Joey Morolto y su batallón de comandos aterrizaron en el aeropuerto de Pensacola el viernes antes del amanecer, en un DC9 alquilado. Lazarov les esperaba con dos lujosos cochazos y ocho furgonetas alquiladas. Cuando el convoy salió de Pensacola y se dirigía al este por la nacional noventa y ocho, Lazarov puso a Joey al corriente de lo ocurrido durante las últimas veinticuatro horas. Al cabo de una hora, llegaron a un bloque de apartamentos de doce pisos llamado Sandpiper, situado en Destin, en el centro de la bahía, a una hora de Panama City Beach. Lazarov había logrado alquilar el ático del edificio por sólo cuatro mil dólares a la semana. Tarifas de temporada baja. Todos los apartamentos de los pisos once y doce habían sido alquilados para los matones.
El señor Morolto daba órdenes como un sargento neurasténico. Instalaron un puesto de mando en la magnífica sala del ático, desde donde se dominaba la tranquila agua esmeralda. Nada se ajustaba a sus gustos. Le apetecía desayunar y Lazarov mandó dos furgonetas a un supermercado Delchamps cercano. Quería a McDeere y Lazarov le rogó que tuviera paciencia.
Al amanecer, la tropa estaba instalada en los apartamentos a la espera.
A cinco kilómetros a lo largo de la playa, con el Sandpiper al alcance de la vista, F. Denton Voyles y Wayne Tarrance estaban en la terraza de una habitación del octavo piso del Hilton de Sandestin. Tomaban café, contemplaban el sol que aparecía suavemente en el horizonte y hablaban de su estrategia. La noche no había sido provechosa. No se había encontrado el coche. No había rastro de Mitch. Con sesenta agentes del FBI y centenares de policías locales que vigilaban la costa, debían haber encontrado por lo menos el coche. A cada hora que transcurría los McDeere se alejaban.
En una carpeta, sobre una mesilla de la habitación, estaban las órdenes de detención. La de Ray McDeere decía: fuga, desplazamiento ilegal, robo y violación. El único pecado de Abby era el de ser cómplice. Los cargos contra Mitch requerían mayor ingenio: obstrucción de la justicia, una nebulosa acusación de tráfico ilegal y, evidentemente, la acusación habitual de fraude postal. Tarrance no comprendía dónde encajaba lo de fraude postal, pero trabajaba para el FBI y nunca había visto ningún caso que no incluyera la acusación de fraude postal.
Las órdenes habían sido extendidas, estaban listas para su ejecución y habían sido ampliamente comentadas con docenas de corresponsales de los periódicos y emisoras de televisión de la región del sudeste. Acostumbrado a mantener el rostro impasible y a sentir odio por la prensa, Tarrance se lo pasaba de maravilla con los corresponsales.
La publicidad era necesaria, fundamental. Las autoridades debían encontrar a los McDeere antes de que lo hicieran los mañosos.
—¡Han encontrado el coche! —exclamó Rick Acklin en la terraza, después de cruzar apresuradamente la habitación.
—¿Dónde? —preguntaron Tarrance y Voyles, al tiempo que se ponían ambos de pie.
—En Panama City Beach. En el aparcamiento de un bloque de apartamentos.
—¡Reunid inmediatamente a todos nuestros hombres! —ordenó Voyles—. Dejad de buscar por todas partes. Quiero a todos los agentes en Panama City Beach. Registraremos el lugar palmo a palmo. Conseguid todos los policías locales que podáis. Decidles que instalen controles en todas las carreteras y caminos de la zona. Comprobad las huellas del vehículo. ¿Qué aspecto tiene la ciudad?
—Parecido al de Destin. Veinte kilómetros de playa, llenos de hoteles, pensiones, apartamentos, etcétera —respondió Acklin.
—Dad órdenes a nuestros hombres para que empiecen hotel por hotel. ¿Está listo el retrato robot de la mujer?
—Supongo que sí —dijo Acklin.
—Entregad a cada agente y a cada policía los retratos robot de la mujer, de Mitch y de Ray, además de la foto de la ficha de Ray. Quiero que nuestros hombres circulen por la playa con esos malditos retratos.
—Sí, señor.
—¿A qué distancia está Panama City Beach?
—A unos cincuenta minutos hacia el este.
—Que traigan mi coche.
El teléfono despertó a Aaron Rimmer en su habitación del Hilton de Perdido Beach. Le llamaba el encargado de la investigación del departamento del sheriff del condado de Baldwin para decirle que habían encontrado el coche en Panama City Beach, hacía unos escasos minutos. Aproximadamente a un kilómetro y medio del Holiday Inn, junto a la estatal noventa y ocho. «Siento lo de la chica —le dijo—, espero que se recupere.»
El señor Rimmer le dio las gracias y llamó inmediatamente a Lazarov al Sandpiper. Al cabo de diez minutos, él y su compañero de habitación, Tony, circulaban a toda velocidad hacia el este, acompañados de DeVasher y de otros catorce colaboradores. Panama City Beach estaba a tres horas de camino.
En Destin, Lazarov movilizó sus comandos. Salieron rápidamente, subieron a las furgonetas y se dirigieron hacia el este. La persecución había comenzado.
Sólo en unos minutos, el camión se convirtió en un artículo de sumo interés. El subdirector de la empresa de alquiler de Nashville era un individuo llamado Billy Weaver. Abrió el despacho el viernes a primera hora, se preparó un café y hojeó el periódico. En la mitad inferior de la primera plana, Billy leyó con gran interés el artículo sobre Ray McDeere y su persecución por la costa. A continuación se mencionaba a Abby y, más adelante, al hermano del fugitivo: Mitch McDeere. Le sonaba el nombre.
Billy abrió un cajón y repasó las fichas de los vehículos alquilados. Efectivamente, un individuo llamado McDeere había alquilado un camión de cinco metros, ya avanzada la noche del miércoles. La firma decía M. Y. McDeere, pero en el permiso de conducir se leía Mitchell, Y., domiciliado en Memphis.
Como buen ciudadano y honrado contribuyente, Billy llamó a su primo en la policía metropolitana. El primo llamó a la sucursal del FBI en Nashville y al cabo de quince minutos el camión se había convertido en un objeto buscado por la policía.
Tarrance contestó la llamada por la radio, mientras Acklin conducía. Voyles viajaba en el asiento trasero. ¿Un camión? ¿Para qué necesitaría un camión? Había salido de Memphis sin coche, ropa, zapatos, ni cepillo de dientes. No había siquiera dado de comer al perro. No se había llevado nada consigo. ¿Para qué necesitaría el camión?
Claro, los documentos Bendini. O bien había salido de Nashville con los documentos en el camión, o iba en busca de los mismos. Pero ¿por qué Nashville?
Mitch se levantó con el sol. Contempló prolongada y lujuriosamente a su esposa con su atractivo cabello rubio, y decidió no pensar en el sexo. Podía esperar. La dejó que siguiera durmiendo, dio una vuelta entre los montones de cajas apiladas en el pequeño cuarto y entró en el baño. Después de una rápida ducha, se puso un chándal gris que había comprado en Walmart, en Montgomery. Entonces fue a dar un paseo por la playa, hasta que a menos de un kilómetro encontró un colmado donde compró un montón de Coca-Colas, empanadas, patatas fritas, gafas de sol, gorras y tres periódicos.
Ray estaba junto al camión cuando regresó. Abrieron los periódicos sobre la cama de Ray y comprobaron que era peor de lo que suponían. En Mobile, Pensacola y Montgomery figuraban en primera plana, con retratos robot de Ray y de Mitch, además de la foto de la ficha de Ray. Según el periódico de Pensacola, el retrato robot de Abby no les había sido facilitado.
Para tratarse de retratos robot, no estaban mal en algunos aspectos, aunque muy erróneos en otros. Pero era difícil evaluarlos con objetividad. Mitch contemplaba su propio retrato, e intentaba formarse una opinión imparcial sobre su parecido. Los artículos estaban llenos de descabelladas declaraciones por parte de cierto Wayne Tarrance, agente especial del FBI. Afirmaban que Mitchell McDeere había sido visto en la zona de Gulf Shores y Pensacola, que tanto él como Ray iban fuertemente armados y eran muy peligrosos, que habían jurado no dejarse capturar con vida, que se estaba recaudando dinero para ofrecer una recompensa, y que si cualquier ciudadano veía a alguien que se pareciera, aunque lejanamente, a los hermanos McDeere, se pusiera en contacto con la policía local.
Mientras comían empanadas, decidieron que los retratos no se les parecían. La foto de la ficha era incluso cómica. Entraron en la habitación contigua y despertaron a Abby. A continuación empezaron a desempaquetar los documentos Bendini y a montar la cámara de vídeo.
A las nueve, Mitch llamó a Tammy a cobro revertido. Tenía ya los nuevos documentos de identidad y los pasaportes. Mitch le ordenó que los mandara por correo urgente a Sam Fortune, recepción, Hotel Sea Gull’s Rest, carretera noventa y ocho 16694, West Panama City Beach, Florida. Tammy le leyó el artículo de primera plana sobre él y su pequeña pandilla, sin ilustraciones.
Mitch le dijo que, después de mandar los pasaportes, abandonara Nashville. Debía conducir durante cuatro horas hasta Knoxville, instalarse en algún gran hotel y llamarle a la habitación treinta y nueve del Sea Gull’s Rest. Le dio el número de teléfono del hotel.
Dos agentes del FBI llamaron a la puerta del viejo y destartalado remolque, en el número cuatrocientos ochenta y seis de San Luis. El señor Ainsworth acudió en calzoncillos y le mostraron sus placas.
—¿Qué se les ofrece? —dijo de mal talante.
—¿Conoce a estos hombres? —preguntó uno de los agentes, al tiempo que le mostraba el periódico matutino.
—Supongo que son los hijos de mi mujer —respondió, después de examinar el periódico—. Nunca los he visto.
—¿Cómo se llama su esposa?
—Ida Ainsworth.
—¿Dónde está?
—Trabajando. En la tienda de barquillos —dijo, mientras seguía mirando el periódico—. Parece que están por aquí, ¿no es cierto?
—Sí, señor. ¿Los ha visto usted?
—No. Dios me libre. Pero voy a preparar mi pistola.
—¿Los ha visto su esposa?
—No, que yo sepa.
—Gracias, señor Ainsworth. Tenemos órdenes de vigilar la calle, pero no le molestaremos.
—Me alegro. Esos chicos están locos. Siempre lo he dicho.
A un par de kilómetros, otros dos agentes discretamente aparcados vigilaban la tienda de barquillos.
Al mediodía había controles en todas las carreteras nacionales y comarcales de la costa, alrededor de Panama City Beach. A lo largo de la costa, la policía detenía el tráfico cada siete kilómetros. Iban de tienda en tienda, entregando retratos robot. Los colgaron en el tablón de anuncios de Shoney’s, Pizza Hut, Taco Bell y en otra docena de cafeterías. Advertían a las cajeras y camareras que procuraran detectar a los McDeere; eran muy peligrosos.
Lazarov y sus hombres se habían instalado en el Best Western, tres kilómetros al oeste del Sea Gull’s Rest. Había alquilado una gran sala de conferencias, desde donde se dirigía la operación. Mandó a cuatro de sus comandos a practicar una redada en una tienda de ropas y regresaron con una gran variedad de prendas turísticas, sombreros de paja y gorras. Alquiló dos Ford Escort y los equipó con receptores de radio, de la frecuencia utilizada por la policía. Los coches circulaban por la playa y escuchaban el interesante parloteo. No tardaron en enterarse de la búsqueda del camión y empezaron a buscar por cuenta propia. DeVasher distribuyó las furgonetas alquiladas discretamente, a lo largo de la playa. Esperaban en grandes aparcamientos sin llamar la atención, a la escucha de sus receptores.
Alrededor de las dos, Lazarov recibió una llamada urgente de un empleado del quinto piso del edificio Bendini. Tenía dos noticias importantes en primer lugar, uno dé sus hombres que investigaba en las Caimán había encontrado a un viejo cerrajero que, después de un pequeño soborno, recordó haber copiado once llaves alrededor de medianoche del 1 de abril. Once llaves, en dos llaveros. Dijo que la mujer era una norteamericana muy atractiva, morena, con unas hermosas piernas, que le había pagado al contado y que tenía prisa. Según él, el trabajo había sido fácil, a excepción de la llave de un Mercedes. De ésta no estaba muy seguro. En segundo lugar, se había recibido una llamada de un banquero de Gran Caimán. El jueves, a las nueve y treinta y tres minutos de la mañana, se había efectuado una transferencia telegráfica de diez millones de dólares desde el Royal Bank de Montreal al Southeastern Bank de Nashville.
Entre las cuatro y las cuatro y media, las radios de la policía parecían haberse vuelto locas. Un empleado del Holiday Inn creía haber identificado a Abby como la mujer que pagó al contado por dos habitaciones, a las cuatro y diecisiete minutos de la madrugada del jueves. Era evidente que nadie había dormido en dichas habitaciones el jueves por la noche. No había comunicado su partida y las habitaciones estaban pagadas hasta el sábado al mediodía. El empleado no había visto rastro alguno de un cómplice masculino. Durante una hora, el Holiday Inn se vio invadido de policías, agentes del FBI y matones de Morolto. Tarrance interrogó personalmente al empleado.
¡Estaban ahí! En algún lugar de Panama City Beach. La presencia de Ray y Abby era definitiva. La de Mitch era probable, aunque no confirmada hasta las cuatro cincuenta y ocho del viernes por la tarde.
La gran noticia. Un agente del condado paró junto a un hotel barato y vio el capó gris y blanco de un camión. Se acercó entre dos edificios y sonrió al contemplar el pequeño camión, cuidadosamente escondido entre una hilera de edificios de dos plantas y un enorme contenedor de basura. Tomó nota de la matrícula y llamó por radio.
¡Lo habían encontrado! En cinco minutos el hotel estaba rodeado. El propietario salió por la puerta principal y exigió una explicación. Observó los retratos robot y movió negativamente la cabeza. Cinco placas del FBI aparecieron ante sus narices y optó por colaborar.
Acompañado de una docena de agentes, cogió las llaves para ir de puerta en puerta; cuarenta y ocho en total.
Sólo siete habitaciones estaban ocupadas. Mientras abría las puertas, el propietario explicó que era un momento flojo del año en el Beachcomber Inn. La crisis, según él, afectaba a todos los pequeños hoteles hasta el 30 de mayo.
Incluso el Sea Gull’s Rest, a siete kilómetros al oeste, tenía dificultades.
Andy Patrick había recibido su primera sentencia a los diecinueve años y había pasado cuatro meses en la cárcel por falsificar cheques. Con antecedentes penales, le resultó imposible encontrar un trabajo honrado y había dedicado los veinte años siguientes, con escasa fortuna, a la pequeña delincuencia. Se había dedicado a robar en las tiendas, extender cheques falsos y hurtar en casas particulares, a lo largo y ancho del país. A pesar de ser de poca estatura, débil y pacífico, un arrogante policía texano le había propinado una soberana paliza cuando tenía veintisiete años, que le había provocado la pérdida de un ojo y el respeto por la ley.
Hacía seis meses que había llegado a Panama City Beach, donde había encontrado un trabajo honrado por cuatro dólares a la hora, como recepcionista de noche en el Sea Gull’s Rest. El viernes, alrededor de las nueve de la noche, estaba mirando la televisión cuando entró por la puerta un fornido policía del condado.
—Estamos llevando a cabo una operación de busca y captura —anunció el agente, al tiempo que colocaba copias de los retratos robot y de la foto de la ficha de Ray sobre el mugriento mostrador—. Buscamos a esos hombres. Creemos que están por aquí.
Andy los examinó. El de Mitchell Y. McDeere le resultaba bastante familiar. Las ruedas de su delincuente cerebro empezaron a girar. Con su único ojo, miró al gordo y arrogante policía y respondió:
—No los he visto. Pero mantendré el ojo bien abierto.
—Son peligrosos —dijo el agente.
«El peligroso eres tú», pensó Andy.
—Cuélgalos de la pared —ordenó el policía.
«¿Quién te crees que eres, el dueño del local?», pensó Andy.
—Lo siento, no estoy autorizado a colocar nada en las paredes.
El agente permaneció inmóvil, ladeó la cabeza y miró fijamente a Andy a través de sus gruesas gafas de sol.
—Escucha, desgraciado, te autorizo yo a que lo hagas.
—Lo siento, señor, pero no puedo colgar nada de las paredes, a no ser qué mi jefe me lo ordene.
—¿Y dónde está tu jefe?
—No lo sé. Probablemente en algún bar.
El agente cogió cuidadosamente los carteles, pasó al otro lado del mostrador y los colocó sobre el tablón de anuncios.
—Volveré dentro de un par de horas —dijo, mirando fijamente a Andy, cuando terminó de colgarlos—. Si los carteles no están ahí, te detendré por obstrucción de la justicia.
—No le servirá de nada —respondió Andy sin inmutarse—. En otra ocasión me acusaron de lo mismo en Kansas y sé perfectamente cómo funciona.
Al agente se le subieron los colores al rostro y apretó los dientes.
—Te crees muy listo, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Descuelga esos carteles y te prometo que irás a la cárcel por alguna razón u otra.
—Ya he estado allí y no es tan malo.
Pasaron luces rojas y sirenas a pocos metros por la playa, y el agente volvió la cabeza para contemplar el alboroto. Susurró algo y salió por la puerta. Andy arrojó los carteles al cubo de la basura. Después de contemplar unos minutos los coches patrulla que casi chocaban entre sí, cruzó el aparcamiento para dirigirse el edificio trasero y llamó a la puerta de la habitación 38.
Esperó y llamó de nuevo.
—¿Quién es? —respondió una mujer.
—El director —respondió Andy, orgulloso de su título.
Se abrió la puerta y salió el hombre cuyo aspecto coincidía con el del retrato robot de Mitchell Y. McDeere.
—¿Qué ocurre?
Andy se percató de que estaba nervioso.
—Acaba de venir la policía. ¿Comprende a lo que me refiero?
—¿Qué querían? —preguntó, con toda ingenuidad.
«A ti», pensó Andy.
—Hacían preguntas y mostraban retratos. He observado los retratos, ¿sabe?
—Mmm…
—Son bastante buenos —agregó Andy.
McDeere le miró muy fijamente.
—El policía ha dicho que uno de ellos había escapado de la cárcel —prosiguió Andy—. ¿Comprende a lo que me refiero? Yo también he estado en la cárcel y creo que todo el mundo debería fugarse, ¿comprende?
McDeere sonrió un tanto nervioso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Andy.
—Andy, voy a proponerte un trato. Ahora voy a entregarte mil dólares y mañana, si todavía no eres capaz de reconocer a nadie, te daré otros mil. Y así sucesivamente.
«Un trato maravilloso —pensó Andy—. Pero si podía permitirse mil dólares diarios, sin duda también podría permitirse cinco mil.» Era la oportunidad de su vida.
—No —respondió categóricamente Andy—. Tienen que ser cinco mil diarios.
—Trato hecho —respondió McDeere, sin dudarlo un instante—. Voy a por el dinero.
Entró en la habitación y regresó con un fajo de billetes.
—Cinco mil diarios, Andy, ¿estás de acuerdo?
Andy cogió el dinero, que contaría más adelante, y miró a su alrededor.
—¿Supongo que querrá que no los molesten las sirvientas? —preguntó Andy.
—Buena idea. Muy amable por tu parte.
—Eso le costará otros cinco mil.
—De acuerdo —respondió McDeere, después de unos instantes de incertidumbre—. Voy a proponerte otro trato. Mañana por la mañana llegará un paquete urgente, dirigido a Sam Fortune. Tú me lo traes, mantienes alejadas a las criadas y te daré otros cinco mil.
—No es posible. Hago sólo el tumo de noche.
—Muy bien, Andy. ¿Qué te parece si trabajas todo el fin de semana, mantienes a las criadas alejadas y me traes el paquete? ¿Puedes hacerlo?
—Por supuesto. Mi jefe es un borracho. Le encantará que trabaje todo el fin de semana.
—¿Cuánto me costará, Andy?
«Ésta es la tuya», pensó Andy.
—Otros veinte mil.
—Trato hecho —sonrió McDeere.
Andy también sonrió y se guardó el dinero en el bolsillo. Se alejó sin decir palabra y Mitch entró de nuevo en la habitación 38.
—¿Quién era? —preguntó Ray.
Mitch sonrió, mientras miraba por las rendijas de las persianas de las ventanas.
—Sabía que necesitaríamos un golpe de suerte para salir de ésta —dijo—. Y creo que lo hemos encontrado.