XVIII. EN ALTA MAR

La marcha de Harrison puso en un gran aprieto a Brewster, que ahora tenía que administrar personalmente todos sus asuntos: no es que fuera perezoso, pero prefería no ocuparse de una tarea así. Un día, a las cuatro de la madrugada, después de pasar toda la noche revisando detenidamente el libro de contabilidad, descubrió algunas cifras alarmantes. En seis meses había conseguido, a costa de un esfuerzo enorme, gastar algo más de 450 000 dólares, pero también había percibido 58 550 dólares procedentes de Lumber and Fuel y otras «desafortunadas» operaciones bursátiles, y a los que acabaría añadiendo como mínimo 40 000 cuando vendiera algunos muebles y otras pertenencias. Además había que tener en cuenta los 20 000 que ingresaría, aproximadamente, en concepto de intereses. Con todo, la suerte le había ayudado a deshacerse del dinero. La crisis del banco le había costado 113 468,25 dólares; las operaciones de Nopper Harrison, 60 000; y el insensato empeño en organizar un baile, 30.000. La calamitosa gira de la orquesta vienesa había compensado con creces el dinero perdido durante su enfermedad. La estancia en Florida le había supuesto un desembolso de 18 500, que incluía los cuidados médicos, el alquiler de la casa y los gastos corrientes; y en las espléndidas cenas y fiestas se había gastado 31.000. En general le había ido bastante bien, pensaba; pero lo más difícil estaba por llegar. Aún poseía una suma de dinero descomunal, que tenía que evaporarse antes del 23 de septiembre. El proyecto del crucero ya se había tragado unos 40 000 dólares.

Decidió emprender una tarea de liquidación sistemática. Antes de partir, tenía intención de desprenderse de no pocos enseres domésticos vendiéndolos o regalándolos. Como no esperaba regresar a Nueva York hasta finales del mes de agosto, los esfuerzos del último mes se reducirían al mínimo. Pero había que considerar la «ganancia» que le reportaría mantener su apartamento en la ciudad: podía destinar una suma generosa al pago de salarios y gastos corrientes. Por lo demás, confiaba en que, una vez cruzado el Atlántico, se presentasen nuevas oportunidades para derrochar su capital, así como en terminar de arreglar sus asuntos en el último mes. Al aproximarse el día de la partida, todo parecía marchar viento en popa de nuevo para el más codicioso de los despilfarradores.

Antes de marcharse se reunió con Grant y Ripley. La entrevista fue bastante alentadora, ya que, a juicio de los abogados, Monty tenía muchas posibilidades de salir victorioso de la singular prueba concebida por su tío. Cuando se despidió de ellos estaba eufórico; tenía la sensación de que el mundo era suyo. Luego, en el ascensor, se encontró con el coronel Prentiss Drew. La situación era un tanto delicada para los dos. Al coronel le desconcertaba la enrevesada relación entre Monty y su hija, quien le había contado de manera algo vaga el esfuerzo que había hecho por reconciliarse con el joven tras enterarse de lo sucedido en el banco. Había procurado, según decía, ser amable con él y mostrarle lo mucho que agradecía su generosidad, pero su reacción había sido de lo más desagradable. El coronel sabía que las cosas iban mal, pero, como buen padre de familia norteamericano, había evitado entrometerse en la vida sentimental de su hija. Estaba disgustado, porque a fin de cuentas le tenía aprecio a Monty, y, en cuanto a Barbara, sus «juicios en materia de sociedad», como ella los llamaba, no tenían la menor importancia para él. Cuando se topó con Brewster en el ascensor, resucitó la antigua cordialidad y, con ella, la esperanza de poner fin a las desavenencias. Le saludó efusivamente.

—Te acordarás de que tienes un par de dólares en el banco, ¿no, Monty? —dijo al estrecharle la mano.

—Sí, claro. Y me pasaré por el banco a retirar un poco de dinero: el jueves me voy de crucero por el Mediterráneo.

—Eso tengo entendido. —Habían llegado a la planta baja, y el coronel Drew había apartado a Brewster del gentío para hablar con él en la rotonda—. El dinero está a tu disposición cuando quieras, pero ¿no crees que te estás precipitando, muchacho? Sabes que siempre te he apreciado, y a tu abuelo lo conocí bien. Era un tipo estupendo, Monty, y le habría disgustado mucho verte malgastar su fortuna.

A Brewster le molestaba sobremanera que el padre de Barbara le reprochase nada, pero había algo en la actitud del coronel que le desarmaba. Estuvo tentado de contarle la verdad, pero se contuvo a tiempo.

—El mundo es muy extraño, coronel; y a veces tiene uno la impresión de no conocer a su mejor amigo. Sé que parezco un insensato, pero ¿qué tiene de malo aprovechar al máximo las vacaciones antes de volver al trabajo?

—Entiendo lo que dices, Monty —respondió el coronel en tono muy grave—; aun así, se te hará muy cuesta arriba volver al trabajo después de haber disfrutado tanto. Te sentirás incapaz.

—Puede que tenga razón, coronel, pero por lo menos tendré algo grato que recordar… incluso si sucede lo peor —dijo Monty, y se irguió instintivamente.

Cuando abandonaban el edificio, el coronel tuvo un momento de debilidad.

—¿Sabes una cosa, Monty? Mi hija está desesperada con ese asunto vuestro. Como es una chica fuerte, procura que no se le note, pero, a fin de cuentas, una mujer no supera fácilmente algo así. —Pareció necesario dar un paso atrás—: No digo que vaya a ser fácil arreglar las cosas, pero yo te aprecio, Monty, y, si hay alguien capaz de hacerlo, ése eres tú.

—Ojalá pudiera, coronel. —Brewster comprobó que no vacilaba—. Me encantaría que la situación fuese tan simple como parece. Pero hay cosas que un hombre no puede olvidar, y… bueno… Barbara ha dejado claro repetidamente que no tiene fe en mí.

—Pero yo sí tengo fe en ti, y mucha. Cuídate, y a la vuelta del viaje puedes contar con mi ayuda. Adiós.

El jueves por la mañana, el Flitter surcó la bahía de Nueva York, y el nieto pródigo emprendió la travesía. Nunca había zarpado del puerto un barco tan veloz ni tan bello, y los pasajeros estaban de lo más alegres. Con Brewster viajaban veinticinco invitados cargados de equipaje y acompañados por multitud de sirvientes. Pasarían muchas semanas hasta que leyera las vividas crónicas de la salida del yate que publicó la prensa de Nueva York, y para entonces ya era inmune a su sarcasmo.

En la cubierta, observando cómo la abrupta silueta de la ciudad se desvanecía en la niebla, estaban Dan DeMille y su mujer, Peggy Gray, Rip Van Winkle, Reginald Vanderpool, Joe Bragdon, el doctor Lotless y su hermana Isabel, el matrimonio Valentine y su hija Mary, Metro Smith, Paul Pettingill y otras personas no menos distinguidas. Al contemplar a este grupo tan entusiasta, Monty se dio cuenta de que allí estaban sus mejores amigos, los más fieles. Había puesto a prueba su lealtad, y ahora estaba convencido de que jamás lo abandonarían, pasase lo que pasase.

A los pasajeros les sorprendió no poco que Dan DeMille hubiera decidido embarcarse, aunque muchos vaticinaron que trataría de abandonar el yate en mitad del océano en el caso de que se le presentara la ocasión de volver a su club en un barco de vapor con rumbo oeste. Pero el voluminoso e indolente señor DeMille sonrió despreocupado: esperaba, dijo, que no les importara que siguiese en el barco hasta el final.

Durante unos días, el mar y el cielo y las conversaciones bastaron para hacerles disfrutar de la travesía; pero luego el ambiente empezó a languidecer. Fue entonces cuando Monty se ganó el eterno apodo de Aladino: de algún lugar —de la bodega, del fondo del mar, quién sabía— saco a cuatro músicos sureños de color que tocaban la guitarra y cantaban canciones de ragtime, y que, en el transcurso del viaje, habrían de resultar útiles más de una vez.

—Peggy —dijo un día en que el cielo era especialmente luminoso y la cubierta estaba tranquila—, en general prefiero esto a cruzar el Hudson en ferry. ¿A ti también te gusta?

—¡Parece un sueño! —exclamó su amiga con los ojos brillantes, el cabello ondeando al viento.

—¿Sabes lo que tengo en un baúl abajo, en mi camarote? Un montón de libros que te gustan; algunos los cogí del viejo desván. Los guardo para leerlos en días lluviosos.

Peggy no dijo nada, pero la sangre le encendió la cara. Se puso a contemplar el mar con gesto melancólico, y luego sonrió.

—No sabía que pudieses guardar nada —dijo con un hilo de voz.

—Eso ha sido un golpe bajo, Peggy.

—No tenía intención de herirte. Pero no olvides, Monty, que éste no es el último año de tu vida. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No me sermonees, por favor —le suplicó, tan lastimosamente que Peggy quitó hierro al asunto bromeando:

—Se acabó por hoy, Monty —dijo jovial—. Pero el sacerdote es consciente de su deber, y la próxima vez no te dejará marchar así como así.