Treinta y nueve

El sábado, a las siete de la mañana, Andy Patrick miró a la derecha y a la izquierda de la playa, antes de dirigirse apresuradamente a la habitación 39 y llamar suavemente a la puerta.

—¿Quién es? —respondió ella, al cabo de unos instantes.

—El director.

Se abrió la puerta y apareció el individuo que se parecía al retrato robot de Mitchell Y. McDeere. Su cabello era ahora muy corto y de color dorado.

—Buenos días, Andy —dijo cortésmente, mientras miraba alrededor del aparcamiento.

—Buenos días. Me preguntaba si seguían todavía aquí.

McDeere asintió, sin dejar de mirar a su alrededor.

—Según las noticias de esta mañana por televisión, anoche cruzaron media Florida.

—Sí, lo hemos visto. Están practicando algún tipo de juego, ¿no te parece, Andy?

Andy dio un puntapié a una piedra que estaba sobre la acera.

—La televisión ha dicho que anoche los identificaron tres testigos distintos. Los tres en lugares diferentes. Me ha parecido extraño. Yo he pasado aquí toda la noche, trabajando y vigilando, y no he visto que se marcharan. Antes del amanecer, he ido a una cafetería al otro lado de la carretera donde, como de costumbre, había algunos policías y me he sentado cerca de ellos. Decían que la búsqueda por esta zona había sido cancelada. Según ellos, el FBI se había marchado después del último comunicado, alrededor de las cuatro de la madrugada. La mayoría de los demás policías también se han marchado. La vigilancia de la playa continuará hasta el mediodía y entonces levantarán los controles. Se rumorea que han recibido ayuda del exterior y que intentan llegar a las Bahamas.

—¿Qué más han dicho? —preguntó McDeere, que prestaba mucha atención y no dejaba de observar el aparcamiento.

—No dejaban de hablar del camión, lleno de mercancía robada, de que lo habían encontrado vacío y de que no llegaban a comprender cómo habían trasladado la mercancía robada a un remolque y habían salido de la ciudad ante sus narices. No cabe duda de que están muy impresionados. Por supuesto no he dicho nada, pero he deducido que se trataba del mismo camión que condujo aquí el jueves por la noche.

McDeere estaba meditabundo y no dijo nada. No parecía estar nervioso. Andy observaba atentamente su rostro.

—No parece muy contento —dijo Andy—. A mi entender, si los policías se marchan y dejan de buscarlos, mejora su situación, ¿no es cierto?

—Andy, ¿puedo contarte algo?

—Claro.

—Ahora hay más peligro que antes.

—¿Cómo es eso? —preguntó Andy, después de una larga pausa.

—Lo único que pretendía la policía era detenerme, Andy. Pero hay unos individuos que quieren matarme. Asesinos profesionales. Andy. Muchos. Y están aquí todavía.

Andy entornó su único ojo y miró fijamente a McDeere. ¡Asesinos profesionales! ¿Por aquí? ¿En la playa? Retrocedió. Quería preguntarle exactamente quiénes eran y por qué le perseguían, pero sabía que no obtendría ninguna respuesta. Se le ocurrió una idea.

—¿Por qué no huyen?

—¿Huir? ¿Cómo?

Andy dio una patada a otra piedra y movió la cabeza en dirección a un Pontiac Bonneville de 1971, aparcado detrás de la recepción.

—Bueno, podrían utilizar mi coche. Podrían meterse los tres en el maletero y yo les sacaría de la ciudad. No parece que le falte dinero, de modo que podrían coger un avión e irse a cualquier parte. Así de fácil.

—¿Y eso cuánto costaría?

Andy se observó los pies y se rascó la oreja. Aquel individuo probablemente era narcotraficante, pensó, y las cajas debían estar llenas de cocaína y dinero. Los que le perseguían, seguramente eran colombianos.

—Eso sería bastante caro, ¿sabe? Hay que tener en cuenta que ahora, a cinco mil diarios, no soy más que el ingenuo empleado de un hotel que no es muy observador. No estoy comprometido con nada, ¿comprende? Pero si los saco de aquí, me convierto en su cómplice, expuesto a que me juzguen, me manden a la cárcel y todo lo demás por lo que ya he pasado. De modo que sería bastante caro.

—¿Cuánto, Andy?

—Cien mil.

McDeere no reaccionó ni se alteró en absoluto; se limitó a contemplar el océano, con una expresión perfectamente imperturbable. Andy comprendió inmediatamente que su propuesta no era descabellada.

—Deja que lo piense, Andy. Por ahora, limítate a mantener los ojos bien abiertos. Ahora que se han marchado los policías aparecerán los asesinos. Hoy podría ser un día muy peligroso, Andy, y necesito tu ayuda. Si ves algo sospechoso por los alrededores, avísanos inmediatamente. No nos moveremos de nuestras habitaciones, ¿de acuerdo?

Andy regresó a la recepción. Cualquier imbécil se metería en el maletero y levantaría el vuelo. Era por las cajas, las mercancías robadas. Ésa era la razón por la que no querían marcharse.

Para desayunar, los McDeere comieron pastas enmohecidas y tomaron refrescos calientes. Ray se moría de ganas de tomar una cerveza fresca, pero desplazarse de nuevo a la tienda habría sido demasiado arriesgado. Comieron en silencio y miraron las noticias de la mañana. De vez en cuando, alguna emisora de la costa mostraba sus retratos robot por la pantalla. Al principio se asustaron, pero se acostumbraron a ello.

Poco después de las nueve de la mañana del sábado, Mitch apagó la televisión y reemprendió su actuación en el suelo, entre las cajas. Cogió un montón de documentos y le hizo una seña a Abby, encargada de operar la cámara. Prosiguió la declaración.

Lazarov esperó hasta que las camareras empezaran a trabajar, para mandar a sus tropas a la playa. Iban de dos en dos y llamaban a las puertas, miraban por las ventanas y husmeaban por los oscuros vestíbulos. La mayoría de los pequeños hoteles tenían dos o tres camareras, que conocían todas las habitaciones y a todos los huéspedes. El procedimiento era simple y funcionaba en la mayoría de los casos. Uno de los matones encontraba a una camarera, le ofrecía un billete de cien dólares y le mostraba los retratos robot. Si reaccionaba con reticencia, le ofrecía más dinero hasta que optaba por cooperar. Si no había visto a los fugitivos, le preguntaba por el camión, por una habitación llena de cajas, por dos hombres y una mujer que actuaran de un modo sospechoso, o por cualquier cosa fuera de lo corriente. Si no tenía información alguna, le preguntaba qué habitaciones estaban ocupadas y llamaban a las puertas.

«Empezad por las camareras —les había dicho Lazarov—. Entrad por la parte de la playa. Manteneos alejados de la recepción. Fingid que sois policías. Y si los encontráis, matadlos inmediatamente y llamad por teléfono.»

DeVasher instaló cuatro de las furgonetas alquiladas a lo largo de la playa, cerca de la carretera. Lamar Quin, Kendall Mahan, Wally Hudson y Jack Aldrich se hacían pasar por conductores, y observaban todos los vehículos que pasaban. Habían llegado en plena noche en un avión privado, con otros diez veteranos de Bendini, Lambert & Locke. Los antiguos amigos y colegas de Mitch McDeere circulaban entre los turistas por las tiendas y los cafés, con la esperanza secreta de no encontrarse con él. Los socios habían recibido la orden de regresar de los distintos aeropuertos nacionales, y a media mañana paseaban por la playa, inspeccionando piscinas y vestíbulos de hotel. Nathan Locke se quedó con el señor Morolto, pero todos los demás, disfrazados con gorras y gafas de sol, obedecían las órdenes del general DeVasher. Avery Tolleson era el único ausente. Desde que había abandonado el hospital, no se había sabido nada de él. Comprendidos los treinta y tres abogados, el señor Morolto disponía de casi cien hombres involucrados en su operación privada de busca y captura.

En el hotel Blue Tide, un mozo cogió un billete de cien dólares, observó los retratos robot y dijo que creía haber visto a la mujer, acompañada de uno de los hombres, cuando se instalaban en dos habitaciones la tarde del jueves. Contempló de nuevo el retrato de Abby y afirmó que definitivamente era ella. Recibió un poco más de dinero y fue a la recepción a verificar las fichas. A su regreso, dijo que la mujer se había registrado con el nombre de Jackie Nagel y que había pagado al contado por dos habitaciones, para el jueves, viernes y sábado. Recibió otra pequeña suma y acompañó a los pistoleros a las habitaciones en cuestión. Llamó a ambas puertas, pero nadie contestó. Las abrió y permitió que sus nuevos amigos las inspeccionaran. No habían sido utilizadas el viernes por la noche. Uno de los matones llamó a Lazarov y al cabo de cinco minutos DeVasher husmeaba por las habitaciones, en busca de pistas. No encontró ninguna, pero la búsqueda quedó inmediatamente limitada a una zona de siete kilómetros, entre el Blue Tide y el Beachcomber, donde se había encontrado el camión.

Las furgonetas acercaron la tropa. Los socios y los miembros asociados veteranos inspeccionaban la playa y los restaurantes. Y los pistoleros llamaban a las puertas.

Andy firmó el recibo a las diez y treinta y cinco minutos, e inspeccionó el paquete urgente dirigido a Sam Fortune. La remitente era Doris Greenwood, cuya dirección figuraba como 4040 de la avenida Poplar, Memphis, Tennessee. Ningún número de teléfono. Estaba seguro de que era valioso y contempló momentáneamente la posibilidad de hacer otro negocio. Pero la entrega ya había sido contratada. Miró a un lado y a otro de la playa y salió de la recepción con el paquete.

Después de muchos años de huir y ocultarse, Andy había adquirido subconscientemente la costumbre de caminar rápido por la sombra, cerca de las esquinas y nunca en campo abierto. Al volver la esquina para cruzar el aparcamiento vio a dos individuos que llamaban a la puerta de la habitación 21. Daba la casualidad de que la habitación en cuestión estaba vacante y eso despertó inmediatamente sus sospechas. Ambos llevaban pantalones cortos blancos del mismo estilo, mal ajustados y que les llegaban casi a las rodillas, a pesar de que no era fácil saber exactamente dónde acababan los pantalones y dónde comenzaban sus piernas blancas como la nieve. Uno de ellos llevaba unos calcetines oscuros, con unos viejos mocasines. El otro llevaba unas sandalias baratas y, a juzgar por su forma de caminar, era evidente que le dolían los pies. Unos sombreros blancos panameños adornaban sus robustas cabezas.

Después de seis meses en la playa, Andy era perfectamente capaz de detectar a un falso turista. Uno de ellos llamó de nuevo a la puerta y entonces Andy vio el bulto de una gruesa pistola en la parte posterior de la cintura.

Retrocedió inmediatamente y regresó a la recepción, desde donde llamó a la habitación treinta y nueve y preguntó por Sam Fortune.

—Soy Sam.

—Sam, soy Andy, desde la recepción. No mire por la ventana, pero hay dos individuos muy sospechosos, que van de puerta en puerta al otro lado del aparcamiento.

—¿Son policías?

—Me parece que no. No han pasado por la recepción.

—¿Dónde están las sirvientas? —preguntó Sam.

—Los sábados no llegan hasta las once.

—Bien. Apagaremos las luces. Obsérvalos y avísanos cuando se hayan marchado.

Por la oscura ventana de un trastero, Andy observó a los individuos que iban de puerta en puerta, llamando y esperando, hasta que de vez en cuando alguna se abría. Once de las cuarenta y dos habitaciones estaban ocupadas. Nadie respondió en la 38, ni en la 39. Regresaron a la playa y desaparecieron. ¡Asesinos profesionales! En su hotel.

No lejos de allí, en el aparcamiento de un minigolf, Andy vio a otros dos falsos turistas, idénticos a los anteriores, que hablaban con un individuo en una furgoneta blanca. Señalaban en distintas direcciones y parecían discutir.

—Oiga, Sam, se han marchado —dijo por teléfono—. Pero están por todas partes.

—¿Cuántos?

—He visto a otros dos a lo largo de la playa. Lo mejor será que se larguen ustedes.

—Tranquilo, Andy. No nos verán si no nos movemos de aquí.

—Pero no pueden quedarse permanentemente. Mi jefe se dará cuenta, tarde o temprano.

—Pronto nos marcharemos, Andy. ¿Sabes algo del paquete?

—Está aquí.

—Bien. Necesito verlo. A propósito, Andy, ¿no habrá un poco de comida? ¿Puedes ir al otro lado de la calle y conseguir algo caliente?

Andy era el director, no un camarero. Pero por cinco mil dólares diarios, el Sea Gull’s Rest podía ofrecer servicio de habitaciones.

—Desde luego. Estaré ahí dentro de un minuto.

Wayne Tarrance cogió el teléfono y se desplomó sobre la cama individual de su habitación, en el Ramada Inn de Orlando. Estaba agotado, furioso y hasta las narices de F. Denton Voyles. Era la una y media de la tarde del sábado. Llamó a Memphis. La secretaria no tenía ninguna novedad, a excepción de una llamada de Mary Alice, que quería hablar con él. Habían localizado la llamada, efectuada desde una cabina de Atlanta. Mary Alice había dicho que volvería a llamar a las dos de la tarde, para comprobar si Wayne —así le había llamado— se había puesto en contacto con la oficina. Tarrance le dio el número de su habitación y colgó. Mary Alice, en Atlanta. McDeere en Tallahassee y a continuación en Ocala. Entonces ningún rastro de McDeere. Ninguna camioneta Ford verde con matrícula de Tennessee y un remolque. Había vuelto a desaparecer.

Sonó el teléfono y lo descolgó lentamente.

—Mary Alice —dijo en voz baja.

—¡Wayne, cariño! ¿Cómo lo has adivinado?

—¿Dónde está?

—¿Quién? —preguntó Tammy, con una carcajada.

—McDeere. ¿Dónde está?

—El caso es, Wayne, que tus muchachos han llegado a estar muy cerca, pero después os habéis dejado engañar por un señuelo. Lamento comunicarte, encanto, que ahora estáis muy lejos.

—Hemos recibido tres informes de identificaciones en las últimas catorce horas.

—Te sugiero que los compruebes, Wayne. Hace escasos minutos, Mitch me ha dicho que no ha estado nunca en Tallahassee, ni siquiera ha oído hablar de Ocala, jamás ha conducido una camioneta Ford verde, ni ha tirado de ningún remolque. Os han dado gato por liebre, Wayne. Habéis caído en la trampa como pajaritos.

Tarrance se pellizcó el puente de la nariz y respiró hondo.

—A propósito —prosiguió Tammy—, ¿cómo te va por Orlando? ¿Aprovecharás la oportunidad para visitar Disney World?

—¿Dónde diablos está?

—Wayne, Wayne, tranquilízate, cariño. Recibirás tus documentos.

—De acuerdo, ¿cuándo? —preguntó Tarrance, incorporándose en la cama.

—Podríamos ser avariciosos e insistir en que nos dieras el resto del dinero. Estoy en una cabina, Wayne, no te molestes en localizar la llamada, ¿de acuerdo? Pero no somos avariciosos. Tendrás los sumarios en el transcurso de las próximas veinticuatro horas. Si todo va bien.

—¿Dónde están los documentos?

—Tendré que volver a llamarte, encanto. Si no te mueves de donde estás, te llamaré cada cuatro horas, hasta que Mitch me comunique el paradero de los documentos. Pero, Wayne, si te marchas, puede que pierda contacto contigo, cariño. No te muevas.

—Aquí estaré. ¿Sigue en el país?

—Creo que no. Creo que a estas alturas debe de estar ya en México. Su hermano habla español, ¿lo sabías?

—Lo sé.

Tarrance se tumbó sobre la cama y decidió mandarlo todo al diablo. Los mexicanos podían quedarse con ellos, a condición de que entregara los documentos.

—No te muevas de donde estás, amor mío. Haz una siesta. Debes estar muy cansado. Te llamaré entre las cinco y las seis.

Tarrance dejó el teléfono sobre la mesilla de noche y se quedó dormido.

Las pesquisas perdieron ímpetu el sábado por la tarde, cuando la policía de Panama City Beach recibió cuatro denuncias de propietarios de hoteles. Los agentes se presentaron en el hotel Breakers, donde un enfurecido propietario les habló de hombres armados que molestaban a los huéspedes. Mandaron a más policías a la playa, que empezaron a buscar a los pistoleros que buscaban a los McDeere. La Costa Esmeralda estaba al borde de una guerra.

Agotados y acalorados, los hombres de DeVasher se vieron obligados a trabajar solos. Se diseminaron aún más por la playa y dejaron de ir de puerta en puerta. Sentados en sillas de plástico alrededor de las piscinas, contemplaban el ir y venir de los turistas. Otros estaban tumbados en la arena, procurando resguardarse del sol, ocultos tras sus gafas oscuras, y observaban también a los turistas.

Con la llegada del crepúsculo, el ejército de matones, bandidos, pistoleros y abogados se desplegó al amparo de la oscuridad y esperó. Si los McDeere pensaban moverse, lo harían de noche. Un ejército silencioso los esperaba.

Los gruesos antebrazos de DeVasher descansaban torpemente sobre la baranda de la terraza de su habitación, en el Best Western. Contemplaba la playa a sus pies, mientras el sol se hundía en el horizonte. Aaron Rimmer salió por la puerta deslizante del cristal y se detuvo a su espalda.

—Hemos encontrado a Tolleson —dijo Rimmer.

—¿Dónde? —preguntó DeVasher, sin moverse.

—Escondido en el piso de su novia, en Memphis.

—¿Estaba solo?

—Sí. Lo han liquidado. Han hecho que pareciera un robo.

En la habitación 39, Ray inspeccionó por enésima vez los pasaportes, los visados, los permisos de conducir y las partidas de nacimiento. Las fotografías de los pasaportes de Mitch y de Abby eran recientes, con abundante cabello oscuro. Después de la fuga, con el tiempo desaparecería el cabello rubio. La de Ray era una foto de Mitch —ligeramente alterada—, en la facultad de derecho, con el cabello largo, barbilla y el aspecto duro de un estudiante. Los ojos, la nariz y los pómulos era lo único en lo que se parecían, si se examinaba atentamente. Los documentos estaban a nombre de Lee Stevens, Rachel James y Sam Fortune, domiciliados todos en Murfreesboro, en Tennessee. El doctor había hecho un buen trabajo y Ray sonrió al examinar cada uno de los documentos.

Abby guardó la videocámara Sony en su caja. A partir de la primera cinta, Mitch se había colocado de cara a la cámara, había levantado la mano derecha y había jurado decir la verdad. Junto a la cómoda, rodeado de documentos y con la ayuda de los apuntes, resúmenes y esquemas de Tammy, había seguido metódicamente la pista de los datos bancarios. Había identificado más de doscientas cincuenta cuentas bancarias secretas en once bancos de las Caimán. Algunas eran nominales, pero la mayoría sólo numeradas. Con copias de referencias informáticas, había reconstruido la historia de tales cuentas. Ingresos al contado, transferencias telegráficas y retiradas de fondos. Firmó la parte inferior de cada documento utilizado en la declaración con las iniciales MM y, a continuación, prueba número MM1, MM2, MM3, etcétera. Después de la prueba MM1485, había identificado novecientos millones de dólares ocultos en bancos de las Caimán.

Después de relacionar la información bancaria, reconstruyó minuciosamente la estructura del imperio. En veinte años, los Morolto y sus abogados, increíblemente ricos y corruptos, habían fundado más de cuatrocientas corporaciones en las Caimán. Muchas de ellas eran propietarias, en parte o en su totalidad, de otras, y utilizaban los bancos como representantes y domicilio permanente de esas sociedades. Mitch no tardó en comprender que sólo disponía de una pequeña parte de los documentos y dedujo, ante la cámara, que la mayoría estaban ocultos en el sótano de Memphis. También explicó, para mejor comprensión por parte del jurado, que un pequeño ejército de investigadores de Hacienda tardaría aproximadamente un año en reconstruir el laberinto corporativo de los Morolto. Detalló claramente cada una de las pruebas, las numeró y archivó. Abby operaba la cámara, mientras Ray vigilaba el aparcamiento y examinaba los pasaportes falsos.

Declaró durante seis horas sobre los distintos métodos utilizados por los Morolto y sus abogados para blanquear el dinero. El método más utilizado consistía en transportar dinero negro en el avión de la empresa, habitualmente con dos o tres abogados a bordo para legitimar el viaje. Dada la entrada de droga por tierra, mar y aire, la aduana estadounidense prestaba poca atención a lo que salía del país. Era un sistema perfecto. El avión salía con contrabando y regresaba limpio. Cuando el dinero llegaba a Gran Caimán, uno de los abogados se encargaba de administrar los debidos sobornos a la aduana de las Caimán y al banquero correspondiente. En algunos casos, el dinero de cohecho llegaba a suponer un veinticinco por ciento de total.

Una vez ingresado, habitualmente en cuentas numeradas no nominales, era casi imposible determinar el origen del dinero. Pero muchas de las transacciones bancarias coincidían curiosamente con acontecimientos corporativos significativos. Había una docena de cuentas numeradas de reserva, que Mitch denominaba «supercuentas», en las que se solía ingresar el dinero, y facilitó al jurado los números de las mismas, así como los nombres de los bancos. Más adelante, cuando se fundaban las sociedades, se transfería el dinero de las supercuentas a las cuentas corporativas, generalmente en el mismo banco. Cuando el dinero negro era propiedad de una corporación legítima de las Caimán, comenzaba el blanqueo. El método más sencillo y más común consistía en la adquisición de fincas y otros bienes legítimos en Estados Unidos por parte de la nueva sociedad. Los encargados de las transacciones eran los ingeniosos abogados de Bendini, Lambert & Locke, que efectuaban todas las operaciones financieras por transferencia telegráfica. Se daba frecuentemente el caso de que una corporación de las Caimán comprara otra corporación también de las islas, propietaria a su vez de una corporación en Panamá, que poseía una sociedad financiera en Dinamarca. Los daneses compraban una fábrica de cojinetes en Toledo, con dinero transferido telegráficamente desde una sucursal bancaria de Munich, y el dinero negro había quedado blanqueado.

Después de identificar la prueba número MM4292, Mitch dio la declaración por terminada. Dieciséis horas de declaración eran suficientes. Tarrance y sus colaboradores podrían mostrar las cintas al tribunal y procesar por lo menos a treinta abogados de la empresa Bendini. También podría mostrar las cintas a un juez federal y conseguir órdenes de registro.

Mitch había cumplido con su parte del trato. A pesar de que no aparecería personalmente ante los tribunales, había recibido sólo un millón de dólares y estaba a punto de entregarles más de lo que esperaban. Estaba física y emocionalmente agotado. Se sentó al borde de la cama, con la luz apagada, mientras Abby descansaba en una silla, con los ojos cerrados.

Ray miró por entre las persianas.

—Necesitamos una cerveza fresca —dijo.

—Olvídalo —replicó Mitch.

—Tranquilízate, hermanito —dijo Ray, después de volverla cabeza y mirarle fijamente—. Es de noche y la tienda está a cuatro pasos por la playa. Sé cuidarme.

—Olvídalo, Ray. No tenemos por qué arriesgarnos. Vamos a marcharnos dentro de unas horas y, si todo va bien, tendremos el resto de la vida para beber cerveza.

Ray no le escuchaba. Se puso una gorra de béisbol, cogió un poco de dinero y la pistola.

—Ray, por favor, por lo menos deja la pistola —suplicó Mitch.

Ray escondió el arma bajo la camisa y se dirigió a la puerta. Avanzó rápidamente por la arena, detrás de los hoteles y las tiendas, oculto entre las sombras y con muchas ganas de tomarse una cerveza fría. Paró detrás del colmado, echó una ojeada a su alrededor y, seguro de que nadie le observaba, entró en la tienda. La nevera estaba en la parte posterior.

En el aparcamiento junto a la playa, Lamar Quin permanecía oculto bajo un sombrero de paja y charlaba con unas jovencitas de Indiana. Vio a Ray entrar en la tienda y creyó reconocerle. Había algo en su forma de andar que le resultaba vagamente familiar. Lamar se acercó al escaparate y miró en dirección a la nevera. Unas gafas de sol le cubrían los ojos, pero la nariz y los pómulos le resultaban definitivamente familiares. Entró en el colmado, cogió una bolsa de patatas fritas y esperó en la caja, hasta encontrarse cara a cara con aquel individuo que no era Mitchell McDeere pero que se le parecía mucho.

Era Ray. No podía ser otro. Tenía un rostro bronceado y el cabello demasiado corto para ir a la moda. No se le veían los ojos, pero la altura, el peso y la forma de caminar eran los mismos.

—¿Cómo le va? —preguntó Lamar Quin al individuo en cuestión.

—Muy bien. ¿Y a usted? —respondió con una voz semejante a la de Mitch.

Lamar pagó por las patatas y regresó al aparcamiento. Arrojó la bolsa a un cubo de basura junto a una cabina telefónica y entró en la tienda contigua, para seguir buscando a los McDeere.