Si Montgomery Brewster no estaba seguro de poder liquidar su fortuna, sus dudas se disiparon en cuanto desembarcó con sus invitados en la Riviera francesa. Con la excusa de que el yate necesitaba una limpieza concienzuda, los instaló en el único hotel de un pueblo muy pintoresco que se hallaba cerca del mar. El establecimiento estaba casi vacío, así que el dueño lloró de gozo cuando Monty reservó toda la primera planta, que contaba con un salón y un comedor independientes, y cuyas terrazas daban al Mediterráneo. Se contrataron nuevos criados, y la librea del servicio pronto se convirtió en una imagen familiar en el pueblo. Peggy y los demás pusieron el grito en el cielo, pero Monty logró acallar sus quejas amenazando con alquilar una villa donde se ocuparía él mismo de las tareas domésticas.
El pueblo dio enseguida la impresión de estar agasajando a un personaje de la realeza. Varias tiendas abrieron más tiempo del habitual, con la esperanza de sacar provecho de la visita del millonario norteamericano. Una mañana, el dueño del hotel, Philippe, trató de impresionar a Brewster describiéndole, con gestos aparatosos, el esplendor de la Batalla de las Flores[11]: parecía imposible expresar lo mucho que lamentaba que sus huéspedes no hubiesen llegado a tiempo para presenciar el espectáculo.
—¡El pueblo se transforma por completo! —dijo alborozado—. C’est magnifique! C’est superbe! Ojalá lo hubiese visto, monsieur.
—Y ¿por qué no organizar otro desfile para nosotros solos? —sugirió Monty, pero nadie le tomó en serio.
Philippe y el joven norteamericano pasaron, sin embargo, el resto de la mañana reunidos en secreto. Cuando, a la hora del almuerzo, anunciaron lo que habían decidido, el sobresalto fue general. Al parecer, diez días después era la festividad de un santo menor al que hacía años que no se honraba con una celebración: Monty proponía resucitar la costumbre local organizando un segundo carnaval.
—No vale la pena venir a la Riviera si uno no ve un carnaval —explicó—. En realidad es muy sencillo: ofrezco un premio a la carroza mejor adornada y otro a la mujer más guapa; todo el mundo lleva una capa y una máscara y se pone a lanzar confeti, y ya está.
—Y me imagino que el confeti estará hecho de billetes de mil francos y que los premios serán una casa y un terreno —replicó Bragdon, quien temió que su sarcasmo hubiese rayado en lo hiriente.
—Es un plan ridículo, Monty —dijo Dan DeMille—; la policía no lo va a permitir.
—¿Cree usted que no? —dijo exultante Monty—. Da la casualidad de que el jefe de policía es cuñado de Philippe; hemos hablado con él por teléfono. Estaba totalmente en contra hasta que le ofrecimos encabezar el desfile; entonces nos prometió la colaboración de todos los agentes y dijo que hablaría también con el jefe de bomberos.
—Así que el desfile va a consistir en dos gendarmes y el grupo de Brewster, todos montados en carrozas —se rió la señora DeMille—. ¿Quieres que vayamos delante o detrás de las carretillas con pasteles?
—Supervisaremos el desfile desde el hotel —dijo Monty—. No tenéis que preocuparos; va a ser magnífico. A esta gente le gustan los carnavales tanto como a los irlandeses las manifestaciones.
En cuanto Monty se hubo marchado a entrevistarse con las autoridades locales, sus invitados celebraron una reunión de urgencia en la que consideraron seriamente tomar medidas para atajar sus excentricidades. Pero el lado cómico del asunto les cautivaba demasiado, y, casi sin darse cuenta, empezaron a hacer planes para el carnaval.
—Desde luego que no podemos permitírselo, pero la verdad es que sería divertido —reconoció Metro Smith—. Imaginaos bailar el cakewalk[12] entre gendarmes y lavanderas.
—Siempre me da por hacer travesuras nada más ponerme una máscara —dijo Vanderpool—, y esa sensación llevo años sin tenerla.
—Entonces no hay nada más que hablar —concluyó DeMille—. El propio Monty anularía el desfile si supiese cómo iba a afectar a Reggie.
A su regreso, Monty anunció que el alcalde del pueblo estaba dispuesto a declarar festivo ese día a condición de qué el visitante americano costeara la reparación del tejado del Ayuntamiento. Además, había prometido a una compañía circense que pasaba por la zona que pagaría todos sus gastos si aceptaba detenerse en el pueblo y ocupar la plaza frente al Hotel de Ville. El entusiasmo de Brewster era tal que nadie se resistía a ayudarle, y sus amigos pasaron casi una semana supervisando la construcción de arcos de triunfo y exhortando a los tenderos a esforzarse todo lo posible. Si el desfile se había planteado como una humorada, los lugareños, sin embargo, se lo tomaron muy en serio. Así, los empleados ferroviarios emitieron anuncios por radio, y el cura del pueblo visitó a Brewster para darle las gracias por haber resucitado —digámoslo así— a un santo poco conocido. Sus palabras de gratitud se mezclaron tan a menudo con lisonjas que Monty captó la indirecta: hacía tiempo que la iglesia necesitaba un nuevo retablo.
Por fin llegó el gran día. El carnaval iba a ser un éxito total y un espectáculo de una extravagancia insuperable. La mañana estuvo dedicada a los números gimnásticos y las atracciones secundarias. Los bomberos ganaron en el juego de tirar de la cuerda, y Monty maravilló a todo el mundo imitando las proezas del forzudo del circo. A DeMille se le pidió que pronunciara un discurso, pero, como no sabía más que diez palabras en francés, cedió gentilmente la tribuna al alcalde. Este pomposo hombrecillo supo aprovechar una oportunidad que se presentaba pocas veces: las referencias a Benjamin Franklin y a Lafayette fueron tan frecuentes que Metro Smith comentó que seguramente se había valido de un sello de goma para escribir el discurso.
El desfile se celebró por la tarde, y fue la parte más memorable de la jornada. Las disputas de precedencia estuvieron a punto de dar al traste con los planes de Monty, pero finalmente convencieron al jefe de policía de que, si iba a encabezar la marcha, lo justo era que los bomberos fuesen delante de los gendarmes. Por su parte, la tripulación del Flitter ofreció un espectáculo extraordinario: al frente iba la banda de música, que superó en ruido las marchas de Sousa[13]. Al final llegaron las carrozas, pero eran tantas, y el trayecto tan corto, que a ratos encabezaban el desfile pese a los formidables esfuerzos del jefe de policía.
Monty y sus invitados se dedicaron a lanzar flores y confeti desde la terraza del hotel. Luego se oyó nombrar de nuevo a Franklin y a Lafayette, pues el cura y el alcalde detuvieron la marcha para homenajear a Monty, a quien entregaron el texto de un discurso elaboradamente escrito en papel vitela. Finalmente, los escolares del pueblo ofrecieron un número de canto, y la multitud se dispersó hasta la noche.
A las ocho comenzó un gran banquete presidido por Brewster, y al que asistieron todos los próceres del pueblo con sus mujeres. Franklin y Lafayette salieron a relucir una vez más. Cada invitado pronunció al menos un discurso, y el tercero, a cargo de Metro Smith fue lo más destacado de la velada. Hasta ese momento había hablado en inglés, pues no sabía otro idioma; pero el tercer y último discurso parecía reclamar un tono especialmente cordial. Así que hizo una amplia reverencia a los presentes y, con la solemnidad de un estadista, comenzó:
—Mesdames et messieurs: fai, tu as, il a, nous avons —aquí hizo un gesto imponente—, vous avez[14].
Los comensales franceses no entendieron su pronunciación, y pensaron que seguía hablando en inglés. Impresionados por su elegancia y cortesía, acogieron con aplausos sus palabras preliminares. Los norteamericanos, por su parte, hicieron todo lo posible por convencerle de que se sentara, organizando un alboroto que los demás invitados tomaron por una muestra de entusiasmo: los aplausos se volvieron más estruendosos que nunca. Metro alzó la mano pidiendo silencio; su actitud indicaba que se disponía a expresar un pensamiento de extraordinaria trascendencia. Aguardó a que se hiciera un silencio total, y entonces prosiguió:
—Maitre corbeau sur un arbre perché[15]…
Terminó el discurso mientras DeMille y Bragdon lo sacaban de la sala. Los franceses creyeron que había dicho algo ofensivo, y que por eso sus amigos habían impedido que siguiera hablando. Estaba a punto de producirse un altercado cuando Monty hizo callar a todo el mundo y, con una serie de comentarios diplomáticos sobre Franklin y Lafayette, logró apaciguar los ánimos.
La velada concluyó con fuegos artificiales y un baile al aire libre que cada vez se fue animando más gracias a los disfraces que llevaban los participantes. Todo se había preparado bien y el espíritu carnavalesco no pareció decaer en ningún momento. El espectáculo fue, sin embargo, un disparate para Brewster, a quien le costó más trabajo de lo que esperaba interpretar su papel bajo la absurda máscara. Ni siquiera le hicieron gracia sus amigos, y la coquetería de las damiselas locales apenas le cautivó fugazmente.
En un momento del baile, Brewster estaba apartado, observando a la radiante multitud, cuando le sorprendió oír un grito ahogado. Se volvió a averiguar lo que sucedía, y vio a una mujer con una máscara roja que trataba, sin duda asustada, de librarse de un Punchinello demasiado fogoso. La intervención de Monty impidió a éste arrancarle la máscara y le dio una idea totalmente nueva del dolor. El tipo se levantó, mascullando furioso, pero unos bailarines lo cogieron de la mano y se lo llevaron en volandas, empujándolo de aquí para allá con ánimo zumbón. Monty ignoraba que se le había caído la máscara, y de pronto notó, asombrado, cómo la mujer le tocaba el brazo y una voz familiar le decía al oído:
—Eres un cielo, Monty. Por eso te aprecio tanto. Parecías un atleta griego. Es estúpido, pero estaba realmente asustada.
—¿Cómo ha podido pasar, pequeña? —susurró, llevándosela aparte—. Mi pequeña Peggy, sin nadie que cuide de ella. Qué burro he sido de confiarte a Pettingill; tendría que haber sabido que al muy lelo le iba a embelesar todo este colorido. —Se detuvo a mirarla, y los ojos se le iluminaron—. Pobre Peggy, indefensa en el mundo —dijo sonriendo—. Necesitas… bueno, me necesitas a mí.
Pero la señora Valentine había visto a Monty sin la máscara, y se acercó a llevarse a Peggy: «Está a punto de amanecer —le dijo—; ya es hora de volver al hotel a dormir». Las dos mujeres se marcharon con cierta desgana, escoltadas por Bragdon.
Monty no descubrió la identidad del Punchinello hasta que le avisaron de que Vanderpool estaba detenido y tuvo que ir a liberarlo. Era obvio que Reggie no había estado en condiciones de reconocer a su agresor, y que una disputa posterior le había hecho olvidar la primera. El pobre hombre tenía magulladuras en la cara, pero su detención seguramente lo había salvado de un castigo peor.
—Ya te dije que no podía llevar una máscara —explicó compungido mientras Monty lo conducía al hotel—. ¿Cómo iba a saber que me estaba oyendo todo el tiempo?
Al día siguiente del carnaval, Brewster llevó a sus invitados a Montecarlo, donde tenía intención de probar suerte en la ruleta y perder el suficiente dinero para compensar los días que había pasado en alta mar sin poder gastar nada. De Swearengen Jones se había olvidado por completo. Al poco de llegar empezó a perder mucho: a duras penas pudo contener su alegría. Peggy Gray, que lo estaba observando, le suplicó entre susurros que parara; pero la señora DeMille, en cambio, lo animó a seguir hasta que su suerte cambiara. Para disgusto de la joven, siguió el consejo menos juicioso. Se sentía incapaz de abandonar el juego. La fortuna, sin embargo, cambió de signo demasiado pronto.
—No me puedo permitir dejarlo —se dijo, desolado, al cabo de un rato—. Llevo ganados cinco mil dólares, y lo menos que debo hacer es perderlos.
Brewster captó la atención de todos los que no jugaban. La gente se maravillaba de su buena suerte e interpretaba mal su excitación, así como el semblante angustiado con el que miraba la rueda cada vez que giraba. El caso es que a su lado estaba sentada una aristócrata inglesa que se dedicaba a robarles las ganancias a los jugadores menos expertos, y él sabía que la dama le iba quitando las fichas de oro: aquí, al menos, hay una mano bienhechora, pensó, y se disponía a acercarle la pila de fichas cuando intervino Dan DeMille. Su amigo había observado la maña que se daba la duquesa y había avisado al crupier, un tipo muy circunspecto.
—Mais cest madame la duchesse, que voulez-vous?[16] —respondió sorprendido.
DeMille se quedó mudo, pero no desistió: se puso a seguir el juego detrás de Monty, a quien alertó en cuanto pudo.
—Más te vale cobrar ya y cambiarte de sitio, Monty. Te están robando —le susurró.
—¿Cobrar cuando estoy en racha? ¡Ni hablar! —dijo Monty, esforzándose por simular euforia.
Al principio jugó sin seguir ningún sistema, apostando fuerte por los números que parecían tener menos posibilidades de salir. Pero no había manera de que perdiese. Luego empezó a aplicar varios métodos de los que había oído hablar, solo que al revés; y aun así siguió ganando. Desesperado, decidió limitarse a un solo color y fue doblando la apuesta, con la esperanza de que así acabaría perdiendo. Fue inútil. Finalmente se lo jugó todo al rojo, pero la bola se empeñó en caer en las casillas de este color, hasta que el crupier anunció que había saltado la banca.
Dan DeMille reunió el dinero y lo contó: cuarenta mil dólares. Luego se lo entregó a Monty. Cuando éste se levantó de la mesa, sus amigos, que no cabían en sí de gozo, se preguntaron por qué parecía tan abatido. Para sus adentros se reprochaba no haber seguido el consejo de Peggy.
—Me alegro mucho de que no pararas cuando te lo pedí, Monty; pero sigo pensando que jugar es casi tan malo como robar —se sintió obligada a decirle cuando iban a cenar.
—Ojalá te hubiese hecho caso —dijo él en tono sombrío.
—¿Y no haber ganado esa fortuna? ¡Qué tontería, Monty! Entonces llevabas perdidos varios miles de dólares —objetó, inconsecuente.
—Pero así me habría ganado tu respeto, Peggy —susurró, mirándole fijamente a los ojos.