Brewster estaba relativamente sano cuando regresó a Nueva York en el mes de marzo. La enfermedad había entorpecido enormemente sus planes, así que ahora era preciso redoblar el esfuerzo derrochador, por mucho que se alarmaran sus amigos. Lo primero que hizo fue visitar el despacho de Grant & Ripley, confiando en que le informaran de lo que pensaba Swearengen Jones de sus métodos. A los abogados no les había llegado ninguna queja de Montana, por lo que le aconsejaron que siguiera igual, asegurándole que Jones sería razonable.
A raíz de una serie de telegramas que habían intercambiado antes de la operación, se había reavivado el miedo que Monty le tenía a su excéntrico mentor:
Nueva York, 6 de enero de 19..
SWEARENGEN JONES, Butte (Montana)
¿Qué tal si contrato un seguro de vida? ¿Violaría alguna cláusula de la herencia?
MONTGOMERY BREWSTER
MONTGOMERY BREWSTER, Nueva York
Me parece que su vida se convertiría en un bien en ese caso. ¿Puede quitársela antes del 23 de septiembre?
JONES
SWEARENGEN JONES, Butte (Montana)
Al contrario: la vida se habrá convertido en una obligación para entonces.
MONTGOMERY BREWSTER
MONTGOMERY BREWSTER, Nueva York
Si eso cree, le aconsejo que contrate una póliza de 500 dólares.
JONES
SWEARENGEN JONES, Butte (Montana)
¿Cubriría esa cantidad los gastos de entierro?
MONTGOMERY BREWSTER
MONTGOMERY BREWSTER, Nueva York
Llegado el caso, no se preocupará por los gastos.
JONES
Cuando Brewster llegó al lugar donde iba a celebrarse el baile, ya estaba casi todo listo y las invitaciones se habían enviado hacía tiempo. No le sorprendió que varios viejos amigos suyos lo abordaran para quejarse enérgicamente de su proceder, ni tampoco comprobar que su presencia no era tan imprescindible como antes para el éxito de una fiesta. Por lo demás, el recibimiento fue menos caluroso que de costumbre, lo que le llevó a preguntarse, con amargura, cuántos de sus amigos le serían fieles hasta el final, y a apoyarse, por tanto, cada vez más en Peggy Gray, cuya lealtad estaba fuera de duda, y a quien visitó en la pequeña biblioteca de su casa con más frecuencia de lo que lo había hecho en los últimos meses.
El baile, con su esplendor y aparato, le seguía aterrando, pero por otro lado le era útil: veía, en efecto, cómo se engrosaban las «ganancias» en su libro de contabilidad, lo que le procuraba cierto placer secreto. La orquesta vienesa, encabezada por Elon Gardner, que físicamente estaba hecho una ruina, llegó a Nueva York justo a tiempo para ofrecer un concierto de despedida. La actuación se desarrolló sin tropiezos: reinó la concordia entre los músicos, y los invitados se extrañaron de que el público estadounidense no apreciara su talento. El examen detenido de los gastos y los recibos reveló que la gira había sido extraordinariamente provechosa para Brewster: las pérdidas netas eran algo superiores a los cincuenta y seis mil dólares. Cuando la noticia se difundió por la ciudad, todo el mundo se rió y sintió lástima de él. Gardner, casi lloroso, intentó explicarle el alcance del desastre, pero a Monty, curiosamente, no le abandonó el sentido del humor en tan penoso trance.
En el aspecto estético, el baile iba a dar mucho que hablar durante meses. Pettingill se había demostrado digno de la autoridad a la que aspiraba, ganándose un prestigio perdurable. Estando Brewster en Florida, se había permitido tomar la iniciativa cambiando la ambientación: de la España de Velázquez se pasó a la Francia de Luis XV. Sin embargo, cuando ya se habían enviado las tarjetas, el artista comprendió, angustiado, que los regalos adquiridos para el baile español serían del todo inapropiados para el francés, y le mandó de inmediato un telegrama a Brewster contándole su desventura. El tono despreocupado de la respuesta lo dejó de una pieza. «Pero es verdad que Monty siempre ha sido un buen tipo», pensó cariñosamente.
El nuevo plan iba a resultar más costoso, pues no era fácil construir una sala de estilo versallesco en Sherry’s. Pese a no estar acostumbrado a las imitaciones, Pettingill supo crear un efecto decorativo que concordaba a la perfección con la época elegida y realzaba espléndidamente los elaborados trajes y las pelucas empolvadas. Al anfitrión le consiguió, aunque fue muy difícil encontrarlo, uno de satén blanco con bordados en oro que bien podría haber llevado el propio monarca. Monty, sin embargo, se sentía un fantoche, y fue un gran alivio para él librarse del disfraz un par de horas después del amanecer. Sabía que todo había ido bien y que hasta la señora DeMille estaba satisfecha; pero lo cierto es que la fiesta le dejó apesadumbrado. En los elogios que le habían prodigado los invitados había percibido un matiz sardónico que revelaba lo mucho que se reían de él a sus espaldas. No había imaginado que le pudiese doler tanto. «De buena gana dejaría este juego —pensó— y aceptaría lo que me quedase, aunque solo fuesen dos céntimos». Pero luego comprendió que, de hacerlo, perdería la oportunidad de redimirse ante los demás, así que encaró de nuevo el reto con el firme propósito de ganar. «Entonces haré que se arrepientan de esto», se dijo exultante.
Tenía muchas ganas de emprender con sus amigos el viaje en barco hacia el Mediterráneo, huyendo así de las miradas y las murmuraciones de los neoyorquinos. Impaciente, le rogó a Harrison que ultimase los preparativos para que pudiesen salir lo antes posible. Su superintendente de negocios, que parecía algo inquieto, le informó de que ya se había ocupado de todos los detalles preliminares. Al Flitter, que había alquilado por cuatro meses, lo estaban acondicionado para la travesía. Su antiguo propietario, Brown, había estado muy orgulloso de él, pero, después de su muerte, los herederos se habían mostrado ansiosos por cederlo al mejor postor. Era difícil encontrar en Nueva York un yate más bello. La selecta tripulación estaba formada por cincuenta hombres bajo el mando del capitán Abner Perry, y el maestre era un profesional reputado que se cuidaría, a buen seguro, de suministrarles víveres en abundancia. El barco estaría listo para zarpar el 10 de abril.
—Todo esto me parece excesivo, Monty —protestó Harrison, moviendo nervioso los dedos—. No veo manera de hacer todo lo que te propones sin gastarse una fortuna. ¿No sería mejor frenar un poco? Es una auténtica locura. A este paso te vas a quedar sin un dólar, Monty; lo digo sinceramente.
—Yo no quiero ahorrar, Nopper; pero, si te guardas unos pocos dólares, no pondré ningún reparo.
—Eso ya me lo dijiste una vez —respondió Harrison mientras se dirigía a la ventana. Cuando se volvió de nuevo hacia Brewster estaba pálido, pero con un rictus decidido—. Tengo que dejar este trabajo, Monty —dijo en tono agrio.
Brewster levantó la vista enseguida.
—¿Qué quieres decir, Nopper?
—Tengo que marcharme, solo eso —dijo Harrison, poniéndose muy tieso y mirando por encima de la cabeza de Brewster.
—Por Dios, Nopper, eso no lo voy a aceptar. No puedes abandonar el barco. ¿Qué te pasa, chico? Estás lívido. ¿Qué ocurre?
Monty, con las manos apoyadas en los hombros de Harrison, le miraba tan intensamente que su amigo bajó los ojos en un gesto de impotencia.
—A decir verdad, te he quitado un poco de dinero y lo he perdido. Por eso… por eso no me puedo quedar. Te he defraudado.
—Cuéntamelo. —Monty se sentía tal vez más incómodo que Harrison—. No acabo de entenderte.
—Has confiado demasiado en mí, Monty. Pensé que te hacía un favor. Estabas gastando mucho sin sacar nada a cambio, y el caso es que vi la oportunidad de ayudarte, o eso creí. La operación me salió mal, nada más, y antes de que pudiera deshacerme de las acciones ya se habían esfumado sesenta mil dólares, y ahora no puedo reponerlos. Pero Dios sabe que mi intención no era robarte.
—No pasa nada, Nopper. Me hago cargo de que querías ayudarme. El dinero se ha evaporado, y ya está. No te atormentes tanto, chico.
—Sabía que ibas a reaccionar así, pero eso no me consuela. Quizá algún día te pueda devolver el dinero, y pienso, desde luego, trabajar de firme hasta conseguirlo.
Brewster protestó, insistiendo en que no necesitaba el dinero para nada, y le rogó que siguiera en su puesto. Pero Harrison tenía demasiado amor propio para tratar todos los días con el hombre al que había agraviado. Monty acabó comprendiendo que había elegido el camino más digno, dadas las circunstancias, y desistió de disuadirlo. Nopper se empeñó en marcharse de Nueva York, porque en la gran ciudad no tendría ninguna oportunidad de reparar su falta.
—Ya lo he decidido, Monty: me voy al Oeste, a las montañas quizá. Quién sabe, igual doy con un yacimiento de oro y… bueno, no veo otra posibilidad de devolverte el dinero que te he quitado.
—¡Ya está, Nopper! —exclamó Monty—. Si te marchas en busca de oro, yo te sufrago los gastos.
Nopper aceptó finalmente la oferta, y los dos acordaron repartirse a partes iguales las ganancias que resultaran de la prospección, que Brewster costearía durante un año. Esa misma semana, un nuevo explorador partió hacia las Montañas Rocosas.