Treinta y ocho

El señor Morolto, que vestía traje negro y corbata roja, presidía la mesa de conferencias acabada en plástico de la sala Dunes, en el Best Western frente a la playa. Sus mejores hombres, y más inteligentes, ocupaban las otras veinte sillas alrededor de la mesa. De pie en la sala había otros hombres de confianza. A pesar de que eran robustos asesinos, que actuaban con eficacia y sin remordimientos, parecían payasos con sus camisas estampadas, extravagantes pantalones cortos y una asombrosa mescolanza de sombreros de paja. Su ridículo aspecto le habría provocado la risa, de no haber sido por lo grave de la situación. Se limitaba a escucharlos.

Inmediatamente a su derecha estaba Lou Lazarov y a su izquierda DeVasher. Todos los oídos de la sala estaban pendientes de ellos, mientras se pasaban la pelota el uno al otro.

—Están aquí. Sé que están aquí —decía con dramatismo DeVasher, que acompañaba cada sílaba con palmadas sobre la mesa.

El individuo tenía ritmo.

—Estoy de acuerdo —agregó Lazarov—. Están aquí. Dos de ellos han venido en un coche y el tercero en un camión. Se han encontrado ambos vehículos abandonados, cubiertos de huellas dactilares. Sí, están aquí.

—¿Pero por qué en Panama City Beach? —preguntó DeVasher—. No tiene sentido.

—En primer lugar, ha estado antes aquí —dijo Lazarov—. Vino en Navidad, ¿no lo recuerdas? Conoce la zona, e imagina que con tantos hoteles baratos en la playa es un sitio ideal para ocultarse durante algún tiempo. A decir verdad, no es mala idea. Pero ha tenido mala suerte. Para un fugitivo, lleva demasiado equipaje consigo, por ejemplo un hermano a quien todo el mundo busca. Y una mujer. Además, suponemos, de un camión cargado de documentos. Es una mentalidad típica de adolescente; si he de huir, lo haré con todos los que me quieren. Entonces su hermano viola a una chica, o eso creen, y de pronto toda la policía de Alabama y de Florida los está buscando. Hay que reconocer que ha tenido bastante mala suerte.

—¿Qué me decís de su madre? —preguntó el señor Morolto.

Lazarov y DeVasher asintieron al gran hombre y reconocieron la profundidad de su inteligente pregunta.

—Pura coincidencia —respondió Lazarov—. Es una mujer muy sencilla, que vende barquillos y no sabe absolutamente nada. La hemos vigilado desde que llegamos.

—Estoy de acuerdo —agregó DeVasher—. No han tenido contacto.

Morolto asintió con sabiduría y encendió un cigarrillo.

—De modo que si están aquí, y estamos seguros de ello —prosiguió Lazarov—, también lo saben la policía y los federales. Nosotros disponemos aquí de sesenta personas y ellos de varios centenares. Llevan las de ganar.

—¿Estáis seguros de que los tres están juntos? —preguntó el señor Morolto.

—Completamente seguros —respondió DeVasher—. Sabemos que la mujer y el presidiario llegaron juntos a Perdido, que tres horas después de marcharse ella llegó aquí, al Holiday Inn, donde pagó al contado por dos habitaciones, y que el coche que ella alquiló estaba lleno de huellas dactilares del recluso. No cabe la menor duda. Sabemos que Mitch alquiló un camión el miércoles en Nashville, que el jueves por la mañana hizo una transferencia de diez millones de nuestro dinero a un banco de Nashville y, evidentemente, levantó el vuelo. El camión ha sido encontrado aquí, hace cuatro horas. Sí, señor, están aquí.

—Si salió de Nashville inmediatamente después de hacer la transferencia —dijo Lazarov—, probablemente llegó aquí al anochecer. El camión estaba vació cuando lo han encontrado, lo que significa que tuvieron que descargarlo en algún lugar cercano antes de esconderlo. Eso ocurrió probablemente anoche, jueves. Ahora bien, debemos tener en cuenta que en algún momento necesitan dormir. Calculo que han pasado aquí la noche, con la idea de marcharse hoy. Pero al despertar esta mañana se han encontrado con su retrato en todos los periódicos, un montón de policías que tropiezan entre sí y de pronto las carreteras cortadas. De modo que están atrapados aquí.

—Para escapar —prosiguió DeVasher— necesitan un coche prestado, alquilado o robado. No existe ningún indicio de que hayan alquilado un coche en esta zona. Ella alquiló un vehículo en Mobile a su nombre. Mitch alquiló un camión en Nashville, también a su nombre. Su auténtica identidad. De modo que, después de todo, no son tan listos como parece.

—Evidentemente, no tienen documentos de identidad falsos —agregó Lazarov—. Si alquilaran un coche por aquí para huir, la ficha estaría a su nombre. Y esta ficha no existe.

—Muy bien, muy bien —exclamó el señor Morolto, con un ademán de frustración—. Están aquí. Sois unos genios. Me siento muy orgulloso de vosotros. ¿Y ahora qué?

—Los federales se interponen en nuestro camino —respondió DeVasher—. Ellos controlan la búsqueda y lo único que podemos hacer es observar.

—He llamado a Memphis —prosiguió Lazarov—. Todos los miembros asociados veteranos de la empresa vienen hacia aquí. Conocen muy bien a McDeere y a su mujer, de modo que los distribuiremos por la playa, los restaurantes y los hoteles. Puede que vean algo.

—Calculo que están en uno de los hoteles pequeños, donde pueden dar nombres falsos y pagar al contado sin levantar sospechas. También hay menos gente. Menos probabilidades de ser vistos. Primero fueron al Holiday Inn, pero no se quedaron allí mucho tiempo. Apuesto a que se instalaron a lo largo de la playa.

—En primer lugar —dijo Lazarov—, nos desharemos de los federales y de la policía. Ellos todavía no lo saben, pero están a punto de irse con la música a otra parte. Entonces, a primera hora de la mañana, comenzaremos a visitar uno por uno los pequeños hoteles. La mayoría de esos antros tienen menos de cincuenta habitaciones. Calculo que dos de nuestros hombres pueden registrarlo en treinta minutos. Sé que será lento, pero no podemos permanecer sentados. Tal vez, cuando se retire la policía, los McDeere se relajen un poco y cometan algún error.

—¿Pretendes que nuestros hombres empiecen a registrar las habitaciones de los hoteles? —preguntó el señor Morolto.

—No podemos registrarlas todas —respondió DeVasher—, pero debemos intentarlo.

El señor Morolto se puso de pie y miró a su alrededor.

—¿Qué me decís del agua? —preguntó, en dirección a Lazarov y DeVasher.

Se miraron entre sí, totalmente perplejos.

—¡El agua! —exclamó el señor Morolto—. ¿Qué me decís del agua?

Todos los ojos miraron desesperadamente alrededor de la mesa, hasta posarse en Lazarov.

—Lo siento, señor. Estoy perplejo.

—¿Qué me dices del agua, Lou? —dijo el señor Morolto, a pocos centímetros del rostro de Lazarov—. Estamos en la costa, ¿no es cierto? En un lado hay tierra, carreteras, trenes y aeropuertos, y en el otro hay agua y embarcaciones. Si las carreteras están cortadas y los aeropuertos y ferrocarriles son inaccesibles, ¿dónde crees que pueden ir? Me parece que lo evidente sería intentar hacerse con una embarcación y esfumarse durante la noche. Parece lógico, ¿no es cierto, muchachos?

Todas las cabezas de la sala se apresuraron a asentir.

—A mí me parece eminentemente lógico —afirmó DeVasher.

—Fantástico —dijo el señor Morolto—. En tal caso, ¿dónde están nuestras embarcaciones?

Lazarov se incorporó de un brinco, se acercó a una de las paredes y comenzó a vociferar órdenes a sus subordinados.

—¡Id al muelle! Alquilad todos los pesqueros que encontréis, para esta noche y mañana. Pagadles lo que os pidan. No contestéis a ninguna pregunta, limitaos a darles el dinero. Instalad a nuestros hombres en los botes y empezad a patrullar cuanto antes. No os alejéis más de una milla de la orilla.

Poco antes de las once del viernes por la noche, Aaron Rimmer estaba en el mostrador de una estación de servicio Texaco, en Tallahassee, para pagar una cerveza y cincuenta litros de gasolina. Necesitaba monedas para el teléfono. Fuera, junto al tren de lavado, consultó las páginas verdes y llamó por teléfono al departamento de policía de Tallahassee. Era urgente. Cuando explicó el caso, la telefonista le conectó con el capitán de guardia.

—¡Escúcheme! —exclamó perentoriamente Rimmer—. Estoy en una estación Texaco y hace cinco minutos he visto a esos fugitivos que todo el mundo anda buscando. ¡Sé que eran ellos!

—¿Qué fugitivos? —preguntó el capitán.

—Los McDeere. Dos hombres y una mujer. He salido de Panama City Beach hace menos de dos horas y he visto sus retratos en los periódicos. Entonces me he parado aquí a repostar y los he visto.

Rimmer le dijo dónde se encontraba y esperó treinta segundos, hasta la llegada del primer coche con luces azules parpadeantes. Pronto le siguieron un segundo, un tercero y un cuarto. Instalaron a Rimmer en el asiento delantero y lo trasladaron a toda velocidad a la comisaría del distrito sur. El capitán, acompañado de un pequeño grupo, le esperaba impaciente. Escoltaron a Rimmer como a una celebridad al despacho del capitán, donde tres retratos robot y una fotografía esperaban sobre la mesa.

—¡Son ellos! —exclamó—. Acabo de verlos hace menos de diez minutos. Viajaban en una camioneta Ford verde, con matrícula de Tennessee, que tiraba de un largo remolque de cuatro ruedas.

—¿Dónde estaba usted exactamente? —preguntó el capitán, bajo la mirada atenta de los demás policías.

—Estaba cargando el depósito, en el surtidor número cuatro, gasolina normal sin plomo, cuando han entrado sigilosamente en el aparcamiento, de un modo muy sospechoso. Han parado lejos de los surtidores, la mujer se ha apeado y ha entrado en el edificio de la gasolinera —respondió—. Sí, es ella, no cabe duda —agregó, después de coger el retrato robot de Abby y examinarlo detenidamente—. Su cabello es mucho más corto, pero igual de oscuro. Ha vuelto a salir al cabo de un momento, sin haber comprado nada. Parecía nerviosa y con prisas por regresar al vehículo. Entonces yo había acabado de llenar el depósito y me he dirigido al mostrador. Cuando estaba por abrir la puerta, han pasado a menos de un metro de mí. Los he visto a los tres.

—¿Quién conducía? —preguntó el capitán.

Rimmer examinó la foto de Ray.

—Ése no, el otro —respondió, al tiempo que señalaba el retrato robot de Mitch.

—¿Me permite su permiso de conducir? —dijo un sargento.

Rimmer llevaba consigo tres juegos de documentos de identidad y le entregó al sargento un permiso de conducir de Illinois, con su fotografía y el nombre de Frank Temple.

—¿Hacia dónde se dirigían? —preguntó el capitán.

—Al este.

En aquel mismo momento, a unos siete kilómetros de distancia, Tony Verkler colgó el teléfono, sonrió para sí y regresó al Burger King.

El capitán hablaba por teléfono. El sargento tomaba nota del permiso de conducir de Rimmer, alias Temple, mientras una docena de agentes mantenían una animada charla, cuando entró otro policía en la sala.

—¡Acabo de recibir una llamada! Han sido vistos en un Burger King al este de la ciudad. ¡Todo coincide! Los tres en una camioneta Ford verde, con un remolque. El informador no ha querido dar su nombre, pero había visto los retratos en el periódico. Ha dicho que han pasado por el mostrador, han comprado tres bolsas de comida y se han largado.

—¡Tienen que ser ellos! —dijo el capitán, con una enorme sonrisa.

El sheriff del condado de Bay tomaba café en una taza de plástico, mientras sus botas negras descansaban sobre la mesa de conferencias de la sala Caribbean del Holiday Inn. Los agentes del FBI entraban y salían, se servían café, susurraban entre sí y se comunicaban las últimas novedades. Su héroe, el director F. Denton Voyles en persona, estaba sentado al otro lado de la mesa, donde examinaba un plano de la ciudad con tres de sus subordinados. Era difícil imaginar a Denton Voyles en el condado de Bay. En la sala había una actividad frenética. Los patrulleros de Florida iban y venían. Las radios y los teléfonos sonaban y graznaban incesantemente, en una centralita improvisada en un rincón. Los ayudantes del sheriff y policías de tres condados pululaban por todas partes, emocionados por la persecución, la intriga y la presencia de tantos agentes del FBI. Además de la de Voyles.

Por la puerta entró un ayudante de sheriff con brillo en la mirada, realmente emocionado.

—¡Acabamos de recibir una llamada de Tallahassee! ¡Los fugitivos han sido identificados dos veces en los últimos quince minutos! ¡Los tres en una camioneta Ford verde, con matrícula de Tennessee!

Voyles dejó el mapa y se acercó al recién llegado.

—¿Dónde los han visto?

La sala estaba silenciosa, a excepción de las radios.

—La primera vez, en una estación de servicio Texaco. La segunda, a siete kilómetros, en un Burger King. Han pasado por el mostrador. Ambos testigos estaban seguros y sus descripciones son idénticas.

—Sheriff, llame a Tallahassee y confírmelo —dijo Voyles—. ¿A qué distancia está eso?

Las botas negras se posaron en el suelo.

—A hora y media de camino —respondió—, por la interestatal diez.

Voyles señaló a Tarrance y se retiraron a una pequeña sala utilizada como bar. El bullicio se apoderó de nuevo de la sala de control.

—Si es cierto que los han visto —dijo Voyles en voz baja, muy cerca del rostro de Tarrance—, aquí estamos perdiendo el tiempo.

—Sí, señor. Parece auténtico. Un solo testigo podría ser casualidad o una broma, pero dos tan cerca el uno del otro parecen auténticos.

—¿Cómo diablos han logrado salir de aquí?

—Debe de ser cosa de esa mujer, jefe. Hace un mes que le ayuda. No sé quién es, ni dónde la ha encontrado, pero nos observa desde el exterior y le facilita todo lo que necesita.

—¿Crees que está con ellos?

—Lo dudo. Probablemente se limita a seguirlos de cerca, fuera del campo de acción, y sigue sus instrucciones.

—Ese individuo es muy listo, Wayne. Hace meses que lo tiene planeado.

—Evidentemente.

—En una ocasión me hablaste de las Bahamas.

—Sí, señor. Mandó el millón que le pagamos por transferencia telegráfica a un banco de Freeport. Pero más adelante me dijo que el dinero sólo había estado allí muy poco tiempo.

—¿Crees que habrá ido en esa dirección?

—Quién sabe. Evidentemente, debe de haber salido del país. Hoy he hablado con el alcaide y me ha dicho que Ray McDeere habla cinco o seis idiomas a la perfección. Pueden haber ido a cualquier lugar.

—Creo que deberíamos retirarnos —dijo Voyles.

—Instalemos controles de carreteras alrededor de Tallahassee. No podrán ir muy lejos si disponemos de una buena descripción del vehículo. Por la mañana los habremos capturado.

—Quiero a todos los policías de Florida central en la carretera dentro de una hora. Controles en todas partes. Que registren todas y cada una de las camionetas Ford, ¿de acuerdo? Nuestros agentes esperarán aquí hasta el amanecer y entonces levantaremos el campamento.

—Sí, señor —respondió rendido Tarrance, con una sonrisa.

La noticia de los testimonios de Tallahassee corrió inmediatamente por la Costa Esmeralda. Panama City Beach se relajó. Los McDeere habían desaparecido. Por razones que sólo ellos conocían, huían ahora hacia el interior. Avistados y positivamente identificados, no una sino dos veces, avanzaban hacia una inevitable confrontación junto a alguna oscura carretera.

Los policías de la costa regresaron a sus casas. Durante la noche mantuvieron algunos controles en el condado de Bay y en el de Gulf, pero al amanecer del sábado la situación casi se había normalizado. Había todavía controles a ambos extremos de la playa, con agentes que examinaban por formulismo los permisos de conducir. Las carreteras hacia el norte estaban libres de controles. La búsqueda se había trasladado al este.

En las afueras de Ocala, en Florida, cerca de Silver Springs, en la carretera cuarenta, Tony Verkler se apeó de su vehículo e introdujo una moneda en un teléfono público. Hizo una llamada urgente al departamento de policía de Ocala para informarles de que acababa de ver a los tres fugitivos que todo el mundo buscaba por Panama City Beach. ¡Los McDeere! Dijo haber visto su retrato en los periódicos del día anterior, cuando pasaba por Pensacola, y ahora acababa de verlos. El telefonista le dijo que todos los patrulleros estaban en el lugar de un grave accidente y le pidió que acudiera a la comisaría para hacer una declaración. Tony le respondió que tenía prisa, pero por tratarse de algo importante, llegaría dentro de un par de minutos.

Cuando llegó, el jefe de policía le esperaba en camiseta y vaqueros. Tenía los ojos hinchados e irritados y el cabello despeinado. Acompañó a Tony a su despacho y le dio las gracias por su colaboración. Tomó notas, mientras Tony le explicaba que estaba llenando el depósito de su vehículo en un surtidor, cuando detrás de él se detuvo una camioneta Ford verde con un remolque, se acercó a la tienda de la estación de servicio, se apeó una mujer y usó el teléfono. Tony explicó que viajaba de Mobile a Miami y que había cruzado la zona donde se concentraba la búsqueda, alrededor de Panama City. Había visto los periódicos, escuchado la radio de su coche y sabía lo de los tres McDeere. Cuando entró a pagar la gasolina, creyó reconocer a aquella mujer. Entonces se acordó de los periódicos. Se dirigió a la estantería de los periódicos, junto al escaparate, y observó atentamente a los individuos. No le cabía la menor duda. Después de colgar el teléfono, la mujer había subido de nuevo a la camioneta, se había sentado entre los dos hombres y se habían marchado. Un Ford verde con matrícula de Tennessee.

El jefe le dio las gracias y llamó por teléfono al departamento del sheriff del condado de Marión. Tony se despidió y volvió a su coche, donde Aaron Rimmer dormía en el asiento trasero.

Se dirigieron al norte, hacia Panama City Beach.