Los dos meses siguientes, Brewster estuvo muy ocupado. Siguió viendo a la señorita Drew con la misma frecuencia que antes de la conversación decisiva que acabamos de contar, y sin embargo no dejó de ser un enigma para ella.
«Ya no se comporta igual», se decía la joven, para luego recordar que «el hombre que conquista a una mujer después de haberla cortejado con ahínco suele ser como el que corre detrás de un tranvía, y después se sienta tranquilamente a leer el periódico».
Lo cierto es que, al cabo de unos días, Monty pareció olvidarse de sus rivales: se tomaba el asunto con calma, convencido de que tenía todas las de ganar. Cada día le mandaba flores a Barbara, y así creía cumplir de sobra con ella. Se gastaba una parte considerable de sus ganancias en los regalos diarios a su amiga, pero por amor se permitía, en este caso, descuidar su misión.
El cambio de actitud de Monty no se debía, por tanto, a que hubiese dejado de quererla, sino a la tarea nada romántica en que andaba ocupado. Tenía la impresión de que, por mucho que lo intentara, sería incapaz de inventar nuevos métodos para ganar dieciséis mil dólares diarios: seguía llevando ventaja en la carrera, pero las oportunidades se iban a agotar pronto. Las diez grandes cenas, así como una serie de elaborados almuerzos, le habían permitido mantener un gasto medio considerable, aunque insuficiente; así que comprendió que había llegado el momento de tomar decisiones radicales. No podía seguir eternamente recurriendo a los banquetes. Además, la gente empezaba a bromear sobre el dinero que derrochaba invitando a miembros de las familias más distinguidas de Nueva York: a Brewster no le apetecía lo más mínimo convertirse en el hazmerreír de la ciudad. Le hirieron ciertos comentarios sarcásticos sobre su aptitud para los negocios, en su mayor parte de mujeres que no hacían, presumiblemente, sino repetir lo que habían oído decir a los hombres. La broma, aparentemente inocua, de Barbara Drew y el inequívoco reproche de la señora DeMille no dejaron lugar a dudas sobre la idea que se tenía de él, pero lo que más le dolió fueron las amables preguntas de Peggy. Por el tono de voz de su amiga comprendió que su prodigalidad les preocupaba de veras a ella y a la señora Gray: fueron estas dos mujeres, más que ninguna otra persona, las que le hicieron sentirse abochornado y humillado. Finalmente, espoleado por el comentario de un banquero al que había oído por casualidad decir que «Edwin P. Brewster se estará revolviendo en su tumba», se hizo el firme propósito de redimirse ante sus críticos. Les iba a demostrar que no se había entregado del todo a la frivolidad.
Con este propósito decidió causar un pequeño revuelo en Wall Street. Tras pasar varios días observando sigilosamente el comportamiento de la Bolsa y agobiando a sus amigos con preguntas sobre acciones, llegó a la conclusión de que lo más prudente era invertir en títulos de Lumber and Fuel Common, empresa dedicada a la madera y al petróleo. Dejando de lado su temor a la opinión de Swearengen Jones, se dispuso a llevar a cabo la que habría de ser su única operación bursátil antes del 23 de septiembre, urdiendo su plan de ataque con la astucia de un general. Cuando Brewster le pidió que comprara un gran paquete de acciones de Lumber and Fuel, Gardner se convirtió en la viva imagen de la desesperación.
—¡Cielo santo, Monty! —exclamó el agente de bolsa—. Debes de estar bromeando. Lumber se está cotizando muy alto ahora mismo; es imposible que suba una décima más. Hazme caso y no compres. Hoy ha abierto allí, 75 y cerrado a 109. Solo pensarlo es una locura.
—Conozco bien el negocio, Gardner —respondió tranquilo. Le asaltaron, sin embargo, los remordimientos al ver a su amigo sonrojarse, humillado. El reproche implícito en sus palabras había herido a Gardner.
—Pero sé de lo que hablo, Monty. Deja al menos que te explique algo sobre estas acciones —suplicó Elon, mostrando así, pese a sentirse ofendido, su lealtad a Brewster.
—He estudiado el asunto detenidamente, Gardy, y estoy totalmente seguro —dijo Monty en tono tan decidido como cariñoso.
—Lumber no puede subir más, créeme. Ten en cuenta la situación: los madereros del Norte y del Oeste tienen un exceso de existencias, y va a haber una huelga. Cuando estalle, las acciones caerán; puede ocurrir en cualquier momento.
—Ya lo he decidido —dijo inflexible, para desesperación de Gardner—. ¿Vas a ejecutar o no la orden de compra cuando abra la Bolsa mañana? Empezaré comprando diez mil acciones. ¿Cuánto me costarán si la garantía es del diez por ciento?
—Como mínimo cien mil, sin incluir la comisión, que sería de mil doscientos cincuenta acciones.
Brewster se mantuvo en sus trece pese a la enérgica oposición de Gardner, quien ejecutó la orden a la mañana siguiente. El agente de bolsa sabía que la única posibilidad que tenía Brewster de ganar era adquirir todas las acciones de una vez, en lugar de ir comprando sucesivos paquetes a través de diversos agentes a lo largo de la sesión. Monty no había tenido en cuenta este detalle.
Hacía varias semanas que la Bolsa estaba bastante tranquila: todo movimiento más o menos importante se consideraba un hecho extraordinario. Todos sabían que la calma no tardaría en romperse, pero lo que nadie imaginaba era que la causa pudiera ser Lumber and Fuel. Apenas se negociaban los títulos de la compañía, de los que se daba por descontado que iban a caer muy pronto. Así que, cuando Elon Gardner compró, en representación de Montgomery Brewster, diez mil acciones a 108,75 dólares cada una, se desató un enorme alboroto en el parqué: la gente lanzaba exclamaciones de asombro, se frotaba los ojos. Al estupor siguió la inquietud, y finalmente comenzó la lucha.
Convencido de que las acciones no podían subir más, y antes o después empezarían a caer, Brewster ordenó tranquilamente que le trajeran su caballo para dar un paseo por el parque nevado. Sabía que la operación iba a ser un fracaso en el sentido convencional de la palabra, pero por otro lado era consciente de estar haciendo algo, lo que le llenaba de alegría. Puede que fuese un insensato, pero al menos ya no vivía entregado al ocio.
El aire fresco le sentó muy bien. Se regocijó observando el brillo de la nieve, la excitación que ésta causaba al caballo, y lo animado del ambiente en el parque. En lo más profundo le parecía oír aplausos y vítores.
Eran casi las doce cuando llegó al club, donde había quedado para almorzar con el coronel Drew. En la sala de lectura notó que la gente lo miraba con más interés de lo habitual. Algunos llegaron a sonreírle en señal de aprobación; otros le saludaron efusivamente con la mano. Tres o cuatro socios muy jóvenes le observaron con admiración y envidia, y hasta los porteros parecían más solícitos que de costumbre. Había algo agobiante en este espectáculo.
La dignidad del coronel Drew se relajó asombrosamente cuando le vio. El viejo militar se acercó a saludarlo con una cordialidad que alegró mucho a Monty.
—¿Cómo lo has conseguido, muchacho? —exclamó—. Me parece que las acciones acaban de bajar un punto o dos, pero hace media hora estaban disparadas. ¡Dios mío, nunca he visto nada tan extraordinario!
Monty se precipitó hacia la cinta telegráfica con el corazón en un puño. No tardó mucho en comprender la enormidad del desastre. Gardner había comprado un paquete de diez mil a 108,34, y la operación parecía haber insuflado vida a las acciones de la compañía: justo cuando la cotización estaba a punto de despeñarse por falta de apoyo de los inversores, había llegado esa orden de compra milagrosa. El resultado había sido el previsible: los inversores, excitados, se habían lanzado a negociar títulos de Lumber and Fuel, cuya cotización había alcanzado los 113,5 dólares en un momento de la mañana, y desde entonces, al parecer, se había mantenido estable.
Varios socios se acercaron a escucharlos con mucha atención. Brewster se dio cuenta de que su repentina apuesta por Lumber and Fuel era una jugada maestra, un alarde de inteligencia desde el punto de vista de esos tipos, pero una catástrofe desde el suyo.
—Espero que hayas vendido cuando las acciones estaban en el punto más alto —dijo nervioso el coronel.
—Le he dicho a Gardner que venda solo cuando yo se lo indique —respondió Monty.
Hubo algunas miradas de sorpresa y de indignación.
—Yo en tu lugar le diría que vendiese —aconsejó en tono frío el coronel.
—Ya se ha pasado el efecto de su compra, Brewster, y los demás van a hacer caer la cotización. No van a bajar la guardia —explicó, muy serio, uno de los curiosos.
—¿Lo cree de veras? —dijo Brewster, quien sonó algo aliviado.
Todos le aconsejaron que vendiese de inmediato, pero Brewster se mostró impávido: encendió tranquilamente un cigarrillo, y con un aire de sabiduría les dijo que esperaran a ver qué pasaba.
—Ya está cayendo —anunció alguien que estaba junto a la cinta.
Brewster miró rápidamente las cifras con semblante perplejo: en ese momento las acciones estaban a 112. Los socios le oyeron lanzar un suspiro de alivio, pero lo interpretaron mal. Es posible que se salvara después de todo. La cotización había empezado a bajar y no parecía haber ninguna razón para que dejase de hacerlo. Como no tenía intención de comprar más acciones, era razonable suponer que se había alcanzado el punto límite. A partir de ahí era inevitable el desplome. A Brewster le costó mucho reprimir un grito de alegría. Aún no se había apartado de la cinta cuando se registró un nuevo descenso. Según bajaba la cotización iba aumentando su optimismo.
Los curiosos empezaban a escandalizarse. «Lo suyo ha sido pura chiripa», cuchicheaban. Entonces rogaron al coronel Drew que convenciera a Brewster de que se salvase, pero el militar estaba a punto de protestar cuando llegó un mensaje anunciando que se había desconvocado la huelga y los trabajadores estaban dispuestos a someterse a arbitraje. Antes de que pudiera recobrar el aliento, la gente se hizo cargo de lo que significaba esta noticia tan sorprendente. El hecho de que se diese por segura una huelga masiva había sido uno de los factores que habían llevado a Brewster al convencimiento de que las acciones caerían. Desaparecido ese peligro, no había ya nada que amenazase su valor. La siguiente noticia fue que la cotización había subido un punto.
—Eres un lince —le dijo el coronel, dándole un codazo—. No he dejado de confiar en ti en ningún momento.
Diez minutos después, los títulos de Lumber and Fuel ya estaban a 113 y seguían subiendo vertiginosamente. Brewster, presa del pánico, fue corriendo a telefonear a Gardner.
El agente de bolsa, que estaba ronco de puro excitado, se alegró mucho al reconocer su voz.
—¡Eres un fenómeno, Monty! Te veré cuando haya cerrado la Bolsa. ¿Cómo demonios lo has hecho? —dijo a gritos.
—¿A cuánto están ahora las acciones? —preguntó Brewster.
—A 113,75, y no paran de subir. ¡Hurra!
—¿Crees que volverán a bajar?
—No si puedo evitarlo.
—Muy bien. ¡Entonces vende! —vociferó Brewster.
—Pero si están subiendo como…
—¡Qué vendas, maldita sea! ¿No me has oído?
Gardner, aturdido y sin fuerzas para oponerse, vendió todas las acciones a precios comprendidos entre los 114 y los 112,5 dólares; pero Montgomery Brewster obtuvo una ganancia neta de 58 550, por la sencilla razón de que había sido él, y no el mercado, quien se había puesto nervioso.