XI. LOS RESCOLDOS DEL AMOR

No fue el rendimiento de sus inversiones lo que llevó a amigos y enemigos a mirarle de forma diferente; en realidad no había ganado mucho dinero, para lo que era la Bolsa esos días. La capacidad de previsión que había demostrado bastó para hacerles cambiar de opinión sobre él. Ahora volvía a inspirarles curiosidad y confianza, y sus desgraciadas operaciones financieras le permitieron recuperar el favor de todos los círculos. Y es que estaba, sin duda, justificada la fe en cualquier persona, joven o mayor, capaz de hacer lo que él había hecho con las acciones de Lumber and Fuel.

Brewster oscilaba entre la euforia y el desánimo, pues había logrado dos clases de éxito: el deseado y el no deseado. Estaba lógicamente orgulloso del prestigio que le había reportado su aventura bursátil, pero por otro lado tenía motivos para atormentarse por los cincuenta mil dólares que había ganado, y que le obligaban a una tarea sobrehumana: aumentar los gastos del mes de enero. Sus planes para la primavera y el verano se iban definiendo poco a poco, y entre ellos había multitud de proyectos sorprendentes. Desde que le revelara algunos a Nopper Harrison, su superintendente de negocios parecía muy preocupado.

Un día o dos después del desastre de la Boisa, Rawles contribuyó a su desesperación anunciándole que su familia de Boston terriers se había engrosado con seis magníficos cachorros: Joe Bragdon, que estaba con él en ese momento, le dijo entusiasmado que podía vender cada uno por cien dólares. Brewster sintió ganas por un instante de masacrar a las indefensas criaturas, pero luego se acordó de lo mucho que le gustaban los perros, y salió corriendo con Bragdon a examinar la camada.

—Así que tengo que venderlos o matarlos —gruñó.

Más tarde ordenó a Bragdon que vendiera los cachorros a veinticinco dólares cada uno, y se marchó sin haberse atrevido, de tan avergonzado que estaba, a mirar a la cara a su orgullosa madre.

Pero la suerte había de sonreírle ese día. A pesar del mal tiempo y del mal estado de las carreteras, invitó a Metro Smith a dar un paseo en su mastodóntico coche verde. En un momento dado perdió el control del vehículo, que se precipitó hacia una excavación del metro. Los dos se salvaron saltando a la calzada y no sufrieron más que heridas leves, pero el coche derribó la cerca y cayó al fondo de una zanja. Para desconsuelo de Smith y regocijo de Brewster, quedó completamente destrozado, lo que suponía una pérdida de muchos miles de dólares. La alegría, sin embargo, le duró poco a Monty, ya que pronto se supo que tres operarios habían resultado gravemente heridos por el meteorito verde. Poder costear —como así hizo—, la asistencia médica a esa pobre gente apenas fue un consuelo para él: no era grato recordar que su imprudencia les había causado sufrimiento a los obreros y a su familia. En cualquier caso se evitó pleitos pagando cuatro mil dólares a cada herido.

Todo el mundo hablaba esos días del mercadillo benéfico que se había montado en el Waldorf Astoria. La clase alta se exhibió ante la gente corriente, que pagaba dinero por observar de cerca a los personajes cuyos nombres poblaban las crónicas de sociedad. Brewster, que frecuentó la caseta de Barbara Drew, dio muestras de una generosidad sin límites: al cabo de los dos días que duró el mercadillo, anotó en su libro de contabilidad una «ganancia» de casi tres mil dólares. Por lo demás, le alteró mucho la aparición de un nuevo y combativo aspirante al favor de la bella Barbara: un californiano extraordinariamente rico y seguro de sí mismo, cuyas cartas a una serie de personas le habían franqueado hasta cierto punto el acceso a la alta sociedad de Nueva York. A sus cincuenta años, los éxitos en el amor y en los negocios habían acabado con el menor vestigio que hubiese podido quedar de su timidez natural: poseía una fortuna valorada en cinco millones de dólares, aproximadamente, y había enviudado dos veces. El caso es que Rodney Grimes se propuso conquistar a Barbara con el mismo garbo y el mismo vigor que habían doblegado a Mary Farrell, la cocinera a la que había conocido en un complejo minero, y a Jane Boothroyd, la maestra de escuela que había llegado a California dispuesta a casarse con el primer hombre que se lo pidiese. Cuando se casó con Mary era un tipo sin blanca que andaba en busca de riquezas subterráneas; y, cuando llevó al altar a Jane, ésta no cabía en sí de gozo, pues había cazado un marido con un capital de cincuenta mil dólares.

Grimes y Brewster compitieron por ver quién visitaba con más asiduidad la caseta de Barbara, y el californiano desplegó en este duelo una energía tan apabullante que logró quitarse de en medio a Monty y acaparar a la joven como si se estuviese apropiando de un yacimiento. A los diez días de llegar a Nueva York, ya era el personaje del que más se hablaba en la ciudad. Pero Brewster no era de los que se daban por vencidos fácilmente: reconoció a Grimes como un obstáculo y no como un rival, se enfundó de nuevo la armadura y se acercó a Barbara con ímpetu protector, más que conquistador. El tipo le parecía un farsante, así que era necesario actuar con prontitud.

—Lo sé todo sobre él, Babs —anunció un día después de haberse asegurado de que no iba a meter la pata—. Sé, por ejemplo, que su padre fue condecorado el año 49 por el comité de vigilancia de la costa oeste[5].

De este modo consiguió poner en fuga al enemigo esa misma semana, y Grimes dirigió sus atenciones a otras mujeres sin haberle siquiera pedido a Barbara que fuese su tercera mujer. Brewster, lamentablemente, se había entregado con tal ahínco a su tarea que había desatendido otras, con lo que su gasto diario se había alejado mucho del promedio deseado. Una vez que se hubo desembarazado de Grimes, volvió a abandonar el campo de batalla del amor para dedicarse de lleno a su singular misión.

Estos bandazos no le hicieron ninguna gracia a Barbara: al principio le causaron asombro, luego irritación. Monty fue poco a poco comprendiendo que su amada iba a ser, por decirlo con sus palabras, dura de roer; así que se propuso mitigar su enfado. Para su sorpresa y preocupación, no hubo manera de ablandarla.

—¿No se da cuenta, Monty —preguntó Barbara en tono glacial, mucho más alarmante que el apasionamiento—, de que ha estado portándose como un déspota? ¿Quién le ha dado derecho a inmiscuirse en mis asuntos? Parece convencido de que no puedo hablar con ningún hombre que no sea usted.

—Vamos, Babs —replicó Monty—; creo que no he sido tan poco razonable como dice. Además sabe de sobra que Grimes es un patán.

—No, no lo sé —dijo ella, cada vez más molesta—. Eso lo dice usted de todo hombre que me sonríe o me regala flores. ¿Son de tan pésimo gusto esos detalles?

—No sea estúpida, Barbara. Sabe perfectamente que no ha parado de hablar con Grimes y con ese idiota de Valentine, y que yo no me he quejado. Pero hay cosas que no soporto, y la insolencia de Grimes es una de ellas. ¡Por el amor de Dios, si la estaba mirando con esa mirada tan turbia, como si fuera usted propiedad suya! ¡Si supiese cuántas veces he deseado tumbarlo de un puñetazo!

Barbara, en el fondo, se estaba ablandando un poco ante la vehemencia de Brewster, aunque no diese muestras de ello.

—Y no se le pasó por la cabeza —dijo ella con esa frialdad tan exasperante—, que yo pudiese controlar la situación. Supongo que pensó que al señor Grimes le bastaría con hacerme una seña y que yo le seguiría encantada. Que le quede bien claro, Monty Brewster, que soy muy dueña de escoger a mis amigos y que nadie me toma el pelo. El señor Grimes tiene personalidad y me cae bien. Ha trabajado mucho, y en un solo año de su carrera ha visto más cosas de las que usted haya visto en toda su cómoda vida. La vida del señor Grimes ha sido auténtica; la suya, Monty Brewster, es una simple imitación.

Monty se sintió muy ofendido, y sin embargo se apocó.

—No puedo aceptar que piense eso de mí, Babs —respondió con voz suave—. No lo dirá en serio, ¿no? ¿De verdad le parezco tan despreciable?

Tuvo la oportunidad de imponerse, pero la dejó escapar. Barbara no se dejó conmover por su mansedumbre.

—¡Saca usted de quicio a cualquiera, Monty! —exclamó irritada—. Convénzase de que en el mundo hay más cosas que usted y su millón de dólares.

A Monty le hervía la sangre. Su rabia le arrojó lejos de ella.

—Algún día, quizá, se dará cuenta de que no hay muchas más. Soy demasiado mayor para que jueguen conmigo y luego me tiren como un trapo. No lo voy a tolerar.

Se marchó de la casa con la cabeza alta, rojo de ira, y convencido de que Barbara era la mujer menos razonable del mundo. Ella estuvo llorando hasta que se durmió, no sin antes prometerse que jamás volvería a amar a Montgomery Brewster.

Un viento cortante azotó a Monty en la cara. Se sentía muy desgraciado.

—¡Manos arriba! —gritó una voz áspera.

Se quedó aturdido un instante, y luego vio en la oscuridad las siluetas de dos personas que caminaban junto a él.

—Deténgase, muchacho —le ordenó una de ellas.

Monty se paró en seco. Tenía ganas de pelea, pero vaciló al ver a uno de los tipos empuñar una pistola. No era un cobarde, pero tampoco un insensato: comprendió enseguida que sería una locura resistirse.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó en el tono más tranquilo del que era capaz, dadas las circunstancias.

—¡Levante las manos!

Obedeció de inmediato.

—No haga ningún ruido o se arrepentirá. Sabe muy bien lo que queremos. Manos a la obra, Bill; yo vigilaré que no se mueva.

—Adelante, chicos. No estoy tan loco como para pelear con vosotros por esto. Solo os pido que no disparéis. Y daos prisa, porque con el abrigo abierto mucho rato me voy a resfriar. ¿Cómo ha ido la noche?

Brewster parecía el hombre más tranquilo de Nueva York.

—¡Fatal! —contestó el que le estaba registrando—. Es usted el primer tipo que vemos esta semana que tiene pinta de poder ofrecernos algo.

—Espero no decepcionaros —dijo Monty en tono jovial—. De haberlo sabido habría traído más dinero.

—Creo que con eso nos bastará —se rió por lo bajo el tipo del revólver—. Es usted muy amable. ¿No le importará decirnos cuándo piensa volver por aquí?

—Es un placer hacer negocios con usted, amigo —dijo el otro mientras se metía en el bolsillo un reloj que valía trescientos dólares—. Como se ha portado bien, le dejaremos dinero para un taxi. —El tipo rebuscaba en los bolsillos de Brewster con la rapidez de una máquina—. No parece muy aficionado a las joyas. Los botones de la camisa ¿son auténticos?

—Son perlas —contestó, alegre, Monty.

—Mis favoritas —dijo el tipo del revólver—. Quítaselas, Bill.

—No vayas a destrozarme la camisa —le rogó Monty—. Tengo una cena y no me apetece ir con la camisa agujereada.

—Tendré mucho cuidado, amigo. Ya está, creo que ya hemos acabado. ¿Quiere que llamemos a un taxi?

—No gracias; creo que iré andando.

—Está bien; entonces camine cien pasos en dirección sur sin darse la vuelta ni gritar, y así salvará el pellejo. Supongo que me entiende, amigo.

—Desde luego que sí. Buenas noches.

—Buenas noches —dijeron los dos atracadores, riéndose entre dientes.

Brewster vaciló: de pronto se le había ocurrido una cosa.

—¡Dios santo! —exclamó—. Qué descuidados sois, chicos. ¿No habéis visto el fajo de trescientos dólares que llevo en este bolsillo del abrigo?

Los tipos se quedaron boquiabiertos. Luego el estupor los llevó a blasfemar entrecortadamente: era obvio que no daban crédito a sus oídos.

—Repita lo que ha dicho —masculló Bill.

—Se está burlando de nosotros, Bill —dijo el otro.

—Está claro —gruñó Bill—. Vaya manera de tratarnos, amigo. Siga caminando y no se vuelva.

—¡Menudos atracadores estáis hechos! —exclamó Monty, escandalizado.

—Shhh… no haga ruido.

—Esto no es forma de llevar un negocio. ¿Es que tengo que sacar yo mismo el dinero del bolsillo y entregároslo en una bandeja de plata?

—¡Las manos en alto! A mí no me engaña. Tiene una pistola allí.

—No, no la tengo. Con las prisas no habéis visto el fajo de billetes que llevo encima, y yo no soy de los que disfrutan viendo cómo un honrado trabajador se lleva la peor parte. Sigo con las manos en alto. Comprobad vosotros mismos que no miento.

—¿A qué juega? —gruñó Bill, perplejo—. No sé qué diablos pensar de usted. No parece borracho, y tampoco está loco, pero algo le pasa. ¿No nos está tomando el pelo con lo del dinero?

—Puedes comprobarlo fácilmente.

—Bueno, siento tener que hacerlo, jefe, pero voy a coger el abrigo. Esto tiene pinta de ser una trampa y no queremos correr ningún riesgo. Quíteselo.

Monty se despojó del abrigo en un abrir y cerrar de ojos y se quedó tiritando ante los atracadores, que seguían atónitos.

—Dejaremos el abrigo en la esquina, amigo. Hace frío y lo necesita más que nosotros. La verdad es que usted se las trae. Hasta la vista. Siga caminando todo recto y no grite.

Brewster encontró el abrigo unos minutos después, y se alejó silbando. El fajo de billetes había desaparecido.