El taxi paró en un semáforo en rojo del centro de Nashville, Mitch se apeó y empezó a sortear el tráfico matutino del ajetreado cruce, con las piernas entumecidas.
El edificio del Southeastern Bank era un cilindro de cristal de treinta pisos, diseñado al igual que una lata de pelotas de tenis. La lata era oscura, casi negra. Imponía por su presencia, retirado de la esquina entre un laberinto de caminos, fuentes, e impecables parterres verdes.
Mitch entró por la puerta giratoria, confundido entre la multitud de empleados que acudían al trabajo. En el atrio sobrecargado de mármol encontró el directorio y subió por la escalera automática hasta el tercer piso. Una impresionante mujer de unos cuarenta años le observaba desde su mesa de cristal, sin sonreírle.
—El señor Mason Laycook, por favor —dijo Mitch.
—Siéntese —respondió la señora, al tiempo que le mostraba una silla.
El señor Laycook no perdió tiempo alguno. Apareció por una esquina, tan malhumorado como su secretaria.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, en un tono nasal.
—Necesito hacer una pequeña transferencia —respondió Mitch, después de ponerse de pie.
—Bien. ¿Tiene una cuenta en el Southeastern?
—Sí.
—¿Su nombre?
—Es una cuenta numerada. Es decir, señor Laycook, que no le voy a dar mi nombre. No lo necesita.
—Muy bien. Sígame.
En su despacho no había ventanas ni vista alguna. Una hilera de teclados y monitores descansaban detrás de su mesa de cristal. Mitch tomó asiento.
—Número de la cuenta, por favor.
—Dos-uno-cuatro tres-uno tres-cinco —respondió inmediatamente.
Laycook marcó el número en un teclado y observó el monitor.
—Se trata de una cuenta código tres, abierta por una tal. T. Hemphill, a la que sólo tiene acceso ella misma y cierto varón que responde a la siguiente descripción física; aproximadamente metro ochenta y tres de altura, de unos ochenta kilos de peso, ojos azules, cabello castaño y de unos veinticinco o veintiséis años. Sí, señor, la descripción parece correcta —dijo Laycook, sin dejar de contemplar la pantalla—. ¿Cuáles son las últimas cuatro cifras de su número de la seguridad social?
—Ocho-cinco-ocho-cinco.
—Muy bien. Tiene usted acceso a la cuenta. ¿En qué puedo servirle?
—Deseo transferir ciertos fondos desde un banco de Gran Caimán.
Laycook puso ceño y se sacó un lápiz del bolsillo.
—¿Qué banco de Gran Caimán?
—El Royal Bank de Montreal.
—¿Qué tipo de cuenta?
—Numerada.
—Supongo que conoce el número.
—Cuatro-nueve-nueve de efe-hache dos-uno-dos-dos.
Laycook tomó nota y se puso de pie.
—Tardaré sólo un momento —dijo, antes de salir del despacho.
Transcurrieron diez minutos. Mitch se frotaba sus lastimados pies, mientras contemplaba los monitores.
Laycook regresó con su jefe, el señor Nokes, que era vicepresidente o algo por el estilo. Nokes se presentó desde el otro lado de la mesa. Ambos parecían estar nerviosos y miraban fijamente a Mitch.
—Se trata de una cuenta restringida, señor —dijo Nokes, con un pequeño papel informático en la mano—. Es preciso que nos facilite cierta información antes de solicitar la transferencia.
Mitch asintió, seguro de sí mismo.
—¿Conoce las fechas y cantidades de los tres últimos ingresos?
Le miraban atentamente, convencidos de que fracasaría. Pero una vez más, no tuvo que consultar nota alguna.
—Tres de febrero del año en curso, seis millones y medio. Catorce de diciembre del año pasado, nueve millones doscientos mil. Y ocho de octubre del año pasado, once millones.
Laycook y Nokes contemplaron el pequeño papel, y este último le brindó una pequeña sonrisa profesional.
—Muy bien. Puede darnos su número secreto.
Laycook esperaba, lápiz en mano.
—¿Cuál es su número secreto, señor? —le preguntó Nokes.
Mitch sonrió y cruzó de nuevo sus entumecidas piernas.
—Siete-dos-cero-ocho-tres.
—¿Y la cantidad de la transferencia?
—Diez millones transferidos inmediatamente a este banco, cuenta dos-uno-cuatro tres-uno tres-cinco. Esperaré.
—No es necesario, señor.
—Esperaré. Cuando esta transferencia haya concluido, todavía tengo varias operaciones para ustedes.
—Tardaremos sólo unos momentos. ¿Le apetece un café?
—No, gracias. ¿Tienen algún periódico?
—Por supuesto —respondió Laycook—. Sobre esa mesa.
Salieron apresuradamente del despacho y a Mitch se le comenzó a normalizar el pulso. Abrió el Tennessean de Nashville y tuvo que pasar tres páginas antes de encontrar un breve párrafo sobre la fuga de Brushy Mountain. Ninguna fotografía. Escasos detalles. Ray estaba a salvo en el Holiday Inn del Miracle Strip, en Panama City Beach, Florida.
Tenía la convicción, y la esperanza, de que todo iba bien por el momento.
Laycook regresó solo y ahora sumamente amable.
—La transferencia ha concluido. El dinero está aquí. ¿Qué podemos hacer ahora por usted?
—Deseo mandar el dinero a otro lugar. Por lo menos, una buena parte del mismo.
—¿Cuántas transferencias?
—Tres.
—Empecemos por la primera.
—Un millón de dólares al Coast National Bank, en Pensacola, a una cuenta numerada accesible por parte de una sola persona, mujer, blanca, de unos cincuenta años. Yo le comunicaré el número secreto.
—¿Se trata de una cuenta ya existente?
—No. Quiero que la abran con la transferencia.
—Muy bien. ¿La segunda transferencia?
—Un millón de dólares al Dane County Bank de Danesboro, Kentucky, a cualquier cuenta a nombre de Harold o Maxine Sutherland, o ambos. Es un pequeño banco, pero es corresponsal del United Kentucky en Louisville.
—Muy bien. ¿Y la tercera?
—Siete millones al Deutschebank de Zurich. Cuenta siete-siete-dos cero-tres be-ele seis-cero-cero. El resto del dinero se quedará aquí.
—Tardaremos aproximadamente una hora —dijo Laycook, mientras escribía.
—Le llamaré dentro de una hora para que me lo confirme.
—Muy bien.
—Gracias, señor Laycook.
Le dolían las piernas cada vez que ponía el pie en el suelo, pero no se percataba del dolor. Bajó dando unos moderados saltos por la escalera automática y salió del edificio.
En el piso superior del Royal Bank de Montreal, sucursal de Gran Caimán, una secretaria de la sección de transferencias colocó una copia de ordenador ante la nariz muy puntiaguda y aristocrática de Randolph Osgood. La secretaria había puesto un círculo alrededor de una inusual transferencia de diez millones. Inusual porque el dinero de aquella cuenta no solía volver a Estados Unidos y, además, porque había ido a un banco con el que nunca habían tenido ningún trato. Osgood examinó el documento y llamó por teléfono a Memphis. El señor Tolleson estaba de baja, según le informó la secretaria. Entonces preguntó por el señor Locke y le dijeron que había salido de la ciudad. ¿Y Victor Milligan? El señor Milligan estaba también de viaje.
Osgood dejó el papel con los asuntos a resolver al día siguiente.
A lo largo de la Costa Esmeralda de Florida y Alabama, desde las afueras de Mobile, hacia el este por Pensacola, Fort Walton Beach, Destin y Panama City, la cálida noche primaveral había sido tranquila. Sólo había tenido lugar un crimen violento en la costa. Una joven había sido robada, apaleada y violada en su habitación del Hilton, en Perdido Beach. Su novio, un individuo alto y rubio de facciones nórdicas, la había encontrado atada y amordazada en su habitación. Su nombre era Rimmer, Aaron Rimmer, oriundo de Memphis.
Lo más emocionante de la noche fue la enorme movilización de fuerzas en la zona de Mobile, en busca del asesino fugado Ray McDeere. Se le había visto llegar a la estación de autobuses, ya caída la noche. Su retrato robot aparecía en primera plana del periódico de la mañana y antes de las diez aparecieron tres testigos, que afirmaban haberle visto. Reconstruyeron sus pasos por la bahía de Mobile hasta Foley, Alabama, y luego a Gulf Shores.
Puesto que el hotel Hilton está a sólo dieciséis kilómetros de Gulf Shores por la carretera ciento ochenta, y dado que el único asesino fugado estaba por aquella zona, cuando se cometió el único delito con violencia, la conclusión fue rápida e ineludible. El recepcionista del hotel efectuó una identificación probable de Ray McDeere y el registro demostró que había llegado alrededor de las nueve y media, haciéndose pasar por el señor Lee Stevens. Y había pagado al contado. Más tarde había llegado la víctima y había sido atacada. Ella también identificó al señor Ray McDeere.
El recepcionista recordaba que la víctima había preguntado por Rachel James, que había llegado cinco minutos antes que ella y que había pagado al contado. Rachel James había desaparecido durante la noche, sin molestarse en comunicarlo a la recepción. Otro tanto había ocurrido con Ray McDeere, alias Lee Stevens. Un vigilante del parque de estacionamiento había efectuado otra identificación probable de McDeere y dijo haberle visto subir a un Cutlass blanco de cuatro puertas, acompañado de una mujer, entre la medianoche y la una. Conducía ella y parecía tener prisa. Habían cogido la ciento ochenta y dos hacia el este.
Desde su habitación en el sexto piso del Hilton, Aaron Rimmer hizo una llamada telefónica anónima al ayudante del sheriff de Baldwin County, para sugerirle que verificara las empresas de alquiler de coches en Mobile. «Compruebe los alquileres a nombre de una tal Abby McDeere. Encontrará su Cutlass blanco», le dijo.
Desde Mobile hasta Miami, empezó la búsqueda del Cutlass alquilado en Avis por Abby McDeere. El encargado de la investigación de la oficina del sheriff prometió al novio de la víctima, Aaron Rimmer, mantenerle informado de los acontecimientos.
El señor Rimmer esperaría en el Hilton, donde compartía una habitación con Tony Verkler. En la habitación contigua se alojaba su jefe, DeVasher. En el séptimo piso, instalados en sus respectivas habitaciones, esperaban catorce de sus amigos.
Fueron necesarios diecisiete viajes desde el apartamento al camión alquilado, pero al mediodía los documentos Bendini estaban listos para el traslado. Mitch descansó sus doloridas piernas. Se sentó en el sofá y escribió algunas instrucciones para Tammy. Después de contarle los detalles de las transacciones, le dijo que esperara una semana antes de ponerse en contacto con su madre. Pronto sería millonaria.
Se colocó el teléfono sobre las rodillas y se preparó para una tarea desagradable. Llamó al Dañe County Bank y preguntó por Hugh Sutherland. Dijo que se trataba de una emergencia.
—Diga —respondió su suegro, enojado.
—Señor Sutherland, soy Mitch. ¿Ha recibido…?
—¿Dónde está mi hija? ¿Está bien?
—Sí, está perfectamente. Está conmigo. Vamos a salir del país por unos días. Tal vez unas semanas. Quizá unos meses.
—Comprendo —respondió lentamente—. ¿Y dónde tenéis previsto instalaros?
—No estamos seguros. Pensamos viajar durante algún tiempo.
—¿Tenéis algún problema, Mitch?
—Sí señor, un problema muy grave, pero no puedo explicárselo ahora. Tal vez algún día. Lea atentamente los periódicos. En menos de dos semanas descubrirá un gran escándalo relacionado con Memphis.
—¿Corréis peligro?
—Más o menos. ¿Ha recibido alguna transferencia inusual esta mañana?
—Sí, efectivamente. Alguien ha depositado un millón de dólares hace aproximadamente una hora.
—Ese alguien era yo y el dinero es suyo.
Se hizo una larga pausa.
—Mitch, creo que merezco una explicación.
—Sí, señor, la merece, pero no puedo dársela. Si logramos salir sanos y salvos del país, recibirá noticias aproximadamente dentro de una semana. Disfrute del dinero. Debo marcharme.
Mitch esperó un minuto y llamó a la habitación 1028 del Holiday Inn, en Panama City Beach.
—Diga —respondió Abby.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
—Fatal, Mitch. La foto de Ray está en primera plana de todos los periódicos de la región. Al principio era la fuga y el hecho de que alguien le había visto en Mobile. Ahora, según las noticias de la televisión, es el principal sospechoso de una violación que se cometió anoche.
—¿Cómo? ¿Dónde?
—En el Hilton de Perdido Beach. Ray atrapó a la rubia que me seguía. Entró en su habitación y la ató. Nada grave. Le quitó la pistola y el dinero, y ahora ella afirma que Ray McDeere la apaleó y la violó. Toda la policía de Florida busca el coche que alquilé anoche en Mobile.
—¿Dónde está el coche?
—Lo hemos dejado a un par de kilómetros de aquí, en un enorme complejo de apartamentos. Tengo mucho miedo, Mitch.
—¿Dónde está Ray?
—Tomando el sol en la playa, con la esperanza de que se le ponga la cara morena. La foto del periódico es bastante antigua. Lleva el pelo largo y tiene aspecto muy pálido. Es un mal retrato. Ahora lleva el cabello muy corto y procura broncearse. Creo que ayudará.
—¿Están ambas habitaciones a tu nombre?
—Rachel James.
—Escucha, Abby. Olvidaos de Rachel, Lee, Ray y Abby. Esperad hasta que casi oscurezca y dejad las habitaciones. Marchaos sin decir nada. Aproximadamente a un kilómetro hacia el este hay un pequeño hotel llamado Blue Tide. Dad un paseo por la playa hasta que lo encontréis. Vas a la recepción y pides dos habitaciones contiguas. Paga al contado. Diles que te llamas Jackie Nagel. ¿Lo recordarás? Jackie Nagel. Usa ese nombre porque así podré localizarte cuando llegue.
—¿Qué hago si no disponen de dos habitaciones contiguas?
—Si hay algún problema, un poco más allá hay otro cuchitril llamado Seaside. Instalaos ahí. Con el mismo nombre. Ahora voy a marcharme, es más o menos la una y llegaré probablemente dentro de unas diez horas.
—¿Qué ocurrirá si encuentran el coche?
—Lo encontrarán y desplegarán multitud de fuerzas por Panama City Beach. Debes tener mucho cuidado. Cuando oscurezca, procura acercarte a una droguería y compra tinte para el cabello. Córtatelo muy corto y tíñelo de rubio.
—¿Rubio?
—O rojo. No me importa. Pero cámbialo. Dile a Ray que no se mueva de su habitación. No os arriesguéis innecesariamente.
—Tiene una pistola, Mitch.
—Dile de mi parte que no la use. Probablemente esta noche habrá un millar de policías por esa zona. No podría ganarlos a balazos.
—Te quiero, Mitch. Tengo mucho miedo.
—No pasa nada por tener miedo, cariño. No dejes de pensar. No saben dónde estás y no pueden atraparte si no dejas de moverte. Estaré contigo a medianoche.
Lamar Quin, Wally Hudson y Kendall Mahan estaban reunidos en la sala de conferencias del tercer piso, e intentaban decidir su próximo paso. Como asociados veteranos de la empresa, conocían lo del quinto piso y lo del sótano, estaban al corriente del señor Lazarov y del señor Morolto, y sabían lo de Hodge y Kozinski. Eran conscientes de que cuando uno se unía a la empresa, no la abandonaba.
Comentaban la situación y la comparaban al día en que descubrieron la triste realidad sobre Papá Noel. Aquel día lúgubre y aterrador cuando Nathan Locke los llamó a su despacho y les reveló la identidad de su mayor cliente. A continuación les presentó a DeVasher. Eran empleados de la familia Morolto y se esperaba de ellos que trabajaran duro, gastaran su generosa remuneración y guardaran el más absoluto silencio. Los tres lo habían hecho. Habían pensado en marcharse, pero sin llegar nunca a formular ningún plan concreto. Eran miembros de la familia. Con el tiempo, llegaron casi a olvidarlo. Había muchos clientes legítimos para los que trabajaban, mucho trabajo perfectamente respetable.
Los socios se ocupaban de la mayor parte del trabajo sucio, pero conforme aumentaba su veteranía, mayor era su vínculo con la conspiración. Los socios les aseguraban que nunca los atraparían. Eran demasiado astutos. Tenían demasiado dinero. La fachada era perfecta. Un hecho que preocupaba particularmente a los reunidos era el de que los socios hubieran abandonado la ciudad. No quedaba un solo socio en Memphis. Incluso Avery Tolleson había desaparecido; había abandonado el hospital.
Hablaron de Mitch. Andaba por ahí, en algún lugar, corriendo asustado, con la vida pendiente de un hilo. Si DeVasher lo atrapaba, era hombre muerto y lo enterrarían como a Hodge y a Kozinski. Pero si lo atrapaban los federales, obtendrían los documentos y hundirían la empresa, que, evidentemente, los incluía a ellos.
Se preguntaban qué ocurriría si nadie le atrapaba. ¿Qué pasaría si lo lograba, si simplemente desaparecía? Incluidos, por supuesto, los documentos. ¿No era posible que él y Abby estuvieran ahora en alguna playa, bebiendo ron y contando su dinero? Les gustaba la idea y hablaron de ello un buen rato.
Por fin decidieron esperar al día siguiente. Si Mitch era abatido a balazos en algún lugar, o si nunca le encontraban, permanecerían en Memphis. Pero si los federales lo atrapaban, se darían a la fuga.
¡Corre, Mitch, corre!
Las habitaciones del hotel Blue Tide eran pequeñas y mugrientas. La moqueta tenía veinte años y estaba muy gastada. Los cubrecamas tenían quemaduras de cigarrillos. Pero el lujo no importaba.
El jueves, cuando había oscurecido, Ray estaba a la espalda de Abby, con unas tijeras en la mano, y le cortaba cuidadosamente el cabello alrededor de las orejas. Bajo su silla había dos toallas cubiertas de pelo oscuro. Se miraba atentamente al espejo, situado junto a un viejo televisor en color, sin dejar de darle instrucciones. Era un corte juvenil, con flequillo y por encima de las orejas. Ray dio un paso atrás, para admirar su obra.
—No está mal —dijo.
Abby sonrió y se sacudió el pelo de los brazos.
—Supongo que ha llegado el momento de teñirlo —comentó con tristeza.
Entró en el diminuto baño y cerró la puerta.
Cuando apareció al cabo de una hora, era rubia. Un rubio amarillento. Ray dormía sobre la colcha. Abby se arrodilló sobre la sucia moqueta y recogió el cabello.
Después de que lo metiera en una bolsa de plástico, junto con el frasco de tinte y el aplicador, alguien llamó a la puerta.
Abby escuchó, paralizada. Las cortinas estaban perfectamente cerradas. Le dio a Ray unas palmadas en los pies. Llamaron de nuevo a la puerta. Ray saltó de la cama y cogió la pistola.
—¿Quién es? —susurró, junto a la ventana.
—Sam Fortune —respondió una voz, desde el exterior.
Ray abrió la puerta y Mitch entró en la habitación. Besó a Abby y dio un fuerte abrazo a su hermano. Cerraron la puerta, apagaron las luces y se sentaron en la cama a oscuras. Mitch abrazaba fuertemente a Abby. Con tanto que decir, nadie decía palabra.
Un pequeño rayo de luz se filtraba por debajo de las cortinas y, conforme pasaban los minutos, iluminó gradualmente la cómoda y el televisor. Nadie hablaba. No se oía ningún ruido en el Blue Tide. El aparcamiento estaba prácticamente vacío.
—Casi puedo explicarme por qué estoy yo aquí —dijo por último Ray—, pero de lo que no estoy seguro es de vuestras razones.
—Debemos olvidar por qué estamos aquí —respondió Mitch— y concentrarnos en cómo salir. Juntos y a salvo.
—Abby me lo ha contado todo —dijo Ray.
—No lo sé todo —agregó ella—. No sé quién nos persigue.
—Debemos suponer que están todos ahí —les dijo Mitch—. DeVasher y sus secuaces no andan lejos. Yo diría que están en Pensacola. Es el aeropuerto de un tamaño razonable más cercano. Tarrance está en algún lugar de la costa, dirigiendo la búsqueda de Ray McDeere, el violador, y a su cómplice, Abby McDeere.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Abby.
—Encontrarán el coche, si no lo han encontrado ya. Esto dirigirá su atención a Panama City Beach. El periódico decía que la búsqueda se extendía desde Mobile hasta Miami, de modo que ahora están desparramados. Cuando encuentren el coche, se concentrarán aquí. Ahora bien, hay un millar de hoteles baratos como éste en los alrededores. A lo largo de veinte kilómetros, no hay más que hoteles, apartamentos y comercios turísticos. Esto supone mucha gente, muchos turistas de pantalón corto y sandalias y mañana nosotros también seremos turistas, con pantalón corto, sandalias y todo lo demás. Calculo que aunque tengan un centenar de hombres buscándonos, disponemos de dos o tres días.
—¿Qué ocurrirá cuando decidan que estamos aquí? —preguntó Abby.
—Tú y Ray podríais sencillamente haber abandonado el coche y haber huido en otro vehículo. No pueden estar seguros de que estemos aquí, pero será el primer lugar donde nos busquen. Sin embargo, tampoco se trata de la Gestapo. No pueden forzar puertas ni registrar habitaciones sin una causa probable.
—DeVasher puede —agregó Ray.
—Sí, pero aquí hay más de un millón de puertas. Cortarán las carreteras y vigilarán todas las tiendas y restaurantes. Hablarán con todos los recepcionistas y les mostrarán el retrato robot de Ray. Pulularán como hormigas durante unos días y, con un poco de suerte, no nos encontrarán.
—¿En qué vehículo has venido, Mitch? —le preguntó Ray.
—En un camión alquilado.
—No comprendo por qué no nos metemos en el camión ahora mismo y nos largamos. El coche está a un par de kilómetros de aquí, a la espera de que lo encuentren y sabemos que vienen hacia aquí. Opino que deberíamos levantar el vuelo.
—Escucha, Ray, es posible que ya hayan instalado controles en las carreteras. Confía en mí. ¿No te he sacado de la cárcel?
Se oyó una chirriante sirena a lo largo de la playa. Permanecieron inmóviles, escucharon y el ruido se perdió en la lejanía.
—Pandilla —dijo Mitch—, nos vamos. No me gusta este lugar. El aparcamiento está vacío y demasiado cerca de la carretera. He aparcado el camión a tres puertas de aquí, junto al elegante hotel Sea Gull’s Rest, donde he reservado dos bonitas habitaciones. Las cucarachas son mucho más pequeñas que aquí. Daremos un paseo por la playa. A continuación descargaremos el camión. ¿Os parece emocionante?