XIV. LA SEÑORA DEMILLE RECIBE

Brewster no asistió al baile de Barbara Drew. Había recibido, eso sí, una invitación a última hora, acompañada por una nota de disculpa sumamente fría y enrevesada, pero decidió mantener, heroicamente, la actitud desdeñosa que había seguido al chasco inicial. El coronel Drew, cuyo favor Monty parecía haberse ganado para siempre, se había comportado como un déspota en su afán por lograr una tregua entre los dos jóvenes. Unos días antes del baile, cuando Barbara le anunció que Herbert Ailing iba a ser el invitado principal, había mostrado violentamente su sorpresa.

—¿Por qué no Monty Brewster, Babs? —quiso saber.

—El señor Brewster no va a venir —contestó ella en tono sereno.

—¿No va a estar en la ciudad?

—Eso no lo sé —dijo con frialdad.

—¿Qué es lo que pasa?

Barbara no estaba de buen humor.

—No le he invitado, papá.

—¿Que no le has invitado? —dijo estupefacto el coronel—. Me parece ridículo, Babs. Mándale ahora mismo una invitación.

—Es mi fiesta, papá, y no quiero invitar al señor Brewster.

El coronel se arrellanó en el sillón, esforzándose por vencer la ira. Sabía que Barbara había heredado su testarudez, y hacía tiempo que había descubierto que lo mejor era tratarla con tacto.

—Pensaba que erais… —dijo. Ya se le habían agotado las reservas de tacto.

—Éramos —aclaró, distraída, Barbara—. Pero eso se acabó.

—Pero, niña, si no habría fiesta de no ser por… —empezó a decir el coronel, pero se acordó de la promesa que le había hecho a Monty, y se interrumpió justo a tiempo—. Quiero… quiero decir que no habrá fiesta si no invitas a Montgomery Brewster. No voy a decir nada más sobre este asunto —concluyó, y salió airado de la habitación.

Barbara lloró mucho cuando se hubo marchado su padre. Comprendió, sin embargo, que su voluntad era ley: no había más remedio que invitar a Monty. «Le mandaré una invitación —se dijo—, pero me sorprendería que viniese».

Montgomery no leyó la nota en el mismo estado de ánimo en el que ella se la había enviado. Interpretó la misiva como un signo de que Barbara se estaba ablandando, y la posibilidad de una reconciliación le puso muy alegre. El sábado siguiente pidió ver a la señorita Drew, quien lo recibió con frialdad. Si él se arrepentía de haberla castigado evitándola, Barbara se sentía, sin duda, igual de culpable por haberle hecho sufrir mucho. La situación les había entristecido a los dos, pero ninguno había querido deponer su obstinación: él estaba escocido por las palabras de Barbara, y a ella le parecía intolerable su afán posesivo. Ahora, sin embargo, Brewster estaba dispuesto a reconciliarse con su amiga, y le sorprendió encontrarla inflexible. Si había confiado en poder dictar las condiciones del armisticio, se llevó una decepción muy amarga al verla reaccionar con actitud displicente a sus intentos de acercamiento.

—Sabe cuánto la quiero, Barbara. —Le estaba suplicando: no le faltaba mucho para humillarse del todo—. Y estoy seguro de que no le soy indiferente. Este estúpido malentendido le debe de desagradar a usted tanto como a mí.

—¿De veras? —respondió, levantando desdeñosamente las cejas—. Da usted mucho por sentado, señor Brewster.

—Recuerdo que me dijo una vez que yo le gustaba. No me prometió nada, lo sé, pero para mí fue muy importante oírselo decir. Haber tenido nuestras pequeñas diferencias no puede haberle hecho cambiar del todo.

—Cuando esté dispuesto a tratarme con respeto, entonces escucharé su ruego —dijo ella con aire altivo, mientras se ponía de pie.

—¿Mi ruego? —No le había gustado la palabra, y se impacientó—. El ruego es suyo tanto como mío. No me endose toda la responsabilidad a mí, señorita Drew.

—¿Acaso le he sugerido yo que volvamos a la relación que teníamos antes? Permítame recordarle que esta visita ha sido iniciativa suya, y que yo, desde luego, no le he pedido que venga.

—Escúcheme, Barbara… —empezó a decir. Intuía que iba a ser difícil, muy difícil razonar con ella.

—Lo siento de veras, señor Brewster, pero tengo que irme.

—Lamento profundamente haberla importunado, señorita Drew —dijo él, tragándose su orgullo—. Espero tener el placer de verla de nuevo.

Al marcharse de la casa, lleno de rabia, Brewster se encontró con el padre de Barbara. Se mostró cordial, pero hubo algo en su saludo que llevó al coronel a barruntar lo que sucedía.

—¿No te quedas a cenar, Monty? —preguntó, con la esperanza de estar equivocado.

—Gracias, coronel, pero esta noche no —respondió Brewster, y se fue antes de que el coronel pudiese retenerlo.

Barbara estaba llorando de ira cuando su padre entró, pero las lágrimas desaparecieron en cuanto éste empezó a protestar, y solo quedó la ira.

—No entiendes nada, papá —dijo, recalcando lentamente las palabras—. Quiero que sepas que, si vuelve Montgomery Brewster por aquí, no pienso recibirle.

—Ya me has dicho lo que piensas, Barbara, y ahora quiero que me escuches a mí. —El coronel se puso de pie y se inclinó sobre ella. Se había olvidado de todo menos de la rabia que sentía y que sin embargo contuvo, de tan intensa que era. Olvidando la promesa que había hecho a Brewster, le contó a Barbara, con sencillez y dramatismo, cómo había salvado el banco—. Como ves, de no ser por ese muchacho tan generoso ahora estaríamos en la ruina. En lugar de organizar bailes, estarías dando clases de música. Montgomery Brewster será siempre bienvenido en esta casa, y espero que respetes mi voluntad. ¿Lo has entendido?

—Perfectamente —contestó Barbara, imperturbable—. Procuraré ser cortés con él, como amigo tuyo que es.

Esta respuesta tan fría no dejó del todo satisfecho al coronel, quien tuvo, sin embargo, el buen juicio de retirarse del campo de batalla. Barbara se quedó en silencio, derrotada, pero con un brillo en la mirada que era difícil ocultar. El relato de su padre la había conmovido más de lo que estaba dispuesta a confesar. Era bueno saber que Monty Brewster podía hacer algo así, y hacerlo, además, por ella: una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios, y la única manera de borrarla era recordando la altivez que se había cuidado de mostrar. Comprendió que su enfado era una planta que había que cultivar con esmero.

Unos días más tarde, sin embargo, acudió con aire algo más humilde a una cena en casa de la señora DeMille. Al entrar en la sala vestida con su amplio traje dorado, divisó a Monty Brewster en el otro extremo, y el corazón le dio un vuelco. Pero se guardó mucho de mostrar sus sentimientos, y Brewster, desde luego, no advirtió nada. Para él, la condición de invitado era un disfraz bajo el cual le complacía pensar que podía relajarse y pasar un buen rato, sin preocuparse por Barbara. No obstante, las cosas tomaron otro cariz cuando el mayordomo le entregó una tarjeta que indicaba que tendría que sentarse con la señorita Drew en la cena. Horrorizado, se apresuró a buscar a la anfitriona para convencerla de que eso era imposible.

—Espero que no me interprete mal —le dijo—, pero ¿es demasiado tarde para cambiarme de sitio en la mesa?

—Ya sé que no es lo que dictan las convenciones, Monty. El propósito fundamental de las reuniones de sociedad es separar a los matrimonios y a las parejas en la mesa —se rió la señora DeMille—. Sería realmente embarazoso sentar a un hombre con su esposa.

Antes de que Monty pudiera decir nada más, se anunció que la cena estaba lista, y la señora DeMille lo condujo hasta Barbara diciendo:

—He aquí una anfitriona lo bastante generosa para renunciar al mejor invitado masculino para que pueda divertirse con otra mujer. Se lo dejo a usted, Barbara, como prueba definitiva de nuestra amistad.

Los dos jóvenes, por unos instantes, no despegaron la mirada del suelo, y luego Monty captó el lado cómico de la situación.

—No sabía que tuviésemos que representar una escena de Gibson[6] —dijo sarcástico al ofrecerle su brazo.

—No le entiendo. —La curiosidad de Barbara pudo más que su empeño en no dirigirle la palabra.

—¿No se acuerda del dibujo del hombre que se ve obligado a invitar a cenar a su antigua prometida?

En vista del silencio glacial con que ella acogió este comentario, Brewster desistió de seguir bromeando.

La cena fue seguramente la experiencia más amarga de sus vidas. Al principio, Barbara se había ablandado un poco y estaba dispuesta a ceder: en el caso de que Monty se comportara con la dosis justa de humildad, ella reaccionaría favorablemente. Por otro lado, tenía una idea muy clara y rígida de lo que él debía hacer en una situación así. Monty, sin embargo, era demasiado simple para dar la impresión de sufrir, y demasiado frívolo para comprender nada. Cada uno sabía con seguridad que el otro no tenía intención de abrir la boca, pero los dos se hacían cargo de que había que guardar las apariencias y cumplir con la anfitriona. En los dos primeros platos, no se dirigieron la palabra. Todos los invitados parecían observarlos y especular para sus adentros. Por fin, desesperada, Barbara se volvió hacia Monty y le dedicó la primera sonrisa que él le había visto en varios días. Pero sus ojos no sonreían, y Monty se dio cuenta de lo que pasaba.

—Por lo menos podríamos dar la impresión de ser amigos —dijo ella en voz baja.

—No es tan fácil —respondió él en tono sombrío.

—Todo el mundo nos mira y se pregunta qué es lo que ocurre.

—No se lo reprocho.

—Hay que pensar en la señora DeMille, creo yo.

—Lo sé.

A partir de ese momento, Barbara se dedicó a decir banalidades cada vez que advertía que alguien los observaba, pero Brewster no parecía oírla. Finalmente la interrumpió cuando estaba haciendo un comentario sobre el tiempo.

—Qué ridículo es todo esto, Barbara. Con cualquier otra persona me hartaría de este juego, pero usted es diferente. No sé en qué me he equivocado, pero lo siento. Espero que me perdone.

—Me hace gracia, como mínimo, la seguridad con la que habla.

—Pero estoy seguro de lo que digo. Sé que nos acabaremos riendo de esta disputa. Se olvida usted de que nos vamos a casar algún día.

Había un nuevo brillo en la mirada de Barbara.

—Y usted se olvida de que tal vez le haga falta mi consentimiento.

—Llegado el momento, no dudará en aceptar. Aún no me he dado por vencido, y sé que antes o después se dará cuenta de que tengo razón.

—Oh, ahora entiendo —dijo ella. Le hervía la sangre en ese momento—. Usted quiere obligarme a decirle que sí. Lo que hizo por mi padre…

Brewster la miró con el ceño fruncido, pensando que quizá la había entendido mal.

—¿A qué se refiere?

—Me ha contado el dichoso asunto del banco. Pero el pobre creyó que usted actuaba de manera desinteresada. No se dio cuenta de la pequeña estratagema que había detrás del melodrama que usted montó. Habría roto su cheque al instante, de haber sospechado que intentaba comprar a su hija.

—¿Eso piensa su padre ahora? —preguntó Brewster.

—No, pero ahora lo entiendo todo yo. La tozudez de él y por qué hizo usted eso: aprovechó enseguida la oportunidad que se le presentaba.

—Ya basta, señorita Drew —le ordenó. Su tono de voz era distinto, y lanzó a Barbara una mirada que ella nunca le había visto—. No se preocupe; no volveré a molestarla.