IX. EL AMOR Y UN COMBATE DE BOXEO

Será mejor no repetir las palabras que Brewster dedicó a S. Jones después de leer su telegrama; pero el caso es que se sintió muy aliviado al pronunciarlas. Luego se puso a leer lo que contaba la prensa sobre el gran combate de boxeo que iba a celebrarse esa noche en San Francisco. Disfrutó con las descripciones de los ganchos de izquierda y hacia arriba, y se enteró de que el combate iba a ser muy desigual: un simple aficionado local contra un campeón. Con su característico olfato para detectar cualquier oportunidad, y, concluyendo que Swearengen Jones no daría su aprobación a este despliegue de deportividad, encargó a Harrison que hiciera varias apuestas cuantiosas, dándole a entender que tenía buenos motivos para pensar que el favorito perdería. Así que Harrison apostó un total de tres mil dólares por el boxeador amateur. El joven financiero estaba tan seguro del resultado que, nada más informarle su amigo de la suma invertida, la anotó como ganancia en su libro de contabilidad.

A continuación telefoneó a Barbara Drew para preguntarle si podía visitarla en su casa por la tarde. La joven comprendió el significado de la llamada. A Brewster últimamente lo había notado nervioso, taciturno y a ratos irascible: cualquier mujer que tenga por oficio observar a los hombres reconoce estos síntomas y sabe qué hacer con ellos, y Barbara, ciertamente, había tratado a muchos hombres aquejados de la misma enfermedad, por lo que la expectación a raíz de la perentoria súplica de su amigo se vio atemperada por la experiencia. Estaba algo alegre, y es que Montgomery Brewster le gustaba tanto que le había preocupado no saber a ciencia cierta lo que sentía por ella. Le gustaba, sin embargo, mucho más de lo que estaba dispuesta a confesarle al principio.

Eran casi las cinco y media cuando llegó, y Barbara Drew estaba, cosa rara en mujer tan flemática, un poco molesta: era tan evidente para ella el motivo de la visita que la tardanza de Brewster la había irritado. Pero él se disculpó, en cualquier caso, y logró que se le pasara el enojo. No podía, desde luego, revelarle todos sus secretos, así que no le contó que había recibido una llamada de Grant & Ripley informándole de que había llegado un telegrama de Swearengen Jones: el tipo decía, lacónicamente, que podría alimentar a toda la población del estado de Montana con menos de seis mil dólares. Nada más. Brewster, muy agitado, se había dirigido de inmediato al bufete. Los abogados sonrieron al verle irrumpir en el despacho.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Qué espera de mí ese viejo tacaño de pueblo? ¿Que me gaste un millón en periódicos, cigarrillos y Boston terriers? ¡Pensé que iba a ser razonable!

—Está claro que ha leído en la prensa las crónicas de su cena, y en el telegrama no hace más que comentar el asunto —explicó Ripley.

—Ese telegrama es una advertencia, o bien una manera muy ambigua de felicitarme —gruñó Brewster.

—No creo que le haya parecido mal, señor Brewster. El anciano señor Jones es muy famoso en el Oeste por su ingenio.

—¿Ah, sí? ¿Por su ingenio? Entonces me agradecerá que le conteste. ¿Tiene usted papel para un telegrama, señor Grant?

Dos minutos después, el cable dirigido a Swearengen Jones estaba listo para entregar al recadero. Brewster les aseguró a Grant y a Ripley que le importaban «un bledo» las consecuencias, aunque no sonó muy convencido. El mensaje decía así:

Nueva York, 23 de octubre de 1…

SWEARENGEN JONES, Butte (Montana)

Seguro que podría hacerlo con menos de seis mil. A Montana se la considera la mejor región para el pastoreo del mundo, pero en Nueva York nos alimentamos de otras cosas. Por eso cuesta más dinero vivir aquí.

MONTGOMERY BREWSTER

Justo antes de salir de su casa para dirigirse a la de Barbara Drew, recibió el siguiente telegrama procedente del remoto estado de Montana:

Butte (Montana), 23 de octubre de 1…

MONTGOMERY BREWSTER, Nueva York

Estamos a dos mil quinientos metros por encima del nivel del mar. Supongo que por eso nos cuesta menos vivir por todo lo alto.

S. JONES

—Empezaba a pensar que no vendría, Monty —dijo la señorita Drew en tono de reproche. Acababa de descender desde las alturas de su irritación, recordando que había cosas más importantes.

El brillo que vio en los ojos de Brewster la hizo sonrojarse levemente, y al enfado sucedió la serenidad. Se hizo un silencio tenso que duró unos instantes. Monty miró a un lado y otro, sin saber bien cómo empezar: no era tan fácil como se había figurado.

—Ha sido muy amable al recibirme —dijo por fin—. Tenía que verla esta tarde; no podía soportar más la incertidumbre. Llevo tres o cuatro días sin dormir pensando en usted, Barbara. ¿Le estropearía la tarde si le dijese a las claras lo que ya sabe? No le molestará, ¿verdad? —preguntó titubeante.

—¿Qué quiere decir, Monty? —dijo ella en tono apremiante, haciéndose la despistada. Supo dominar admirablemente su mirada.

—La amo, Babs. Pensé que lo sabría desde el principio; de no haber sido así, se lo habría dicho antes. Por eso no he podido dormir. He estado aterrado ante la posibilidad de que usted no me quiera. No puedo soportarlo más. Tengo que saberlo hoy.

Al observar el destello de su mirada, se le hizo difícil a Barbara seguir fingiendo aplomo. Le conmovió la pasión que revelaban sus palabras, pronunciadas casi en un susurro. Había pensado que Brewster iba a expresar sentimientos de índole bien distinta, así que su franqueza la desarmó. Bajo esa súplica tan ardiente y tan repentina se ocultaba la confianza en sí mismo de quien no concibe el rechazo; la clave no estaba en sus palabras, sino en su manera de decirlas. La alegría invadió a Barbara, y la hizo flaquear en su propósito de jugar frívolamente con las emociones de su amigo, llevándola al borde de una derrota vergonzosa. Brewster le cogió las dos manos y prosiguió, exultante, su asedio amoroso, pero ella iba recobrando rápidamente el dominio de sí misma, y él, perdiendo terreno sin saberlo. Lo cierto es que Barbara Drew amaba a Montgomery Brewster, aunque éste iba a pagar caro haberle hecho perder momentáneamente la compostura. Cuando habló de nuevo, había dejado de ser la jovencita enamorada para convertirse otra vez en la señorita Drew, una mujer con experiencia.

—Me gusta usted mucho, Monty; pero me pregunto si lo bastante para… para querer casarme.

—No hace mucho que nos conocemos, Babs —dijo en tono tierno—; pero me parece que nos conocemos lo suficiente para no tener que preguntarnos eso.

—Es muy propio de usted dirigirlo todo —le reprochó Barbara—. ¿No puede darme tiempo para asegurarme de que le amo como a usted le gustaría, y como debo amarlo si quiero ser feliz con mi futuro marido?

—He olvidado las formas —respondió con humildad.

—Se ha olvidado de mí —se quejó ella con voz suave, conmovida por esta muestra de arrepentimiento—. Me gusta usted de veras, Monty, pero ¿no se da cuenta de que me está pidiendo mucho? Tengo que estar segura… totalmente segura… antes de…

—No se angustie —le suplicó—. Sé que me va a amar, porque me ama ya. Y eso es muy importante para mí, pero todavía más para usted, que es la mujer: su felicidad es la que cuenta. Solo tengo la esperanza de que, cuando vuelva al cabo de un tiempo con la misma pregunta, no tendrá miedo de decirme lo que siente.

—Solo por eso merece ser feliz, Monty —dijo ella con total sinceridad, y procurando a duras penas sostenerle la mirada.

—¿Me permitirá que intente conquistar su amor? —preguntó excitado.

—Puede que no valga la pena el esfuerzo.

—Me arriesgaré —replicó.

Cuando se hubo marchado, Barbara fue consciente de haber sufrido una decepción. Las súplicas de Brewster no habían sido tan apasionadas como ella había esperado y deseado; por mucho que lo intentara, era incapaz de vencer la leve irritación que sentía, y que no iba a dejarle dormir por la noche.

Brewster se dirigió andando al club. Estaba muy contento de haber hecho al menos una primera tentativa. Había dejado bien claro lo que sentía, y ahora, además de perder una fortuna, tendría que competir con otros por el amor de Barbara.

Esa noche se encontró en el teatro con Harrison, que estaba eufórico.

—¿Cómo conseguiste la información?

—¿Información? ¿A qué te refieres? —dijo Brewster.

—Al combate de boxeo.

Brewster puso cara larga. Le entró un escalofrío.

—¿Cómo… cómo acabó? —preguntó, seguro de cuál iba a ser la respuesta.

—¿No te has enterado? Tu hombre lo noqueó en el quinto asalto; ha sorprendido a todo el mundo.