Miércoles por la mañana. Tarry Ross subió por la escalera hasta el cuarto piso del Phoenix Inn. Se detuvo en el rellano, junto a la puerta del pasillo, para recuperar el aliento. Las gotas de sudor le descendían por las cejas. Se quitó las gafas de sol y se secó la frente con la manga del abrigo. Sentía náuseas en el vientre y se apoyó en la barandilla. Soltó el maletín vacío que llevaba en la mano, para sentarse sobre el peldaño de hormigón. Le temblaban las manos como si padeciera un grave ataque de mal del azogue y sentía deseos de echarse a llorar. Se apretó el estómago y procuró no vomitar.
Se disiparon las náuseas y recuperó el aliento. Intentó armarse de valor. «Te esperan doscientos mil dólares al fondo del pasillo. No te faltan entrañas para entrar y cogerlos. Puedes llevártelos contigo, a condición de que no te falte el valor.» Respiró hondo y se le relajaron las manos. Valor, amigo, valor.
A pesar de que le flaqueaban las rodillas, llegó hasta la puerta del fondo del pasillo, la octava a la derecha. Se aguantó la respiración y llamó a la puerta.
Transcurrían los segundos. Observó el oscuro pasillo a través de sus gafas de sol y no vio absolutamente nada.
—¿Quién va? —dijo una voz desde el interior, a escasos centímetros de la puerta.
—Soy Alfred —respondió, al tiempo que pensaba en lo absurdo de aquel nombre y se preguntaba de dónde habría salido.
Se entreabrió la puerta y apareció un rostro tras una pequeña cadena. Entonces volvió a cerrarse, antes de abrirse de par en par. Alfred entró en la sala.
—Buenos días, Alfred —dijo calurosamente Vinnie Cozzo—. ¿Te apetece un café?
—No he venido a tomar café —replicó Alfred, al tiempo que colocaba el maletín vacío sobre la cama y miraba fijamente a Cozzo.
—Estás siempre muy nervioso, Alfred. ¿Por qué no te tranquilizas? No hay forma de que te descubran.
—Cierra el pico, Cozzo. ¿Dónde está el dinero? Vinnie señaló un maletín de cuero y dejó de sonreír.
—Cuéntame algo, Alfred.
Volvió a sentir náuseas, pero se mantuvo de pie. Bajó la mirada. El corazón le latía como un martillo de percusión.
—Vuestro personaje, McDeere, ha recibido ya un millón y está a punto de recibir otro. Ha entregado una partida de documentos de Bendini y afirma poseer otros diez mil.
Sintió una fuerte punzada en la ingle, se sentó al borde de la cama y se quitó las gafas.
—Sigue hablando —ordenó Cozzo.
—McDeere ha hablado muchas veces con nuestros agentes a lo largo de los últimos seis meses. Declarará en los juicios y a continuación desaparecerá, en calidad de testigo protegido. Él y su esposa.
—¿Dónde están los otros documentos?
—Maldita sea, no lo sé. Se ha negado a comunicárnoslo. Pero están listos para la entrega. Quiero mi dinero, Cozzo.
Vinnie arrojó la bolsa sobre la mesa. Alfred abrió la bolsa, el maletín y empezó a agarrar los fajos de billetes, con unas manos que le temblaban violentamente.
—¿Doscientos mil? —preguntó, angustiado.
—En eso quedamos, Alfred —sonrió Vinnie—. Dentro de un par de semanas tendré otro trabajo para ti.
—Olvídalo, Cozzo. Ya no puedo más —dijo después de cerrar el maletín, dirigirse hacia la puerta y detenerse para intentar relajarse—. ¿Qué le haréis a McDeere? —agregó, con la mirada fija en la puerta.
—¿A ti qué te parece, Alfred?
Se mordió el labio, agarró con fuerza el maletín y abandonó el cuarto. Vinnie sonrió y cerró la puerta. Se sacó una tarjeta del bolsillo y marcó el número de la casa del señor Lou Lazarov en Chicago.
Tarry Ross avanzaba aterrorizado por el pasillo. Su visibilidad era escasa a través de las gafas oscuras. Siete puertas más allá, casi al alcance del ascensor, apareció una enorme mano en la oscuridad y tiró de él hacia el interior de la habitación. La misma mano le dio un fuerte bofetón, mientras recibía un puñetazo en el estómago, seguido de otro en la nariz. Se desplomó, sangrando y aturdido. Alguien abrió el maletín y lo vació sobre la cama.
Lo instalaron en una silla y se encendieron las luces. Tres agentes del FBI, compañeros suyos, le miraban fijamente. El director Voyles se le acercó, moviendo la cabeza con incredulidad. El agente de enormes y eficaces manos estaba junto a él, al alcance de la mano. Otro agente contaba el dinero.
—Eres un traidor, Ross —dijo Voyles, a escasos centímetros de su rostro—. Una auténtica inmundicia. No puedo creerlo.
Ross se mordió el labio y empezó a sollozar.
—¿De quién se trata? —preguntó Voyles, con autoridad.
Aumentó su llanto, pero no respondió.
Voyles cogió impulso y le propinó un duro golpe contra la sien, que le obligó a emitir un grito de dolor.
—¿De quién se trata, Ross? Habla.
—Vinnie Cozzo —farfulló entre sollozos.
—¡Sé que has estado con Cozzo! ¡Maldita sea! ¡Eso ya lo sé! Pero ¿qué le has contado?
Le brotaban lágrimas de los ojos y sangre de la nariz. Su cuerpo temblaba y se contorsionaba lastimosamente. Pero no respondía.
Voyles le golpeó una y otra vez.
—Habla, miserable hijo de puta. Cuéntame lo que Cozzo quería saber —insistía, sin dejar de golpearle.
Ross se dobló y dejó caer la cabeza sobre las rodillas. Se atenuó el llanto.
—Doscientos mil dólares —dijo uno de los agentes.
Voyles se agachó y casi le susurró a Ross al oído:
—¿Se trata de McDeere, Ross? Por favor, te lo ruego, dime que no se trata de McDeere. Habla, Tarry, dime que no se trata de McDeere.
Tarry apoyó los codos sobre las rodillas y miró fijamente al suelo. La sangre formaba un pequeño y nítido charco en la alfombra. Es hora de hacer balance, Tarry. Te quedas sin el dinero. Vas a la cárcel. Eres una vergüenza, Tarry. Eres un cobarde de mierda y todo ha terminado. ¿De qué te puede servir guardar el secreto? Haz balance, Tarry.
Voyles le imploraba con ternura. ¡Confiesa, pecador!
—Te lo ruego, Tarry, dime que no se trata de McDeere, por favor, dime que me equivoco.
Tarry se incorporó y se frotó los ojos con los dedos. Respiró hondo. Se aclaró la garganta. Se mordió el labio, miró fijamente a Voyles y asintió.
DeVasher tenía demasiada prisa para esperar el ascensor. Bajó corriendo hasta el cuarto piso, se dirigió a uno de los centros de poder, en una esquina, e irrumpió en el despacho de Locke. Allí estaban la mitad de los socios: Locke, Lambert, Milligan, McKnight, Dunbar, Denton, Lawson, Banahan, Kruger, Welch y Shottz. Los demás estaban por llegar.
Un sosegado pánico impregnaba el ambiente de la sala. DeVasher se instaló en la presidencia de la mesa de conferencias y los demás se agruparon a su alrededor.
—Muchachos, no ha llegado el momento de levantar el vuelo y huir a Brasil. Por lo menos, no todavía. Hemos obtenido confirmación esta mañana de que ha hablado ampliamente con los federales, que le han pagado un millón al contado, que le han prometido otro millón y que tiene ciertos documentos que se suponen devastadores. La noticia procede directamente del FBI a través de Lazarov y, mientras hablamos, está en vuelo un pequeño ejército en dirección a Memphis. Parece que la catástrofe no ha tenido lugar. Todavía. Según nuestro informador, un agente de muy alto rango, McDeere tiene más de diez mil documentos en su poder y está listo para entregarlos. Pero hasta ahora sólo ha hecho entrega de unos cuantos. Que nosotros sepamos. Es evidente que lo hemos descubierto a tiempo. Si logramos evitar daños mayores, estaremos salvados. Eso creo, a pesar de que tienen algunos documentos. Aunque, evidentemente, no es gran cosa lo que obra en su poder, puesto que de lo contrario habrían aparecido ya con una orden de registro.
DeVasher era el protagonista y disfrutaba enormemente de su papel. Hablaba con una sonrisa paternalista, mientras contemplaba los preocupados rostros de los presentes.
—Ahora bien —agregó—. ¿Dónde está McDeere?
—En su despacho —respondió Milligan—. Acabo de hablar con él. No sospecha nada.
—Maravilloso. Está previsto que dentro de tres horas emprenda viaje a Gran Caimán, ¿no es cierto, Lambert?
—Efectivamente. Aproximadamente a las doce del mediodía.
—Amigos míos, el avión no llegará a su destino. El piloto hará una escala técnica en Nueva Orleans y a continuación despegará en dirección a la isla. A unos treinta minutos sobre el golfo, el pequeño punto luminoso desaparecerá permanentemente del radar. Los restos se desperdigarán por una zona de cincuenta kilómetros cuadrados y nunca encontrarán los cadáveres. Es triste, pero necesario.
—¿El Lear? —preguntó Denton.
—Sí, hijo, el Lear. Os compraremos otro juguete.
—Esto es mucho suponer, DeVasher —dijo Locke—. Suponemos que los documentos que obran ya en su poder son inofensivos. Hace cuatro días, creías que McDeere había copiado algunos de los expedientes secretos de Avery. ¿En qué quedamos?
—Han examinado los expedientes en Chicago y es cierto que están llenos de pruebas incriminatorias, pero no las suficientes para actuar. No bastarían para una sola condena. Vosotros sabéis que el material verdaderamente peligroso está en la isla. Y, por supuesto, en el sótano. Hemos inspeccionado los documentos del apartamento; todo parece correcto.
Locke no estaba satisfecho.
—En tal caso, ¿de dónde proceden los diez mil documentos?
—Tú supones que tiene diez mil documentos. Yo, personalmente lo dudo. No olvides que pretende cobrar otro millón antes de desaparecer. Probablemente les ha mentido, mientras husmea en busca de otros documentos. Si tuviera diez mil documentos, ¿por qué no estarían a estas alturas en manos de los federales?
—¿Entonces de qué tenemos miedo? —preguntó Lambert.
—De lo desconocido, Ollie. No sabemos lo que tiene, aparte de un millón de dólares. No es un imbécil y puede que se tropiece con algo si no se lo impedimos. No podemos permitir que eso ocurra. Lazarov ha ordenado que le hagamos volar, literalmente, por los aires.
—No hay forma de que un novato pueda encontrar y copiar tantos documentos incriminatorios —afirmó categóricamente Kruger, mientras miraba a su alrededor, en busca de la aprobación de sus compañeros.
Algunos asintieron, con el entrecejo profundamente fruncido.
—¿Por qué no viene Lazarov? —preguntó Dunbar, especialista en transacciones inmobiliarias, pronunciando el nombre como si se tratara de Charles Manson, a quien hubieran invitado a cenar.
—Esa pregunta es estúpida —exclamó DeVasher, mientras miraba a su alrededor en busca del imbécil que la había formulado—. En primer lugar, debemos ocuparnos de McDeere, con la esperanza de que los daños sean mínimos. A continuación, estudiaremos a fondo esta unidad y efectuaremos los cambios que sean necesarios.
Locke se puso de pie y miró fijamente a Oliver Lambert.
—Asegúrate de que McDeere esté a bordo de ese avión.
Tarrance, Acklin y Laney guardaban un silencio absoluto y escuchaban atónitos el altavoz del teléfono, situado sobre la mesa. Voyles, desde Washington, les explicaba exactamente lo ocurrido. Durante la próxima hora saldría hacia Memphis. Estaba prácticamente desesperado.
—Debes aprehenderle, Tarrance, cuanto antes. Cozzo no sabe que hayamos descubierto a Tarry Ross, pero Ross le ha dicho que McDeere estaba a punto de entregar los documentos. Podrían deshacerse de él en cualquier momento. Debes atraparlo. ¡Ahora mismo! ¿Sabes dónde está?
—En su despacho —respondió Tarrance.
—Bien, llévalo a nuestras dependencias. Estaré allí en un par de horas. Quiero hablar con él. Hasta luego.
Tarrance colgó el teléfono y marcó un número.
—¿A quién llamas? —preguntó Acklin.
—A Bendini, Lambert & Locke, abogados.
—¿Te has vuelto loco, Wayne? —exclamó Laney.
—Limitaos a escuchar.
—Con Mitch McDeere, por favor —dijo Tarrance, cuando la recepcionista contestó la llamada.
—Un momento, por favor.
—Despacho del señor McDeere —dijo entonces la secretaria.
—Tengo que hablar con Mitchell McDeere.
—Lo siento, señor, está reunido.
—Oiga, señorita, le habla el juez Henry Hugo. Hace quince minutos que su jefe debía estar en mi sala. Le estamos esperando. Es urgente.
—No veo nada en su agenda para esta mañana.
—¿Es usted quien organiza su horario?
—Pues… sí, señor.
—Entonces es culpa suya. Dígale que se ponga inmediatamente al teléfono.
Nina salió corriendo hacia el despacho de su jefe.
—Mitch, hay cierto juez llamado Hugo al teléfono. Dice que debería estar usted ahora mismo en el juzgado. Será mejor que hable con él.
Mitch se incorporó y cogió el teléfono.
—Diga —respondió, con la tez muy pálida.
—Señor McDeere —dijo Tarrance—, le habla el juez Hugo. Llega tarde para la vista. Venga inmediatamente.
—Sí, señor juez.
Cogió el abrigo y la cartera y miró a Nina arrugando la frente.
—Lo siento —le dijo la secretaria—. No está en su agenda.
Mitch corrió por el pasillo, las escaleras, la recepción y salió por la puerta principal. Siguió corriendo por Front Street hasta Union Avenue y entró en el vestíbulo del Cotton Exchange Building. Salió de nuevo a Union Avenue, giró hacia el este y corrió en dirección a las galerías Mid America.
Ver a un joven bien vestido y con una cartera, que corre como un endemoniado, puede ser algo común en ciertas ciudades, pero no en Memphis. Llamaba la atención.
Se ocultó tras un puesto de verduras para recobrar el aliento. No vio que nadie le siguiera y se comió una manzana. Si tenía que escapar corriendo, esperaba que fuera Tony «tonel» quien le persiguiera.
Nunca le había impresionado particularmente Wayne Tarrance. No había más que pensar en el fiasco de la zapatería coreana, o en la cafetería de Gran Caimán, que había sido otra estupidez. Hasta un monaguillo habría muerto de aburrimiento con su informe sobre los Morolto. Pero su idea de «echar a correr sin hacer preguntas» cuando recibiera la señal de alarma había sido una genialidad. Desde hacía un mes, Mitch sabía que si recibía una llamada del juez Hugo, tenía que coger la puerta y echar a correr sin mirar atrás. Algo había fallado y los muchachos del quinto piso entraban en acción. Se preguntó dónde estaría Abby.
Varias parejas circulaban por la avenida. Habría preferido una abigarrada acera, pero no la había. Observó la esquina de Front y Union, sin detectar nada sospechoso. A dos manzanas hacia el este, entró tranquilamente en el vestíbulo del Peabody y buscó un teléfono. En el entresuelo, desde donde se dominaba el vestíbulo, a lo largo de un corto pasillo, encontró una cabina cerca de los servicios y llamó a la oficina de Memphis del FBI.
—Con Wayne Tarrance, por favor. Es urgente. De parte de Mitch McDeere.
—Mitch, ¿dónde estás? —preguntó Tarrance, al cabo de un segundo.
—Hola, Tarrance, ¿qué ocurre?
—¿Dónde estás?
—Fuera del edificio, juez Hugo. Por ahora estoy a salvo. ¿Qué ha ocurrido?
—Mitch, debes venir aquí inmediatamente.
—No tengo por qué hacer nada, Tarrance. Y no lo haré hasta que me cuentes lo que ocurre.
—Bueno, el caso es que ha habido un pequeño problema. Ha tenido lugar una pequeña fuga de información. Debes…
—¿Una fuga de información, Tarrance? ¿Has dicho fuga? No existen pequeñas fugas de información. Cuéntame lo ocurrido, Tarrance, antes de que cuelgue el teléfono y desaparezca. Estás localizando la llamada, ¿no es cierto, Tarrance? Voy a colgar.
—¡No! Escúchame, Mitch. Lo saben. Saben que has hablado con nosotros, lo del dinero y los expedientes.
Se hizo una larga pausa.
—¿A eso lo llamas una pequeña fuga, Tarrance? Parece que lo que se ha derrumbado es el dique del pantano. Háblame de esa fuga, rápido.
—Santo cielo, es muy doloroso, Mitch. Quiero que sepas lo apenado que estoy. Voyles lo lamenta muchísimo. Uno de nuestros oficiales de alto rango ha vendido la información. Le hemos descubierto esta mañana, en un hotel de Washington. Le han pagado doscientos mil por tu historia. Estamos aturdidos, Mitch.
—Me conmueves. Me preocupa sinceramente tu aturdimiento y tu dolor, Tarrance. Supongo que lo que pretendes ahora es que vaya corriendo a tus dependencias para sentarnos juntos y consolarnos mutuamente.
—Voyles estará aquí a las doce, Mitch. Viene acompañado de sus mejores ayudantes. Quiere hablar contigo. Te sacaremos de la ciudad.
—Claro, quieres que me ponga en tus manos para que me protejáis. Eres un idiota, Tarrance. Y Voyles es otro idiota. Sois todos unos idiotas. Y yo un imbécil por confiar en vosotros. ¿Estás localizando esta llamada, Tarrance?
—¡No!
—Mientes. Voy a colgar, Tarrance. Quédate junto al teléfono y volveré a llamarte dentro de media hora desde otro lugar.
—¡No! Mitch, espera un poco. Si no vienes eres hombre muerto.
—Hasta luego, Wayne. Quédate junto al teléfono.
Mitch colgó y miró a su alrededor. Se acercó a una columna de mármol y observó el vestíbulo. Los patos nadaban alrededor del estanque. La barra estaba desierta. Alrededor de una mesa, un grupo de adineradas ancianas tomaban el té y chismorreaban. En la recepción había un cliente solitario.
De pronto apareció el nórdico de detrás de un árbol y le miró fijamente.
—¡Ahí está! —le chilló a un cómplice, al otro lado del vestíbulo.
Ambos le observaban atentamente, sin perder de vista la escalera a sus pies. El barman miró a Mitch y a continuación al nórdico y a su compañero. Las ancianas observaban en silencio.
—¡Llamen a la policía! —chilló Mitch, al tiempo que se retiraba de la barandilla.
Los otros dos individuos cruzaron rápidamente el vestíbulo y empezaron a subir por la escalera. Al cabo de cinco segundos, Mitch se acercó de nuevo a la barandilla. El barman permanecía inmóvil. Las ancianas estaban paralizadas.
Se oían ruidos en la escalera. Mitch se sentó sobre la barandilla, dejó caer su cartera, pasó las piernas al otro lado, hizo una pausa y saltó los seis metros que le separaban de la moqueta de la planta baja. Cayó como una roca, pero aterrizó sobre los pies. El dolor le subió por los tobillos hasta las caderas. Su rodilla lesionada se resintió, pero no cedió.
A su espalda, junto a los ascensores, había una pequeña camisería con los escaparates llenos de corbatas y artículos Ralph Lauren de última moda. Entró en ella y se encontró con un chico de no más de diecinueve años, que esperaba ansioso tras el mostrador. No había ningún cliente. Una puerta trasera daba a la avenida.
—¿Está cerrada esa puerta? —preguntó tranquilamente Mitch.
—Sí, señor.
—¿Quieres ganarte mil dólares al contado? Sin hacer nada ilegal —dijo Mitch, mientras contaba diez billetes de cien y los colocaba sobre el mostrador.
—Por supuesto.
—Nada ilegal, ¿de acuerdo? No voy a meterte en problemas. Abre esa puerta y cuando dentro de unos veinte segundos entren unos individuos corriendo, diles que he salido por ahí y me he subido a un taxi.
El muchacho le brindó una radiante sonrisa y cogió el dinero.
—De acuerdo. Trato hecho.
—¿Dónde está el probador?
—Ahí, junto al armario.
—Abre la puerta —dijo Mitch, mientras entraba en el probador, donde se sentó y se frotó las rodillas y los tobillos.
El dependiente ordenaba unas corbatas, cuando el nórdico y su compañero entraron en la tienda.
—Buenos días —los saludó alegremente.
—¿Has visto a un individuo de talla media, traje gris oscuro y corbata roja, que corría?
—Sí, señor. Acaba de pasar por aquí. Ha salido por esa puerta y se ha subido a un taxi.
—¡Un taxi! ¡Maldita sea!
Salieron por la puerta y la tienda quedó silenciosa. Entonces el muchacho se acercó a una estantería de zapatos, cerca del armario.
—Oiga, señor, ya se han marchado.
—Muy bien —respondió Mitch, sin dejar de frotarse las rodillas—. Sal a la puerta y observa durante un par de minutos. Si los ves, avísame.
—Se han marchado —dijo a su regreso, después de dos minutos.
—Magnífico —sonrió Mitch, sin moverse de su asiento—. Ahora quiero una de esas chaquetas deportivas verdes, de noventa y siete de largo, y un par de zapatos de ante, del cuarenta y cuatro D. ¿Puedes traérmelos aquí, sin dejar de vigilar?
—Sí, señor.
El dependiente paseó silbando por la tienda, mientras recogía la chaqueta y los zapatos, que introdujo por debajo de la puerta del probador. Mitch se quitó la corbata y se cambió rápidamente de ropa, antes de volver a sentarse.
—¿Cuánto te debo? —preguntó desde su refugio.
—Veamos. ¿Qué le parece quinientos?
—De acuerdo. Llama un taxi y avísame cuando esté en la puerta.
Tarrance anduvo cinco kilómetros alrededor de su escritorio. La llamada había sido localizada en el Peabody, pero Laney llegó demasiado tarde. Ahora había regresado y estaba nervioso en compañía de Acklin. Cuarenta y cinco minutos después de la primera llamada, se oyó la voz de la secretaria por el intercomunicador.
—Señor Tarrance, es McDeere.
—¿Dónde estás? —preguntó Tarrance, después de descolgar el teléfono.
—En la ciudad. Pero no por mucho tiempo.
—Escúchame, Mitch, no durarás ni un par de días a solas. Traerán bastantes matones para empezar una guerra. Debes permitir que te ayudemos.
—No lo sé, Tarrance. Por alguna razón, no acabo de confiar en vosotros en estos momentos. No puedo imaginar por qué. Es sólo un mal presentimiento.
—Te lo ruego, Mitch. No cometas ese error.
—Supongo que pretendes que crea que podéis protegerme durante el resto de mi vida. Tiene gracia, ¿no crees, Tarrance? Hago un trato con el FBI y casi me ejecutan en mi propio despacho. Eso es auténtica protección.
Tarrance suspiró junto al auricular y se hizo una larga pausa.
—¿Qué me dices de los documentos? Te hemos pagado un millón para que nos los entregues.
—Estás fuera de tus cabales, Tarrance. Me habéis pagado un millón por los expedientes limpios. Vosotros tenéis los documentos y yo tengo el millón. Claro que esto sólo era parte del trato. También estaba incluida la protección.
—Entréganos esos malditos expedientes, Mitch. Están escondidos cerca de aquí, me lo has dicho. Lárgate si quieres, pero entréganos los documentos.
—Lo siento, Tarrance. En estos momentos puedo desaparecer y puede que los Morolto me persigan, o que no lo hagan. Si no tienes los expedientes, no habrá procesos. Si no se formulan acusaciones contra los Morolto, tal vez, con un poco de suerte, algún día se olviden de mí. Les he dado un buen susto, pero no les he causado ningún daño irreparable. Maldita sea, puede que incluso vuelvan a contratarme el día menos pensado.
—Ni tú mismo te lo crees. Te perseguirán hasta encontrarte. Y si no nos entregas los documentos, nosotros también te perseguiremos. Es así de simple, Mitch.
—En tal caso, apuesto por los Morolto. Si vosotros me encontráis primero, habrá alguna fuga. Sólo una pequeña fuga.
—Estás completamente loco, Mitch. Eres un demente si crees que puedes coger un millón y esfumarte en la oscuridad de la noche. Los matones te buscarán hasta en el desierto, montados sobre camellos. No lo hagas, Mitch.
—Adiós, Wayne. Ray te manda recuerdos.
Se cortó la línea. Tarrance agarró el auricular y lo arrojó contra la pared.
Mitch echó una mirada al reloj de la pared del aeropuerto. Hizo otra llamada y contestó Tammy.
—Hola, encanto. Me sabe mal despertarte.
—No te preocupes, el sofá no me deja dormir. ¿Qué ocurre?
—Problemas graves. Coge un lápiz y escucha atentamente. No puedo perder ni un segundo. Estoy huyendo y me pisan los talones.
—Adelante.
—En primer lugar, llama a Abby a casa de sus padres. Dile que deje lo que esté haciendo y salga inmediatamente de la ciudad. No dispone de tiempo para darle un beso de despedida a su madre, ni para hacer las maletas. Dile que suelte el teléfono, suba al coche y salga a toda prisa, sin mirar atrás. Que coja la interestatal cincuenta y cinco a Huntington, y se dirija al aeropuerto. Que coja el vuelo de Huntington a Mobile. En Mobile debe alquilar un coche y dirigirse al este por la interestatal diez hasta Gulf Shores y a continuación por la autopista ciento ochenta y dos hasta Perdido Beach. Que se instale en el Hilton con el nombre de Rachel James y espere. ¿Lo tienes todo?
—Sí.
—En segundo lugar, necesito que cojas un avión y vayas a Memphis. He llamado al doctor, pero los pasaportes y todo lo demás no estaban listos. Me he puesto furioso con él, pero no ha servido de nada. Ha prometido trabajar toda la noche y tenerlos listos por la mañana. Yo no estaré allí, pero tú sí. Recoge los documentos.
—A la orden.
—En tercer lugar, coge otro avión y regresa al apartamento de Nashville. Quédate junto al teléfono. No te alejes bajo ningún pretexto.
—De acuerdo.
—En cuarto lugar, llama a Abanks.
—Muy bien. ¿Cuáles son tus planes de viaje?
—Voy a Nashville, pero no sé cuándo llegaré. Debo marcharme. Escucha, Tammy, dile a Abby que podría estar muerta en menos de una hora si no echa a correr inmediatamente. ¡Que corra, maldita sea, que corra!
—De acuerdo, jefe.
Mitch se dirigió apresuradamente a la puerta veintidós y subió a bordo del Delta de las 10.04 a Cincinnati. En la mano llevaba una revista llena de billetes sólo de ida, comprados todos ellos con la tarjeta Master Charge. Uno a Tulsa en el vuelo de America 233, de las 10.14, comprado a nombre de Mitch McDeere; otro a Chicago en el vuelo de Northwest 861, de las 10.15, comprado a nombre de Mitchell McDeere; otro a Dallas en el vuelo de United 562, de las 10.30, comprado a nombre de Mitchell McDeere; y otro a Atlanta en el vuelo de Delta 790, de las 11.10, comprado también a nombre de Mitchell McDeere.
El billete a Cincinnati lo había comprado a nombre de Sam Fortune y lo había pagado al contado.
Lazarov entró en el centro de poder del cuarto piso y se inclinaron todas las cabezas. DeVasher le recibió como un niño asustado, que acaba de ser castigado. Los socios tenían la mirada fija en la punta de sus zapatos y se aguantaban las tripas.
—No lo encontramos —dijo DeVasher.
Lazarov no solía perder los estribos. Se sentía muy orgulloso de mantener la calma ante las circunstancias más adversas.
—¿He de entender que sencillamente se ha levantado y ha salido de aquí? —preguntó, sosegadamente.
Nadie respondió. No era necesario.
—Bien, DeVasher, eso es lo que vamos a hacer. Manda a todos los hombres de los que dispones al aeropuerto. Comprueba todas las líneas aéreas. ¿Dónde está su coche?
—En el aparcamiento.
—Maravilloso. Se ha marchado de aquí andando. Ha salido de vuestra pequeña fortaleza por su propio pie. A Joey le encantará. Verificad todas las empresas de alquiler de vehículos. ¿Cuántos honorables socios tenemos aquí?
—Dieciséis presentes.
—Divídelos por parejas y mándalos a los aeropuertos de Miami, Nueva Orleans, Houston, Atlanta, Chicago, Los Ángeles, San Francisco y Nueva York. Que circulen por los vestíbulos de esos aeropuertos. Que se queden a comer y a vivir en el aeropuerto. Que vigilen los vuelos internacionales. Mañana mandaremos refuerzos. Vosotros, honorables caballeros, le conocéis mejor que nadie; encontradle. La probabilidad de éxito es remota, pero no tenemos nada que perder. Letrados, os voy a mantener ocupados. Y lamento comunicaros, muchachos, que estas horas no son facturables. ¿Y dónde está su mujer?
—En Danesboro, Kentucky. En casa de sus padres.
—Id a por ella. No le hagáis ningún daño; limitaos a traerla.
—¿Empezamos a triturar documentos? —preguntó DeVasher.
—Esperaremos veinticuatro horas. Manda a alguien a Gran Caimán y que destruya aquellos documentos. Ahora date prisa, DeVasher.
El centro de poder quedó desierto.
Voyles andaba de un lado para otro en el despacho de Tarrance, dando órdenes a gritos. Una docena de ayudantes tomaban notas mientras él vociferaba.
—Cubrid el aeropuerto. Verificad todas las líneas aéreas. Informad a todas las agencias, en las ciudades principales. Poneos en contacto con la aduana. ¿Tenemos su fotografía?
—No encontramos ninguna, señor.
—Encontradla cuanto antes. Tiene que estar en todas las oficinas del FBI y de la aduana esta noche. Se ha dado a la fuga. ¡Hijo de puta!