XIII. UN AMIGO EN APUROS

Brewster estaba sumido en la desesperación cuando tuvo un golpe de suerte en lo económico. Uno de los bancos de los que era cliente quebró por mala gestión, y su saldo de más de cien mil dólares se evaporó. Ocurrió un viernes 13: está de más decir que, si tenía alguna superstición sobre esta fecha, el hundimiento del banco la destruyó por completo.

El caso es que había depositado su dinero en cinco entidades, con la insensata esperanza de que alguna de ellas se fuera a pique, reportándole una ganancia. La suerte, en efecto, le sonrió. Parecía imposible reflotar el banco: si los clientes, al final, conseguían recuperar veinte céntimos por cada dólar depositado, podían considerarse afortunados. A pesar de que todo el mundo había dado la entidad por solvente, unos cuantos listillos tacharon a Brewster de estúpido y llegaron a decir que era incapaz de administrar su capital. El joven supo que, entre todos los maledicentes, Barbara Drew se había distinguido por su sarcasmo.

La quiebra causó conmoción en los círculos financieros. Se empezó a dudar, como era lógico, de la solvencia de otras entidades, y pronto se difundieron multitud de rumores inquietantes. Los clientes de los grandes bancos iban corriendo, angustiados, a las sucursales y salían al poco rato, después de que les hubiesen convencido —aunque no del todo— de que sus ahorros no corrían peligro. Si bien los periódicos intentaron tranquilizar a la población, mucha gente pasó del miedo al pánico. Hubo retiradas de depósitos en ciertas entidades pequeñas, pero la histeria no duró mucho. Sin embargo, cuando la banca parecía en vías de recuperar la confianza de los clientes, se empezó a rumorear que el Bank of Manhattan Island estaba en apuros. Su presidente no era otro que el coronel Prentiss Drew, magnate de los ferrocarriles.

El martes siguiente a la quiebra, cuando abrió el banco, los clientes, asustados, empezaron a retirar sus fondos en estampida. Antes de las once, la fuga de depósitos había adquirido ya dimensiones inquietantes, y de nada valían las palabras de los empleados: era imposible frenarla. El coronel Drew y los demás directivos, al principio algo intranquilos, se empezaron a alarmar de veras al observar el cariz que tomaba el asunto, y llegaron a estar más preocupados de lo que podían mostrarse en público. Todos los bancos habían concedido créditos muy cuantiosos, y venían actuando con cautela desde que se desatara el pánico entre los clientes de algunas entidades: era lógico, por tanto, que se resistieran a comprometer sus intereses acudiendo en auxilio del Bank of Manhattan Island.

Monty Brewster, que tenía unos doscientos mil dólares depositados en el banco del coronel Drew, no habría lamentado su quiebra; pero por otro lado era consciente del desastre que supondría para centenares de clientes. Se dio cuenta por primera vez de lo que podía lograr con su dinero: creyendo que su presencia tranquilizaría a la gente y detendría así la fuga de depósitos, se presentó en el banco acompañado por Harrison y Bragdon. En ese momento los cajeros estaban entregando miles de dólares a los clientes. Sus amigos le aconsejaron que recapacitara antes de que fuese demasiado tarde, pero Monty se mantuvo en sus trece. Le creían guiado por el deseo de ayudar al padre de Barbara, y admiraban su valor.

—Lo comprendo, Monty —dijo Bragdon, que a continuación se acercó con Harrison a un grupo de personas que se preguntaban a voces unas a otras si Brewster había venido a retirar su dinero.

—No, tiene más de doscientos mil dólares y no piensa sacarlos —les aclaró Harrison.

Los dos hombres fueron hablando con todos los corrillos, pero sus palabras no parecían servir de mucho: la situación era desesperada, y los clientes querían salvar sus ahorros.

El coronel Drew, que parecía tranquilo, pero en el fondo estaba muy preocupado, vio por fin a Brewster y a sus amigos, y envió recado a Monty de que acudiera a su despacho enseguida.

—Quiere convencerte de que salves tu dinero —dijo en voz baja Bragdon—. Eso significa que están acabados.

—Saca hasta el último céntimo, Monty, y hazlo ya —le rogó Harrison, a quien se le notaba la ansiedad en la mirada—. Seguro que van a la quiebra.

Brewster entró en el despacho del coronel. Drew estaba solo, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado.

—Siéntate, Monty, y no te preocupes si parezco nervioso. Desde luego que aguantaremos, pero esto que está pasando es terrible, realmente terrible. Creen que tratamos de robarles. Están locos, completamente locos.

—Nunca he visto nada igual, coronel. ¿Está seguro de que pueden atender todas las solicitudes? —preguntó Brewster, muy agitado. El coronel estaba pálido y no paraba de masticar el puro.

—Podemos salir de ésta, a no ser que a algunos de los clientes más acaudalados les entre el pánico y nos pidan el dinero. Comprendo muy bien lo que sientes, y tus motivos para presentarte aquí enseguida como todos los demás, pero te aseguro que tu dinero no corre peligro. Si te he mandado llamar es para convencerte de que el banco es solvente. Pero has de saber toda la verdad: te diré en confianza que, si tenemos que hacer efectivo otro cheque como el que ha cobrado Austin hace un rato, nos veremos en un grave aprieto, aunque solo durante un tiempo.

—He venido a comunicarle que no pienso retirar el dinero del banco, coronel. Descuide…

De repente se abrió la puerta y apareció uno de los directivos del banco, con la cara descompuesta. Empezó a hablar, pero en cuanto vio a Brewster se calló, desesperado.

—¿Qué ocurre, señor Moore? —preguntó Drew lo más tranquilamente que pudo—. No se preocupe por el señor Brewster.

—Oglethorp quiere retirar doscientos cincuenta mil dólares —respondió Moore en tono nervioso.

—Bueno, pues habrá que dárselos, ¿no? —dijo, imperturbable, el coronel.

Moore miró al presidente del banco con una expresión de impotencia. Su silencio era más elocuente que ninguna frase.

—Esto tiene mala pinta, Monty —dijo el coronel, volviéndose bruscamente hacia Brewster—. Los otros bancos tienen miedo a una fuga de depósitos, así que no podemos contar con su ayuda. Algunos sí nos han echado una mano, y otros se han negado. Te ruego no solo que no retires tu dinero, sino que nos ayudes en este momento tan delicado.

El coronel parecía veinte años mayor de lo que era, y se le notaba el temblor en la voz. Brewster le mostró su compasión al instante:

—¿Qué es lo que puedo hacer, coronel Drew? —exclamó—. No voy a sacar el dinero, pero no sé de qué otra manera puedo ayudarle. Indíquemelo.

—Puedes restaurar plenamente la confianza de los clientes, Monty, depositando más dinero en el banco —dijo el coronel con voz pausada, y como temeroso de la respuesta de Brewster a su proposición.

—¿Quiere decir, señor, que puedo salvar el banco retirando el dinero que tengo en otros y depositándolo aquí? —preguntó.

Monty nunca había tenido que pensar tanto ni tan rápido. ¿Debía arriesgarse a perder toda su fortuna para intentar sacar el banco a flote? ¿Qué diría Swearengen Jones si se decidiera a depositar una enorme suma de dinero en una entidad de futuro incierto como el Bank of Manhattan Island? Sería totalmente demencial por su parte, si el banco se acabase hundiendo. Su decisión no tendría atenuante ninguna para Jones ni para el resto del mundo.

—Te ruego que nos ayudes, Monty. —El coronel había perdido todo su orgullo—. Cerrar el banco, aunque solo fuese una hora, sería una vergüenza, un baldón que tardaríamos años en borrar. Con apenas unos trazos de tu pluma puedes lograr que recuperemos la confianza de la gente.

Era el padre de Barbara. El viejo y altivo banquero, el frío hombre de mundo, le estaba suplicando. Entonces se acordó Brewster de la pelea que había tenido con su hija y de lo cruel que ésta se había mostrado. Con apenas unos trazos de su pluma podía cambiarle la vida a Barbara Drew.

El coronel y Moore aguardaban su respuesta casi sin respirar. Del exterior llegaba un incesante rumor de pasos y de voces. La puerta se volvió a abrir, y un empleado le hizo señas a Moore para que acudiera de inmediato a la parte delantera del banco. El directivo vaciló, la mirada fija en Brewster. El joven sabía que había llegado el momento de decidir si les ayudaría o no.

De pronto vio la situación con claridad y supo lo que tenía que hacer. Se había acordado de que Peggy y su madre tenían todo su dinero en el Bank of Manhattan Island; habían confiado su escaso capital a Prentiss Drew y sus socios, y ahora estaba en peligro.

—Haré todo lo que esté en mi mano, coronel —dijo—, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Barbara no debe enterarse jamás. —Y, atajando la exclamación de sorpresa del coronel, añadió—: Prométame que no se lo contará.

—No entiendo; pero, si eso es lo que quieres, te doy mi palabra.

Apenas media hora después, varios cientos de miles de dólares acudieron en auxilio del Bank of Manhattan Island, y el hombre que al llegar al banco había observado con ojos curiosos la estampida de los clientes se convirtió en el salvador de la entidad. Cuando el presidente y los demás directivos le propusieron, eufóricos, pagarle un interés asombrosamente alto por su dinero, rechazó la oferta con orgullo.

Al día siguiente, Barbara Drew envió invitaciones para una fiesta. Montgomery Brewster no estaba entre los afortunados.