Dos semanas más tarde, Montgomery Brewster tenía una nueva casa. Cumpliendo estrictamente las órdenes de su jefe, Nopper Harrison había alquilado hasta septiembre uno de los pisos más caros de Nueva York. El alquiler costaba veintitrés mil dólares, y el sagaz representante de Brewster le había ahorrado mil haciendo el pago por adelantado. Sin embargo, cuando se lo comunicó a su jefe, vio, para su sorpresa, cómo éste fruncía el ceño. «Nunca he conocido a nadie tan insensato en asuntos de dinero —murmuró entre dientes—. ¡Si le da por gastarse el dinero como un millonario de Chicago empeñado en entrar en la alta sociedad de Nueva York! De no ser por nosotros se arruinaría en seis meses».
A Paul Pettingill le causó asombro y también, a decir verdad, algo de angustia recibir el encargo de redecorar varias habitaciones según un plan propuesto por el inquilino. El joven y prometedor artista dijo, muy excitado, que aceptaba hacer el trabajo por quinientos dólares, y luego se sonrojó como una colegiala cuando Brewster, hombre práctico, le informó de que la pintura y el resto del material requeridos para una sola habitación costarían el doble.
—Una cabra entiende de dinero más que tú, Petty —le reprochó Montgomery mientras Paul bajaba humildemente la cabeza, dándole la razón—. El tipo que te encala el estudio calcularía mejor el precio de un trabajo. Te pagaré dos mil quinientos. Es una tarifa razonable. No me puedo permitir nada barato en un piso así.
—A este paso no podrás permitirte nada —dijo Pettingill para sus adentros.
Así pues, Pettingill y un equipo de decoradores no tardaron en convertir las habitaciones en un caos de andamios y cubos de pintura del que acabaría surgiendo un piso admirable en su elegancia. Nadie había considerado nunca al artista falto de ideas, y ésta era la oportunidad de demostrar su talento. El único inconveniente era el plazo que Brewster, inflexible, le había impuesto. De haber tenido más tiempo, habría podido, o eso pensaba, lucirse con los paneles decorativos, creando algo tan soberbio que hasta las pinturas de Puvis de Chavannes palidecerían a su lado. Obligado a refrenar su tumultuosa imaginación, decidió que una exquisita sencillez sería lo indicado. El resultado fue espléndido, pero no aparatoso: una mezcla de complejidad y finura.
Ayudó entusiasmado a Brewster a escoger los muebles y las cortinas para cada habitación, sin saber que todas las compras estaban sujetas a una condición: Brewster había, en efecto, llegado a un acuerdo con los comerciantes para revenderles todos los artículos a un precio razonable en el caso de abandonar el piso al cabo de un año. Se estaba volviendo extraordinariamente calculador.
No quiso dejar sus dependencias en casa de la señora Gray con la endeble excusa de que quería un lugar tranquilo donde poder vivir en paz de vez en cuando. Cuando la señora Gray protestó por este derroche tan inútil, la tristeza de Brewster le pareció tan sincera que se conmovió: adoraba al apuesto joven, y, ante su nueva muestra de lealtad y afecto, derramó lágrimas de felicidad. El caso es que le conservaron las habitaciones como si las ocupara permanentemente y no tuviera un piso lujoso en otra parte. Los libros de Oliver Optic seguían en la buhardilla; desgastados todos, representaban sin embargo, para Margaret, una promesa de felicidad, la perspectiva de pasar horas placenteras en compañía de Monty, a quien conocía lo suficiente para saber que no se olvidaría de aquel pequeño y oscuro desván, por muchos lujos que le trajese su fortuna.
El estupor fue general cuando Brewster envió invitaciones para una gran cena. La gente se escandalizó un poco ante la falta de respeto que mostraba así por su abuelo, que no llevaba muerto ni un mes. Nadie había pensado que fuera a guardar luto mucho tiempo, pero tal desprecio por las convenciones era en verdad chocante. Algunos de los más viejos, que no tardarían en morir, reprobaron abiertamente su insensibilidad: no era muy grato pensar en lo que les aguardaba en el caso de que sus herederos tuviesen una memoria tan corta como la de Brewster. La anciana señora Ketchell llegó a modificar su testamento para excluir a dos sobrinos suyos, y se esperaba que un nieto pobre de Joseph Garrity sufriese pronto la misma desgracia. En cuanto al juez Van Woort, de quien no se pensaba que fuese a vivir un día más, su estado de salud mejoró en cuanto oyó a uno de los que lo velaban decir en voz baja que Montgomery Brewster iba a ofrecer una gran cena. Naturalmente, los futuros herederos despotricaron contra el joven Brewster.
En la ciudad, sin embargo, no se hablaba de otra cosa que de la velada que preparaba el nieto de Edwin Peter Brewster, y ninguno de los sesenta invitados pensaba perdérsela por nada del mundo. Mucho antes de la fecha señalada empezaron a correr rumores sobre lo fastuoso del banquete. Se decía, por ejemplo, que iba a costar tres mil dólares el plato; más tarde se reduciría la cifra a quinientos. Lo cierto es que Montgomery habría pagado de buena gana tres mil o incluso más: si se abstuvo de hacerlo fue porque una fuerza misteriosa le hacía imaginarse, con total nitidez, a Swearengen Jones anotándolo como un punto muy negativo en su historial.
—Me gustaría saber si debo guiarme por la idea de prodigalidad que se tiene en Nueva York o por la que se tiene en Montana —decía para sus adentros—. No sé yo si Jones hojea alguna vez la prensa de Nueva York.
Todos los días, bien entrada la noche, el último descendiente de la antigua y venerable estirpe de los Brewster se dirigía a su dormitorio y, tras dar permiso al criado para retirarse, se sentaba a su mesa con un lápiz y un bloc de notas, encendía las velas, que eran, por cierto, más fáciles de manejar y mucho más caras que las lámparas, y se ponía a calcular cuidadosamente los gastos del día. Si bien Nopper Harrison y Elon Gardner disponían de todos los recibos, y Joe Bragdon se ocupaba de dar el parte oficial, el «jefe», como ellos lo llamaban, no se podía acostar sin antes haberse asegurado de que estaba cumpliendo el promedio diario. Las dos primeras semanas había sido fácil; de hecho, parecía llevar una cómoda ventaja en la carrera. Había desembolsado, en total, casi cien mil dólares en ese período, aunque se percató de que la mayor parte del dinero había engrosado la cuenta de gastos anuales y no la de gastos diarios. En su pequeño libro de contabilidad había un apartado de pérdidas y ganancias, que sin embargo no se parecía en nada a lo que suele figurar bajo este epígrafe: lo que un hombre de negocios normal habría anotado como pérdida, Brewster lo consideraba ganancia. Andaba continuamente buscando oportunidades para aumentar la cifra total.
Rawles, que había sido mayordomo de su abuelo desde el día siguiente a su llegada a Nueva York, entró a servir en la casa del nieto, lo que asombró e indignó a su tía Emmeline. El cocinero, Detuit, venía de París. A Ellis, el lacayo, le ofreció Monty una habitación mucho mejor que la que había tenido en la casa de la Quinta Avenida. Su tía Emmeline no le perdonaría jamás estos actos de traición tan indignos, por decirlo con sus palabras.
Una de sus hazañas financieras más extraordinarias fue la compra de un automóvil por catorce mil dólares: a Nopper Harrison y sus dos consejeros les confesó, en tono afable, que no lo quería más que para practicar y que, en cuanto aprendiera a conducir, se compraría un coche bueno y sólido por siete mil.
Los miembros de su equipo se ponían a menudo a pensar juntos en cómo frenar sus temerarios dispendios. Estaban preocupados.
—Se comporta como un marinero en un puerto —se quejaba Harrison—. Cuando desea algo le da igual lo que cueste, y el caso es que parece desear todo lo que ve.
—Esto no puede durar mucho —les tranquilizaba Gardner—. Es como el conde de Montecristo: el mundo es ahora suyo y quiere disfrutarlo.
Cada vez que le recriminaban su comportamiento, Brewster los desarmaba diciendo:
—Quiero que mis amigos se lo pasen bien, ahora que tengo dinero. Si estuvieseis en mi lugar haríais exactamente lo mismo. ¿De qué sirve el dinero si no?
—Pero esa cena de tres mil dólares el plato…
—Voy organizar una docena más, pero ni aun así habré terminado de devolver a la gente lo que le debo. Llevan años recibiéndome en sus casas e invitándome a navegar en su yate; siempre se han portado muy bien conmigo, y ¿qué he hecho yo por ellos? Nada. Así que pienso corresponderles en cierta medida, ahora que me lo puedo permitir. ¿No os parece razonable?
Y así prosiguieron los preparativos de la cena de Monty. Aparte de su «eficaz cuerpo de ayudantes», como a él le gustaba llamarlos, reclutó a la mujer de Dan DeMille como «consejera en asuntos de sociedad». Conocida en la prensa como líder del círculo de jóvenes casados y disolutos, la señora DeMille era una de las mujeres más guapas e inteligentes de la ciudad, y su marido no estaba entre los que «hay que invitar también»: vivía en el club y no iba a su casa más que de visita. Alguien dijo en cierta ocasión que él era tan lento y su mujer tan rápida que, cuando ella lo invitaba a cenar, solía llegar con dos o tres días de retraso. En definitiva, la señora DeMille fue sin duda un estupendo fichaje para el comité de campaña de Brewster. Su singular habilidad era imprescindible para que en las fiestas todo el mundo se lo pasara en grande y no simplemente se divirtiera.
La cena se celebró el 18 de octubre. La señora DeMille, con la inteligencia estratégica de un general, colocó a los invitados de tal modo que la velada fue muy animada desde el principio. El coronel Drew congenió con la señora Valentine; al señor Van Winkle se le sentó con la señorita Valentine, una joven guapísima, y nadie podía negar que parecía satisfecho; el señor Cromwell estaba a gusto con la señorita Savage… y la disposición de los demás invitados revelaba idéntica delicadeza (o más bien falta de delicadeza, en algunos casos).
Habían llegado al banquete pensando que iban a aburrirse, y la curiosidad, que los había impulsado a aceptar la invitación, no evitó, en efecto, que la reunión acabara languideciendo. Monty Brewster aún no había logrado brillar como anfitrión: sus cenas eran tema de conversación, pero no se aceptaban más que con reparos. Por lo demás, la gente se preguntaba cómo había conseguido la colaboración de la señora DeMille, aunque lo cierto es que ésta nunca rechazaba un juguete. Los aciertos de la cena, que no fueron pocos, se le atribuyeron a ella, como era inevitable. Y sin embargo la velada no tuvo nada de extraordinario. Monty había decidido empezar con prudencia: hizo lo convencional, pero lo hizo bien, añadiendo, eso sí, unos cuantos detalles lujosos, un levísimo aroma de suntuosidad. La caprichosa decoración de la mesa era obra de Pettingill, quien creó un ambiente acogedor adornándola con grandes orquídeas de color lavanda y otras blancas en guirnalda, con toques de amarillo. Había pensado en poner dalias en sus múltiples tonos, desde el amarillo claro hasta el naranja pasando por el rojo oscuro, pero Monty prefirió orquídeas. Era igualmente el artista quien había tenido la suerte de encontrar, por casualidad, los enormes candelabros de oro con matices nacarados, reliquias de una época más fastuosa. La vajilla también era de oro, en contra de su criterio: la consideraba un adorno absurdo, «de una vulgaridad total». En eso, sin embargo, Monty se había puesto testarudo, insistiendo en que le gustaba el color y la porcelana resultaba insípida. La señora DeMille había evitado una pelea sugiriendo que se sirviesen varios platos en vajilla de Sèvres.
Especialmente atinadas fueron las ideas de Pettingill para iluminar la sala. Para realzar las paredes y los cuatro preciosos Monets adquiridos por Monty a instancias suyas, había hecho instalar en el techo una pantalla de vidrio macizo en tonos blancos que mudaban al amarillo y al verde mate. Esta cubierta matizaba las luces durante el día, y por la noche atenuaba en gran medida y hacía agradable la iluminación eléctrica, aportando una nota de serenidad al cuadro. Hasta los invitados, gente de mundo, se quedaron sin aliento: era evidente que el efecto les había impresionado.
Este ambiente contribuyó en buena medida al éxito del banquete. De muy lejos llegaban los suaves acordes de la música húngara que interpretaba una pequeña banda. Si bien el conjunto nunca había tocado con tanto entusiasmo el Valse amoureuse y el Valse bleue, el runrún del comedor era ajeno a la emoción que comunicaban estas piezas. Monty, que se aburría sentado entre las dos viudas más ilustres, se preguntó vagamente si la música no influía sin embargo, de manera imperceptible, en que las cosas marcharan como la seda. Tenía la impresión de que, de no ser por ella, los comensales no tendrían muchas ganas de hablar, ni rivales sonoros que vencer, ni obstáculos que salvar. Las conversaciones, en efecto, fueron animadas, y la señora DeMille de vez en cuando sonreía complacida al observar los frutos de su trabajo. Al coronel Drew, que estaba sentado al otro lado de la mesa, le oyó decir:
—Está claro que Brewster se opone a un asedio largo. Está pensando en asaltarnos.
La señora DeMille se volvió hacia Metro Smith, que estaba a su derecha. El joven había sido el último en incorporarse a su variado y pintoresco círculo.
—¿De dónde ha salido este amigo tuyo? —le preguntó—. No he visto nunca sencillez tan compleja. Su nuevo juguete en realidad no le emociona; lo está despedazando para averiguar de qué está hecho. Y algo pasará cuando descubra que es serrín.
—No te preocupes por él —dijo sin vacilar Metro—. Monty al menos tiene espíritu deportivo; pase lo que pase, no se quejará. Aceptará tranquilamente las consecuencias.
Monty tuvo que esperar hasta el fin de la velada para recibir su recompensa: un momento a solas con Barbara Drew. Se plantó delante de la joven, con el cuerpo agresivamente erguido para ahuyentar a los intrusos, y ella levantó la vista y sonrió con su típica sonrisa desconcertante. Pero fue solo un instante, porque enseguida se oyó un ruido espantoso procedente del comedor, seguido por un estruendo de cristales rotos. Al principio los invitados intentaron, educadamente, hacer como si no hubiesen oído nada, pero el estrépito fue tan sobrecogedor que su gesto de urbanidad pronto se volvió absurdo. El anfitrión, riéndose tímidamente, atravesó el salón para ver lo que había sucedido.
La preciosa pantalla del techo se había derrumbado dejándolo todo cubierto de cristales. La mesa era un montón de orquídeas aplastadas y velas que chisporroteaban. Los sirvientes, asustados, entraron corriendo en el comedor justo al tiempo que Brewster entraba por una puerta por el otro extremo. El estupor los detuvo. Entonces se oyeron por todas partes exclamaciones de consternación. Brewster sintió pena, y luego una alegría diabólica.
—¡Gracias a Dios! —dijo en voz baja.
Al observar las miradas de sorpresa de los invitados, dio un respingo.
—Que no haya pasado cuando estábamos cenando —añadió tranquilo. Su aplomo fue un punto a su favor en el frívolo juego que se traía entre manos.