Treinta

Mitch se abrochó los cordones de sus zapatillas atléticas Nike de plantilla acolchada y se sentó a esperar en el sofá, junto al teléfono. Hearsay, deprimido después de dos semanas privado de la compañía de su ama, se instaló junto a él y cerró los ojos. A las diez y media en punto, sonó el teléfono. Era Abby.

No hubo melindrerías como «cariño», «encanto» ni «corazón». El diálogo fue frío y forzado.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Mitch.

—Mucho mejor. Ya se levanta, pero le duele mucho. Está animada.

—Me alegro. ¿Y tu padre?

—Como de costumbre. Siempre ocupado. ¿Cómo está mi perro?

—Solo y deprimido. Creo que se está desmoronando.

—Le echo de menos. ¿Cómo va el trabajo?

—Hemos sobrevivido al quince de abril sin ningún percance. Ahora todo el mundo está de mejor humor. La mitad de los socios se fueron de vacaciones el día dieciséis, de modo que la oficina está mucho más tranquila.

—Supongo que ahora sólo trabajas dieciséis horas diarias.

Titubeó y decidió olvidarlo. Sería absurdo iniciar una pelea.

—¿Cuándo piensas regresar?

—No lo sé. Mamá todavía me necesitará un par de semanas. Me temo que papá no es de gran ayuda. Tienen una doncella, pero en estos momentos mamá me necesita. Hoy he llamado a Saint Andrew —agregó, después de una pausa— y les he dicho que no regresaría este semestre.

—Quedan todavía dos meses hasta fin de semestre —comentó Mitch, sin darle importancia—. ¿No piensas regresar antes de dos meses?

—Dos meses como mínimo, Mitch. Necesito tiempo, eso es todo.

—¿Tiempo para qué?

—No empecemos otra vez, ¿de acuerdo? No estoy de humor para discutir.

—Bien. Bien. ¿Para qué estás de humor?

Abby prefirió no responderle y se hizo una larga pausa.

—¿Cuántos kilómetros corres?

—Unos tres. Camino hasta la pista y corro unas ocho vueltas.

—Ten cuidado en la pista. Está muy oscura.

—Gracias.

Se hizo otra larga pausa.

—Debo dejarte —dijo Abby—. Es hora de acompañar a mamá a la cama.

—¿Llamarás mañana por la noche?

—Sí. A la misma hora.

Colgó sin decir «adiós», «te quiero» ni nada por el estilo. Simplemente colgó.

Mitch se subió los calcetines deportivos blancos y recogió la camiseta de manga larga en la cintura. Cerró la puerta de la cocina y echó a andar a paso ligero. El instituto West Junior se encontraba a seis manzanas, al este de East Meadowbrook. Detrás de las clases y gimnasio de ladrillo rojo, estaba el campo de béisbol y, más allá, al fondo de un camino oscuro, el campo de fútbol rodeado de una pista de ceniza, donde acudían los vecinos aficionados a las carreras.

Pero no a las once de una noche de luna nueva. Mitch estaba encantado de que la pista estuviera desierta. El aire primaveral era fresco y ligero, y terminó los primeros mil quinientos metros en ocho minutos. La vuelta siguiente empezó a darla andando. Cuando pasaba junto a las casetas de aluminio del equipo local, vio a alguien de reojo y siguió andando.

—Pssst.

—¿Quién es? —preguntó Mitch, después de detenerse.

—Joey Morolto —respondió una voz ronca y carrasposa.

—Muy gracioso, Tarrance —dijo Mitch, acercándose a las casetas—. ¿Estoy limpio?

—Por supuesto. Laney está sentado ahí, en uno de esos autobuses escolares, con una linterna. Ha hecho señales con la luz verde cuando te ha visto pasar. Si ves una señal roja, vuelve a la pista y procura emular a Carl Lewis.

Subieron encima de las casetas y entraron en el palco de la prensa, que no estaba cerrado con llave. Sentados a oscuras en unos taburetes, contemplaron la escuela. Los autobuses estaban perfectamente aparcados, delante del edificio.

—¿Es el lugar lo suficientemente privado para tu gusto? —preguntó Mitch.

—Servirá. ¿Quién es la chica?

—Sé que te gusta que nos encontremos a pleno día, a ser posible en lugares concurridos, como el restaurante o la zapatería coreana. Pero yo prefiero los lugares como éste.

—Magnífico. ¿Quién es la chica?

—Trabaja para mí.

—¿Dónde la has encontrado?

—¿Eso qué importa? ¿Por qué formulas siempre preguntas inconsecuentes?

—¿Inconsecuentes? Hoy recibo una llamada de una mujer a quien no conozco, me dice que quiere hablarme de un pequeño asunto relacionado con el edificio Bendini, ordena que cambiemos de teléfonos, me manda a cierta cabina junto a determinado colmado a una hora específica y dice que me llamará a la una y media en punto. Acudo y llama exactamente a la hora prevista. En un radio de treinta metros alrededor de la cabina, tres de mis hombres vigilan a todo el mundo que circula por la zona. Y me dice que acuda aquí esta noche, a las once menos cuarto, que aísle la zona y que tú aparecerás corriendo.

—Ha funcionado, ¿no es cierto?

—Sí, por ahora. Pero, ¿quién es la chica? El caso es que ahora has involucrado a otra persona, McDeere, y eso realmente me preocupa. ¿Quién es y qué sabe?

—Confía en mí, Tarrance. Trabaja para mí y lo sabe todo. A decir verdad, si tú supieras lo que ella sabe, en estos momentos estarías dictando órdenes de detención en lugar de preocuparte por ella.

Tarrance respiró hondo y reflexionó.

—De acuerdo. Cuéntame lo que sabe.

—Sabe que en los últimos tres años, la pandilla de Morolto y sus cómplices han sacado de este país ochocientos millones en billetes de banco y los han depositado en diversos bancos del Caribe. Conoce los nombres de los bancos, de las cuentas, las fechas y mucho más. Sabe que los Morolto controlan por lo menos trescientas cincuenta sociedades registradas en las Caimán y que dichas empresas mandan aquí con regularidad dinero blanqueado. Conoce las fechas y las cantidades de las transferencias. Conoce la existencia de por lo menos cuarenta corporaciones norteamericanas, propiedad de corporaciones caimanesas propiedad de los Morolto. Sabe un mogollón, Tarrance. Es una mujer muy erudita, ¿no te parece?

Tarrance se había quedado sin habla. Su mirada se perdía en la oscuridad, en dirección al camino de la escuela. A Mitch le resultaba divertido.

—Sabe cómo convierten el dinero negro en billetes de cien dólares —prosiguió Mitch— y lo sacan a escondidas del país.

—¿Cómo?

—En el Lear de la empresa, por supuesto. Pero también utilizan mulas. Disponen de un pequeño ejército, compuesto mayormente por sus esbirros de menor rango y por sus compañeras, pero también por estudiantes y otros independientes, a quienes entregan nueve mil ochocientos dólares en billetes de banco y un billete a las Caimán o a las Bahamas. No es preciso declarar cantidades inferiores a los diez mil dólares, ¿comprendes? Y las mulas viajan como cualquier turista, con los bolsillos llenos de dinero, que depositan en sus bancos. No parece una fortuna, pero piensa en trescientas personas que hagan veinte viajes al año y se convierte en una cantidad considerable el dinero que abandona el país. ¿Sabías que también lo llaman pitufear?

Tarrance asintió ligeramente, como si lo supiera.

—A muchos les atrae la idea de ser pitufos, cuando consiguen unas vacaciones gratis y dinero para gastar. Disponen también de supermulas. Éstos son gentes de confianza de los Morolto, que cogen un millón al contado, lo envuelven meticulosamente en papel de periódico, para que no lo detecten las máquinas del aeropuerto, lo colocan en sus maletines y suben al avión como cualquier otra persona. Usan chaqueta y corbata, y parecen ejecutivos de Wall Street. O sandalias y sombrero de paja, y llevan el dinero en una bolsa de plástico. Vosotros atrapáis a alguna de vez en cuando; por lo que tengo entendido, aproximadamente el uno por ciento, y cuando eso ocurre la supermula va a la cárcel. Pero nunca hablan, ¿no es cierto, Tarrance? Y de vez en cuando algún pitufo empieza a pensar en todo el dinero que lleva en el maletín, en lo fácil que sería seguir viajando y quedárselo todo para él. Y desaparece. Pero la familia nunca olvida y puede que tarden un par de años, pero acaban por encontrarle. Evidentemente, el dinero se habrá esfumado, pero a él le ocurrirá otro tanto. La familia nunca olvida, ¿no es cierto, Tarrance? Y no se olvidarán de mí.

Tarrance escuchó, hasta que era evidente que debía decir algo.

—Has recibido tu millón de dólares.

—Os lo agradezco. Estoy casi listo para la próxima entrega.

—¿Casi?

—Sí, a esa muchacha y a mí sólo nos quedan un par de trabajos por hacer. Intentamos sacar unos cuantos documentos más de Front Street.

—¿De cuántos documentos dispones?

—Más de diez mil.

Se le desplomó el mentón y quedó boquiabierto, con la mirada fija en Mitch.

—¡Maldita sea! ¿De dónde han salido?

—Otra de tus preguntas…

—Diez mil documentos —repitió Tarrance.

—Diez mil, como mínimo. Datos bancarios, transferencias telegráficas, escrituras de fundación de empresas, créditos corporativos, circulares internas, correspondencia entre toda clase de personajes. Mucho material y muy bueno, Tarrance.

—Tu esposa me habló de una empresa llamada Dunn Lane Limited. Hemos recibido el expediente que ya nos has mandado. Muy buen material. ¿Qué más sabes acerca de ellos?

—Mucho. Empresa fundada en mil novecientos ochenta y seis con diez millones, transferidos a la corporación desde una cuenta numerada del Banco de México y que habían llegado a Gran Caimán, al contado, en cierto reactor Lear registrado a nombre de un tranquilo bufete de Memphis, aunque la cantidad de dinero que había llegado a la isla era de catorce millones, que después de sufragar los gastos de aduana y los honorarios de los banqueros se habían convertido en diez millones. Cuando se fundó la compañía, constaba como representante un individuo llamado Diego Sánchez, que a la sazón era vicepresidente del Banco de México. El presidente era una alma encantadora llamada Nathan Locke, el secretario nuestro viejo amigo Royce McKnight y el tesorero de esa pequeña y hogareña corporación era un individuo llamado Al Rubinstein, Yo no sé quién es, pero estoy seguro de que tú le conoces.

—Es un empleado de Morolto.

—¡Vaya sorpresa! ¿Quieres más?

—Sigue hablando.

—Después de la inversión inicial de diez millones en dicho proyecto, se depositaron otros noventa millones a lo largo de los tres años siguientes. Un negocio muy próspero. La empresa empezó a adquirir multitud de negocios en Estados Unidos: plantaciones de algodón en Texas, complejos residenciales en Dayton, joyerías en Beverly Hills, hoteles en Saint Petersburg y en Tampa, etcétera. La mayoría de las transacciones se efectuaron por transferencia telegráfica, desde cuatro o cinco bancos distintos de las Caimán. Se trata de una operación básica de blanqueo de dinero.

—¿Y lo tienes todo documentado?

—No hagas preguntas estúpidas, Wayne. Si no tuviera los documentos, ¿cómo sabría lo que te acabo de contar? Recuerda que sólo trabajo con expedientes legítimos.

—¿Cuánto tardarás todavía?

—Un par de semanas. La chica que trabaja para mí y yo todavía husmeamos por Front Street. Y no parece fácil. Será muy complicado sacar los expedientes de allí.

—¿De dónde proceden los diez mil documentos?

Mitch fingió no haber oído la pregunta. Se incorporó de un brinco y empezó a dirigirse hacia la puerta.

—Abby y yo queremos vivir en Albuquerque. Es una gran ciudad, ligeramente marginada. Empieza a organizarlo.

—No te precipites. Queda mucho por hacer.

—Te he dicho dos semanas, Tarrance. El material estará listo dentro de dos semanas y eso significa que tendré que desaparecer.

—No tan de prisa. Tengo que ver algunos de esos documentos.

—Tienes muy mala memoria, Tarrance. Mi encantadora esposa te prometió un montón de documentos sobre Dunn Lane, en el momento en que Ray salga de la cárcel.

—Veré lo que puedo hacer —respondió Tarrance, con la mirada perdida en la oscuridad del campo.

Mitch se le acercó y le señaló a la cara.

—Escúchame, Tarrance, y escúchame atentamente. Creo que no acabas de comprender. Hoy estamos a diecisiete de abril. En dos semanas a partir de hoy será el uno de mayo, y el uno de mayo te entregaré, según lo prometido, más de diez mil documentos sumamente incriminadores y perfectamente admisibles, que causarán daños irreparables a una de las mayores organizaciones del crimen organizado en el mundo. Además, acabarán por costarme la vida. Pero prometí que lo haría y tú me has prometido sacar a mi hermano de la cárcel. Dispones de una semana, hasta el veinticuatro de abril. De lo contrario, desapareceré. Como también lo harán tu caso y tu carrera.

—¿Qué hará cuando salga?

—Tú y tus preguntas estúpidas. Correrá como el diablo, eso es lo que hará. Tiene un hermano con un millón de dólares, que es un experto en el blanqueo de dinero y en las operaciones de banca electrónicas. Habrá abandonado el país antes de transcurridas doce horas, e irá en busca del millón de dólares.

—A las Bahamas.

—Las Bahamas. Eres un idiota, Tarrance. El dinero pasó menos de diez minutos en las Bahamas. No se puede confiar en esos necios corruptos.

—Al señor Voyles no le gustan los ultimátums. Le crispan los nervios.

—Dile al señor Voyles que me bese el culo. Dile que prepare el próximo medio millón, porque ya estoy casi listo. Dile que saque a mi hermano de la cárcel, o de lo contrario no hay trato. Dile lo que se te antoje, Tarrance, pero Ray sale dentro de una semana o no volvéis a verme el pelo.

Mitch dio un portazo y empezó a descender por las gradas, seguido de Tarrance.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—Mi empleada te llamará —respondió Mitch, después de saltar la valla, cuando se alejaba por la pista—. Obedece sus instrucciones.