté episodio había notado cómo Peggy se ponía a hablar con otra persona cada vez que él se le acercaba. De hecho, estaba seguro de que, en dos o tres ocasiones, se había percatado de que pretendía hablar con ella antes de refugiarse en la señora DeMille o Mary Valentine o Pettingill. Al pensar en este último nombre había sentido un súbito escalofrío. ¿Y si era el artista quien se había interpuesto entre ellos? Esta hipótesis le preocupaba, aunque a ratos le parecía descabellada.
Al principio, el placer del paseo a caballo le infundió cierto optimismo. Tenían previsto cenar al aire libre, junto a las ruinas de una abadía que estaba a varios kilómetros de distancia, y habían enviado por delante a los criados para que lo prepararan todo. La cena resultó un éxito, y la señora DeMille contribuyó mucho al ambiente alegre. A la vuelta, Monty, que andaba rezagado, espoleó al caballo para alcanzar a Peggy. Al observar la impaciencia de la joven por unirse a los demás, le habló sin preámbulos.
—Tengo la impresión de que algo va mal, Peggy, y me gustaría saber lo que es.
Hizo una pausa, y ella respondió:
—¿A qué te refieres, Monty?
—Cada vez que me acerco a ti, parece que no quieras hablar conmigo. Si me uno al corrillo en el que estás, te alejas al instante.
—Tonterías, Monty. ¿Por qué iba a evitarte? Nos conocemos desde hace tanto que sería absurdo hacer tal cosa.
Pero a él le pareció que su mirada contradecía sus palabras, y estaba en lo cierto. Peggy tenía miedo de Monty, de los sentimientos que él le despertaba, de revelárselos sin querer.
—Puede que te atraiga Pettingill —dijo en tono grave— pero por lo menos podrías ser educada conmigo.
—Estás loco, Monty Brewster. —La joven se exasperó—. No sé por qué crees que tu millón de dólares te da derecho a decirles a todos los invitados cómo tienen que comportarse.
—Cómo puedes decir eso, Peggy —le interrumpió él.
Ella prosiguió implacable:
—Si mi proceder no es del agrado de su alteza, no me cuesta nada marcharme a París a ver a los Preston.
De pronto se acordó Brewster de que Pettingill había hablado de ellos, comentando de pasada que tenía ganas de visitarlos en su casa del Barrio Latino.
—Y Pettingill llegaría después, me imagino —dijo con frialdad—. Así tendríais más intimidad, desde luego.
—Y la señora DeMille, más oportunidades —contestó ella mientras se alejaba. Brewster se quedó con el resto del grupo.
El artista lo sustituyó enseguida, y, tras retar a Peggy a una carrera, los dos echaron a galopar a la luz de la luna. Brewster, que no estaba dispuesto a dejarse vencer, salió tras ellos, pero, apenas un instante después, su caballo se detuvo bruscamente ante un bulto negro en medio del camino. Entonces vio el caballo de Peggy galopando solo: desmontó de inmediato, aterrado, y se puso en cuclillas junto a ella. La joven solo estaba ligeramente magullada y aturdida, y cojeaba un poco. La cincha estaba rota, y la montura, vuelta del revés. El resto del grupo, algo impresionado, aguardó en silencio a que los sirvientes llegaran en su carruaje y la colocaran en él. Peggy únicamente quiso apoyarse en la criada de la señora DeMille, pero Monty la ayudó a subirse al coche, mientras le susurraba: «No te marcharás, ¿verdad, pequeña? ¿Qué voy a hacer aquí sin ti?».