VII. UNA LECCIÓN DE TACTO

El mayordomo de Brewster estaba sorprendido y molesto. Por primera vez en su carrera se había relajado hasta el punto de manifestar un interés personal por el bienestar de su amo: había faltado muy poco para que adoptase un papel que hace insoportable a cualquier criado. Después del incidente se hizo el firme propósito de no volver a excederse ni a cometer ninguna falta.

El caso es que, al día siguiente del banquete, Rawles se había presentado ante Brewster y le había dado a entender con su actitud que se trataba de un asunto importante. El joven, que estaba en su escritorio, absorto en sus pensamientos, reaccionó con extraordinaria aspereza al carraspeo del criado: empezaba a superar un gravísimo escollo en sus cálculos mentales, y esta interrupción volvió a enmarañarlo todo.

—¿Qué? —preguntó irritado. Por culpa de Rawles se había equivocado en setecientos u ochocientos dólares.

—Vengo a informarle de una situación lamentable que tiene que ver con el servicio, señor —contestó el mayordomo, que se había relajado momentáneamente al entrar en la habitación, y ahora iba poniéndose cada vez más tieso a medida que aumentaba el peso de su responsabilidad.

—¿Cuál es el problema?

—El problema está resuelto, señor.

—Entonces ¿por qué me molesta?

—Pensé que le convendría saberlo, señor. El servicio tenía intención de pedirle hoy mismo un aumento de sueldo.

—Dice que tenían intención. ¿No lo van a hacer? —preguntó Monty. Su mirada se le iluminó al pensar en las nuevas posibilidades que se abrían para él.

—Les he disuadido, señor, recordándoles que ya cobran un buen sueldo y que deberían estar satisfechos. Tardarían mucho en encontrar una casa mejor y donde se les pagara con tanta generosidad. No llevan ni una semana con usted y ya están pidiendo más. Estos criados americanos…

—¡Ya basta, Rawles! —estalló Monty. El mayordomo levantó el mentón y se sonrojó como nunca en su vida.

—Discúlpeme, señor —dijo resollando, y con aire entre respetuoso y ofendido.

—Tenga usted la bondad, Rawles, de no volver a entrometerse en asuntos así. Todo ciudadano americano tiene no solo el derecho, sino el deber de reclamar un salario mejor, y quiero dejar bien claro que apoyo con entusiasmo las demandas del servicio. Haga el favor de decirles que, transcurrido un período de tiempo razonable, se les aumentará el sueldo. ¡Y no se le ocurra inmiscuirse otra vez, Rawles!

Esa misma tarde, Brewster pasó por casa de la señora DeMille para discutir los preparativos de la siguiente cena. Sabía que no había modo más provechoso de despilfarrar el dinero que entregarse de lleno a la vida social. Además era un método fácil, de cuya aplicación, al final, no podía resultar otro bien que un sentimiento de rechazo.

La señora DeMille entró corriendo en la sala y le saludó radiante:

—Me alegro tanto de verle, Monty. Venga arriba a tomar algo de té y fumar un cigarrillo. No estoy para nadie más.

—Es usted muy amable, señora DeMille —dijo mientras subían las escaleras—. No sé qué haría sin su ayuda. —Estaba pensando en lo guapa que era.

—Sería usted más rico, por lo pronto —replicó ella, volviéndose para sonreírle desde el rellano—. Me he pasado la mitad de la noche llorando, Monty, pensando en esa pantalla de vidrio —dijo tras acomodarse en un diván, rodeada de cojines. Brewster se acomodó en un sillón amplio y mullido que había enfrente, y, mientras le tendía un cigarrillo, respondió sin pensar:

—No fue nada. Me molestó mucho, desde luego, que ocurriera estando los invitados todavía allí. —Luego añadió muy serio—: Le diré algo en estricta confianza: tenía previsto que se derrumbara justo en el momento en que echáramos las sillas atrás, pero el maldito armatoste me falló. Ése es el inconveniente de los clímax automáticos: suelen llegar con retraso. Había pensado en crear un efecto como de caída de Babilonia; usted ya me entiende.

—¡Magnífico! Lástima que cayera a destiempo, como Babilonia.

Pasaron un cuarto de hora conversando animadamente sobre personajes de la vida social de la ciudad, comentando las maledicencias, defendiendo a los difamados y censurando a los difamadores. El cuarto de hora siguiente lo dedicaron a hacer la lista de los invitados para la cena. Monty colocó un pequeño escritorio junto al diván y fue apuntando los nombres que la señora DeMille le proponía después de arrugar repetidamente su hermoso ceño aristocrático, y tachándolos en algunos casos, cada vez que ella cambiaba de idea. La señora DeMille, mientras tanto, lo observaba entusiasmada. Lo cierto es que no se andaba con miramientos a la hora de elegir a los invitados para estas veladas; a fin de cuentas no era la anfitriona, y podía permitirse hacer lo que quisiera. Además no tardó en advertir su indiferencia: a Monty no le importaba lo más mínimo quiénes eran ni de dónde venían; solo quería asegurarse de que fueran. Su único error fue sugerir tímidamente que invitasen de nuevo a Barbara Drew: la señora DeMille acercó un poco más la cabeza al papel, entornó los ojos y contuvo el aliento un instante; pero él no dio la menor importancia a esta reacción, si es que la había notado.

—Eso ¿no sería, quizá, un tanto llamativo? —preguntó ella con la suficiente dosis de buen humor.

—¿Quiere decir que la gente hablaría?

—Su presencia no pasaría inadvertida precisamente.

—¿Usted cree? Ya sabe que somos muy amigos.

—Naturalmente, si le apetece invitarla —dijo en tono vacilante—, póngala en la lista, faltaría más. Pero está claro que aún no ha leído eso —añadió, señalando un ejemplar del diario The Trumpet que había sobre la mesa. Tras entregárselo a Brewster, le advirtió—: el tipo que firma como «El censor» empieza a hacer bromas sobre ustedes. Si ese imbécil se pusiese a hablar de mí, solo conseguiría que participase con más brío en la vida social. Escuche lo que dice aquí —dijo señalándole el odioso párrafo—: «Si Brewster sacara un póquer de diamantes, ¿creen que cazaría a la reina? Y, si la cazara, ¿cuánto tardaría ella en dejar de llamarse Drew? Si Drew atrajera a Brewster, ¿estaría dispuesta a aprender un juego como el monte?»[4].

A la mañana siguiente, la prensa atacó ferozmente al periodista que firmaba con el seudónimo «El censor» y dedicó alabanzas exageradas a un tal Montgomery Brewster.