Montgomery Brewster había dejado de ser un joven «con expectativas»: la gente ya no podía decir de él que un día heredaría un millón o dos. A los dos días de morir su abuelo se dio lectura al testamento, y, como era de esperar, el viejo banquero compensó las penalidades que habían sufrido Robert Brewster y su mujer dejando un millón de dólares al hijo del matrimonio, Montgomery. El dinero era suyo sin restricciones ni compromisos; ni siquiera se le aconsejaba qué hacer con él. La omisión de ciertas cláusulas en el testamento se correspondía justamente con la instrucción en los negocios que había recibido de su abuelo. El viejo Brewster creía haberle inculcado una idea bien clara de lo que se esperaba de él en la vida: en caso de no hacer lo que debía, Montgomery sería el único en sufrir las consecuencias. Había un camino proyectado para él, y atrás quedaba una larga serie de señales cuyas lacónicas indicaciones no podía olvidar en ningún caso. Edwin Peter Brewster había, sin duda, dictado sus últimas voluntades con el razonable convencimiento de que tendría que morir antes de que nadie dispusiera de su dinero, y de que sería absurdo por su parte preocuparse de lo que fueran a hacer sus herederos después de su muerte.
A su hermana le legó la casa de la Quinta Avenida, así como uno o dos millones; y, en cuanto al resto de los bienes, varios parientes suyos se mostraron amablemente dispuestos a evitar que fuera a parar al Hogar de los Desamparados. El viejo Brewster dejó arreglados sus asuntos. En el testamento se nombraba albacea a Jerome Buskirk, quien, según lo establecido en la cláusula cuarta, había de entregar a Montgomery Brewster un millón de dólares en títulos al día siguiente de la validación del documento. Así pues, el 26 de septiembre, el joven Brewster se encontró de pronto con una fortuna de la que podía disponer sin condiciones, y sobre la cual gravitaba, sin embargo, cierto aire fúnebre.
Llevaba alojado en la lúgubre casa de la Quinta Avenida desde el fallecimiento de su abuelo, y no había pasado más que dos o tres veces, y muy poco rato, por la de la señora Gray, donde vivía habitualmente. En la residencia del banquero, todavía ensombrecida por la muerte, reinaban un silencio y una quietud que le hacían añorar otros ambientes más alegres. Se preguntaba vagamente si una gran fortuna no despediría siempre un leve aroma a crisantemos. Aquella atmósfera opulenta y extraña le desagradaba. Nunca había sentido demasiado afecto por el adusto tirano que acababa de morir, pero, a fin de cuentas, su abuelo era un ser humano y le inspiraba respeto: parecía muy cruel renegar de su mentor, ponerse a bailar sobre la tumba de alguien que se había portado bien con él. Por eso le repelía la actitud de los amigos que le daban palmadas en la espalda, los periodistas que le felicitaban y la multitud que esperaba verlo lleno de júbilo. Parecía una tragicomedia dominada por el severo rostro del difunto. A Montgomery le perseguían los recuerdos y el agudo remordimiento por su inconsciencia. Hasta el dinero heredado de su abuelo le inspiraba a ratos una vaga melancolía.
Este estado de cosas tenía, sin embargo, sus compensaciones. Durante unos días dio gracias al destino, cuando Ellis le despertaba a las siete, por no tener que ir al banco por la mañana. El lujo de una hora más de sueño parecía la mayor ventaja de ser rico. Al principio le divertía el correo de la mañana: desde que la prensa publicara la noticia de su fortuna, había recibido un aluvión de cartas. Muchos le escribían pidiéndole obras de caridad pública o privada, pero los remitentes eran en su mayoría personas generosas que no pensaban más que en el bien de Brewster. Pasó tres días sumido en un desconcierto total. Lo visitaban reporteros, fotógrafos y desconocidos muy sagaces que se ofrecían a invertir su capital en negocios solventes. Cuando no andaba ocupado, por ejemplo, rechazando la oferta de adquirir por cuatrocientos cincuenta mil dólares una mina de oro en Colorado que valía cinco millones, se dedicaba a rehuir a un ingenuo inventor dispuesto a confiarle el secreto de un maravilloso artilugio por trescientos dólares, o a desmentir una información según la cual se le había ofrecido la presidencia del First National Bank.
Un día, Oliver Harrison lo despertó temprano y, mientras el millonario se frotaba los ojos, soñoliento, y seguía esquivando la bomba que el anarquista de su sueño le había arrojado desde lo alto de un poste de la cama, insistió, con un tono entre nervioso y confidencial, en que debía asegurarse contra posibles demandas por incumplimiento de promesa de matrimonio. Sentado al borde de la cama, Brewster le oyó contar historias aterradoras en las que mujeres desaprensivas desplumaban a hombres tan ricos como incautos. Más tarde, mientras se bañaba, contrató a Harrison para que lo protegiera de los chantajes, pagándole un anticipo de sus honorarios.
Los consejeros del banco se reunieron para emitir una declaración lamentando la muerte del presidente y nombrar como sucesor al vicepresidente primero. También discutieron si incorporar o no a Monty al consejo, pero al final acordaron aplazar indefinidamente la decisión.
Entre los consejeros estaba el coronel Prentiss Drew, el «magnate de los ferrocarriles», como lo llamaban los periódicos. Había mostrado aprecio por el joven Brewster, quien lo visitaba con asiduidad en su casa. El coronel lo llamaba «mi querido muchacho», y Monty a él «viejo encantador», aunque no en su presencia. Es posible que la existencia de la señorita Barbara Drew tuviera algo que ver con el sentimiento que se profesaban.
Esa tarde, al abandonar la sala del consejo, Drew se acercó a Monty, quien había comunicado a los directivos su marcha del banco.
—Ah, mi querido muchacho —dijo, estrechándole afablemente la mano—, ahora tienes la oportunidad de demostrar lo que sabes hacer. Tienes una fortuna y, con un poco de inteligencia, tendrías que ser capaz de triplicarla. Si te puedo ayudar en algo, ven a verme.
Monty le dio las gracias.
—Te hartarás de oír a gente con ideas sobre cómo invertir tu dinero —prosiguió el coronel—. No le hagas caso a ninguno. Tranquilidad. Todos los días de tu vida tendrás ocasión de ganar dinero, así que no te des prisa. Yo me habría hecho rico hace muchos años si hubiese tenido la sensatez de huir de esa gente. Todos tratarán de llevarse tu dinero. Ten los ojos bien abiertos, Monty. El joven millonario siempre es una pieza suculenta. —Tras reflexionar unos instantes añadió—: ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros mañana?