Treinta y dos

No había nadie en la sala del décimo piso, en el ala Madison del Baptist Hospital, a excepción de un bedel y un enfermero que tomaba notas en su carpeta. La hora de visita acababa a las nueve y eran las diez y media. Se acercó por el pasillo, habló con el bedel sin que el enfermero le prestara atención alguna y llamó a la puerta.

—Adelante —respondió una voz potente.

Abrió la pesada puerta y entró en la habitación.

—Hola, Mitch —dijo Avery—. ¿No es increíble?

—¿Qué ha ocurrido?

—He despertado esta mañana a las seis, con lo que creí eran retortijones de tripas. Al ducharme, he sentido un dolor agudo aquí, en el hombro. He empezado a sudar y a respirar con dificultad. Pero he pensado que eso no podía ocurrirme a mí. Diablos, tengo cuarenta y cuatro años, estoy en buena forma, hago mucho ejercicio, como bastante bien, puede que beba un poco más de la cuenta, pero no es para tanto. He llamado a mi médico y me ha dicho que me reuniera con él aquí en el hospital. Cree que ha sido un ligero síncope cardíaco. Confía que no sea nada grave, pero durante los próximos días me harán unas cuantas pruebas y análisis.

—Un síncope cardíaco.

—Eso ha dicho.

—No me sorprende, Avery. Lo asombroso es que algún abogado de esa empresa pase de los cincuenta.

—Ha sido Capps quien me lo ha provocado, Mitch. Sonny Capps. Este síncope se lo debo a él. Llamó por teléfono el viernes para decirme que había encontrado otro bufete en Washington. Quiere todos sus expedientes. Se trata del más importante de mis clientes. La minuta que le mandé el año pasado ascendía casi a cuatrocientos mil, aproximadamente lo mismo que pagó en impuestos. Mis honorarios no le preocupan, pero está furioso por los impuestos. No tiene sentido, Mitch.

—No merece la pena morir por él.

Mitch miró a su alrededor, en busca de alguna sonda intravenosa, tubos o cables, pero no había ninguno. Se sentó en la única silla y descansó los pies sobre la cama.

—¿Sabías que Jean ha pedido el divorcio?

—Algo he oído. No me sorprende.

—Lo sorprendente es que no lo hiciera el año pasado. Le he ofrecido una pequeña fortuna como recompensa. Confío en que la acepte. No necesito un divorcio desagradable.

«¿Quién lo necesita?», pensó Mitch.

—¿Qué ha dicho Lambert?

—A decir verdad, ha sido casi cómico. En diecinueve años, nunca le había visto perder los estribos, pero en esta ocasión lo ha hecho. Me ha dicho que, entre otras cosas, abusaba de la bebida y era demasiado mujeriego. Dice que soy una vergüenza para la empresa y sugiere que acuda a un psiquiatra.

Avery hablaba despacio, enunciaba con claridad y, a veces, su voz era débil y carrasposa. Parecía simulado. De vez en cuando se olvidaba y hablaba con su voz normal. Permanecía perfectamente inmóvil, como un cadáver, cubierto por una nítida sábana. Tenía muy buen aspecto.

—Yo también creo que necesitas un psiquiatra. O quizá dos.

—Muchas gracias. Lo que necesito es un mes de vacaciones. El médico dice que me dará de alta dentro de tres o cuatro días, pero que no podré regresar al despacho hasta dentro de dos meses. Sesenta días, Mitch. Dice que no me acerque a la oficina bajo ningún pretexto, en sesenta días.

—Vaya suerte. Creo que yo también tendré un ligero síncope.

—Al ritmo que vas, lo tienes garantizado.

—¿Ahora también eres médico?

—No. Pero estoy asustado. Si tienes un susto como éste, se te empiezan a ocurrir ideas. Hoy ha sido el primer día de mi vida en el que he pensado en la muerte. Y si uno no piensa en la muerte, no aprecia la vida.

—Esto se pone serio.

—Tienes razón. ¿Cómo está Abby?

—Bien, supongo. Hace tiempo que no la veo.

—Tendrías que ir a verla y traerla a casa. Y hazla feliz. Sesenta horas a la semana es suficiente, Mitch. De lo contrario, destruirás tu matrimonio y acabarás en la tumba. Ojalá hubiera hecho yo las cosas de otro modo. Ella quiere hijos; dáselos.

—Maldita sea, Avery. ¿Cuándo es el entierro? Tienes cuarenta y cuatro años y has tenido un ligero síncope. No te has convertido exactamente en un vegetal.

El enfermero entró en la habitación y miró fijamente a Mitch.

—Señor, la hora de visita ha concluido. Tiene que marcharse.

—Claro, lo comprendo —dijo Mitch, al tiempo que se incorporaba de un brinco y le daba a Avery una palmada en los pies, antes de abandonar la habitación—. Te veré dentro de un par de días.

—Gracias por la visita. Saluda a Abby en mi nombre.

El ascensor estaba vacío. Mitch pulsó el botón del piso decimosexto y al cabo de unos segundos se apeó. Subió corriendo hasta el decimoctavo, recuperó el aliento y abrió la puerta. A lo largo del pasillo, lejos de los ascensores, Rick Acklin vigilaba mientras fingía hablar por teléfono. Cuando vio a Mitch asintió y le indicó que se dirigiera a una pequeña sala de espera que solían utilizar los parientes angustiados. Estaba oscura y desierta, con dos hileras de sillas plegables y un televisor que no funcionaba. La única iluminación procedía de una máquina de Coca-Cola. Tarrance, sentado junto a la misma, hojeaba una vieja revista. Iba vestido con un chándal, una cinta alrededor de la cabeza, calcetines de marino y zapatillas de lona blanca. Tarrance el corredor.

Mitch se sentó junto a él, de cara a la pared.

—Estás limpio —dijo Tarrance—. Te han seguido desde el despacho hasta el aparcamiento y se han marchado, Acklin está en el pasillo y Laney merodea por los alrededores. Relájate.

—Me gusta la cinta de la cabeza.

—Gracias.

—Veo que has recibido el mensaje.

—Evidentemente. Muy listo, McDeere. Esta tarde estaba en mi despacho, sin meterme con nadie, procurando trabajar en algo distinto al caso Bendini, porque para tu conocimiento también tengo otros casos, cuando se me acerca mi secretaria y me dice que una mujer al teléfono quiere hablarme de un individuo llamado Marty Kozinski. Doy un brinco, agarro el teléfono y, evidentemente, se trataba de tu empleada. Como de costumbre, me dice que es urgente. De acuerdo, hablemos, le respondo. Pero a ella no le parece bien. Me obliga a abandonarlo todo, salir corriendo al Peabody, dirigirme a ese salón, ¿cómo se llama?, Mallards, y coger una silla. Estoy sentado allí, pensando en lo estúpido que es todo eso, porque nuestros teléfonos son seguros. Maldita sea, Mitch, sé que nuestros teléfonos son seguros. ¡Podemos hablar por nuestros teléfonos! Mientras tomo un café, se me acerca el barman para preguntarme si mi nombre es Kozinski. ¿Qué Kozinsi?, le pregunto, sólo para divertirme. Después de todo, nos estamos divirtiendo, ¿no es cierto? Marty Kozinski, me responde un tanto perplejo. Sí, soy yo. Me sentí como un idiota, Mitch. Y él me dice: tengo una llamada para usted. Acudo al teléfono y se trata de tu empleada. Tolleson ha tenido un síncope, o algo por el estilo, y tú estarás aquí a las once. Muy listo.

—Ha funcionado, ¿no es cierto?

—Sí, y funcionaría con la misma facilidad si me hablaras por teléfono al despacho.

—Lo prefiero a mi estilo. Es más seguro. Además, te permite abandonar el despacho.

—En efecto. A mí y a otros tres.

—Escucha, Tarrance, lo haremos a mi manera, ¿de acuerdo? Es mi cabeza la que está en juego, no la tuya.

—Bien, bien. ¿Qué diablos es ese coche que conduces?

—Un Celebrity alquilado. Bonito, ¿no te parece?

—¿Qué le ha ocurrido a tu cochecito negro de abogado?

—Tenía un problema de parásitos. Estaba lleno de micrófonos. Lo aparqué en unas galerías de Nashville el sábado por la noche y dejé las llaves en el contacto. Alguien lo cogió prestado. Me encanta cantar, pero tengo una voz horrible. Desde que aprendí a conducir, he cantado siempre a solas en el coche. Pero con tanto micrófono, me daba vergüenza. Me tenía harto.

—No está nada mal, McDeere —sonrió involuntariamente Tarrance—. Nada mal.

—Debías haber visto a Oliver esta mañana, cuando he entrado en su despacho y he puesto la denuncia de la policía sobre la mesa. Ha empezado a farfullar y a tartamudear, y me ha dicho lo mucho que lo sentía. Yo he fingido estar muy apenado. Según el viejo Oliver, lo pagará el seguro y, por consiguiente, me conseguirán otro. Entonces me ha dicho que entretanto me alquilarían un coche, pero le he respondido que ya lo tenía. Lo había alquilado en Nashville, el sábado por la noche. Eso no le ha gustado, porque sabe que está limpio de parásitos. Ha llamado personalmente al representante de BMW, cuando yo estaba delante, para interesarse por un nuevo vehículo para mí. Me ha preguntado de qué color lo deseaba y he respondido que estaba cansado del negro, que me gustaría granate con el interior de color canela. Ayer había pasado por la BMW para echar un vistazo y comprobar que no tenían ningún granate en ningún modelo. Le ha dicho al representante lo que quería y le ha respondido que no lo tenía. ¿Qué te parecería negro, azul marino, rojo, o blanco? No, de ninguna manera, lo quiero granate. Tendrán que pedirlo, me ha comunicado. Bien, no me importa. Después de colgar el teléfono, me ha preguntado si estaba seguro de que no me contentaría con otro color. Granate, he insistido. Quería discutir, pero ha comprendido que sería absurdo. De modo que, por primera vez en diez meses, puedo cantar en mi coche.

—Pero, hombre, ¿un Celebrity para un abogado de alto copete? Debe de ser duro.

—Puedo soportarlo.

—Me pregunto cómo reaccionarán los mecánicos cuando lo desguacen y encuentren todos los artefactos electrónicos —sonrió Tarrance, evidentemente impresionado.

—Probablemente los venderán en alguna tienda de segunda mano, como equipos de alta fidelidad. ¿Qué valor pueden tener?

—Nuestros muchachos dijeron que eran de la mejor calidad. Unos diez o quince mil. No lo sé. Tiene gracia.

Pasaron un par de enfermeras hablando a voces. Cuando doblaron la esquina, se hizo de nuevo el silencio en la sala. Acklin fingía hacer otra llamada.

—¿Cómo está Tolleson? —preguntó Tarrance.

—De maravilla. Espero que mi síncope cardíaco sea tan benigno como el suyo. Pasará aquí unos pocos días, seguidos de dos meses de baja. Nada grave.

—¿Tienes acceso a su despacho?

—¿Qué falta me hace? He copiado ya todos sus expedientes.

Tarrance se acercó, a la espera de más información.

—No —agregó Mitch—, no tengo acceso a su despacho. Han cambiado todos los cerrojos de los pisos tercero y cuarto. Así como los del sótano.

—¿Cómo lo sabes?

—La chica, Tarrance. Durante la última semana, ha estado en todos los despachos del edificio, incluido el sótano. Ha probado todas las puertas, tirado de todos los cajones y mirado en todos los armarios. Ha leído correspondencia, mirado expedientes y hurgado entre los despojos, que, por cierto, son escasos. En el edificio hay diez trituradoras de papel, cuatro de ellas en el sótano. ¿Lo sabías?

Tarrance escuchaba atentamente, sin mover un músculo.

—¿Cómo se las ha arreglado para…?

—No preguntes, Tarrance, porque no pienso responderte.

—¡Trabaja allí! Es una secretaria o algo por el estilo. Te ayuda desde el interior.

Mitch movió la cabeza, frustrado.

—Brillante deducción, Tarrance. Hoy te ha llamado dos veces. La primera a eso de las dos y cuarto, y de nuevo al cabo de una hora. ¿Cómo se las arreglaría una secretaria para llamar al FBI dos veces en una hora?

—Puede que hoy estuviera de baja. Tal vez haya llamado desde su casa.

—Te equivocas, Tarrance, no te molestes en intentar adivinarlo. Deja de perder tiempo preocupándote por ella. Trabaja para mí y juntos te entregaremos la mercancía.

—¿Qué hay en el sótano?

—Una gran sala con doce cubículos, doce despachos muy atareados y un millar de ficheros. Ficheros con alarmas electrónicas. Creo que es el centro de operaciones para el blanqueo de dinero. En las paredes de los cubículos ha visto docenas de números de teléfono de bancos caribeños. Pero la información que está a la vista es muy escasa. Son muy cautelosos. Hay una pequeña sala adjunta, con la puerta cerrada y atrancada, llena de ordenadores que parecen frigoríficos.

—Parece el lugar en cuestión.

—Lo es, pero olvídalo. No hay forma de sacar nada de allí sin dar la alarma. Es imposible. Sólo se me ocurre una forma de obtener el material.

—¿Cómo?

—Con una orden de registro.

—Olvídalo. No hay causa probable.

—Escúchame, Tarrance. Así es como funcionará, ¿de acuerdo? No puedo entregarte todos los documentos que deseas, pero sí todos los que necesitas. Tengo en mis manos más de diez mil documentos que, a pesar de no haberlos revisados todos, he visto lo suficiente para saber que cuando se los muestres a un juez obtendrás una orden de registro para Front Street. Con los documentos que obran ahora en mi poder puedes procesar probablemente a la mitad de la empresa. Sin embargo, los mismos documentos te permitirán obtener una orden de registro y, por consiguiente, formular un sinfín de acusaciones. No hay otra forma de hacerlo.

Tarrance se fue al pasillo y miró a su alrededor. Estaba desierto. Estiró las piernas y regresó junto a la máquina de Coca-Cola. Se apoyó sobre la misma y miró por la pequeña ventana que daba al este.

—¿Por qué sólo media empresa?

—Sólo media para empezar. Además de varios socios jubilados. En mis documentos aparecen los nombres de diversos socios, que han fundado sociedades ficticias en las Caimán con el dinero de los Morolto. Estas acusaciones serán fáciles. Cuando toda la información obre en tu poder, tu teoría de la conspiración será coherente y podrás acusar a todo el mundo.

—¿Dónde has obtenido los documentos?

—Tuve suerte. Mucha suerte. Deduje que la empresa tendría el buen sentido de no guardar los documentos bancarios de las Caimán en este país. Tuve el presentimiento de que estaban en las Caimán. Por suerte, estaba en lo cierto. Copiamos los documentos en las Caimán.

—¿Copiamos?

—La chica y una amiga.

—¿Dónde están ahora los documentos?

—Tú y tus preguntas, Tarrance. Obran en mi poder. Eso es todo lo que necesitas saber.

—Quiero esos documentos del sótano.

—Escúchame, Tarrance. Presta atención. Los documentos no saldrán del sótano hasta que tú vayas a buscarlos con una orden de registro. Es imposible, ¿comprendes?

—¿Quiénes son los que trabajan en el sótano?

—No lo sé. Llevo allí diez meses y nunca los he visto. No sé dónde aparcan sus vehículos, ni cómo entran y salen. Son invisibles. Supongo que entre los socios y el personal del sótano hacen el trabajo sucio.

—¿De qué tipo de material disponen?

—Dos fotocopiadoras, cuatro trituradoras de papel, impresoras de alta velocidad y todos los ordenadores de los que te he hablado. Una obra de arte.

Tarrance se acercó a la ventana, claramente meditabundo.

—Esto tiene sentido. Mucho sentido. Siempre me he preguntado cómo se las arreglaba una empresa con tantas secretarias, pasantes y funcionarios para mantener a los Morolto en secreto.

—Muy sencillo. Las secretarias, los pasantes y los funcionarios no saben nada del tema. Están siempre ocupados con los clientes legítimos. Los socios y los miembros asociados más antiguos, sentados en sus despachos, piensan en formas exóticas de blanquear el dinero y el equipo las pone en práctica. Una organización perfecta.

—¿De modo que hay muchos clientes legítimos?

—Centenares. Son abogados de mucho talento con una asombrosa clientela. Es una fachada maravillosa.

—¿Y me estás diciendo, McDeere, que dispones ya de los documentos necesarios para sustentar acusaciones y obtener órdenes de registro? ¿Que están ya en tus manos; que obran en tu poder?

—Eso he dicho.

—¿En este país?

—Sí, Tarrance, los documentos están en este país. A decir verdad, muy cerca de aquí.

Tarrance estaba nervioso. Balanceaba el cuerpo de un lado para otro, e hizo crujir los nudillos. Se le había acelerado la respiración.

—¿Qué más puedes sacar de Front Street?

—Nada. Es demasiado peligroso. Han cambiado los cerrojos y eso me preocupa. ¿Por qué cambiarían los de los pisos tercero y cuarto, y no los del primero y segundo? Hace un par de semanas hice algunas fotocopias en el cuarto piso y creo que no fue buena idea. Tengo mal presentimiento. Se han acabado los documentos de Front Street.

—¿Y la chica?

—Ya no tiene acceso.

Tarrance se mordía las uñas, sin dejar de balancearse ni de mirar por la ventana.

—Quiero esos documentos, McDeere, y los quiero cuanto antes. Por ejemplo, mañana.

—¿Cuándo será puesto en libertad Ray?

—Hoy es lunes. Creo que está previsto para mañana por la noche. No puedes imaginarte lo que he tenido que aguantar por parte de Voyles. Se ha visto obligado a recurrir a todas las estratagemas imaginables. ¿Crees que bromeo? Llamó a su despacho a los dos senadores de Tennessee, que se trasladaron a Nashville para hablar personalmente con el gobernador. No sabes lo que he tenido que soportar, McDeere. Y todo a causa de tu hermano.

—Te está agradecido.

—¿Qué hará cuando salga?

—Eso es cosa mía. Tú limítate a ponerlo en libertad.

—No te garantizo nada. Si sufre algún percance, no será culpa nuestra.

—Debo marcharme —dijo Mitch, después de consultar el reloj—. Estoy seguro de que alguien me espera en la calle.

—¿Cuándo volveremos a vemos?

—La chica te llamará. Limítate a seguir sus instrucciones.

—¡Por lo que más quieras, Mitch! No me hagas pasar otra vez por eso. Puedes hablarme por teléfono. ¡Te lo juro! Cuidamos de que nuestras líneas sean seguras. Te lo ruego, otra vez no.

—¿Cuál es el nombre de tu madre, Tarrance?

—¿Cómo? Doris.

—El mundo es un pañuelo. No podemos utilizar el nombre de Doris. ¿Quién fue tu pareja en el baile de graduación?

—Creo que no asistí.

—No me sorprende. ¿Quién fue tu primera novia, si la tuviste?

—Mary Alice Brenner. Una chica muy ardiente. Quería acostarse conmigo.

—Estoy seguro. El nombre de mi chica es Mary Alice. La próxima vez que recibas una llamada de Mary Alice haz exactamente lo que te diga, ¿de acuerdo?

—Me muero de impaciencia.

—Hazme un favor, Tarrance. Creo que Tolleson finge y tengo el extraño presentimiento de que su supuesto síncope cardíaco está de algún modo relacionado conmigo. Ordena a tus chicos que husmeen por aquí y comprueben el supuesto ataque.

—Por supuesto. No tenemos otra cosa que hacer.