Cierta errata aparecida en la prensa hizo reír mucho a todo el mundo menos a Monty y a la señorita Drew. El titular anunciaba un «espléndido baile en honor de la señorita Drew organizado por su finance[7]». Los Retoños de los Ricos se preguntaban por qué Monty no le veía la gracia.
—Está demasiado enamorado para ver nada que no sea a su amada —conjeturó Harrison una noche en que los Retoños se reunieron para cenar y recordar los viejos tiempos.
—Siempre ocurre igual —observó, juicioso, Bragdon—. El amor le hace a uno perder el sentido del humor. Si les quedase una pizca, las parejas serían incapaces de montar esos números tan ridículos.
—Si Monty Brewster sigue enamorado de la señorita Drew, la verdad es que tiene una manera muy discreta de mostrarlo.
El comentario de Metro Smith fue una bomba. Y es que todos habían pensado lo mismo, pero nadie se había atrevido a decirlo. Les parecía mala señal que Brewster no hubiese dicho nada de Barbara ni de su relación con ella desde la cena en casa de la señora DeMille.
—Seguramente no será más que una pelea de enamorados —dijo Bragdon.
La llegada de Monty, sin embargo, cortó en seco la conversación, y los amigos se sentaron a la mesa.
A lo largo de la velada, Monty les fue contando multitud de detalles sorprendentes sobre el próximo baile, pero no les dijo que fuese en honor de la señorita Drew; de hecho, les llamó la atención que no la mencionara una sola vez. Por lo demás, y a pesar de ser imaginativos por naturaleza y temerarios por principio, los Retoños se mostraron algo reticentes ante sus planes. Nopper Harrison dijo solemne que, según sus cálculos, el baile le iba a costar a su amigo ciento veinticinco mil dólares como mínimo: los comensales se miraron alarmados, pero Brewster, en cambio, expresó su indiferencia criticando a Harrison por vulgar:
—Por el amor de Dios, Nopper, serías capaz de calcular hasta el precio de los guantes en tu boda.
A Harrison le molestó la pulla.
—Con todos los respetos, Monty, eso sería mucho menos vulgar que alardear de lo rico que eres ante todo el mundo, como tú haces.
—Bueno, a la gente, desde luego, no parece importarle —replicó Brewster—; he observado que disfrutan mucho con lo que les ofrezco.
Pettingill les interrumpió en tono ceremonioso:
—¡Caballeros, amigos!
—¿Quiénes son quienes? —preguntó, indiferente, Van Winkle.
El artista, sin embargo, captó la atención de todos.
—Permitidme presentaros al joven Creso, el último ejemplar de su especie. Sus mármoles son dólares y sus cometas están hechas de billetes de cincuenta. Se alimenta de cupones de deuda y bebe oro líquido en vez de champán. Observadlo mientras podáis, caballeros; ¡ved cómo se gasta trece mil dólares en flores!
—Y ¡veintinueve mil en alquilar una orquesta vienesa! —añadió Bragdon—. Y eso que dicen que el silencio es oro.
—Y ¡tres cantantes que se van a repartir doce mil! ¡Eso sí que tiene delito! —exclamó Van Winkle—. En Alemania cobrarían la mitad por cantar un mes entero.
—Y seiscientos invitados a los que dar de comer; la broma no sale por menos de cuarenta mil dólares —murmuró entre dientes, pesaroso, Nopper Harrison.
—Además no encuentras a seiscientas personas en la ciudad —se lamentó Metro Smith—. Pensar que todo ese lujo lo desperdicias invitando a doscientos paletos de fuera…
—Os preocupáis demasiado —bostezó Brewster, esforzándose majestuosamente por parecer aburrido—. Solo os pido que vengáis a la fiesta y que finjáis lo mejor posible que os lo estáis pasando de maravilla. Os diré, en confianza, que prefiero que me pillen tomándome un batido en Huyler’s[8] antes que organizar este sarao. Pero…
—Pero ¿qué? Eso es lo que queremos saber —dijo Metro inclinándose hacia delante, lleno de curiosidad.
—Pero pienso seguir adelante, y va a ser un baile a lo grande.
El optimista Brewster no tuvo, sin embargo, el valor de contarle a Peggy estos dispendios tan insólitos. Satisfizo la curiosidad de su amiga informándole de que la fiesta le estaba saliendo mucho más barata de lo que esperaba, y desmintió entre risas los rumores que habían llegado a oídos de ella, asegurándole que eran exageraciones ridiculas. Sus palabras fueron lo bastante convincentes para borrar la preocupación del rostro de la joven.
«Debo de parecer un insensato —se lamentó Monty al salir de la casa después de uno de estos intentos de tranquilizar a Peggy—, pero ¿qué pensará de mí al final del año, cuando esté verdaderamente arruinado?». Le costaba mucho reprimir el deseo de ser franco con ella y hablarle de su demencial carrera en pos de la pobreza.
Los preparativos prosiguieron a buen ritmo. La fiesta, que iba a ser un baile de disfraces de estilo español, tuvo el valor de lo pintoresco en aquel insípido invierno de Nueva York, y fue un tema de conversación de lo más socorrido en no pocas reuniones de sociedad. La prodigalidad del anfitrión a menudo suscitaba sarcasmos, pero, por otro lado, la magnificencia del espectáculo, con su aspecto aladinesco, no carecía de encanto, y tras las palabras de censura se ocultaba la admiración por la espléndida audacia de Monty. Además, la gente estaba dispuesta a ayudarlo en el camino tan peligroso que había elegido: ¡era tan fácil acompañarlo hasta el borde del precipicio y dejar que se lanzara él solo al vacío! A Brewster apenas le llegaba el eco de las críticas, ya que había silenciado a Harrison dándole mucho trabajo, y a Pettingill ofreciéndole oportunidades para lucirse; y lo poco que oía le dejaba más bien indiferente, pues andaba ocupado anotando en el libro de contabilidad aumentos espectaculares en sus ganancias. Gracias al baile volvería, sin duda, a disfrutar de una amplia ventaja en la carrera, a pesar del lastre considerable que habían supuesto sus operaciones bursátiles. Por su parte, los Retoños de los Ricos se ofrecieron a echar una mano con los preparativos, aunque a Brewster le pareció que su colaboración sobraba, porque no coincidían en nada y cada uno se empecinaba en defender sus ideas. En lo que sí estaban de acuerdo, para disgusto de su amigo, era en intentar poner coto al derroche.
—Como no le detengamos, se pondrá a regalar coches y joyas —advirtió Metro Smith después de que Monty hubiese encargado champán de cosecha selecta para servirlo a los invitados toda la noche—. Al principio se les puede servir dos copas, si os parece bien; pero el resto de la noche no les importará beber sidra.
—Monty está zumbado —confirmó Bragdon—; además, este ajetreo le empieza a afectar.
Y era verdad. Saltaba a la vista que la salud de Brewster se estaba resintiendo con el trabajo y las preocupaciones: tenía mal color; el brillo de sus ojos se iba apagando; de vez en cuando sufría accesos de fiebre, y sus gestos denotaban una fatiga que ni siquiera su actividad tenaz podía disimular. Llegó a reconocer que no se sentía bien del todo.
—Algo va mal —dijo pesaroso—, y es como si mi cuerpo, por piedad, se negara a seguir funcionando.
De pronto se interrumpieron los preparativos. Dos días antes del baile se detuvo todo, para sorpresa y desolación de los organizadores. Monty estaba gravemente enfermo.
Apendicitis, diagnosticaron los médicos: era imprescindible operarle.
—Gracias a Dios que está de moda —se rió Monty. Parecía muy tranquilo—. Qué ridículo habría sido tener paperas, o que los periódicos hubiesen dicho: «El señor Brewster no asistió a su fiesta por sufrir de tos ferina».
—No irás a decir… La fiesta se anula, faltaría más —dijo Harrison, en verdad alarmado.
—De eso nada, Nopper —respondió Monty—. Llevo mucho tiempo preparándola. Vosotros os ocupáis de saludar a todo el mundo, y yo me quedo en casa.
Nada más saberse la noticia, los Retoños celebraron una reunión de urgencia en la que se mostraron unánimemente a favor de anular el baile. Monty, al principio, se mantuvo en sus trece, pero acabó cediendo cuando alguien le sugirió aplazarlo hasta que se hubiese recuperado. La oportunidad de duplicar los gastos organizando dos fiestas era, en efecto, demasiado apetitosa.
—Está bien: el baile solamente se suspende. Anunciad que será más adelante.
En el rápido ajetreo subsiguiente se rescindieron contratos, se anularon invitaciones y se liquidaron deudas. Los amigos le demostraron su lealtad esforzándose todo lo posible por salvar los restos del naufragio: Harrison y sus colaboradores, muy agitados —pues temían por la vida de Monty—, hicieron milagros en apenas unas horas; y Gardner, en un insólito alarde de previsión, advirtió de que el dinero gastado en la orquesta vienesa ya no se iba a recuperar, y propuso una gira de conciertos por todo el país que duraría varias semanas. Monty, que estaba demasiado enfermo para prestar atención al asunto, le autorizó a llevar a cabo su plan en el caso de que fuera factible.
No tenía miedo, y estaba más tranquilo que ningún miembro de su círculo: operarse de apendicitis era para él tan inevitable como vacunarse.
—El apéndice se está convirtiendo en un capítulo importante en el Libro de la Vida —le dijo un día a Peggy Gray.
Se negó a ingresar en un hospital, rogando lastimosamente que lo llevaran a las dependencias que había ocupado en otro tiempo en casa de la señora Gray. Triste y solo como un niño enfermo, deseaba vivamente que lo cuidaran y le hicieran compañía las dos mujeres que consideraba parte de su familia, y a quienes el doctor Lotless encargó transformar el pequeño dormitorio en un quirófano. A Monty le complacía pensar que, como no podría gastar dinero en varias semanas, por lo menos procuraría que su enfermedad le saliera lo más cara posible. Consultó con eminentes cirujanos, pero finalmente, en un gesto muy propio de él, pidió a uno de los Retoños, el doctor Lotless, que se instalara en la casa como médico suyo de cabecera.
Monty soportó estoicamente el dolor y se sometió a la operación de la que dependía su vida. Luego llegó la lucha, la esperanza de la victoria y los apacibles días de convalecencia. En la pequeña habitación donde había soñado los sueños y padecido las desdichas de la juventud, se debatió con la muerte y después fue saliendo poco a poco de su postración. Volver a la vida fue más difícil de lo que había imaginado. Todo parecía pesarle. Las enfermeras comprendieron que, para recobrar el ánimo, le haría falta un estimulante más eficaz que las medicinas que le administraban, y lo hallaron en Peggy.
—¿Sabes una cosa, pequeña? —dijo él la primera vez que se le permitió a su amiga verle. Los ojos le brillaban—. Este mundo no está tan mal después de todo. Estos días que he pasado tendido aquí, a veces me ha parecido extraño y confuso; pero encuentro que tiene sus compensaciones. Hoy siento que pertenezco a él; me siento con fuerzas para luchar y ganar. ¿A ti qué te parece, Peggy? ¿Crees que puedo hacer algo? Ya sabes, algo que otro sería capaz de hacer mil veces mejor.
Pero Peggy, a quien este tono humilde resultaba de lo más patético, no quiso escucharle más. Tranquilizó a su amigo, le dio ánimos, le acarició el pelo con sus manos frías, y luego lo dejó cavilando solo.
Transcurrieron muchos días hasta que Monty volvió a pensar en el dinero. Deseoso de que los médicos le cobraran una buena suma, estuvo a punto de sufrir una recaída cuando Lotless, visiblemente nervioso, le informó de que el importe total ascendería a tres mil dólares.
—¿Y cuál es la tarifa adicional por la operación? —preguntó. No estaba dispuesto a aceptar favores.
—Está incluida en los tres mil —respondió Lotless—. Saben que eres amigo mío, y por deferencia a un colega no han querido cobrar demasiado.
Se quedó varios días más en casa de la señora Gray, disfrutando del sosiego y de la encantadora compañía de Peggy, y sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de llevar un retraso enorme con sus gastos. Fue, además, confortador para el joven pródigo que la gente llamara a la casa interesándose por él y sus amigos se mostraran tan preocupados: le devolvió el amor propio hasta cierto punto.
Los médicos llegaron a la conclusión de que lo más indicado para restablecerse sería un lugar cálido como Florida, y le aconsejaron que pasara por lo menos un mes allí. Monty aceptó encantado la idea y enseguida ordenó al gerente general, Harrison, que alquilara una casa. Por lo demás, insistió en que lo acompañaran Peggy y la señora Gray.
—¿Cuándo podré volver al trabajo, doctor? —le preguntó a Lotless la víspera de su partida en tren hacia el sur. Empezaba, en efecto, a ver el lado negativo de la ociosidad forzosa, y estaba impaciente por reanudar la ardua tarea de dilapidar su capital.
—¿Al trabajo? —dijo riéndose el médico—. ¿Se puede saber a qué te dedicas?
—A hacer rica a la gente —respondió Brewster con aire circunspecto.
—Pero ¿no te parece suficiente lo que has hecho por mí? Tienes que estar realmente enfermo, para ser tan generoso. En fin, si te cuidas bien, podrás recuperarte del todo en cinco o seis semanas.
Harrison llegó cuando se marchaba Lotless. Peggy le sonrió desde la ventana. Estaba leyendo en voz alta una novela tan farragosa que se agradecían mucho las interrupciones.
—Dime, Nopper, ¿qué ha sido de la fiesta que íbamos a dar? —preguntó Monty con una mirada de preocupación.
—¿La fiesta? ¡Pero si la anulamos! —contestó sorprendido Harrison.
—¿No te acuerdas, Monty? —dijo Peggy levantando la vista enseguida, y preguntándose para sus adentros si no le estaría fallando la cabeza a su amigo.
—No se celebró, claro que lo sé; pero ¿cuál es la nueva fecha que habéis fijado?
—No la hemos aplazado —aclaró Nopper—; ¿cómo íbamos a hacerlo? No sabíamos si… quiero decir que no habría estado bien.
—Entiendo. Entonces ¿qué ha pasado con la orquesta, las flores y todo eso?
—Los músicos andan divirtiéndose por todo el país, peleándose entre ellos y con todo el mundo y volviéndole loco al pobre Gardner. Las flores hace tiempo que se marchitaron.
—Nos vamos a reunir para organizar el baile, Nopper, y a ver si se puede celebrar el cuarto domingo de Cuaresma. Creo que estaré bien para entonces.
Peggy, desconcertada, se volvió hacia Harrison y le suplicó con la mirada que la orientase. Pero él consideró que lo más prudente era guardar silencio, y se marchó pensando si la enfermedad no le habría hecho perder completamente el juicio a Monty.