XIX. DOS HÉROES

En Gibraltar le fue entregado a Monty un telegrama que parecía presagiar lo peor. Lo abrió tembloroso.

MONTGOMERY BREWSTER, Yate privado Flitter, Gibraltar

Hay una gran presión a favor de la libre acuñación de la plata[9]. Igual tendrá usted el doble de dinero que gastar. ¡Hurra!

JONES

Monty respondió así:

Impida a toda costa que se adopte la medida. Cuanto más, mejor.

BREWSTER

P.D.: Por favor, envíe muchos telegramas, y a cobro revertido.

La temporada en la Riviera llegaba a su fin, y Montecarlo ofrecía posibilidades tan seductoras que el anfitrión no estaba dispuesto a detenerse mucho tiempo en Gibraltar. Sin embargo, los DeMille habían escrito a un oficial de la guarnición británica, por lo que Brewster no podía dejar pasar la oportunidad de organizar una cena muy elaborada. Que el banquete fue un éxito lo demuestra el hecho de que fuera necesario reponer completamente la despensa del Flitter al día siguiente. Fueron invitados los oficiales y sus mujeres, y Brewster habría ofrecido cerveza y sándwiches a todo el regimiento de no haberle disuadido sus amigos.

—Puede que refuerce la alianza angloamericana —arguyo Gardner—, pero lo que de veras necesita reforzarse es tu economía.

Brewster, sin embargo, siguió gastando a espuertas, y Gardner halló su único consuelo en una muchacha inglesa muy espigada a la que invitó a cenar. Para los demás hubo no pocas compensaciones, ya que la velada fue magnífica, y la presencia de los militares alivió la inexorable monotonía.

Cuando los invitados hubieron desembarcado, Monty se encontró al señor DeMille y su mujer en plena conversación íntima en la popa del yate.

—Siento interrumpir, pero, siendo yo la única persona que vigila escrupulosamente a este grupo, debo advertirles de que su comportamiento ya es objeto de comentarios. ¡Un viejo matrimonio sentado tranquilamente aquí fuera, contemplando la luna! La imagen es escandalosa.

—Me someto al anfitrión —dijo Dan DeMille en tono de guasa—. Pero me voy a corroer de celos hasta que me devuelva a mi mujer.

A Monty no le pasó inadvertida la mirada que puso la señora DeMille mientras veía alejarse a su marido, ni tampoco el nuevo acento que cobró su voz al decir:

—Este viaje está haciendo aflorar su personalidad.

—Acaba de descubrir que el mundo no se circunscribe a su club —observó Monty.

—Es extraño que la gente conozca tan poco a Dan. ¿Sabe usted que mi marido se obstina en ocultar lo mejor de él? En el fondo es el tipo de hombre capaz de hacer cosas admirables con la mayor sencillez.

—Mi querida señora, me sorprende usted. Casi me da la impresión de que se ha enamorado de Dan.

—Está usted tan ciego como los demás, Monty —dijo ella con aspereza—. ¿Es que aún no se ha dado cuenta? He traveseado mucho, pero siempre he acabado volviendo con Dan. Jamás he dudado de que era el único hombre posible, el único con el que deseaba estar. Qué raro, sentirse tentada de jugar con fuego cuando una es ininterrumpidamente feliz. Me he chamuscado más de una vez, pero Dan es un encanto y siempre me ha sacado de apuros. Él lo sabe. Nadie me comprende mejor. Si fuese menos retorcida, tal vez no me querría tanto.

Monty la escuchó atónito al principio, pues había aceptado sin pensar la idea común que tenía la gente sobre la vida conyugal de los DeMille. Pero vio que los ojos de la señora DeMille se llenaban de lágrimas un instante, y por el tono de voz parecía sincera. Entonces comprendió con enojosa claridad lo tonto que había sido. Repasando mentalmente sus encuentros con la señora DeMille, se dio cuenta de que la relación con su marido había sido evidente desde el principio.

—¡Qué poco conocemos a nuestros amigos! —exclamó con cierta amargura—. La aprecio mucho desde hace tiempo, señora DeMille, y ahora… ahora tengo celos de Dan.

Durante la travesía del Flitter por el golfo de León, a ratos hizo un tiempo desapacible. Cuando se dirigía a Niza, se produjo el primer incidente que causó verdadero revuelo entre los pasajeros. Varios de ellos estaban en el salón principal, hablando más o menos en secreto de las «fechorías» de Monty, cuando entró, con aire indolente, Reggy Vanderpool. Su semblante delataba sin embargo, por primera vez en varios días, cierto interés por lo que sucedía a su alrededor.

—Me he visto en un curioso dilema —dijo con voz cansina—. Me gustaría saber lo que debe hacer uno en una situación así.

—Yo habría rechazado a la chica —respondió, lacónico, Rip Van Winkle.

—La chica no tiene nada que ver con esto, amigo —prosiguió Reggy mientras se desplomaba en un sillón—. Un tipo se cayó por la borda hace un rato —explicó tranquilamente. Los presentes lanzaron al unísono exclamaciones de sorpresa, olvidándose unos instantes de Brewster—. Fue uno de los marineros. Andaba haciendo algo con los aparejos cerca de donde yo estaba y, ¡pumba!, se cayó al mar. Ahí lo vi, braceando desesperado.

—¡Pobre hombre! —exclamó la señorita Valentine.

—No le conocía de nada. No habría vacilado en lanzarme al agua, pero había muchos colegas suyos en cubierta, entre ellos su compañero de camarote. Yo no tenía por qué hacerlo, como comprenderéis. El caso es que consiguió nadar un poco, y yo le dije a gritos que aguantara y que iba a avisar al capitán. Pero no encontré al condenado; alguien dijo que estaba durmiendo. Así que al final avisé al primer oficial; para entonces ya estábamos a más de un kilómetro de distancia, y le dije que, aunque retrocediéramos, no creía que fuéramos a dar con él. Aun así mandó unos cuantos botes para rescatarlo. Luego me puse a pensar: naturalmente, si conociese al tipo, o si hubiese sido uno de vosotros, las cosas habrían sido distintas.

—¡Y eso que eras el mejor nadador en la universidad! ¡Serás canalla! —estalló el doctor Lotless. Vanderpool no había quedado como un héroe precisamente.

Todos se precipitaron hacia la cubierta superior. El Flitter estaba retrocediendo, y dos botes se dirigían a toda prisa al lugar donde había caído el tipo al que no conocía Reggy.

—¿Dónde está Brewster? —gritó Joe Bragdon.

—No lo encuentro, señor —contestó el primer oficial.

—Hay que informarle de esto —dijo el señor Valentine.

—¡Mire allí! ¡Están sacando a alguien! —exclamó el oficial—. ¿Lo ve? El primer bote se ha detenido y… sí, ¡lo han rescatado, señor!

Los espectadores prorrumpieron en vítores, y los marineros, desde los botes, respondieron agitando sus gorros. Todos, en cubierta, se agolparon excitados contra la barandilla mientras el Flitter se iba acercando. Entonces hubo exclamaciones de asombro.

Sentado en uno de las botes, empapado pero sonriente, estaba Monty Brewster, y, recostado débilmente contra él, la cabeza desplomada sobre el pecho, el marinero que se había caído por la borda. Brewster lo había visto debatiéndose en el agua y, en vez de preguntarse quién era, se había lanzado de inmediato a rescatarlo. Cuando el bote los alcanzó, el tipo era un peso muerto, y a Monty no le quedaban casi fuerzas. De haber llegado un minuto más tarde, los dos se habrían ahogado.

El bote se arrimó al costado del yate. Monty tiritó un instante, agarró la primera mano que se le tendió, y luego se volvió a mirar al marinero, que estaba más muerto que vivo.

—Averigüe cómo se llama el muchacho, señor Abertz, y asegúrese de que reciba los mejores cuidados posibles. Antes de perder el conocimiento dijo algo de su madre. Como ven, ni siquiera entonces pensaba en sí mismo. Y tú, Bragdon —ordenó en voz más baja—, ocúpate de que le suban el sueldo como se merece. ¡Hola, Peggy! Cuidado, no hagas eso, que te vas a calar hasta los huesos.