El autobús salió de Birmingham poco antes de las dos de la tarde del miércoles. Ray se instaló en la parte posterior y observó a todos los pasajeros conforme subían al vehículo. Tenía aspecto deportivo. Había cogido un taxi en Birmingham para ir a unas galerías, donde en media hora se había comprado unos Levis descoloridos, una camisa deportiva a cuadros de manga corta y un par de Reeboks de color rojo y blanco. Se había comido también una pizza y pasó por una barbería, donde le habían cortado el pelo muy corto, al estilo militar. Llevaba gafas de aviador, y una gorra pardo rojizo.
Una señora gorda y bajita de piel morena se sentó junto a él.
—¿De dónde es usted? —le preguntó en español, con una sonrisa.
La satisfacción de la señora fue enorme. Una desmesurada sonrisa mostró sus escasos dientes.
—De México —respondió con orgullo—. ¿Habla usted español?
—Sí.
Durante las dos horas siguientes, mientras el autobús avanzaba hacia Montgomery, charlaron en español. De vez en cuando ella le tenía que repetir alguna palabra, pero en general a Ray le sorprendió lo fácil que le resultó, a pesar de tenerlo algo olvidado, después de ocho años de no practicarlo.
Un Dodge Aries seguía el autobús; en él viajaban los agentes especiales Jenkins y Jones. Jenkins conducía mientras Jones dormía. El viaje había empezado a ser aburrido cinco minutos después de salir de Knoxville. Según les habían dicho, se trataba sólo de un servicio rutinario de vigilancia. Poco importaba que lo perdieran, aunque era preferible no hacerlo.
Faltaban dos horas para el vuelo de Huntington a Atlanta y Abby observaba desde un discreto rincón de una oscura sala. Sólo observaba. En la silla contigua había una bolsa de plástico. Desobedeciendo las urgentes instrucciones recibidas, había cogido su cepillo de dientes, el maquillaje y algunas mudas. También les había dejado una nota a sus padres, en la que les contaba brevemente la razón de su urgente viaje a Memphis para reunirse con Mitch; les decía que no se preocuparan, que todo iba bien, y les mandaba besos y abrazos. Hizo caso omiso del café y se dedicó a observar las salidas y llegadas.
No sabía si Mitch estaba vivo o muerto. Tammy le había dicho que estaba asustado, pero controlaba perfectamente la situación. Como de costumbre. También le había dicho que estaba por coger un avión a Nashville, mientras ella iba a Memphis. Resultaba confuso, pero estaba segura de que Mitch sabía lo que se hacía. Lo importante era llegar a Perdido Beach y esperar.
Abby nunca había oído hablar de Perdido Beach. Y estaba segura de que Mitch tampoco había estado nunca allí.
El lugar la ponía nerviosa. Cada diez minutos se le acercaba algún hombre de negocios borracho, para hacerle alguna insinuación. «Vete al diablo», dijo una docena de veces.
Después de dos horas, subió a bordo del avión y le tocó un asiento junto al pasillo. Se abrochó el cinturón, se relajó y entonces la vio.
Tenía una hermosa cabellera rubia, con pómulos subidos y una sorda barbilla casi varonil, pero fuerte y atractiva. No era la primera vez que Abby veía parcialmente aquel rostro. Sus ojos estaban ocultos, como en la ocasión anterior. Miró a Abby y desvió la mirada al pasar junto a ella, de camino hacia su asiento en algún lugar de la parte posterior del aparato.
¡El Shipwreck Bar! La rubia del Shipwreck, que intentaba oír su conversación con Mitch y Abanks. La habían encontrado. Y si la habían encontrado a ella, ¿dónde estaba su marido? ¿Qué le habían hecho? Pensó en el viaje en coche de dos horas, desde Danesboro hasta Huntington, por una carretera de montaña llena de curvas. Había conducido como una loca. No podían haberla seguido.
El avión se dirigió a la pista de despegue y a los pocos minutos emprendía vuelo a Atlanta.
Por segunda vez en tres semanas, Abby contempló el atardecer desde el interior de un siete dos siete, en el aeropuerto de Atlanta. Ella y la rubia. El avión permaneció treinta minutos en tierra, antes de despegar para Mobile.
Desde Cincinnati, Mitch cogió el avión de Nashville. Llegó a las seis de la tarde del miércoles, mucho después de que cerraran los bancos. Encontró una empresa de alquiler de camiones sin conductor en la guía telefónica y llamó un taxi.
Alquiló uno de los modelos más pequeños, de cinco metros. Pagó al contado, pero se vio obligado a utilizar su permiso de conducir y una tarjeta de crédito como depósito. Si DeVasher lograba localizar la empresa de alquiler de camiones en Nashville, mejor para él. Compró veinte cajas de cartón y se dirigió al apartamento.
No había comido desde el martes por la noche, pero estaba de suerte. Tammy había dejado una bolsa de palomitas de maíz para el microondas y un par de cervezas. Comió como un cerdo. A las ocho hizo su primera llamada al Hilton de Perdido Beach. Preguntó por Lee Stevens. La recepcionista respondió que no había llegado. Se tumbó en el suelo de su madriguera y pensó en el centenar de cosas que podían haberle ocurrido a Abby. Podía estar muerta en Kentucky, sin que él lo supiera. No podía llamar por teléfono.
El sofá estaba desplegado y sus ordinarias sábanas caían por el costado, hasta el suelo. Lo de Tammy no era ser ama de casa. Contempló la pequeña cama provisional y pensó en Abby. Hacía sólo cinco noches que se habían devorado mutuamente sobre aquel sofá. Ojalá estuviera en ese avión. Sola.
En el dormitorio, se sentó sobre la caja de la Sony, todavía sellada, y contempló admirado la sala llena de documentos. Había formado impecables montones sobre la alfombra, todos meticulosamente clasificados por bancos y sociedades de las Caimán. Encima de cada montón había un cuaderno amarillo, con el nombre de la sociedad seguido de varias páginas de fechas, asientos… ¡y nombres!
Incluso Tarrance sería capaz de seguir la secuencia de los documentos. Para un gran jurado sería pan comido. El fiscal general del estado daría conferencias de prensa. Y los tribunales condenarían, condenarían y condenarían.
El agente especial Jenkins bostezó junto al auricular, mientras marcaba el número de la oficina de Memphis. Hacía veinticuatro horas que no dormía. Jones roncaba en el coche.
—FBI —respondió una voz masculina.
—¿Con quién hablo? —preguntó Jenkins, que llamaba por puro formalismo.
—Acklin.
—Hola, Rick. Soy Jenkins. Hemos…
—¡Jenkins! ¿Dónde te habías metido? ¡Espera un momento!
Jenkins dejó de bostezar y observó la estación de autobuses. De pronto, oyó una voz enojada por el auricular.
—¡Jenkins! ¿Dónde estás? —exclamó Tarrance.
—En la estación de autobuses de Mobile. Se nos ha despistado.
—¿Qué dices? ¿Cómo puede haberse despistado?
De repente, Jenkins empezó a prestar atención y a concentrarse en el teléfono.
—Un momento, Wayne. Nuestras instrucciones eran las de seguirle durante ocho horas, para ver hacía dónde se dirigía. Pura rutina, según tus propias palabras.
—No puedo creer que le hayáis perdido.
—Wayne, nadie nos dijo que le siguiéramos durante el resto de su vida. Ocho horas, Wayne. Le hemos seguido veinticuatro horas y ha desaparecido. ¿Qué hay de malo en ello?
—¿Por qué no habéis llamado antes?
—Hemos llamado dos veces, desde Birmingham y desde Montgomery, pero estabais comunicando. ¿Qué ocurre, Wayne?
—Un momento.
Jenkins agarró con fuerza el teléfono y esperó.
—Hola, ¿Jenkins? —dijo otra voz.
—Sí.
—Te habla Voyles, el director. ¿Qué diablos ha ocurrido?
Jenkins se aguantó la respiración y miró desesperadamente a su alrededor.
—Señor, le hemos perdido. Al llegar aquí, a la estación de autobuses de Mobile, después de seguirle durante veinticuatro horas, se nos ha despistado entre la muchedumbre.
—Vaya faena, hijo. ¿Cuánto hace?
—Veinte minutos.
—Muy bien, escúchame. Es esencial que le encontremos. Su hermano ha desaparecido con el dinero. Ponte en contacto con las autoridades locales de Mobile. Identifícate y diles que un asesino fugado anda suelto por la ciudad. Probablemente tienen la foto y el nombre de Ray McDeere pegados a las paredes. Su madre vive en Panama City Beach. Avisa a todas las autoridades desde allí hasta Mobile. Voy a mandar a nuestros hombres.
—De acuerdo. Lo siento, señor. Nadie nos dijo que le siguiéramos permanentemente.
—Hablaremos de eso más adelante.
A las diez, Mitch llamó al Hilton de Perdido Beach por segunda vez y preguntó por Rachel James. No había llegado. Entonces preguntó por Lee Stevens. Un momento, respondió la recepcionista. Mitch se sentó en el suelo y esperó intranquilo. Sonaba el teléfono de la habitación. Después de que llamara una docena de veces, alguien lo descolgó.
—Diga.
—¿Lee? —preguntó Mitch.
—Sí —respondió, después de una pausa.
—Soy Mitch. Te felicito.
Ray se dejó caer en la cama y cerró los ojos.
—Ha sido muy fácil, Mitch. ¿Cómo te las has arreglado?
—Te lo contaré cuando tengamos tiempo. En estos momentos hay un montón de individuos que intentan matarme. Y también a Abby. Somos fugitivos.
—¿Quién, Mitch?
—Tardaría diez horas en contarte el primer capítulo. Te lo explicaré más adelante. Toma nota de este número: seis-uno-cinco ocho-ocho-nueve cuatro-tres-ocho-cero.
—No es de Memphis.
—No, es de Nashville. Estoy en un apartamento que nos sirve de centro de control. Graba el número en tu mente. Si yo no estoy aquí, contestará el teléfono una chica llamada Tammy.
—¿Tammy?
—Es una historia muy larga. Haz lo que te digo. En algún momento esta noche, Abby se registrará en el hotel con el nombre de Rachel James. Llegará en un coche alquilado.
—¿Vendrá aquí?
—Limítate a escucharme, Ray. Los caníbales nos andan pisando los talones, pero les llevamos un paso de ventaja.
—¿Ventaja sobre quién?
—La mafia y el FBI.
—¿Eso es todo?
—Probablemente. Ahora, escúchame. Es remotamente posible que alguien siga a Abby. Debes encontrarla, observarla y asegurarte de que no hay nadie tras ella.
—¿Y si hubiera alguien?
—Llámame y hablaremos de ello.
—Quédate tranquilo.
—Utiliza sólo el teléfono para llamar a este número. Y no podemos hablar mucho.
—Tengo un montón de preguntas, hermanito.
—Y yo las respuestas, pero no ahora. Cuida de mi mujer y llámame cuando llegue.
—Lo haré. Y, a propósito, gracias.
—Hasta luego.
Al cabo de una hora salió de la carretera ciento ochenta y dos para coger el serpenteante camino que conducía al Hilton. Aparcó el Cutlass de cuatro puertas, con matrícula de Alabama, y caminó nerviosa bajo la extensa terraza hacia la puerta principal del hotel. Se detuvo unos instantes, observó el camino a su espalda y entró en el vestíbulo.
Al cabo de dos minutos, un taxi amarillo de Mobile paró bajo la terraza, detrás de los minibuses del hotel. Ray observaba el taxi. Había una mujer en el asiento posterior, que hablaba con el conductor. Esperaron un minuto. Por último sacó dinero de su bolso y pagó al taxista. Después de apearse, esperó a que el taxi se marchara. Lo primero de lo que se dio cuenta fue que la mujer era rubia. Tenía muy buen tipo y llevaba un pantalón negro de pana muy ceñido. Y gafas de sol, lo cual le pareció extraño ya que era casi medianoche. Se acercó cautelosamente a la puerta principal, esperó un momento y entró. Ray la observaba atentamente y se dirigió al vestíbulo.
La rubia se dirigió al único recepcionista.
—Una habitación individual, por favor —oyó que decía.
El recepcionista colocó una ficha sobre el mostrador. La rubia la rellenó y preguntó:
—¿Puede decirme cómo se llama esa señora que acaba de llegar hace unos momentos? Creo que es una vieja amiga mía.
—Rachel James —respondió el recepcionista, después de consultar la ficha correspondiente.
—Sí, es ella. ¿De dónde es?
—La dirección es de Memphis.
—¿Cuál es el número de su habitación? Me gustaría saludarla.
—No está permitido facilitar el número de las habitaciones —respondió el recepcionista.
La rubia sacó inmediatamente dos billetes de veinte del monedero y los colocó sobre el mostrador.
—Sólo pretendo saludarla.
El recepcionista cogió el dinero.
—Habitación seiscientos veintidós.
—¿Dónde está el teléfono? —preguntó, después de pagar al contado.
—A la vuelta de la esquina —respondió el recepcionista.
Ray dobló la esquina, vio cuatro teléfonos, cogió uno de los centrales y empezó a hablar consigo mismo.
La rubia cogió el de uno de los extremos y le dio la espalda. Hablaba en voz baja y Ray sólo oía algunas palabras.
—… acaba de llegar… habitación seiscientos veintidós… Mobile… ayuda… no puedo… ¿una hora?… sí… daos prisa…
La rubia colgó y Ray siguió hablando consigo mismo.
Al cabo de diez minutos, alguien llamó a la puerta. La rubia se levantó de la cama, cogió su cuarenta y cinco y lo ocultó bajo la falda. Abrió un poco la puerta, sin preocuparse de la cadena de seguridad.
De un empujón, la puerta se abrió de par en par y la rubia se precipitó contra la pared. Ray se le echó encima, le cogió la pistola, la apresó de bruces contra el suelo y le colocó el cañón en la oreja.
—¡Al menor ruido, te mato!
La rubia dejó de luchar y cerró los ojos, sin decir palabra.
—¿Quién eres? —preguntó Ray, al tiempo que le presionaba el arma contra la oreja.
Pero ella no respondió.
—No se te ocurra moverte, ni chillar, ¿de acuerdo? Me encantaría volarte la tapa de los sesos.
Ray se relajó, sentado todavía sobre la espalda de la chica, y abrió su bolsa de viaje. Vació su contenido en el suelo y encontró un par de calcetines limpios de tenis.
—Abre la boca —ordenó.
La chica permaneció inmóvil. Volvió a empujar el cañón contra su oreja y la rubia abrió lentamente la boca. Ray empujó los calcetines entre sus dientes y a continuación le vendó fuertemente los ojos con un camisón de seda. Le ató los pies y las manos con unas medias, y entonces rasgó las sábanas en forma de venda. La mujer permanecía inmóvil. Cuando terminó con ella, parecía una momia. La colocó debajo de la cama.
En el bolso llevaba seiscientos dólares en metálico y un monedero con un permiso de conducir de Illinois. Se llamaba Karen Adair, oriunda de Chicago, nacida el 4 de marzo de mil novecientos sesenta y dos. Ray cogió el monedero y la pistola.
El teléfono sonó a la una de la madrugada, pero Mitch no dormía. Estaba plenamente inmerso en documentos bancarios. Eran fascinantes. Repletos de pruebas comprometedoras.
—Diga —respondió, cautelosamente.
—¿Hablo con el centro de control? —preguntó una voz, cerca de un tocadiscos.
—¿Dónde estás, Ray?
—En un local llamado FloraBama. En los límites del estado.
—¿Dónde está Abby?
—En el coche. Está bien.
Mitch respiró hondo, sonrió y siguió escuchando.
—Hemos tenido que abandonar el hotel. A Abby la seguía una mujer, la misma que visteis en algún bar de las Caimán. Tu mujer intenta ponerme al corriente de todo. Esa chica la había seguido todo el día y apareció en el hotel. Me he ocupado de ella y hemos desaparecido.
—¿Te has ocupado de ella?
—Sí, no ha querido hablar, pero está fuera de circulación por un breve período.
—¿Abby está bien?
—Sí. Estamos ambos agotados. ¿Cuáles son exactamente tus planes?
—Estáis a unas tres horas de Panama City Beach. Comprendo que estéis muy cansados, pero debéis alejaros de donde estáis. Id a Panama City Beach, deshaceos del coche y coged un par de habitaciones en el Holiday Inn. Llámame cuando estéis instalados.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Confía en mí, Ray.
—Lo hago, pero empiezo a desear volver a la cárcel.
—No puedes regresar, Ray. Si no desaparecemos, nos matarán.