XII. DESESPERACIÓN NAVIDEÑA

Más tarde, en el club, Brewster contó el incidente del atraco de forma muy amena, aunque omitió ciertos detalles. Entre los que lo escucharon estaba el nuevo inspector jefe de policía, que venía mostrando un implacable celo reformador; así que a Brewster se le citó en comisaría a la mañana siguiente para que mirara a una serie de sospechosos.

Uno de los primeros en los que se fijó era un tipo de aspecto rudo. Lo reconoció de inmediato: era Bill.

—Hola, Bill —dijo en tono jovial.

El ladrón apretó los dientes un instante, y luego le lanzó una mirada tan elocuente que Monty se contuvo.

—¿Conoce a este hombre, señor Brewster? —preguntó al instante el capitán.

Bill era la viva imagen de la impotencia.

—¿Que si conozco a Bill? —respondió Monty, sorprendido—. Por supuesto que sí, capitán.

—Lo detuvimos ayer, bien entrada la noche, porque se negaba a explicar lo que andaba haciendo.

—¿Tan mal te fueron las cosas, Bill? —preguntó sonriente Brewster.

Bill murmuró algo entre dientes y se puso a mirarle con expresión desafiante. La actitud de Monty lo tenía perplejo. Apenas respiró durante unos segundos; luego se le oyó tragar saliva.

—No es él, capitán. Estuvo conmigo anoche justo antes de que me robaran el dinero, y es imposible que él me lo quitara sin que yo me diese cuenta. Espérame fuera, Bill, que quiero hablar contigo. Estoy totalmente seguro de que ninguno de los dos atracadores está aquí, capitán —concluyó Brewster después de que Bill le hubiese obedecido apartándose de la fila.

Se encontraron en la puerta. Brewster estrechó efusivamente la mano al ladrón, que aún no salía de su asombro.

—Es usted un encanto —susurró Bill—. ¿Por qué ha hecho eso?

—Porque tuviste el detalle de no agujerearme la camisa.

—Así que está contento. ¿Le apetece tomarse una copa conmigo? Será con su dinero, pero la copa no va a saber peor por eso. Ya nos lo hemos gastado casi todo, pero queda esto —dijo, tendiéndole un fajo de billetes—. Me lo habría quedado si me hubiese delatado, pero ahora lo decente es devolvérselo.

Brewster rechazó el dinero, pero aceptó recuperar el reloj.

—Quédatelo, Bill; lo necesitas más que yo. Te servirá para empezar en otro oficio. ¿Por qué no lo intentas?

—Lo haré, jefe.

Bill le agradeció tan calurosamente su gesto que a Monty le costó marcharse. Al subirse al taxi le oyó decir:

—Lo intentaré, jefe. Por cierto, si alguna vez puedo hacer algo por usted no tiene más que pedírmelo. Estoy a su disposición cuando quiera.

Monty indicó al taxista el nombre del club, pero al pasar por delante del Waldorf cambió de idea, pues se acordó de que tenía varias cosas que decirle a la señora DeMille. Unos minutos después le recibió la dama en su sala de estar con un vestido elegante y vaporoso de color lavanda, que arrojaba sombras cambiantes, fascinadoras. Monty tuvo la sensación de contemplar un cuadro imponente.

—Está usted muy guapa esta mañana, mi querida señora —dijo a modo de preámbulo—. Todo le sienta de maravilla.

—Y usted está más galante que de costumbre, Monty —sonrió ella—. ¿Tan bien le está tratando el mundo últimamente?

—Me está tratando con la suficiente generosidad para compensar todas las contrariedades —respondió, y a continuación le miró a los ojos—. ¿Sabe lo que pienso de vez en cuando, señora DeMille? Que hay cosas que vale la pena vivir.

—Oh, si quiere que hablemos de eso… —dijo ella en tono jovial—, no hay nada que no valga la pena vivir. Las cosas, desde luego, no marchan despacio para usted, Monty. Pero puede usted imponerse, puede someterlas a su voluntad. —Y en tono más serio—: ¿Qué ocurre? ¿No están yendo como desea? ¿Demasiado rápido?

Su actitud comprensiva alentó a Brewster.

—Oh, no, no es eso. Usted es generosa, y yo un monstruo de egoísmo. Las cosas se resisten a cambiar, y a veces la gente es terriblemente obstinada. Aquí estoy, desahogándome. Pero usted no es obstinada; al contrario: es usted una mujer extraordinaria, señora DeMille, y me va a tener que ayudar en más de un aspecto.

—Le voy a tener que ayudar mucho, Monty, para corresponder a tantas galanterías. Seré su amiga en las duras y en las maduras. No tiene más que decirme lo que quiere que haga.

—Por eso justamente estoy aquí. El caso es que estoy cansado de esas malditas cenas. Sabe de sobra que son todas iguales: la misma gente, las mismas flores, los mismos platos, las mismas conversaciones idiotas. ¿A quién le gustan, a fin de cuentas?

—Me agrada oírlo —le interrumpió ella—. ¡Con todo el esmero que he puesto en esas cenas, con toda la variedad que me he preocupado de imprimirles! Qué desagradecido es usted, mi querido amigo.

—Oh, ya entiende lo que quiero decir. Sabe tan bien como yo que tengo razón. Los banquetes han sido soporíferos, y por eso mismo han sido un éxito clamoroso. No, no ha trabajado usted en balde. Pero ahora busco otra cosa. Tenemos que preparar el baile del que hemos estado hablando. Y el crucero también… no lo podemos retrasar mucho más.

—El baile primero —decretó ella—. Me voy a ocupar enseguida de las tarjetas, y mañana o pasado le enseñaré una lista para que le dé su aprobación. ¿Y qué ha estado haciendo usted?

—Pettingill tiene algunas ideas estupendas para remodelar el Sherry. Harrison está en contacto con el director de esa orquesta húngara de la que le hablé, y al parecer los músicos están encantados de hacer un viaje en barco. Luego tenemos la banda militar… he olvidado el número del regimiento… que tocará en el baile, y la nueva estrella de París, la contralto, que vendrá con su primer tenor para ofrecer una actuación especial.

—No cabe duda de que tiene madera de empresario, Monty —le felicitó la señora DeMille—. Tiene organizada la música y la decoración, pero aún le queda mucho por hacer. Lo que importa de verdad son los regalos; si le parece bien, podemos sorprenderles un poco. No se preocupe, Monty; está hecho. Juntos lo sacaremos adelante.

—¡Qué clase tiene usted, señora DeMille! —exclamó—. ¡Cómo sabe sacarle a uno de un apuro!

—No tiene importancia, Monty. Deme tiempo hasta Navidad y tendré listos los regalos más exquisitos que se hayan visto nunca. Allá otros con sus sombreritos de papel y sus lazos rosas: usted puede enseñarles cómo se hacen las cosas.

Más tarde, cuando iba en coche por la Quinta Avenida, Brewster no paró de darle vueltas en la cabeza a lo que había dicho la señora DeMille de la Navidad, y le invadió el temor a un nuevo desastre. Nunca le había angustiado hacer regalos; ese año, sin embargo, las cosas eran distintas. Se puso enseguida a pensar en un plan para abrumar a sus amigos con objetos caros, pero de pronto le asaltó la duda de si el albacea de su tío daría su aprobación. En respuesta a un telegrama suyo, Swearengen Jones le informó, en tono agradablemente airado, de que «toda persona bien nacida considera un deber hacer regalos de Navidad a quienes se los merecen». Así que el camino estaba expedito para Monty. Si sus amigos pensaban colmarlo de regalos, él sabía cómo desquitarse: pasó todas las mañanas de dos semanas comprando joyas en Tiffany’s, y por las tardes hacía felices a los anticuarios de la Cuarta y la Quinta Avenidas. Puso mucho esmero en su tarea, pues se trataba de conseguir multitud de artículos de pequeño tamaño que ocultaran refinadamente su valor. Demostró, sí, buen gusto. Gracias a sus esfuerzos, muchos amigos a quienes ni siquiera se les habría ocurrido mandarle una tarjeta de felicitación recibieron una grata sorpresa el día de Nochebuena.

Al final tuvo mucho éxito con los regalos: durante unos días pasó buena parte del tiempo leyendo calurosas notas de agradecimiento que venían, al mismo tiempo, a pedirle disculpas. La señora Gray y su hija y la señora DeMille le agradecieron su generosidad sin grandes alharacas, para agrado de Monty, y los Retoños de los Ricos, que cada dos semanas reservaban una noche para «consumir sus vales de comida» en casa de su amigo, fueron quizá demasiado efusivos. La señorita Drew le había olvidado, y se mostró muy fría al encontrarse con él después de las vacaciones. Monty había pensado que lo mejor, dadas las circunstancias, sería enviarle un objeto de valor, pero las preciosas perlas que le regaló, y con las que venía a pedir una reconciliación, le fueron devueltas «con el agradecimiento de la señorita Drew». Amaba de veras a Barbara, y aquello le dolió. Le contó sus cuitas a Peggy Gray, quien le dio ánimos. Es verdad que a la joven le costó un poco aconsejarle que no desistiera, pero lo que más le importaba era que Monty fuese feliz.

—Es tan injusto, Peggy. Me he portado bien con ella. Creo que voy a dejarlo todo y largarme de Nueva York.

—¿Te marchas? —dijo ella, conteniendo el aliento.

—Voy a alquilar un yate y pasarme tres o cuatro meses navegando lejos de aquí. —Peggy se quedó boquiabierta—. ¿Qué te parece el plan? —añadió, observando la expresión de su amiga, mezcla de incredulidad y preocupación.

—Me parece que vas a acabar en un hospicio, Montgomery Brewster —contestó riéndose.