Treinta y uno

Los tres días de vacaciones anuales que Nathan Locke se tomaba en Vail después del 15 de abril habían sido cancelados por DeVasher, según órdenes de Lazarov. Locke y Lambert, sentados en el despacho del quinto piso, escuchaban a DeVasher, que les contaba sus frustrados intentos por recomponer el rompecabezas.

—Su esposa le abandona. Dice que se va a casa de sus padres, porque su madre tiene un cáncer de pulmón. Además, afirma que está harta y tonterías por el estilo. A lo largo de los meses habíamos detectado algún que otro problema. Se quejaba un poco de su horario, pero nada grave. Va a reunirse con su mamá. Dice que no sabe cuándo regresará. Se supone que su mamá está enferma, que le han extirpado un pulmón. Pero no hemos encontrado ningún hospital en el que hayan oído hablar de Maxine Sutherland. Hemos controlado todos los hospitales de Kentucky, Indiana y Tennessee. ¿No os parece curioso, muchachos?

—Por Dios, DeVasher —exclamó Lambert—. A mi esposa le practicaron una operación hace cuatro años y para ello la llevamos a la clínica Mayo. No hay ninguna ley que le obligue a uno a acudir a un hospital en un radio de ciento cincuenta kilómetros de su domicilio. Esto es absurdo. Además, son gente de la alta sociedad. Puede que se registrara con un nombre falso, por motivos de discreción. Es muy corriente.

—¿Con qué frecuencia habla con ella? —preguntó Locke, al tiempo que asentía.

—Ella suele llamarle todos los días. Acostumbran hablar un poco de todo: el perro, su mamá, el despacho… Anoche le dijo que tardaría por lo menos dos meses en regresar.

—¿Ha dado alguna pista referente al hospital? —preguntó Locke.

—Nunca. Es muy cautelosa. No suele hablar de la operación. Se supone que su madre está ahora en casa, si es que en alguna ocasión la ha abandonado.

—¿Adónde pretendes ir a parar, DeVasher? —preguntó Lambert.

—Si guardas silencio, te lo acabaré de contar. Supongamos que se trate de una estratagema para sacarla de la ciudad, para alejarla de nosotros y de lo que está por caer. ¿Comprendéis?

—¿Supones que trabaja para ellos? —preguntó Locke.

—Para eso me pagan, Nat. Supongo que sabe que los teléfonos están intervenidos y de ahí que sean tan cautelosos cuando hablan. Supongo que la ha sacado de la ciudad para protegerla.

—Bastante dudoso —comentó Oliver Lambert—. Bastante dudoso.

DeVasher dio unos pasos por detrás de la mesa, miró fijamente a Ollie y optó por hacer caso omiso de su comentario.

—Hace unos diez días, alguien hizo un montón de extrañas fotocopias en el cuarto piso. Curioso, porque eso ocurrió a las tres de la madrugada. Según nuestra información, cuando se hicieron las fotocopias sólo había dos abogados en el edificio: McDeere y Scott Kimble. Y ninguno de ellos tenía por qué estar en el cuarto piso. Se utilizaron veinticuatro números de acceso. Tres de ellos pertenecían a expedientes de Lamar Quin, otros tres a Sonny Capps y los dieciocho restantes a expedientes de McDeere. Ninguno pertenecía a Kimble. Victor Milligan salió de su despacho a las dos y media, aproximadamente, y McDeere estaba trabajando en el despacho de Avery, después de acompañarle al aeropuerto. Avery dice que cerró el despacho con llave, pero pudo haberlo olvidado. Si no lo olvidó, McDeere tiene una llave. He insistido en este punto y Avery está prácticamente seguro de que cerró con llave. Pero era medianoche, estaba cansado y tenía prisa. Puede que lo olvidara. Por otra parte, no autorizó a McDeere para que regresara a trabajar en su despacho. De todos modos, eso no tendría realmente mucha importancia, porque habían pasado el día juntos en el despacho, trabajando en la declaración de Capps. La fotocopiadora utilizada fue la número once, que es la más cercana al despacho de Avery. Me parece lógico suponer que McDeere efectuó las fotocopias.

—¿Cuántas?

—Dos mil doce.

—¿Qué expedientes?

—Dieciocho declaraciones de renta. Estoy seguro de que él lo explicaría diciendo que había terminado las declaraciones y se limitaba a copiarlas todas. Parecería perfectamente correcto, ¿no es cierto? Si no fuera porque son siempre las secretarias quienes se ocupan de hacer las copias, y además, ¿qué diablos hacía a las tres de la madrugada en el cuarto piso copiando dos mil páginas? Y esto ocurría en la mañana del siete de abril. ¿Cuántos muchachos terminan el trabajo programado para el quince de abril y sacan todas las copias con una semana de antelación?

Dejó de pasear y los observó. Estaban reflexionando. Les había hecho llegar el mensaje.

—Y ahora viene lo mejor —agregó—. Cinco días después, su secretaria introdujo los mismos dieciocho números de acceso en su fotocopiadora del segundo piso y sacó unas trescientas copias. No sé cuál es vuestra opinión pero, sin ser abogado, esa cantidad me parece más coherente.

Ambos asintieron, sin decir palabra. Eran abogados y estaban acostumbrados a discutir todos los aspectos posibles de cualquier tema. Pero no dijeron nada. DeVasher les brindó una perversa sonrisa y empezó a andar nuevamente de un lado para otro.

—El caso es —siguió diciendo— que le hemos atrapado efectuando dos mil copias inexplicables, y por consiguiente debemos preguntarnos: ¿qué copiaba? Si utilizó códigos de acceso falsos, ¿qué diablos estaba copiando? Yo no lo sé. Todos los despachos, a excepción evidentemente del de Avery, estaban cerrados con llave. De modo que se lo he preguntado a Avery. Tiene una serie de armarios metálicos, donde guarda los expedientes legítimos. Los cierra con llave, pero él, McDeere y las secretarias habían trabajado en ellos todo el día y puede que con las prisas para coger el avión los dejara abiertos. Pero ¿qué interés podría tener McDeere en copiar expedientes legítimos? Ninguno. Como todos los demás del cuarto piso, Avery tiene sus correspondientes armarios de madera con el material secreto, que nadie toca. Normas de la empresa. Ni siquiera los demás socios. Más secretos que mis propios expedientes. De modo que McDeere no tendría acceso a los mismos, a no ser que dispusiera de la llave correspondiente. Avery me mostró sus llaves y me dijo que hacía dos días que no abría aquellos armarios, desde antes del día siete. Ha examinado los expedientes y todo parece correcto. No puede afirmar que alguien los haya tocado, ni que haya dejado de hacerlo. ¿Podemos saber al examinar un expediente si ha sido copiado? La respuesta es negativa. De modo que esta mañana he recogido los expedientes en cuestión, para mandarlos a Chicago, donde comprobarán las huellas dactilares. Tardará aproximadamente una semana.

—No puede haber copiado todos esos expedientes —dijo Lambert.

—En tal caso, Ollie, ¿qué puede haber copiado? Todo lo del cuarto piso y del tercero estaba cerrado con llave. Todo, a excepción del despacho de Avery. Y en el supuesto de que ese chico esté coqueteando con Tarrance, ¿qué podría interesarle del despacho de Avery? Lo único serían los expedientes secretos.

—Ahora también supones que dispone de llaves —dijo Locke.

—Efectivamente. Supongo que ha sacado copias de las llaves de Avery.

—Eso es increíble —refunfuñó Ollie, con una sonora carcajada—. No puedo creerlo.

—¿Cómo se las habría arreglado para copiar las llaves? —dijo «ojos negros» mirando fijamente a DeVasher, con una perversa sonrisa en los labios.

—Una buena pregunta, para la que no tengo respuesta. Avery me mostró las llaves. Once repartidas entre dos llaveros, de los que nunca se separa. Norma de la empresa, ¿no es así? Como corresponde a todo buen abogado. Cuando está despierto, las llaves están en su bolsillo. Cuando duerme fuera de su casa, las coloca debajo del colchón.

—¿Dónde ha estado durante el último mes? —preguntó «ojos negros».

—Sin contar el viaje de la semana pasada a Houston, para entrevistarse con Capps, que es demasiado reciente, pasó dos días en Gran Caimán a principios de abril.

—Sí, lo recuerdo —dijo Ollie, que escuchaba con mucha atención.

—Te felicito, Ollie. Le he preguntado lo que hizo aquellas dos noches y me ha respondido que trabajar tan sólo. Una de las noches salió a tomar unas copas, pero eso es todo. Jura que durmió solo ambas noches —dijo DeVasher, al tiempo que pulsaba el botón de un magnetófono portátil—, pero miente. Esta llamada se efectuó a las nueve y cuarto del dos de abril, desde el dormitorio principal del primer apartamento.

«Está en la ducha», decía la primera voz femenina.

«¿Está bien?», preguntó la segunda mujer.

«Sí, perfectamente. No podría hacerlo aunque se lo propusiera.»

«¿Por qué has tardado tanto?»

«No ha despertado hasta ahora.»

«¿Sospecha algo?»

«No. No recuerda nada. Creo que sufre.»

«¿Cuánto tiempo vas a estar todavía ahí?»

«Le daré un beso de despedida cuando salga de la ducha. Diez o tal vez quince minutos.»

«De acuerdo. Date prisa.»

DeVasher pulsó otro botón y empezó de nuevo a andar de un lado para otro.

—No tengo idea de quiénes son, ni se lo he preguntado a Avery. Todavía. Ese chico me preocupa. Su esposa ha pedido el divorcio y él ha perdido el control. Anda siempre detrás de las mujeres. Esto es una infracción grave de las normas de seguridad y sospecho que Lazarov se pondrá furioso.

—La chica hablaba como si padeciera una fuerte resaca —dijo Locke.

—No cabe duda.

—¿Crees que ella sacó copia de las llaves? —preguntó Ollie.

DeVasher se encogió de hombros y se dejó caer en su desgastado sillón de cuero.

—Es posible, pero lo dudo —respondió, en un tono desprovisto de altanería—. Le he dado vueltas durante muchas horas. En el supuesto de que se tratara de una mujer que se ligó en algún bar y se emborracharan juntos, es probable que se acostaran tarde. ¿Cómo sacaría copias de las llaves en plena noche, en esa diminuta isla? Me parece improbable.

—Pero tenía una cómplice —insistió Locke.

—Sí y eso es algo que no acabo de comprender. Tal vez intentaban robarle la cartera y algo falló. Suele llevar unos dos mil al contado, se emborrachó y quién sabe lo que les contó. Tal vez la chica se proponía agarrar el dinero en el último momento y echar a correr, pero no lo hizo. No lo sé.

—¿Has acabado con tus suposiciones? —preguntó Ollie.

—Por ahora. Me encanta formularlas, pero sería exagerado suponer que esas mujeres cogieron las llaves, de algún modo se las arreglaron para sacar copias en la isla en plena noche, sin que él se enterara, y que entonces la primera volviera a meterse con él en la cama. Y que todo esto estuviera relacionado con McDeere y con su utilización de la fotocopiadora del cuarto piso. Me parece demasiado.

—Estoy de acuerdo —dijo Ollie.

—¿Has pensado en el almacén? —preguntó «ojos negros».

—Por supuesto, Nat. En realidad, no he podido dormir pensando en ello. Si se interesaba por los documentos del almacén, debe estar de algún modo relacionada con McDeere, o con alguna otra persona que anda husmeando. Y no logro establecer dicha relación. Supongamos que encontró el cuarto y los documentos, ¿qué pudo hacer en plena noche, mientras Avery dormía en el piso superior?

—Leerlos.

—Claro, sólo hay un millón de documentos. Ten en cuenta que ella también debió de beber lo suyo, ya que de lo contrario Avery habría sospechado algo. De modo que pasa la noche bebiendo y haciendo el amor, espera a que Avery se quede dormido y de pronto siente un impulso irresistible de ir a la planta baja y ponerse a leer documentos bancarios. Muchachos, me parece inverosímil.

—Tal vez trabaje para el FBI —anunció Ollie, con orgullo.

—No puede ser.

—¿Por qué?

—Muy sencillo, Ollie. El FBI no lo haría porque la redada sería ilegal y las pruebas inadmisibles. Además, hay otra razón mucho más poderosa.

—¿Cuál?

—Si se tratara de una agente, no habría utilizado el teléfono. Ningún profesional habría hecho esa llamada. Debe tratarse de una carterista.

La teoría de la carterista le fue explicada a Lazarov, que la atacó por todos los flancos, sin ser capaz de elaborar otra mejor. Ordenó que se cambiaran todos los cerrojos de los pisos tercero y cuarto, así como los del sótano y de los apartamentos de Gran Caimán. Ordenó que localizaran a todos los cerrajeros de la isla, de los que según él no podía haber muchos, para averiguar si alguno de ellos había copiado unas llaves durante la noche o madrugada del 1 al 2 de abril. «Sobornadlos —le dijo a DeVasher—. Hablarán por un poco de dinero.» Ordenó que se examinaran las huellas dactilares de los expedientes del despacho de Avery, a lo que DeVasher respondió con orgullo que había puesto ya el proceso en marcha. Las huellas de McDeere figuraban en su ficha del colegio de abogados.

Ordenó también la suspensión de Avery Tolleson de sus funciones, durante sesenta días. DeVasher sugirió que esto podría poner a McDeere sobre aviso. A Lazarov le pareció que la advertencia era sensata y ordenó que Tolleson ingresara en el hospital, con dolores torácicos. A continuación, por orden facultativa, se tomaría dos meses de descanso. «Decidle a Tolleson que no deje ningún cabo suelto. Cerrad su despacho. Ordenad a McDeere que trabaje con Victor Milligan.»

—Dijiste que tenías un buen plan para eliminar a McDeere —dijo DeVasher.

Lazarov sonrió y se hurgó la nariz.

—Sí. Creo que utilizaremos el avión. Le mandaremos a las islas en viaje de negocios y tendrá lugar una explosión misteriosa.

—¿Y perder dos pilotos? —preguntó DeVasher.

—Efectivamente. Tiene que parecer verosímil.

—No lo hagáis cerca de las Caimán. Parecería una coincidencia excesiva.

—De acuerdo, pero debe ocurrir sobre el mar. Menos restos. Utilizaremos un gran artefacto, a fin de que no encuentren gran cosa.

—El avión es caro.

—Sí. Se lo consultaré antes a Joey.

—Tú mandas. Dime si podemos serte útiles en algo.

—Por supuesto. Empieza a reflexionar sobre el tema.

—¿Qué se sabe de tu hombre en Washington? —preguntó DeVasher.

—Espero su respuesta. Esta mañana he llamado a Nueva York y lo están averiguando. Deberíamos saber algo dentro de una semana.

—Eso facilitaría las cosas.

—Por supuesto. Si la respuesta es afirmativa, debemos eliminarle en un plazo de veinticuatro horas.

—Empezaré a organizarlo.

La oficina estaba tranquila para un sábado por la mañana. Un puñado de socios y una docena de miembros asociados deambulaban por los despachos, con pantalón deportivo y jersey de cuello alto. No había ninguna secretaria. Mitch repasó su correspondencia y dictó algunas cartas. Después de dos horas, se marchó. Era hora de visitar a Ray.

Durante cinco horas, condujo por la interestatal cuarenta. Conducía como un demente. Circulaba a setenta y de pronto a ciento cuarenta. Se detenía en todas las áreas de aparcamiento y estaciones de servicio. Abandonó la carretera desde la vía rápida. Paró el coche en un paso subterráneo y se quedó observando. En ningún momento los vio. No detectó ningún coche, camión, ni furgoneta sospechosos. Se fijó incluso en algunos vehículos de dieciocho ruedas. Nada. Simplemente, no estaban allí. Los habría visto.

El paquete de libros y cigarrillos recibió la aprobación del cuerpo de guardia y se le indicó que se dirigiera a la cabina número nueve. A los pocos minutos, Ray se encontraba al otro lado de la gruesa pantalla.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó, ligeramente irritado—. Eres la única persona en el mundo que me visita y ésta es sólo la segunda vez en cuatro meses.

—Lo sé. Estamos en época de recaudación y he tenido muchísimo trabajo. No se repetirá. Además, te he escrito.

—Sí, claro. Una vez por semana recibo dos párrafos. «Hola, Ray, ¿es cómoda la cama? ¿Te gusta la comida? ¿Han cambiado las paredes? ¿Cómo te va el griego o el italiano? Yo estoy bien. Abby de maravilla. El perro está enfermo. Tengo que dejarte. Te veré pronto. Un abrazo, Mitch.» Escribes unas cartas muy profundas, hermanito. Son un auténtico tesoro.

—Las tuyas no son mucho mejores.

—¿Qué puedo contar? Que los guardas venden droga. Que a un amigo le han dado treinta y una puñaladas. Que he visto cómo violaban a un muchacho. Por Dios, Mitch, ¿quién quiere oír esas cosas?

—No se repetirá.

—¿Cómo está mamá?

—No lo sé. No he vuelto a verla desde Navidad.

—Te pedí que la vigilaras, Mitch. Estoy preocupado por ella. Si ese mequetrefe la maltrata, quiero que alguien se lo impida. Lo haría personalmente si pudiera salir de aquí.

—Saldrás —afirmó categóricamente Mitch, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y asentía lentamente.

Ray se apoyó sobre los codos y le miró fijamente.

—En español. Despacio —dijo lentamente Mitch.

—¿Cuándo?

—Martes o miércoles —respondió Mitch, después de unos instantes de reflexión.

—¿Tanto tiempo?

Mitch sonrió, se encogió de hombros y miró a su alrededor.

—¿Cómo está Abby? —preguntó Ray.

—Hace un par de semanas que está en Kentucky. Su madre está enferma. Confía en mí —agregó Mitch en voz baja, mirando fijamente a su hermano.

—¿Qué le ocurre?

—Le han extirpado un pulmón. Cáncer. Ha sido una fumadora empedernida toda su vida. Deberías dejar de fumar.

—Lo haré si algún día salgo de aquí.

—Te faltan por lo menos siete años —sonrió Mitch, mientras asentía lentamente.

—Lo sé y es imposible escapar. De vez en cuando alguien lo intenta, pero recibe un balazo o le capturan.

—James Earl Ray saltó la tapia, ¿no es cierto? —asintió Mitch lentamente, mientras formulaba la pregunta.

Ray sonreía y miraba a su hermano a los ojos.

—Pero le capturaron. Traen a los zapadores de montaña con sus perros adiestrados y la cosa se pone fea. Que yo sepa, nadie ha sobrevivido en las montañas después de saltar el muro.

—Cambiemos de tema —dijo Mitch.

—Buena idea.

Dos guardas se asomaron a una ventana, detrás de las cabinas de los visitantes. Los funcionarios se divertían con un montón de fotos pornográficas tomadas con una Polaroid, que alguien había intentado introducir clandestinamente en la cárcel. Reían entre sí, sin hacer caso alguno de los visitantes. Del lado de los presos, un solo guarda paseaba tranquilamente medio dormido, con una porra en la mano.

—¿Cuándo tendré sobrinitos? —preguntó Ray.

—Tal vez dentro de unos años. A Abby le gustaría tener una pareja, y empezaríamos ahora mismo si yo estuviera dispuesto. Pero no lo estoy.

El guarda pasó junto a Ray sin dirigirle la mirada. Los hermanos se miraban fijamente, intentado comunicarse sin palabras.

¿Adónde iré? —preguntó apresuradamente Ray.

—Perdido Beach Hilton. Abby y yo estuvimos en las islas Caimán el mes pasado. Fueron unas vacaciones maravillosas.

—Nunca he oído hablar de ese lugar. ¿Dónde está?

—En el Caribe, al sur de Cuba.

—¿Cómo me llamo?

—Lee Stevens. Hicimos un poco de inmersión a pulmón libre. El agua es cálida y maravillosa. La empresa tiene dos apartamentos en Seven Mile Beach. Sólo tuve que pagar el viaje. Fue fantástico.

—Consígueme un libro. Me gustaría leer algo sobre ese lugar. ¿Pasaporte?

Mitch asintió y sonrió. El guarda apareció de nuevo a la espalda de Ray y se detuvo. Entonces pasaron a hablar de los viejos tiempos en Kentucky.

Al atardecer aparcó el BMW en el lado oscuro de unas galerías de las afueras de Nashville. Dejó las llaves en el contacto y echó el seguro de la puerta. Tenía una llave de repuesto en el bolsillo. Gran cantidad de ajetreados compradores de la época pascual entraban en masa por las puertas de Sears y se unió a ellos. Dentro de los almacenes se dirigió a la sección de ropa para hombres y, sin dejar de vigilar la puerta, examinó calcetines y ropa interior. No vio a nadie sospechoso. Salió de allí y caminó entre la muchedumbre por las galerías. Vio un jersey de algodón negro en un escaparate, que le llamó la atención. Entró, se lo probó y le gustó tanto que se lo llevó puesto. Mientras la dependienta le devolvía el cambio, consultó las páginas amarillas para llamar un taxi. De nuevo en las galerías, subió por la escalera automática hasta el primer piso, donde encontró una cabina telefónica. El taxi llegaría dentro de diez minutos.

Había caído la noche, la temprana y fresca noche de la primavera sureña. Mitch contemplaba la puerta de las galerías desde el interior de un bar. Estaba seguro de que nadie le había seguido y se acercó tranquilamente al taxi.

—Brentwood —le dijo al conductor, antes de acomodarse en el asiento posterior—. Savannah Creek Apartments —agregó.

Brentwood estaba a veinte minutos en coche. El taxista buscó por la extensa urbanización, hasta encontrar el número 480E. Mitch le entregó un billete de veinte y se apeó. Detrás de una escalera exterior encontró la puerta de entrada. Estaba cerrada.

—¿Quién es? —preguntó con nerviosismo una voz femenina desde el interior, que hizo que a Mitch le flaquearan las rodillas.

—Barry Abanks —respondió.

Abby abrió la puerta y se le echó encima. Se besaron apasionadamente mientras él la levantaba del suelo, entraban en el piso y cerraba la puerta de un puntapié. Estaba como loco. En menos de dos segundos le había quitado el jersey a su esposa, desabrochado el sostén y bajado la holgada falda a la altura de las rodillas. No dejaban de besarse. De reojo, y con cierto recelo, observó la endeble cama plegable que los esperaba. Colocó a Abby con ternura sobre la misma y se desnudó.

La cama era corta y crujía. El colchón, de cinco centímetros de grosor, era de espuma envuelto en una sábana. Los muelles metálicos se proyectaban peligrosamente hacia arriba.

Pero a los McDeere no les importaba.

En el momento propicio, al amparo de la oscuridad y cuando disminuyó momentáneamente el número de compradores, una reluciente camioneta Chevrolet Silverado negra se acercó por detrás al BMW y se detuvo. Se apeó un individuo bajito con un elegante corte de pelo y patillas, miró a su alrededor, e introdujo un destornillador puntiagudo en el cerrojo del BMW. Al cabo de unos meses, cuando le condenaron confesaría ante el juez que había robado más de trescientos vehículos en ocho estados, y que era capaz de forzar la puerta de un coche y poner el motor en marcha con mayor rapidez que el juez con las llaves. Declaró que su promedio solía ser de veintiocho segundos. No logró impresionar al juez.

De vez en cuando, algún imbécil se dejaba las llaves en el contacto y entonces la operación era mucho más rápida. El explorador había encontrado aquel coche con las llaves puestas. Sonrió y puso el motor en marcha. El Silverado se alejó, seguido del BMW.

El nórdico se apeó de la furgoneta y se limitó a observar. Era demasiado tarde para reaccionar; todo había ocurrido con excesiva rapidez. La camioneta le había impedido momentáneamente la visibilidad y, en un abrir y cerrar de ojos, el BMW había desaparecido. ¡Robado! Ante sus propias narices. Dio una patada a la furgoneta. ¿Cómo explicaría lo ocurrido?

Entró de nuevo en la furgoneta para esperar a McDeere.

Después de una hora en el sofá, el dolor de la soledad había caído en el olvido. Circulaban por el apartamento cogidos de la mano y sin dejar de besarse. En el dormitorio, Mitch vio por primera vez lo que entre los tres había llegado a ser conocido como los documentos Bendini. Había visto el resumen e inventario de Tammy, pero no los papeles propiamente dichos. La sala parecía el escaparate de una tienda de quesos, llena de pulcros montones de documentos. A lo largo de dos de las paredes, Tammy había colgado láminas de cartulina, cubiertas de notas, listas e inventarios.

En un futuro próximo pasaría varias horas en la sala para estudiar los documentos y preparar el caso. Pero no esa noche. Dentro de unos minutos se separaría de su esposa para regresar a las galerías.

Abby le condujo de nuevo al sofá.