III. LA SEÑORA GRAY Y SU HIJA

La señora Gray vivía en la Calle 14, en una casa antigua y tranquila que Montgomery Brewster también consideraba la suya desde hacía años. El edificio, en otro tiempo propiedad del abuelo de ella, había sido uno de los primeros en construirse en esa zona de la ciudad. La señora Gray había nacido allí, y se había casado en el salón; la casa estaba ligada a su infancia, a su breve vida de casada y a la que había llevado desde la muerte de su marido. De niña, la madre de Montgomery había sido compañera suya de colegio y de juegos, y la amistad entre ellas había perdurado: cuando su nieto se quedó huérfano, Edwin Peter Brewster se puso a buscarle alojamiento, y la señora Gray rogó al anciano que le dejara hacerse cargo del muchacho. Montgomery era tres años mayor que su hija, Margaret, y los dos niños crecieron como hermanos. El viejo Brewster fue generoso en la manutención de su nieto y, estando Montgomery en la universidad, donde, para asombro del banquero, se dedicaba a gastar dinero a espuertas, siguió pagando una renta a la señora Gray por unas dependencias que nadie utilizaba, pero se conservaban en buen estado. Con todo, no hubo nunca la más mínima queja por parte de Edwin Peter Brewster: era un hombre adusto, pero no tacaño.

La señora Gray había tenido dificultades para llegar a fin de mes. Su único patrimonio era la casa de la Calle 14, y su marido apenas le había dejado nada. Para colmo de males, una desafortunada operación especulativa del señor Gray había hecho esfumarse todo el dinero que ella había heredado de su padre, el juez Merriweather. Sin embargo, había evitado durante años hipotecar la casa dando clases de francés e inglés. En cuanto a Margaret, su madre la había enviado a uno de esos viejos y prestigiosos internados junto al río Hudson, y la joven había salido de allí dispuesta a ayudarla en su lucha por salir a flote y guardar las apariencias. Era rica en amistades, pero únicamente el orgullo le impedía disfrutar de las ventajas que ofrecían. Además era guapa, inteligente y alegre: la naturaleza no le había negado nada. Con un ánimo ligero y radiante como una mañana de mayo, parecía complacerse en afrontar las adversidades, y nadie sospechaba que su valor pudiese flaquear ni por un instante.

Ahora que acababa de heredar una fortuna fabulosa, Brewster no concebía mayor placer que el de compartirla con la señora Gray y su hija. Entrar en el pequeño salón de su casa y ofrecerles grandes sumas de dinero le parecía tan natural que se negaba a pensar que pudiera existir algún obstáculo. Y sin embargo sabía que un regalo así hería a la señora Gray en su amor propio, legado de varias generaciones de hombres altivos y autosuficientes. El caso es que sobre la casa pesaba una pequeña pero molesta hipoteca de dos mil o tres mil dólares, y Brewster se puso a pensar en cómo arreglárselas para hacerse cargo de la deuda sin ofender profundamente a la señora Gray. Se le ocurrieron cientos de ideas descabelladas, infinidad de argucias y pretextos que no tardaría en desechar por la ternura que le inspiraba el orgullo de esas dos mujeres tan queridas.

Nada más abandonar el banco fue en tranvía hasta la esquina de Broadway con la Calle 14, que enfiló con entusiasmo. Aún no había llegado al punto de desdeñar ese medio de transporte, por más que llevara un fajo de billetes haciéndole bulto en el bolsillo del pantalón. Al llegar a la casa se encontró con el viejo Hendrick, fiel sirviente de los Gray desde hacía dos generaciones, que estaba barriendo las hojas de otoño de la acera.

—Hola, Hendrick —le saludó alegre—. ¡Vaya montón de hojas!

—¿Y? —contestó sin levantar siquiera la vista. Era un hombre muy taciturno.

—¿Está la señora Gray?

Hendrick lanzó un gruñido afirmativo.

—Está usted tan locuaz como siempre, Hendrick.

Esta vez asintió con la cabeza.

Brewster abrió la puerta con su llave y, tras arrojar el sombrero en una silla, entró bruscamente en la biblioteca. Margaret estaba sentada cerca de una ventana con un libro en el regazo. Su sonrisa le ofreció el primer signo de amistad verdadera y sin prejuicios que había percibido en varios días. Le cogió la mano y dijo simplemente:

—Nos alegramos de acoger en su casa al hijo pródigo.

—Me parezco más al becerro de oro.

—Ya lo había pensado, pero no me atreví a decírtelo —dijo ella riéndose—. Hay que mostrarles respeto a los parientes ricos.

—Al diablo con tus parientes ricos, Peggy; si creyera que el dinero iba a cambiar las cosas renunciaría a él en este mismo instante.

—Tonterías, Monty. ¿Cómo iban a cambiar? Pero reconocerás que esto es algo chocante. Tu amigo de juventud abandona su modesta vivienda el sábado por la noche habiendo cobrado por adelantado el sueldo de dos semanas, y regresa el jueves convertido en un deslumbrante millonario.

—En cualquier caso me alegro de haber empezado ya a deslumbrar. Pensé que iba a ser difícil encajar en el papel.

—Bueno, tampoco has cambiado mucho, por lo que veo —replicó Margaret. La voz le temblaba un poco, y, a pesar de la penumbra, Brewster notó que se le empañaban momentáneamente los ojos.

—A fin de cuentas, es fácil ser millonario —explicó él— si siempre te has comportado como si lo fueras.

—Aunque no tuvieses más de cincuenta centavos —añadió ella.

—Nunca llegaré a disfrutar con mi fortuna tanto como con mis apuros económicos, lo digo de veras.

—Pero piensa, Monty, en el alivio que es no tener que preguntarse si tendrás un buen abrigo para el invierno, ni cuánto te durará el carbón, ni cosas por el estilo.

—Jamás me preocupé por los abrigos; de eso se encargaba el sastre. Pero ojalá pudiese seguir viviendo como antes. Preferiría mil veces vivir aquí antes que en esa casa tan triste de la Quinta Avenida.

—Solías decir cosas así cuando jugábamos en la buhardilla. Preferías mil veces hacer esto antes que aquello, ¿te acuerdas?

—Por eso precisamente sería más feliz viviendo aquí, Peggy. Anoche me dio por pensar en la vieja buhardilla y se me hizo un nudo en la garganta; tuve ganas de llorar. ¿Cuánto hace que jugábamos allí arriba, y te leía libros de Oliver Optic[1], yo sentado en la repisa de la ventana y tú con la espalda apoyada contra la pared, los ojos muy abiertos?

—Por Dios, Monty; de eso hace ya mucho, doce o trece años por lo menos —exclamó ella con un brillo tenue en los ojos.

—Voy a subir esta tarde a ver cómo está ahora —dijo ilusionado—. Y tienes que venir conmigo. Igual encuentro uno de esos libros de Optic, y volvemos a ser jóvenes.

—Aunque solo sea por los viejos tiempos —respondió ella sin pensar—. Te quedarás a comer, me imagino.

—Tengo que estar en… no, tampoco iré. ¿Sabes? Estaba pensando que tengo que estar en el banco a las doce y media para que el señor Perkins pueda salir a comer algo. Las costumbres de millonario no están tan arraigadas como pensaba. —Tras una pausa momentánea, en la que su tono cada vez más serio alteró el ambiente, prosiguió con voz entrecortada, dubitativo—: Lo mejor de tener tanto dinero es que… es que ya no tenemos que renunciar a nada. —Sus palabras, una vez dichas, le sonaron algo imprudentes. Tuvo que ponerse a examinar detenidamente un retrato que conocía bien para mantener un aire de seguridad en sí mismo. Ella no respondió al primer tanteo, pero Brewster tuvo la sensación de que le estaba leyendo el pensamiento, de que comprendía muy bien sus arduos procesos mentales—. Podemos decorar la casa todo lo que queramos, y… y ya sabes que la caldera nos ha dado muchos quebraderos de cabeza en los últimos dos o tres años. —Estaba hablando sin parar cuando Margaret posó suavemente su mano sobre la de él y le dirigió una mirada extraña.

—No, no sigas, Monty, por favor —dijo en tono dulce pero decidido—. Sé lo que quieres decir. Eres muy amable, pero no quiero que sigas.

—Todo lo mío es tuyo…

—Sé que eres generoso, Monty; sé que tienes buen corazón. Lo que quieres es… es ofrecernos parte de tu dinero. —Le costó decirlo, y Monty no podía hacer otra cosa que mirar al suelo—. No podemos aceptarlo, cariño, y no debes volver a hablar del asunto. Mamá y yo teníamos el presentimiento de que lo intentarías. Pero ¿no te das cuenta de que te estás ofreciendo a ayudarnos, y de que eso duele, aun tratándose de ti?

—No hables así, Peggy —le suplicó.

—A ella le dolería mucho que le ofrecieras dinero de ese modo. Le sentaría fatal, Monty. Quizá sea una tontería por nuestra parte, pero sabes de sobra que no podemos aceptar tu dinero.

—Pensé que tú… que tú… ¡esto hace que no pueda estar contento! —estalló desesperado.

—Monty, ¡cariño!

—Vamos a discutirlo, Peggy. No entiendes que… —comenzó. Creía que estaba a punto de ceder un poco, y aprovechó de inmediato la ocasión.

—¡No sigas! —le ordenó ella. En sus ojos azules brilló momentáneamente esa vehemencia que él ya había percibido alguna vez.

Brewster se levantó y se puso a caminar de un lado para otro. Finalmente se plantó frente a Margaret con una sonrisa en los labios: una sonrisa lastimera, pero una sonrisa al fin y al cabo. Ella le miró llorosa.

—Es un maldito prejuicio puritano, Peggy —se quejó inútilmente—, y tú lo sabes.

—No has visto las cartas que han llegado para ti esta mañana. Están allí en la mesa —respondió ella, ignorando sus palabras.

Brewster fue a coger las cartas y, después de sentarse de nuevo junto a la ventana, se puso a ojearlas con desgana. La última era del despacho de abogados Grant & Ripley. Se quedó ensimismado leyéndola, pero no pudo evitar exclamar, sorprendido: «¡Dios mío!». Acto seguido la leyó en voz alta.

Nueva York, 30 de septiembre

Estimado señor Brewster:

Hemos recibido una misiva del señor Swearengen Jones, de Montana, comunicándonos la triste noticia de que el tío de usted, James T. Sedgwick, falleció el día 24 del presente mes en el Hospital M. de Portland, tras una breve enfermedad. El señor Jones, autorizado en el estado de Montana para ejercer como albacea testamentario, nos confirma como sus representantes en el Este del país y adjunta una copia del testamento, en el que se le nombra a usted único heredero, con una serie de condiciones. Le agradeceríamos que acudiera a nuestro despacho esta tarde, si es posible. Debe usted conocer de inmediato el contenido del documento.

Atentamente,

GRANT & RIPLEY

En el ambiente, por un instante, solo hubo sorpresa. Entonces se dibujó una leve sonrisa perpleja en el rostro de Monty, lo mismo que en el de la chica.

—¿Qué sabes de tu tío James? —preguntó ella.

—Nunca he oído hablar de él.

—Tienes que ir a Grant & Ripley enseguida, por supuesto.

—¿No te acuerdas, Peggy —replicó él con un dejo de irritación—, de que habíamos quedado en leer a Oliver Optic esta tarde?