XVI. EN EL CÁLIDO SUR

A Brewster le cayó en suerte la casa de campo de un millonario de Nueva York que prefería Italia a San Agustín, en Florida, al menos por una temporada, y había dejado la residencia, que estaba bien situada y espléndidamente acondicionada, en manos de sus amigos. El alquiler era por tres meses y la cuota mensual, elevadísima. Joe Bragdon se hizo cargo de sus asuntos en Florida, organizando el traslado de todos sus muebles y pertenencias desde Nueva York: la casa pronto se volvió todo lo cómoda que podía llegar a ser, dada su magnificencia. Antes que Brewster llegaron sus caballos y su nuevo automóvil, aunque se le prohibió disfrutar de ellos; a los invitados, en cambio, se les ofrecieron oportunidades sin límite. Nopper Harrison se quedó en el norte, pues tenía que reemprender los preparativos del baile que ahora aborrecía, y empezar a organizar el crucero. Así que a Brewster lo acompañaron el doctor Lotless y su hermana, Metro Smith, Peggy y la señora Gray. El joven estaba desanimado por culpa de Lotless, quien le había impuesto una dieta estricta y apenas le dejaba hacer nada. La convalecencia resultó muy penosa. Al principio se le prohibió salir de la casa y tuvo que pasar las horas jugando a las cartas con Peggy. El bridge se le hacía demasiado difícil, así que optó por el piquet. Un día, ella interrumpió la partida para preguntarle por un asunto que la tenía preocupada desde hacía tiempo. Había ensayado la escena en sus paseos solitarios, pero ahora le costaba mucho más decirlo:

—He oído, Monty, que la señorita Drew y su madre están aquí y en un hotel. ¿No sería más agradable que estuviesen en esta casa?

Peggy vio cómo se le oscurecía el semblante, y se entristeció mucho. Había pensado detenidamente en el distanciamiento entre su amigo y Barbara Drew, preguntándose si no podría hacer algo para arreglar las cosas. A ratos había abrigado la esperanza de que la relación no fuese tan importante para Monty como ella imaginaba, pero, en el fondo de su alma, le parecía que lo único cierto era su temor a la posibilidad de que él se sintiese desgraciado. Tenía que salir de dudas.

—Olvidas que éste es el último lugar del mundo donde se les ocurriría hospedarse —respondió Brewster. Peggy comprendió, por su expresión, que habría de seguir atormentándose, y lo asumió estoicamente.

—Yo no olvido nada de lo que sé con seguridad, Monty. Pero en este caso estás completamente equivocado. ¿Dónde está tu afán de lucha? Nunca has tenido que luchar por una causa perdida, y ahora tampoco. Has perdido el coraje, Monty. ¿No te das cuenta de que éste es el mejor momento para cortejarla con decisión? —No había previsto en modo alguno hablarle así, pero su tristeza le pesaba demasiado—. No te molesta que te lo diga, ¿verdad? —añadió en tono más suave—. Sé que no debo entrometerme, pero te conozco desde hace mucho, y me disgusta ver cómo se estropean las cosas por un error insignificante.

A Monty, sin embargo, le molestaba mucho. No le apetecía nada hablar de eso, y no acababa de comprender las ganas de Peggy de casarlo con Barbara, cuando era obvio que ésta no estaba interesada lo más mínimo por él. En medio de la tristeza, le dirigió a Peggy una mirada algo hosca. Pero ella no mostró ninguna reacción: de momento no pensaba más que en la amargura de Monty.

—No tienes ni idea, Peggy —dijo por fin, molesto por tener que responderle—. Lo de Barbara Drew no es un enfado pasajero. Ella lo tiene muy claro.

—Pero se le puede hacer cambiar de idea —le interrumpió la joven.

—Ni por asomo. No tiene ninguna fe en mí. Me tiene por un imbécil.

—¡Puede que tenga razón! —exclamó algo airada—. Puede que aún no sepas que las mujeres dicen toda clase de cosas para ocultar lo que sienten de veras. Puede que no te hayas dado cuenta de lo teatrales, aspaventeras y tontas que son. No saben cómo decir la verdad al hombre que aman, y aunque supiesen cómo no se la dirían. Tienes que ser un poco memo, Monty Brewster, si te has creído lo que ella te decía, en lugar de fijarte en cómo te miraba.

Peggy, disgustada, arrojó enérgicamente sus cartas y salió corriendo de la sala, pues no quería ponerse quejumbrosa como cualquier mujer. Brewster seguía sumido en la melancolía, pero al mismo tiempo estaba intrigado: se empezó a preguntar si la actitud de Barbara Drew no obedecería, en efecto, a una motivación secreta. Luego se puso a pensar en Peggy y en la vehemencia que había mostrado. Solo la había visto así en dos ocasiones, y en ambas le había agradado. Recordó cómo una vez, cuando tenía quince años, había perdido los estribos, movida por el odio a una chica que a él le gustaba. De pronto se echó a reír, pensando en la imagen de la joven Peggy hecha una furia, y la tristeza que había cultivado con tanto empeño se disipó al instante. Sus carcajadas desconcertaron al tipo que le traía la correspondencia. Entre las cartas había una de Nopper Harrison dándole las últimas noticias: el baile iba a ser el cuarto domingo de Cuaresma, a finales de marzo, y, en cuanto al crucero, estaba casi apalabrado el alquiler del Flitter, un barco de vapor propiedad de Reginald Brown, de Brown & Brown.

La misiva lo llevó a exasperarse, por culpa de su inactividad. Y es que sus negocios iban de mal en peor: estaba claro que la enfermedad le iba a hacer perder cincuenta mil dólares como mínimo. Su único consuelo fue leer el resumen que hacía Harrison de los informes de Gardner, quien organizaba la gira por Estados Unidos de la orquesta vienesa. Los músicos ahora le ponían en aprietos todos los días con sus disputas, y la tournée era un fracaso total en lo económico. Las demandas por incumplimiento de contrato suponían una sangría continua, y el pobre Gardner estaba al borde de la desesperación. El desastre, al parecer, se venía fraguando desde el principio: la indiferencia del público había escocido mucho a los músicos, ya de por sí irascibles, de modo que todo podía irse al traste en cualquier momento. Gardner temía todo el tiempo que ese grupo de húngaros tan pendencieros pusiera súbito fin a la gira enzarzándose en una pelea con puñales y jarras de cerveza. Brewster sonrió al imaginarse a un hombre práctico y razonable como Gardner intentando aplacar a los cafres.

Unos días más tarde se instalaron la señora Drew y su hija en el hotel Ponce de León, y se especuló mucho sobre la posibilidad de una reconciliación. Monty, sin embargo, se guardó de decir nada, negándose a satisfacer la curiosidad de sus amigos. La señora Drew, a la que acompañaba un grupo reducido de personas, entre ellas dos guapas muchachas de Kentucky y un joven millonario de Chicago, había optado por una vida cómoda pero sencilla, sin los lujos de la casa de campo. Con todo, era inevitable que los invitados de Brewster visitaran a los suyos y se les unieran de vez en cuando en sus paseos a caballo. Monty evitaba participar en estas excursiones aduciendo que aún no estaba bien del todo, pero ni él ni Barbara daban demasiada importancia ante los demás a su distanciamiento.

A Peggy Gray le desesperaba la actitud de Monty. Estaba convencida de que, a pesar de su orgullo, en el fondo de su alma echaba de menos a Barbara. Y, sin embargo, le parecía imposible derribar el muro que los separaba si él persistía en mostrarse tan frío. También estaba segura de que el tono imperioso era el indicado para una mujer así, pero era evidente que Monty no iba a aceptar ningún consejo. No dudó ni por un instante de que él se equivocaba respecto a los sentimientos de Barbara, y era lamentable ver cómo, con su silencio, lo echaba todo a perder sin remedio. A veces se permitía concebir planes, que al final acababan siempre por parecerle irrealizables. Y es que estaba demasiado preocupada para concluir que pudiese ser fácil hacer nada.

De vez en cuando sopesaba la idea de hablar directamente con ella para tratar de arreglar las cosas. Pero había algo en Barbara que la desalentaba, y no se sentía capaz de vencer este obstáculo ni siquiera ahora, cuando las dos se trataban con asiduidad. Finalmente, un día en que hacía sol y Barbara la invitó a dar un paseo a caballo, se dio una situación más propicia para sacar a relucir el asunto. A Peggy la joven, por primera vez, le pareció encantadora y del todo accesible. Pasearon por el bosque y luego por la playa: al aire libre resultaba todo más sencillo, y de pronto, en medio del calor y la placidez, ya no era descabellado hablar de Monty, cuya sola mención solía crear un ambiente tenso que obligaba a cambiar de tema. Es verdad que Peggy lo habría acabado nombrando antes o después, ya que nunca permitía que se impusiese la delicadeza cuando algo importante estaba en juego. Al principio tuvo algo de miedo, pero luego trató el asunto con decisión:

—El médico dice que Monty ya podrá montar a caballo mañana. ¿No es estupendo?

La única reacción de Barbara fue darle al poni con la fusta un poco más fuerte de lo normal. Peggy no pareció advertir la reticencia de su interlocutora, y continuó:

—El pobre se ha aburrido mucho estos días, encerrado en la casa, y…

—Le ruego, señorita Gray, que no me vuelva a nombrar al señor Brewster —le interrumpió Barbara, con el ceño fruncido.

Peggy, que no estaba dispuesta a dejarse arredrar por sus palabras, siguió adelante con temeridad:

—¿De qué sirve adoptar una actitud así, señorita Drew? Conozco bastante bien la situación, y no creo que un sentimiento tan profundo se haya podido esfumar en apenas una semana. Conozco a Monty lo suficiente para saber que es incapaz de cambiar con tanta facilidad. —Seguía aferrada a sus ilusiones—. Y usted es demasiado buena para no haber sufrido con este malentendido. Me parece que bastaría una pequeña conversación para hacerles recapacitar a los dos.

Barbara se irguió, sin quitar los ojos del camino, blanco y reluciente bajo el sol.

—No tengo la menor intención de recapacitar —respondió. Nunca había estado tan seria.

—Pero hace solo unas semanas estaban prometidos.

—Lamento que se haya hablado tanto de eso. Es verdad que el señor Brewster me pidió en matrimonio, pero yo no acepté. De hecho, de no haber insistido él, ni siquiera habría considerado su proposición. Me lo pensé, sí; confieso que me gustaba el señor Brewster. Pero no tardé en saber la verdad sobre él.

—¿A qué se refiere? —Los ojos le brillaron de pronto—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Me consta que lleva gastados más de cuatrocientos mil dólares desde septiembre. No está mal, ¿no? —dijo Barbara con su característica voz pausada. Hasta Peggy reconoció para sus adentros, a pesar de su lealtad a Brewster, que el reproche estaba justificado hasta cierto punto.

—¿Así que la generosidad ha dejado de ser una virtud? —preguntó con frialdad.

—¡Generosidad! —exclamó desabrida Barbara—. Es pura idiotez. ¿No ha oído lo que dicen de él? La gente lo tacha de mentecato, y en los clubes apuestan a que dentro de un año estará en la ruina.

—Y, sin embargo, le ayudan a gastarse el dinero, tan benévolos ellos. También he visto que hasta las madres sofisticadas lo tienen por un buen partido para sus hijas —replicó Peggy, no sin cierto sarcasmo.

—Eso era hace meses, querida —le corrigió Barbara en tono sereno—. Cuando habló conmigo me dijo que le era imposible casarse hasta dentro de un año. ¿Se da usted cuenta de que posiblemente para entonces será pobre de solemnidad?

—Y nada peor que un pobre, claro —dijo Peggy con su voz suave y diáfana.

Barbara vaciló un instante.

—No me negará, señorita Gray, que su comportamiento es de una frivolidad vergonzosa. ¿Qué mujer iba a ser feliz con un marido así? A fin de cuentas, una tiene que pensar en su porvenir.

—Sin duda —respondió Peggy. Le pasaban rápidamente por la cabeza muchas cosas—. ¿Volvemos ya a casa? —dijo tras un silencio incómodo.

—A usted no le parecerá bien lo que está haciendo el señor Brewster, ¿verdad? —Barbara, a quien no le gustaba que le reprochasen nada, sintió la necesidad de justificarse—. Nadie despilfarra el dinero tan desaforadamente como él, eso ya lo sabemos; pero es probable que se entregue también a diversiones aún menos respetables.

Peggy se irguió orgullosa.

—¿No se está usted excediendo, señorita Drew? —preguntó con aplomo.

—De sus gastos demenciales no se ríen solamente en Nueva York —persistió Barbara—. Nuestro invitado de Chicago, el señor Hampton, cuenta que allí la gente dice cosas aún peores de él.

—Lástima que la enfermedad haya dejado tan débil a Monty —replicó en voz baja Peggy mientras cruzaban la imponente verja de hierro. Barbara no tardó en captar lo que quería decir.