Con la caída de la noche, se levantó una fresca brisa en la playa. El sol no había tardado en desaparecer y no había luna para reemplazarlo. Un techo lejano de nubes inofensivas cubría el firmamento y el agua era negra.
La oscuridad atraía a los pescadores al malecón Dan Russell, en el centro de la playa. Formaban grupos de tres o cuatro sobre la estructura de hormigón y observaban silenciosamente los sedales, que penetraban en la negra agua a seis metros de sus pies. Permanecían inmóviles apoyados en la balaustrada y de vez en cuando escupían o le decían algo a su compañero. Disfrutaban mucho más de la brisa, el silencio y la tranquilidad del agua, que del pez despistado que de vez en cuando mordía el anzuelo. Eran veraneantes del norte, que cada año pasaban la misma semana en el mismo hotel y acudían al malecón al amparo de la noche para pescar y admirar el océano. Junto a ellos tenían cubos de carnada y neveras portátiles llenas de cerveza.
De vez en cuando, a lo largo de la noche, aparecía alguien que no se interesaba por la pesca, o una pareja de tortolitos, que caminaban los treinta metros hasta el extremo del malecón. Solían admirar el agua oscura y apacible durante unos minutos, antes de dar la vuelta para contemplar el reflejo de infinidad de luces parpadeantes, a lo largo de la playa. Miraban a los grupos de pescadores inmóviles, apoyados sobre los codos. Los pescadores hacían caso omiso de su presencia.
Tampoco percibieron a Aaron Rimmer cuando daba un paseo por detrás de ellos a eso de las once. Fumó un cigarrillo en el extremo del malecón y tiró la colilla al agua. Contempló la playa y pensó en los millares de habitaciones de hotel y apartamentos.
El malecón Dan Rusell, de los tres que había en Panama City Beach, era el que estaba situado más al oeste. Era también el más nuevo, el más largo y el único construido sólo de hormigón. Los otros dos eran más antiguos y de madera. En el centro había un pequeño edificio de ladrillo, con una tienda de artículos de pesca, un bar y unos servicios. Sólo los servicios estaban abiertos por la noche.
Estaba probablemente a un kilómetro del Sea Gull’s Rest. A las once y media, Abby salió de la habitación 39, rodeó sigilosamente la sucia piscina y empezó a caminar hacia el este por la playa. Vestía pantalón corto, sombrero de paja blanco y una chaqueta de plástico con el cuello levantado. Caminaba despacio y con las manos hundidas en los bolsillos, como una experimentada turista aficionada a la contemplación. Al cabo de cinco minutos, Mitch salió de la habitación, rodeó sigilosamente la sucia piscina y siguió sus pasos. Contemplaba el océano mientras caminaba. Se acercaron dos corredores, que salpicaban en el agua y hablaban a trompicones. Colgado de una cuerda alrededor del cuello y disimulado bajo su camisa negra de algodón llevaba un silbato, por si acaso. En sus cuatro bolsillos había apretujado sesenta mil dólares. Contemplaba el mar y, con cierto nerviosismo, a Abby, que le precedía. Cuando había recorrido unos doscientos metros, Ray salió de la habitación 39 por última vez. La cerró y se guardó la llave. Alrededor de la cintura llevaba doce metros de cuerda negra de nilón, y debajo de la misma, la pistola. Una holgada chaqueta lo cubría todo perfectamente. Andy les había cobrado otros dos mil dólares por la ropa y demás complementos.
Ray rodeó la piscina y echó a andar por la playa. Observaba a Mitch, pero apenas veía a Abby. La playa estaba desierta.
Era casi medianoche y la mayoría de los pescadores habían abandonado el malecón. Abby vio a tres en un grupo, cerca de los servicios. Pasó junto a ellos y siguió caminando tranquilamente hasta el extremo del malecón, donde se apoyó en la balaustrada de hormigón y contempló las oscuras aguas del golfo. Había boyas rojas encendidas, dispersas hasta donde le alcanzaba la vista. Las luces azules y blancas del canal de navegación estaban escrupulosamente alineadas hacia el este. Una luz amarilla parpadeante de alguna embarcación avanzaba lentamente por el horizonte. Abby estaba sola en el extremo del malecón.
Mitch se ocultaba en una silla plegable bajo una sombrilla, cerca de la entrada del malecón. No podía ver a su esposa, pero tenía una buena vista del mar. Ray estaba sentado sobre un muro de ladrillo, situado a unos quince metros, al amparo de la oscuridad. Los pies le colgaban sobre la arena. Esperaban. Consultaron sus relojes.
A las doce en punto, Abby abrió nerviosa la cremallera de su chaqueta y desató una pesada linterna. Miró al agua a sus pies y la cogió con fuerza. Se la apoyó contra el vientre, la protegió con la chaqueta, la enfocó al mar y pulsó tres veces el interruptor: encender y apagar, encender y apagar, encender y apagar. La luz verde parpadeó tres veces. La aguantó firmemente y contempló el océano.
Ninguna respuesta. Esperó una eternidad y, al cabo de dos minutos, repitió la operación. Tres veces. Ninguna respuesta. Respiró hondo y se dijo a sí misma:
—Tranquila, Abby, tranquila. Está ahí, en algún lugar.
Encendió la linterna otras tres veces y esperó. Ninguna respuesta.
Mitch estaba sentado al borde de la silla y contemplaba el mar, acongojado. De reojo vio a alguien que se acercaba por el oeste a paso ligero, casi corriendo, y subía por la escalera que conducía al malecón. Era el nórdico. Mitch echó a correr hacia él.
Aaron Rimmer pasó por detrás de los pescadores, junto al pequeño edificio, y observó a la mujer de sombrero blanco, en el extremo del malecón. Estaba agachada, con algo en las manos. Encendió la linterna otras tres veces. Él se le acercó silenciosamente.
—Abby…
Ella se incorporó de un brinco y quiso chillar, pero Rimmer se le echó encima y la empujó contra la balaustrada. Desde la oscuridad, Mitch se lanzó de cabeza contra las piernas del nórdico y cayeron los tres sobre el suelo de hormigón. Mitch se percató con el tacto de que el nórdico llevaba una pistola a la espalda. Cogió impulso para golpearlo con el antebrazo, pero falló. Rimmer se volvió y le propinó un soberano puñetazo en el ojo izquierdo. Abby pataleaba y logró escapar. Mitch había quedado ciego y aturdido. Rimmer se puso rápidamente de pie y fue a por su pistola, pero no la encontró. Entonces Ray le embistió como un toro y lo lanzó contra la balaustrada. A continuación le propinó cuatro contundentes golpes en los ojos y la nariz, que empezaron a sangrar inmediatamente. Cosas aprendidas en la cárcel. El nórdico se desplomó y Ray le dio cuatro fuertes patadas en la cabeza. Emitió un lastimero gemido y cayó de bruces en el suelo.
Ray le quitó la pistola y se la entregó a Mitch, que había logrado ponerse de pie, e intentaba enfocar su ojo no lastimado. Abby observaba el malecón. Nadie a la vista.
—Empieza a hacer señales —dijo Ray, mientras se desenroscaba la cuerda de la cintura.
Abby se puso de cara al mar, protegió la linterna, encontró el interruptor y empezó a hacer señales desesperadamente.
—¿Qué piensas hacer? —susurró Mitch, al ver a Ray con la cuerda.
—Hay dos posibilidades. Le podemos volar la tapa de los sesos o ahogarlo.
—¡Dios mío! —exclamó Abby, sin dejar de hacer señales.
—No dispares el arma —susurró Mitch.
—Gracias —respondió Ray.
Cogió un trozo de cuerda, rodeó el cuello del nórdico y tiró de la misma. Mitch se volvió de espaldas y pasó entre Abby y el cuerpo del nórdico. Ella no quiso mirar.
—Lo siento. No tenemos otra alternativa —farfulló Ray, hablando casi consigo mismo.
El individuo, inconsciente, no reaccionó ni ofreció resistencia alguna. Al cabo de tres minutos, Ray suspiró y anunció que estaba muerto. Ató el otro extremo de la cuerda a un poste, empujó el cadáver por debajo de la balaustrada y lo bajó silenciosamente hacia el agua.
—Bajaré yo primero —dijo Ray, al tiempo que se agarraba de la cuerda y empezaba a descender. A dos metros y medio de la superficie del malecón había unas vigas de acero cruzadas, sujetas a las gruesas columnas de hormigón que desaparecían en el agua. Era un buen lugar donde ocultarse. A continuación descendió Abby. Ray le sujetó las piernas mientras ella se agarraba a la cuerda y la ayudó a bajar. Mitch, con su ojo tuerto, estuvo a punto de perder el equilibrio y darse un baño.
Pero lo lograron. Se sentaron sobre las vigas, a tres metros del agua fría y oscura; a tres metros de los peces, los escaramujos y el cadáver del nórdico. Ray cortó la cuerda a fin de que el cadáver pudiera hundirse debidamente, antes de volver a la superficie al cabo de uno o dos días.
Estaban los tres como búhos sobre una percha, contemplando las luces de las boyas y, del canal de navegación, a la espera de que llegara el mesías caminando sobre las aguas. El único ruido era el de las olas que acariciaban las columnas a sus pies y el del interruptor de la linterna.
Entonces se oyeron voces sobre el malecón. Voces nerviosas, angustiadas, presas del pánico, que buscaban a alguien. A continuación desaparecieron.
—Bien, hermanito, ¿qué hacemos ahora? —susurró Ray.
—Plan B —respondió Mitch.
—¿En qué consiste?
—Empezamos a nadar.
—Muy gracioso —dijo Abby, sin dejar de hacer señales.
Transcurrió una hora. La viga de acero, aunque perfectamente situada, no era cómoda.
—¿Os habéis fijado en esas embarcaciones? —preguntó Ray, en voz baja.
Eran pequeños botes, aproximadamente a una milla de la costa, que desde hacía una hora navegaban de un modo lento y sospechoso paralelos a la orilla, sin perder de vista la playa.
—Creo que son pesqueros —dijo Mitch.
—¿Quién pesca a la una de la madrugada? —preguntó Ray.
Los tres reflexionaron. No tenía explicación.
Abby fue la primera en verlo y se encomendó al cielo para que no fuera el cadáver que flotaba hacia ellos.
—Mirad ahí —dijo, mientras señalaba algo a unos cincuenta metros.
Era algo negro, sobre la superficie, que se les acercaba lentamente. Lo observaron atentamente. Entonces oyeron el ruido, parecido al de una máquina de coser.
—Sigue haciendo señales —dijo Mitch.
Se acercó y comprobaron que se trataba de un hombre en un pequeño bote.
—¡Abanks! —susurró Mitch.
Cesó el ruido.
—¡Abanks! —repitió.
—¿Dónde diablos estáis? —respondió el barquero.
—Aquí, debajo del malecón. ¡Maldita sea, date prisa!
Aumentó de nuevo el ruido y Abanks acercó el bote de goma, de dos metros y medio, debajo del malecón. Se desprendieron de la viga y cayeron felizmente amontonados. Se abrazaron entre sí y abrazaron a Abanks. Aceleró el motor eléctrico de cinco caballos y puso proa a alta mar.
—¿Dónde está el barco? —preguntó Mitch.
—Aproximadamente a una milla de la costa —respondió Abanks.
—¿Qué le ha ocurrido a tu linterna verde?
—Se ha quedado sin pilas —respondió, al tiempo que señalaba la linterna, junto al motor.
El barco era una goleta de doce metros de eslora, que Abanks había encontrado en Jamaica por sólo doscientos mil dólares. Un amigo esperaba junto a la escalerilla para ayudarlos a subir a bordo. Su nombre era George, sólo George, y hablaba con mucha precisión. Abanks dijo que era de confianza.
—Hay whisky, si os apetece. En el armario —dijo Abanks.
Ray fue a por la botella. Abby encontró una manta y se acomodó en un pequeño sofá. Mitch se quedó en cubierta y admiró su nuevo barco.
—Larguémonos de aquí. ¿Podemos levar anclas ahora mismo? —preguntó Mitch, después de que Abanks y George subieran el bote de goma a bordo.
—Como quieras —respondió George, en un acento impecable.
Mitch contempló las luces de la playa y se despidió. Entró en el barco y se sirvió un whisky.
Wayne Tarrance dormía cruzado sobre la cama, con la ropa puesta. No se había movido desde la última llamada, hacía seis horas. Sonó el teléfono junto a su oreja. Después de que el timbre sonara cuatro veces, logró encontrarlo.
—Diga —respondió, con la voz lenta y carrasposa.
—Wayne, cariño, ¿te he despertado?
—Por supuesto.
—Ahora ya puedes recoger los documentos. Habitación treinta y nueve, hotel Sea Gull’s Rest, carretera noventa y ocho, Panama City Beach. El recepcionista es un individuo llamado Andy y te abrirá la habitación. Nuestro amigo los ha marcado todos con mucha precisión y te ha dejado dieciséis horas grabadas en vídeo. Trátalos con mucho cuidado.
—Quiero hacerte una pregunta —dijo Tarrance.
—Adelante, amigo. Pregunta lo que quieras.
—¿Dónde te encontró? Esto habría sido imposible sin tu cooperación.
—Muchas gracias, Wayne. Me encontró en Memphis. Nos hicimos amigos y me ofreció un montón de dinero.
—¿Cuánto?
—¿Crees que eso importa, Wayne? Nunca tendré que volver a trabajar. Tengo prisa, cariño. Ha sido un placer.
—¿Dónde está?
—En estos momentos viaja en un avión rumbo a Sudamérica. Pero no te molestes en intentar atraparlo. Wayne, cariño, eres un encanto, pero no le encontrarías aunque estuviera en Memphis. Adiós.
Y colgó.