Treinta y tres

El martes por la mañana, la oficina bullía de preocupación por Avery Tolleson: estaba bien, le hacían pruebas, el daño no era permanente, exceso de trabajo, tensión, culpa de Capps, culpa del divorcio; baja.

Nina llegó con un montón de cartas para firmar.

—El señor Lambert desea verle, si no está demasiado ocupado. Acaba de llamar.

—De acuerdo. Tengo una reunión con Frank Mulholland a las diez. ¿Lo sabía?

—Claro que lo sé. Soy su secretaria. Lo sé todo. ¿En este despacho o en el de su contrincante?

Mitch consultó su agenda y fingió que buscaba la información: despacho de Mulholland, en el Cotton Exchange Building.

—El de Mulholland —respondió, con el entrecejo fruncido.

—Allí se reunieron la última vez, ¿no es cierto? ¿No le enseñaron en la facultad lo de la ley del terreno? Nunca, repito, nunca debe uno reunirse dos veces seguidas en el terreno del contrincante. Es poco profesional. No es elegante. Manifiesta debilidad.

—¿Cree que podrá perdonarme?

—Espere a que se lo cuente a las demás chicas. Con lo varonil y astuto que le suponen. Cuando les diga que es un debilucho quedarán atónitas.

—Para dejarlas atónitas habría que utilizar un látigo.

—¿Cómo está la madre de Abby?

—Mucho mejor. Iré a visitarla este fin de semana.

—Lambert le espera —dijo, después de coger dos expedientes.

Oliver Lambert invitó a Mitch a que se sentara en el sobrio sofá y le ofreció café. Él se instaló perfectamente erguido en un sillón, con la taza en la mano como un aristócrata británico.

—Estoy preocupado por Avery —dijo.

—Estuve con él anoche —respondió Mitch—. El médico le ha ordenado dos meses de descanso.

—Lo sé, ésta es la razón por la que estás aquí. Quiero que durante los dos próximos meses trabajes con Victor Milligan. Se ocupará de la mayoría de los expedientes de Avery, de modo que el terreno será familiar para ti.

—Magnífico. Victor y yo somos buenos amigos.

—Aprenderás mucho de él. Es un genio de la tributación. Lee dos libros diarios.

«¡Fantástico! —pensó Mitch—. En la cárcel podrá leer una decena.»

—Sí, es muy listo. En un par de ocasiones me ha ayudado a salir de algún aprieto.

—Perfecto. Creo que os llevaréis muy bien. Procura verle en algún momento de esta mañana. Por otra parte, Avery tiene algunos asuntos pendientes en las Caimán. Como bien sabes, va con frecuencia a las islas para reunirse con ciertos banqueros. En realidad, estaba previsto que saliera mañana para un par de días. Esta mañana me ha dicho que estás perfectamente familiarizado tanto con los clientes como con las cuentas y, por consiguiente, es preciso que vayas en su lugar.

El Lear, el dinero, el apartamento, el almacén secreto, los expedientes. Un millar de ideas cruzaron por su mente. No tenía sentido.

—¿A las Caimán? ¿Mañana?

—Sí, es urgente. Tres de sus clientes necesitan desesperadamente resúmenes de sus cuentas y otras gestiones jurídicas. Quería mandar a Milligan, pero tiene que estar en Denver por la mañana. Avery dice que podemos dejarlo en tus manos.

—Por supuesto.

—Magnífico. El Lear te llevará. Saldrás alrededor del mediodía y regresarás por la noche del viernes, en un vuelo comercial. ¿Algún problema?

Sí, muchos problemas. Ray salía de la cárcel. Tarrance exigía la entrega del contrabando. Había que recoger medio millón de dólares. Y su propia desaparición tendría lugar de un momento a otro…

—Ninguno.

Regresó a su despacho y cerró la puerta con llave. Se quitó los zapatos, se tumbó en el suelo y cerró los ojos.

El ascensor paró en el séptimo piso y Mitch subió corriendo hasta el noveno. Tammy abrió la puerta y volvió a cerrarla con llave, después de que Mitch entrara y se dirigiera a la ventana.

—¿Estabas vigilando? —preguntó Mitch.

—Naturalmente. El vigilante del aparcamiento ha salido a la acera y te ha observado hasta que has entrado en este edificio.

—Lo que faltaba. Incluso Dutch me vigila. Pareces cansada.

—¿Cansada? Estoy muerta. En las últimas tres semanas he sido portera, secretaria, abogado, banquero, prostituta, mensajera e investigadora privada. He viajado a Gran Caimán nueve veces en avión, he comprado nueve juegos de maletas y he transportado una tonelada de documentos robados. He viajado cuatro veces a Nashville en coche y diez en avión. He leído tantos documentos bancarios y basura jurídica que estoy medio ciega. Y a la hora de acostarme me pongo la blusa de Dustbusters y, durante seis horas, me convierto en mujer de la limpieza. Tengo tantos nombres, que he tenido que escribirlos en el brazo para no confundirme.

—Tengo otro nombre para ti.

—No me sorprende. ¿Cuál?

—Mary Alice. De ahora en adelante, cuando hables con Tarrance, eres Mary Alice.

—Deja que lo escriba. No me gusta ese individuo. Es muy mal educado por teléfono.

—Tengo una gran noticia para ti.

—Me muero de impaciencia.

—Puedes despedirte de Dustbusters.

—Creo que voy a tirarme de los pelos. ¿Por qué?

—Ya no sirve de nada.

—Te lo dije hace una semana. Ni Houdini sería capaz de sacar de allí los expedientes, copiarlos y devolverlos sin ser atrapado.

—¿Has hablado con Abanks? —preguntó Mitch.

—Sí.

—¿Ha recibido el dinero?

—Sí. La transferencia se hizo el viernes.

—¿Lo tiene todo dispuesto?

—Eso dice.

—Bien. ¿Qué me dices del falsificador?

—Tengo que reunirme con él esta tarde.

—¿Quién es?

—Un ex prisionero que era muy amigo de Lomax. Según Eddie, es el mejor falsificador del país.

—Confiemos en que sea cierto. ¿Cuánto?

—Cinco mil. Evidentemente, al contado. Documentos de identidad, pasaportes, permisos de conducir y visados.

—¿Cuánto tiempo necesita?

—No lo sé. ¿Para cuándo tienen que estar listos?

Mitch se sentó al borde del escritorio alquilado, respiró hondo y reflexionó.

—Cuanto antes —respondió, al cabo de unos instantes—. Creí que disponía de una semana, pero ahora no estoy seguro. Consíguelos lo antes posible. ¿Puedes ir a Nashville esta noche en tu coche?

—Claro. Me encantaría. Hace dos días que no voy por allí.

—Quiero una videocámara Sony con trípode instalada en el dormitorio. Compra una caja de cintas. Y quiero que te quedes allí, junto al teléfono, durante unos días. Repasa otra vez los documentos Bendini. Perfecciona los resúmenes.

—¿Quieres que duerma allí?

—Sí. ¿Por qué?

—Me he lastimado un par de vértebras acostándome en ese sofá.

—Fuiste tú quien lo alquiló.

—¿Qué hacemos acerca de los pasaportes?

—¿Cuál es el nombre de ese individuo?

—Doctor zutano o mengano. Tengo su número de teléfono.

—Dámelo. Dile que le llamaré dentro de uno o dos días. ¿Cuánto dinero tienes?

—Me alegra que me lo preguntes. Sabes que empecé con cincuenta mil, ¿no es cierto? He gastado diez mil en billetes de avión, hoteles, equipaje y coches alquilados. Y sigo gastando. Ahora quieres una cámara de vídeo y documentos de identificación falsos. Me sabría muy mal perder dinero en este negocio.

—¿Qué te parecen otros cincuenta mil? —dijo Mitch, de camino hacia la puerta.

—Los acepto.

Mitch le hizo un guiño y cerró la puerta, al tiempo que se preguntaba si volverían a verse.

La celda era un cuadrado de dos metros y medio de lado con un retrete en una esquina y un conjunto de literas. La litera superior estaba vacía desde hacía un año. Ray estaba tumbado en la inferior, con cables conectados a los oídos, y hablaba consigo en una lengua extranjera: el turco. En aquel momento y en aquella galería se podía afirmar sin temor a equivocarse que era la única persona que escuchaba lecciones de Berlitz en turco. Se oían algunas voces a lo largo del pasillo, pero la mayoría de las luces estaban apagadas. Eran las once de la noche del martes.

El carcelero se acercó sigilosamente a la celda.

—McDeere —llamó en voz baja, a través de los barrotes.

Ray se sentó al borde de la cama, bajo la litera superior, miró fijamente al guarda y se quitó los auriculares.

—El alcaide desea verte.

«Seguro —pensó Ray—, el alcaide esperándome a mí a las once de la noche en su despacho.»

—¿Adónde vamos? —preguntó, un tanto inquieto.

—Ponte los zapatos y sígueme.

Ray echó una ojeada alrededor de la celda, e hizo un inventario de sus posesiones. En ocho años había acumulado un televisor en blanco y negro, un voluminoso magnetófono, dos cajas de cartón llenas de cintas y varias docenas de libros. Ganaba tres dólares diarios trabajando en la lavandería de la cárcel, pero después de los cigarrillos le quedaba poco para gastar en algo tangible. Después de ocho años, aquellos eran sus únicos bienes.

El carcelero introdujo la llave en la cerradura, entreabrió la puerta y encendió la luz.

—Limítate a seguirme y no te pases de listo. No sé quién eres, amigo, pero tienes influencias de mucho peso.

Otras llaves abrieron otras puertas y llegaron al campo de baloncesto.

—Quédate a mi espalda —insistió el guarda.

Ray escudriñaba el oscuro campo con la mirada. Más allá del patio, por donde había andado un millar de kilómetros y fumado una tonelada de cigarrillos, se levantaba el muro como una montaña en la lejanía. Medía cinco metros durante el día, pero de noche parecía mucho mayor. Las torres de vigilancia estaban a cincuenta metros de distancia y bien iluminadas. Y los guardas bien armados.

El carcelero, evidentemente armado y uniformado, actuaba con tranquilidad y despreocupación. Avanzó decididamente entre dos edificios de hormigón, recordándole a Ray que le siguiera y que estuviera tranquilo. Ray procuraba no ponerse nervioso. Se detuvieron en la esquina de un edificio y el guarda contempló el muro, a veinticinco metros de distancia. Los focos barrían regularmente el patio, antes de sumirse de nuevo en la oscuridad.

«¿Por qué nos ocultamos? —se preguntó Ray a sí mismo—. ¿Estarían de su parte los guardas armados de las torres? Le convendría saberlo antes de emprender alguna acción dramática.»

El carcelero señaló el lugar exacto por donde James Earl Ray y su pandilla habían saltado el muro. Lugar famoso, estudiado y admirado por la mayoría de los reclusos de Brushy Mountain. O, por lo menos, la mayoría de los blancos.

—Dentro de unos quince minutos, alguien pondrá ahí una escalera. La alambrada encima del muro ya ha sido cortada. En el otro lado encontrarás una resistente cuerda.

—¿Puedo formular algunas preguntas?

—Date prisa.

—¿Qué ocurrirá con esas luces?

—Se apagarán. La oscuridad será total.

—¿Y esos individuos armados?

—No te preocupes. Fingirán no verte.

—¡Maldita sea! ¿Estás seguro?

—Escucha, amigo, no es la primera vez que veo una fuga organizada desde el interior, pero ésta se lleva la palma. El propio alcaide Lattemer la ha organizado. Ahora está ahí arriba —dijo el carcelero, señalando la torre más próxima.

—¿El alcaide?

—Así es. Para asegurarse de que no falle nada.

—¿Quién colocará la escalera?

—Un par de guardas.

Ray se frotó la frente con la manga y respiró hondo. Tenía la garganta seca y sentía debilidad en las rodillas.

—Habrá un individuo esperándote —susurró el guarda—. Un blanco que se llama Bud. Se reunirá contigo al otro lado del muro y no tienes más que seguir sus instrucciones.

Los focos hicieron un nuevo barrido y se apagaron.

—Prepárate —dijo el guarda.

Todo quedó sumido en la oscuridad absoluta, seguida de un escalofriante silencio. El muro era ahora completamente negro. De la torre más cercana, se oyeron dos cortos silbidos. Ray se puso de rodillas y observó.

Desde detrás del otro edificio, vio dos siluetas que corrían hacia el muro. Agarraron algo entre la hierba y lo levantaron.

—Corre, amigo —dijo el guarda—. ¡Corre!

Ray echó a correr con la cabeza gacha. La escalera de fabricación casera estaba en su lugar. Los guardas le agarraron por los brazos y le ayudaron a escalar. La escalera se tambaleaba, conforme él trepaba apresuradamente por los travesaños. La parte superior del muro era de setenta centímetros de anchura. Había un generoso boquete en la alambrada, por el que cruzó sin tocarla. La cuerda estaba exactamente en el lugar previsto y descendió por la misma. A dos metros y medio del suelo, la soltó y dio un salto. Todo estaba todavía sumido en la oscuridad. Los focos seguían apagados.

Después de treinta metros sin vegetación empezaba el tupido bosque.

—Por aquí —dijo una voz relajada.

Bud esperaba entre los primeros matorrales y Ray se le acercó.

—Date prisa. Sígueme.

Ray le siguió hasta que perdieron de vista el muro. Entonces se detuvieron en un claro del bosque, junto a un sendero, y Bud le tendió la mano.

—Me llamo Bud Riley. Menuda aventura, ¿no te parece?

—Increíble. Yo soy Ray McDeere.

Bud era un individuo robusto, con una barba negra y una boina también negra. Llevaba botas de combate, vaqueros y chaqueta de camuflaje. No parecía ir armado.

—¿Con quién estás? —preguntó Ray, al tiempo que Bud le ofrecía un cigarrillo.

—Con nadie. Soy autónomo y hago algunos trabajos para el alcaide. Suelen llamarme cuando alguien salta el muro. Claro que ahora es un poco diferente. Habitualmente vengo con mis perros. He pensado que podríamos esperar aquí unos minutos hasta que suenen las sirenas, para que puedas oírlas. No sería justo que no las oyeras. Después de todo, sonarán en tu honor.

—No te preocupes. Las he oído en otras ocasiones.

—Sí, pero desde aquí es distinto. Su sonido es hermoso.

—Oye, Bud, yo…

—Escúchame, Ray. No tenemos ninguna prisa. Apenas te perseguirán.

—¿Apenas?

—Por supuesto, tienen que montar el espectáculo, despertar a todo el mundo, como en una auténtica fuga. Pero no vendrán a por ti. No sé qué tipo de influencia tienes, pero inspira respeto.

Comenzaron a sonar las sirenas y Ray se sobresaltó. Los focos escudriñaban el oscuro firmamento y a lo lejos se oían las tenues voces de los guardas de las torres.

—¿Ves lo que te decía?

—Vámonos —dijo Ray, mientras echaba andar.

—Mi camioneta está a lo largo del sendero. Te he traído algo de ropa. El alcaide me ha facilitado tus medidas. Espero que te guste.

Bud se había quedado sin aliento cuando llegaron a la camioneta. Ray se puso rápidamente los pantalones de dril y una camisa de algodón azul marino.

—Muy bonito, Bud.

—Arroja esa ropa de la cárcel entre los matorrales.

Condujeron por el bosque durante tres kilómetros, hasta llegar a una pista asfaltada. Bud escuchaba a Conway Twitty, sin decir palabra.

—¿Adónde vamos, Bud? —preguntó finalmente Ray.

—El alcaide me ha dicho que no le importaba y que, en realidad, no quería saberlo. Dice que depende de ti. Sugiero que vayamos a alguna gran ciudad, donde haya una estación de autobuses. A partir de entonces, sigues por tu cuenta.

—¿Hasta dónde estás dispuesto a llevarme?

—Dispongo de toda la noche, Ray. Elige la ciudad.

—Me gustaría alejarme un poco, antes de deambular por una estación de autobuses. ¿Qué te parece Knoxville?

—Vamos a Knoxville. ¿Adónde irás a partir de allí?

—No lo sé. Tengo que abandonar el país.

—Con los amigos que tienes, eso no supondrá ningún problema. Pero ten cuidado. Mañana tu fotografía estará en las oficinas de todos los sheriffs de diez estados a la redonda.

Por la cima de la colina que tenían delante aparecieron tres coches con sus luces azules intermitentes. Ray se acostó en el suelo del vehículo.

—Tranquilízate, Ray. No pueden verte.

Los vio desaparecer por el retrovisor.

—¿Y los controles de carretera?

—Tranquilo, Ray. No habrá controles de carretera, ¿de acuerdo? Confía en mí —dijo Bud, al tiempo que se metía la mano en el bolsillo y sacaba un fajo de billetes, que arrojó sobre el asiento—. Quinientos dólares. De la propia mano del alcaide. Compañero, no cabe duda de que tienes amigos importantes.