Brewster se fue dando cuenta poco a poco de una cosa. Se había pasado la vida preguntándose de dónde iba a sacar el dinero para pagar sus facturas, pero jamás había pensado que gastar dinero pudiese ser tan difícil como ganarlo. Esta idea le dejó atónito por un instante. Entonces exclamó eufórico:
—¡Siempre puedo rechazar el millón de mi abuelo!
—No puede rechazar lo que ya es suyo. Tengo entendido que el señor Buskirk le ha transferido el dinero. Tiene usted un millón de dólares, señor Brewster; es imposible negarlo.
—Lleva razón —asintió Montgomery, desanimado—. Esta proposición créame que me desconcierta, señor Grant. Si no tiene usted que dar una respuesta inmediata, me gustaría pensármelo. Parece un sueño.
—No es un sueño, señor Brewster —dijo sonriente el abogado—. Es una realidad extraordinaria. Venga a verme mañana por la mañana. Piénselo bien; analice el asunto. Acuérdese de las cláusulas del testamento de su tío, las condiciones que tiene que cumplir. Mientras tanto escribiré al señor Jones preguntándole cómo interpreta esas cláusulas y qué cree que debe hacer usted para cumplirlas.
—No le escriba, señor Grant; póngale un telegrama y pídale que mande otro en respuesta. Un año no es mucho tiempo en un asunto así. —Al cabo de un instante añadió—: ¡Malditas querellas familiares! ¿No podría el tío James haber cedido un poco? No para de darme quebraderos de cabeza, y todo por una pelea que viene de antes de que yo naciera.
—Era un hombre extraño. Uno no suele llevar sus rencores a ese extremo. Pero esto no viene al caso. Lo cierto es que su testamento es vinculante.
—Suponga que consigo gastármelo casi todo antes del 23 de septiembre del año que viene, y que ese día me quedan mil dólares. Perdería los siete millones y sería prácticamente pobre. Eso no sería lo que se dice un buen negocio.
—El asunto es peliagudo, mi querido amigo. Considérelo bien antes de tomar una decisión, sea la que sea. Mientras tanto verificaremos de manera fehaciente este inventario de bienes.
—Por supuesto, háganlo, y díganle, por favor, al señor Jones que no sea demasiado exigente. Creo que me voy a arriesgar, siempre y cuando las condiciones no sean demasiado estrictas. Pero, si Jones tiene tendencias puritanas, más me valdría desistir ya y contentarme con lo que tengo.
—El señor Jones está muy lejos de ser lo que usted llama un puritano; al contrario, es un hombre práctico, con las ideas claras. Le obligará, sin duda, a llevar una cuenta de gastos y a presentar un recibo por cada dólar que desembolse.
—¡Dios santo! ¿Tendré que detallarlo todo?
—Más o menos, me imagino que sí.
—Y tendré que contratar a un ejército de despilfarradores, gente que invente métodos para derrochar el dinero.
—Se olvida usted de la cláusula que le prohíbe hablar a nadie de este asunto. Piénselo bien. Descanse esta noche, y puede que mañana no le parezca tan difícil.
—Si es que puedo dormir esta noche.
El resto del día Brewster caminó sin rumbo, como en un sueño. Estaba confuso y preocupado, y más de un viejo amigo suyo, al cruzarse con él sin recibir más que un saludo frío, concluyó enojado que el dinero empezaba ya a cambiarlo. La cabeza le daba vueltas, de tan llena que estaba de cifras, cálculos y datos estadísticos, y por poco le atropella un tranvía. En el pequeño restaurante francés donde cenó a solas, el camarero se asombró de la cantidad de café solo que bebía, y pareció molestarse por que no probara la codorniz con lechuga.
Esa noche, la pequeña mesa que tenía en casa de la señora Gray estaba atestada de trozos de papel de bloc, todos con una maraña de números incomprensible. Se había retirado a sus dependencias después de cenar, olvidándose de que vivía en la Quinta Avenida, y hasta bien entrada la madrugada estuvo fumando, haciendo cuentas y reflexionando. Por primera vez comprendió la enormidad de lo que había recibido de su abuelo. Si ese mismo día, el 1 de octubre, empezara a gastarse el dinero, dispondría de otros trescientos cincuenta y siete días para cumplir su tarea. Partiendo de la cifra redonda de un millón de dólares, era fácil calcular el gasto medio diario. Esa tarea no le pareció tan imposible hasta que cogió el papelito y miró, abatido, el resultado del cálculo que había hecho.
Tendría que gastar como promedio 2801,12 dólares al día durante casi un año, y aun así le quedarían dieciséis céntimos, ya que, al multiplicar esa cifra por el número de días, obtenía como resultado 999 999,84 dólares. Entonces cayó en la cuenta de que el dinero depositado en el banco devengaría intereses.
«Pero, por cada 2801,12 dólares, recibo siete veces más —pensó al acostarse, finalmente—. Eso son 19 607,84 al día[2], con una ganancia de 16 806,72. Está muy bien… demasiado bien. Me gustaría saber si el banco podría hacerme el favor de no pagarme intereses».
Las cifras se siguieron sumando y restando solas en su cabeza hasta que se durmió. Más tarde soñó que Swearengen Jones lo condenaba a gastarse un millón de dólares en comer carne de caza en el restaurante francés. Al despertar fue consciente de haber gritado: «¡Puedo hacerlo, pero un año no es mucho tiempo en un asunto así!».
No se levantó hasta las nueve de la mañana, y después de bañarse se sintió con fuerzas para vencer cualquier dificultad, incluso la de desayunar copiosamente. Tenía una nota del señor Grant, de Grant & Ripley, comunicándole que habían recibido varios despachos importantes de Montana, y proponiéndole que almorzaran juntos a la una. A Brewster aún le sobraba tiempo hasta la cita; como Margaret y la señora Gray habían salido, telefoneó a Ellis para pedirle que le trajera enseguida su caballo a la entrada del parque. El fresco aire de otoño era ideal para dar una vuelta, y a esa hora ya había unas cuantas personas elegantes paseando a caballo o en coche por el parque. El animal tenía ganas de ir a medio galope, y, al llegar al obelisco, Brewster tiró de las riendas. Cuando se disponía a cruzar la calzada para carruajes, un coche estuvo a punto de derribarlo. Era el nuevo automóvil francés de la señorita Drew.
—¡Discúlpeme! —exclamó ella—. Es usted la tercera persona con la que choco; ya ve que no le discrimino.
—Me halagaría incluso que usted me derribara.
—Muy bien, adelante pues. Tenga cuidado. —Arrancó el motor como si fuera a embestirlo. Frenó justo a tiempo, y le dijo riéndose—: Su cortesía merece una recompensa. ¿Le gustaría mandar su caballo a casa y dar una vuelta conmigo?
—El sirviente me está esperando en la Calle 59. Si no le importa ir hasta allí, la acompañaré con mucho gusto.
Monty solo había tratado a la señorita Drew en sociedad. Había coincidido con la joven, como con muchas otras, en cenas y bailes, pero ella le atraía más que ninguna. Algo indefinible ocurría cada vez que sus miradas se cruzaban; él se había preguntado a menudo lo que era, aunque nunca había pensado que tuviera nada que ver con el amor platónico.
«Si no tuviese que mirarla a los ojos —se decía—, sería capaz de hablar con ella hasta de política; pero en cuanto me mira me doy cuenta de que sabe lo que estoy pensando». Habían congeniado muy bien desde el principio, y a partir de su tercer encuentro les había parecido completamente natural dirigirse el uno al otro por el nombre de pila. Monty era consciente de pisar un terreno peligroso; nunca se había preguntado qué pensaba Barbara de él, aunque daba por supuesto que sus sentimientos iban más allá de la simpatía.
Avanzaban entre el enjambre de coches, inclinando la cabeza a menudo para saludar a las amistades con las que se cruzaban. Notaron que algunas mujeres, y de un modo especialmente llamativo la anciana señora Dexter, se daban la vuelta y se les quedaban mirando.
—¿No teme usted que hablen de nosotros? —preguntó Monty, riéndose.
—¿Que digan que nos han visto yendo en coche juntos por el parque? Este lugar es tan seguro como la Quinta Avenida. Además ¿qué más da? Creo que lo podemos aguantar.
—Usted es una chica de buena familia, Barbara; no me gustaría que fuese objeto de habladurías. Si me excedo, puede usted echarme.
—Tengo un almuerzo a las dos, pero hasta entonces pasearemos juntos.
Monty lanzó una exclamación y miró el reloj.
—¡La una menos cinco! —Se sentía tan alegre en compañía de la señorita Drew que había olvidado por completo su cita con el abogado y hasta los millones de su tío James—. Tengo una cita importantísima a la una. ¿Le importaría dejarme en la parada de tren elevado más cercana? No, mejor… déjeme conducir.
Antes de que Barbara pudiera darse cuenta, habían intercambiado asientos y Monty iba conduciendo a toda velocidad.
—De toda la gente loca… —dijo la joven, que no se arredraba ni mucho menos ante una situación así—. Creo que me está raptando.
Sin embargo, al ver el semblante serio de Monty, y a varios policías llamándole la atención, empezó a alarmarse de veras.
—Monty Brewster, va usted a una velocidad realmente peligrosa.
—Es posible —respondió—, pero, si no tienen la sensatez de apartarse, no podrán quejarse si les atropello.
—No estoy pensando en la gente ni en los coches ni en los árboles ni en los monumentos, Monty; estoy pensando en nosotros. O nos matamos o nos detiene la policía.
—Esto no es nada comparado con lo deprisa que voy a andar si las cosas salen como espero. No se preocupe, Babs. Además ya es la una. Dios mío, no pensaba que fuera tan tarde.
—¿Es tan importante la cita? —preguntó ella.
—Bueno, yo diría que sí, y… ¡tenga cuidado, idiota! ¿Es que quiere que le atropelle? —le gritó a un transeúnte furioso que había salvado la vida de milagro—. Ya hemos llegado —dijo al aproximarse el coche a la parada de tren elevado—. Muchísimas gracias… es usted un encanto… siento despedirme así. Ya se lo contaré todo más tarde. No sabe cuánto le agradezco que me haya ayudado a llegar a mi cita.
—¡Me parece que no le ha hecho falta mi ayuda! —exclamó mientras él subía corriendo las escaleras—. ¡Venga un día a tomar el té y así me cuenta quién es la afortunada!
Cuando hubo desaparecido Monty, la señorita Drew se volvió hacia el chófer, que estaba en el asiento de atrás, y estalló en carcajadas. El tipo sonrió casi imperceptiblemente.
—Disculpe, señorita, pero yo apostaría por el señor Brewster antes que por Fournier[3].
Brewster llegó al despacho de abogados Grant & Ripley con apenas media hora de retraso. Excitado y con la cara enrojecida, no era consciente de la enorme mancha de barro que le adornaba la mejilla.
—Siento mucho que hayan tenido que esperar —se disculpó.
—Sherlock Holmes diría que usted ha venido en coche, señor Brewster —observó Ripley, estrechándole la mano.
—Y se equivocaría, señor Ripley. He venido volando. ¿Qué noticias tienen de Montana? —Su impaciencia le había llevado a preguntárselo tan de golpe que los abogados no pudieron por menos de reírse, y Brewster hizo lo mismo un instante después.
Le enseñaron media docena de telegramas de respuesta remitidos por banqueros, abogados y directores de explotaciones mineras de Montana, y que no dejaban lugar a dudas sobre la magnitud de la fortuna de James T. Sedgwick, aún mayor, al parecer, de lo que indicaban las cifras conocidas hasta ese momento.
—Y ¿qué dice el señor Jones? —quiso saber Montgomery.
—Su respuesta parece un comunicado de prensa. Ha tratado de explicarse con total claridad, y no tenemos manera de saber si ha omitido algo. Por lo demás, lamento informarle de que el señor Jones ha pagado el precio del telegrama —dijo Grant con una amplia sonrisa.
—¿Se muestra razonable? —preguntó nervioso.
Tras dirigir una mirada rápida y elocuente a su socio, Grant cogió de su mesa el extenso telegrama de Swearengen Jones. Decía lo siguiente:
2 de octubre
GRANT & RIPLEY. Edificio Yucatán, Nueva York
Soy el único árbitro en este asunto. Siguen actuando como representantes míos, el heredero me informará semanalmente a través de ustedes. El tío quiso anticiparse al testamento del abuelo. Respetaré ese deseo. Haré cumplir estrictamente las cláusulas. Era mi mejor amigo y me encomendó la disposición de todo su patrimonio. Ejecutaré la tarea escrupulosamente. Heredero debe deshacerse del dinero de su abuelo en el plazo señalado. Por respeto a la memoria de su tío no revelará nada a nadie. No quiero que la gente piense que S. estaba chiflado. No lo estaba. Quiero que cumpla estas reglas: 1. Prohibido el juego. 2. Prohibido especular como un idiota a través de la Cámara de Comercio. 3. Prohibidas las donaciones a instituciones, sean del tipo que sean, porque la memoria del beneficiario sería un bien intangible. 4. Prohibido dar dinero indiscriminadamente. No quiero decir que tenga que ser tacaño. Odio a la gente tacaña. J.T.S. también la odiaba. 5. Practicar como mucho los vicios normales. Odio a los santos, lo mismo que J.T.S. Los dos nos divertimos más de una vez. 6. Prohibido donar más dinero del razonable a organizaciones benéficas. Aceptaré que les dé tanto como otros millonarios, pero no más. No hay que confundir caridad con prodigalidad. No es fácil gastar un millón, así que seré justo con él. Que gaste el dinero libremente, pero no al buen tuntún, y que le saque partido. Si lo logra, le tendré por un buen hombre de negocios. Me parece un disparate darles más de un dólar de propina a los camareros, y los aparcacoches no se merecen más de cinco. Si el heredero aspira al premio gordo, más le vale empezar enseguida, porque es posible que meta la pata si espera hasta el día del juicio final. Falta menos de un año. Buena suerte para él. Les escribiré dando más detalles.
S. JONES
—¡Más detalles! —repitió Montgomery—. ¿Qué le queda por decir?
—El telegrama es bien claro —dijo uno de los abogados—, pero le conviene saber todas las condiciones antes de tomar una decisión. ¿La ha tomado ya?
Brewster permaneció un buen rato con la mirada fija en el suelo. Vivía un gran conflicto interior.
—Es una apuesta, y muy alta —dijo por fin, poniéndose erguido—; pero aceptaré. No quiero parecer desleal a mi abuelo, pero creo que hasta él me habría aconsejado que aceptara. Sí, pueden escribir al señor Jones comunicándole que estoy dispuesto a correr el riesgo.
Los abogados lo felicitaron por su valor y le desearon suerte. Brewster se volvió hacia ellos sonriente.
—Para empezar, querría preguntarles qué creen que sería una tarifa razonable para un abogado en un caso así. Confío en que me representen.
—No pretenderá gastárselo todo de golpe, ¿no? —preguntó Grant con una sonrisa—. Además no podemos trabajar para usted y el señor Jones al mismo tiempo.
—Pero tengo que tener un abogado, y el testamento restringe el número de personas con las que puedo hablar de este asunto. ¿Qué puedo hacer?
—Lo consultaremos con el señor Jones. Es una situación anómala, como comprenderá, pero no veo ningún problema legal. Ahora bien, no podemos aceptar dinero de las dos partes —advirtió Grant.
—Pero quiero abogados que estén dispuestos a ayudarme. No me serán ustedes de mucha ayuda si rechazan mi dinero.
—Recurriremos al arbitraje —dijo Ripley riéndose.
Así, antes del anochecer, Montgomery Brewster emprendió un camino que habría asombrado al mundo de haberse hecho público. En una muestra de auténtica lealtad a los Retoños de los Ricos, invitó a sus amigos a cenar.
—¡Champán! —exclamó Harrison mientras se sentaban—. No me acuerdo de la última vez que lo bebí.
—Lógico —se rió Metro Smith—; no te acordabas de nada de lo que pasó después.
Más tarde, Brewster les anunció que pretendía doblar su fortuna en un año.
—Voy a divertirme también —añadió—, y me tenéis que ayudar, chicos.
«Nopper» Harrison fue nombrado superintendente de negocios; Elon Gardner, consejero de finanzas; Joe Bragdon, consejero privado; y Metro Smith, asesor. Había cargos previstos para los demás miembros del círculo.
—Quiero un piso, el más elegante que encuentres, Nopper —ordenó Brewster—. No repares en gastos. Encárgale a Pettingill que lo redecore entero, y consígueme los mejores criados. Quiero disfrutar de la vida, Nopper, y me trae sin cuidado lo que pase.