Veintinueve

Unas semanas antes del quince de abril, los trabajomaníacos de Bendini, Lambert & Locke llegaron al colmo de la tensión y funcionaban a toda máquina, sólo a base de adrenalina. Y al miedo. Miedo a que les pasara inadvertido algún descuento, deducción o depreciación adicional, que le pudiera costar a algún rico cliente un millón de más. Miedo a coger el teléfono para llamar al cliente, e informarle de que la declaración estaba terminada y, lamentablemente, debía cotizar otros ochocientos mil. Miedo de no tenerlo todo terminado para el día quince y verse obligados a solicitar prórrogas, con los consiguientes gravámenes e intereses. El aparcamiento estaba lleno a las seis de la mañana. Las secretarias trabajaban doce horas diarias. Todo el mundo andaba malhumorado. La conversación era parca y apresurada.

Sin una esposa en casa junto a la que regresar, Mitch trabajaba día y noche. Sonny Capps estaba furioso con Avery porque debía cotizar cuatrocientos cincuenta mil dólares; por doce millones de beneficios. Avery estaba furioso con Mitch y ambos habían repasado de nuevo los documentos de Capps, entre búsquedas y maldiciones. Mitch había elaborado dos cuestionables deducciones, que reducían el total a trescientos veinte mil. Capps les había dicho que estaba pensando en utilizar otros abogados, de Washington.

Cuando faltaban sólo seis días para la fecha límite, Capps exigió una reunión con Avery en Houston. El Lear estaba a su disposición y Avery salió a medianoche. Mitch le llevó al aeropuerto, recibiendo órdenes durante todo el camino.

Poco después de la una y media, regresó a su despacho. Había tres Mercedes, un BMW y un Jaguar desperdigados por el aparcamiento. El vigilante abrió la puerta trasera y Mitch subió en el ascensor hasta el cuarto piso. Como de costumbre, Avery había cerrado con llave la puerta de su despacho. Los despachos de los socios se cerraban siempre con llave. Al fondo del pasillo se oía una voz. Victor Milligan, jefe de tributación, chillaba a su ordenador. Los demás despachos estaban oscuros y cerrados con llave.

Mitch se aguantó la respiración, e introdujo la llave en la cerradura del despacho de Avery. Giró la manecilla y entró. Encendió todas las luces y se dirigió a la mesa, donde él y el socio habían pasado todo el día y la mayor parte de la noche. Los expedientes formaban grandes montones alrededor de las sillas. Había papeles por todas partes. Los manuales de Hacienda estaban los unos sobre los otros.

Mitch se sentó junto a la mesa y prosiguió con su investigación del caso de Capps. Según el cuaderno de notas del FBI, Capps era un respetable hombre de negocios, cliente de la empresa desde hacía por lo menos ocho años. Los federales no se interesaban por Sonny Capps.

Al cabo de una hora, Milligan dejó de hablar, cerró la puerta de su despacho y se marchó. Desapareció sin decir buenas noches. Mitch comprobó rápidamente todos los despachos del cuarto piso y a continuación los del tercero, para asegurarse de que estaba solo. Eran casi las tres de la madrugada.

Junto a las estanterías de los libros, en una de las paredes del despacho de Avery, había tres imperturbables armarios de roble macizo. Hacía meses que Mitch se había percatado de su presencia, pero nunca había visto que se utilizaran. Los expedientes abiertos se guardaban en tres armarios metálicos, situados junto a la ventana. Cerró la puerta a su espalda y se acercó a los armarios de roble. Como era de suponer, estaban cerrados con llave. Había reducido las posibilidades a dos pequeñas llaves, de dos centímetros escasos de longitud. La primera encajó en el primer armario y Mitch lo abrió.

Del inventario de Tammy del contrabando de Nashville había memorizado muchos nombres de compañías de las Caimán, fundadas con dinero sucio que ahora era limpio. Examinó los sumarios del cajón superior y reconoció inmediatamente algunos nombres: Dunn Lane Limited, Eastpointe Limited, Virgin Bay Limited, Inland Contractors Limited, Gulf South Limited. En los cajones segundo y tercero encontró otros nombres que le sonaban. Los expedientes estaban llenos de documentos de créditos bancarios de las Caimán, transferencias, pólizas, contratos, hipotecas y otro sinfín de papeles. Estaba particularmente interesado en Dunn Lane y Gulf South. Tammy había encontrado un número significativo de documentos, relacionados con ambas entidades.

Cogió un expediente de Gulf South, lleno de copias de transferencias y certificados de préstamos del Royal Bank de Montreal. Se dirigió a una fotocopiadora en el centro del cuarto piso y la puso en marcha. Mientras se calentaba, miró desinteresadamente a su alrededor. Todo estaba tranquilo. Examinó el techo. No había cámaras. Lo había inspeccionado ya muchas veces. Se encendió la luz que solicitaba el número de acceso, e introdujo el número del expediente de la señora Lettie Plunk. Su declaración de impuestos estaba en su despacho del segundo piso y podía perfectamente hacerse cargo de unas copias. Colocó el contenido en el alimentador automático y al cabo de tres minutos el expediente estaba copiado. Ciento veintiocho copias, a cuenta de Lettie Plunk. El expediente regresó al armario y un nuevo sumario de Gulf South cargado de pruebas a la fotocopiadora. Introdujo el número de acceso de Greenmark Partners, una empresa inmobiliaria de Bartlett, en Tennessee, perfectamente legítima. Tenía su declaración sobre la mesa y también podía permitirse costear algunas copias. Noventa y una, para ser exactos.

Mitch tenía dieciocho declaraciones en su despacho, a la espera de firma, antes de ser archivadas. Había concluido el trabajo urgente seis días antes de la fecha prevista. Cargó en las dieciocho cuentas las copias de los documentos de Gulf South y Dunn Lane. Había tomado nota de los números de dichos expedientes, para introducirlos en la fotocopiadora, A continuación se sirvió de otros tres números de expedientes de Lamar y tres más de los de Capps.

De la fotocopiadora salía un cable que se introducía por un agujero en la pared y descendía por el costado de un armario empotrado, donde se le unían los cables procedentes de otras tres fotocopiadoras del cuarto piso. El cable, ahora de mayor grosor, atravesaba el techo hasta llegar a la sala de facturación, en el tercer piso, donde un ordenador grababa y facturaba todas y cada una de las copias efectuadas en la empresa. Otro cable gris y muy discreto salía de dicho ordenador, subía por la pared hasta el cuarto piso y a continuación al quinto, donde otro ordenador grababa el código de acceso, el número de copias y el lugar donde se encontraba la máquina que efectuaba cada copia.

A las cinco de la tarde del 15 de abril, Bendini, Lambert & Locke cerró las puertas. A las seis, el parque de estacionamiento estaba vacío y los lujosos automóviles se habían reunido de nuevo a cuatro kilómetros de allí detrás de una venerable marisquería llamada Anderton’s. Una pequeña sala de banquetes estaba reservada para el festejo anual del 15 de abril. Todos los miembros asociados y socios en activo estaban presentes, además de once socios jubilados. Los jubilados estaban morenos y bien vestidos; los activos, extenuados y macilentos. Pero todos compartían el espíritu festivo y estaban dispuestos a emborracharse. Las rigurosas normas de vida sana y moderación se olvidarían por una noche. Otra norma de la empresa prohibía que cualquier abogado o secretaria trabajara el 16 de abril.

A lo largo de las paredes, las mesas estaban cubiertas de fuentes de gambas frías hervidas y ostras al natural. Un enorme barril de madera, lleno de hielo y de botellas de Mooshead, les daba la bienvenida. Detrás del barril había diez cajas de repuesto. Roosevelt las descorchaba tan rápido como podía. Ya avanzada la noche, se emborracharía como los demás y Oliver Lambert llamaría un taxi para que le llevara a su casa junto a Jessie Frances. Era un ritual.

El primo de Roosevelt, Little Bobby Blue Baker, acompañaba sus lamentos en un piano de media cola, conforme los abogados llenaban la sala. De momento servía para animar la fiesta, más adelante su presencia sería innecesaria.

Mitch hizo caso omiso de la comida y se llevó una botella verde y helada a una mesa cerca del piano. Lamar le siguió con un kilo de gambas. Desde la mesa observaron cómo sus colegas se quitaban la chaqueta y atacaban el Mooshead.

—¿Has logrado acabarlo todo? —preguntó Lamar, sin dejar de tragar gambas.

—Sí. Ayer acabé todas mis declaraciones. Avery y yo hemos trabajado en la de Sonny Capps hasta las cinco. También está terminada.

—¿Cuánto?

—Un cuarto de millón.

—¡Coño! —exclamó Lamar, al tiempo que vaciaba media botella—. No creo que nunca haya pagado tanto.

—No, y está furioso. No comprendo a ese individuo. Ha ganado doce millones con diversos tipos de negocios y está rabioso por tener que cotizar el dos por ciento.

—¿Cómo está Avery?

—Bastante preocupado. Capps le obligó a viajar a Houston la semana pasada y el encuentro no fue muy propicio. Salió en el Lear a medianoche. Después me contó que Capps le esperaba en su despacho a las cuatro de la madrugada, furioso por el lío de los impuestos. Según él, Avery tiene la culpa de todo. Le dijo que quizá cambiaría de bufete.

—Creo que siempre dice lo mismo. ¿Una cerveza?

Lamar se alejó de la mesa y regresó con cuatro botellas de Mooshead.

—¿Cómo está la madre de Abby?

—Muy bien —respondió Mitch, mientras abría otra cerveza.

—Oye, Mitch, nuestros hijos son alumnos de Saint Andrew’s. No es ningún secreto que Abby ha pedido la excedencia. Hace dos semanas que está ausente. Lo sabemos y nos preocupa.

—Todo se arreglará. Quiere pasar algún tiempo a solas. No tiene importancia, en serio.

—Venga ya, Mitch. Tiene importancia cuando tu mujer se va de casa sin decir cuándo regresará. O por lo menos eso fue lo que le dijo al director de la escuela.

—Es cierto. No sabe cuándo regresará. Probablemente dentro de un mes, más o menos. Le ha resultado muy difícil soportar el horario de la oficina.

Todos los abogados estaban presentes y Roosevelt cerró la puerta. Creció el jolgorio en la sala. Bobby Blue aceptaba peticiones.

—¿Has pensado en trabajar menos? —preguntó Lamar.

—Si quieres que te sea sincero, no. ¿Para qué?

—Escucha, Mitch, sabes que soy tu amigo, ¿no es cierto? Estoy preocupado por ti. No puedes ganar un millón el primer año.

«Eso crees tú —pensó—; lo gané la semana pasada.» En diez segundos, la pequeña cuenta de Freeport saltó de diez mil a un millón diez mil. Y al cabo de quince minutos, la cuenta estaba cerrada y el dinero a buen recaudo en un banco suizo. ¡Ah!, las maravillas de las transferencias telegráficas. Y debido al millón de dólares, aquélla sería la primera y única fiesta del 15 de abril a la que asistiría durante su breve aunque distinguida carrera jurídica. Y su buen amigo, preocupado ahora por su matrimonio, probablemente estaría en la cárcel en un futuro no muy lejano, junto con el resto de los presentes en la sala, a excepción de Roosevelt. Aunque también era posible que Tarrance, arrastrado por el entusiasmo, procesara incluso a Roosevelt y a Jessie Frances.

Después vendrían los juicios. «Yo, Mitchell Y. McDeere, juro solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.» Y subiría al estrado en calidad de testigo, para señalar con el dedo a su buen amigo Lamar Quin. Kay estaría con sus hijos en la primera fila, para conmover al jurado. Se oirían sus discretos sollozos.

Acabó su segunda cerveza y empezó la tercera.

—Lo sé, Lamar, pero no tengo intención de aflojar. Abby se acostumbrará. Todo se arreglará.

—Si tú lo dices… Kay quiere que vengas mañana a comer un buen bistec. Lo asaremos a la parrilla y comeremos en el jardín. ¿Qué te parece?

—Acepto, con una condición: que no se hable de Abby. Ha ido a casa de sus padres para estar junto a su madre y regresará. ¿De acuerdo?

—Claro. No faltaba más.

Avery se sentó a su mesa con un plato de gambas y comenzó a pelarlas.

—Hablábamos de Capps —dijo Lamar.

—No es un tema muy agradable —respondió Avery.

Mitch observaba atentamente las gambas, hasta que vio media docena recién peladas, extendió la mano y se las comió todas de un bocado.

Avery le miró fijamente con unos ojos cansados, tristes, irritados. Buscaba alguna respuesta apropiada, pero optó por seguir comiendo las gambas sin pelar.

—Ojalá no les hubieran quitado la cabeza —dijo, entre mordiscos—. Están mucho mejor enteras.

Mitch agarró un par de puñados y comenzó a masticar.

—A mí me gustan las colas. Siempre las he preferido.

Lamar dejó de comer y los miró atónito.

—Debéis estar bromeando.

—No —respondió Avery—. De niño, en El Paso, solíamos ir a pescar con redes y atrapar un montón de gambas frescas, que comíamos inmediatamente, cuando todavía se movían. La cabeza es lo mejor porque es donde están todos los jugos cerebrales.

—¿Gambas en El Paso?

—Por supuesto. Río Grande está lleno de gambas.

Lamar abandonó la mesa para ir en busca de más cerveza. El cansancio, el agotamiento, la tensión y la fatiga no tardaron en combinarse con el alcohol, y aumentó el vocerío en la sala. Bobby Blue interpretaba Steppenwolf. Incluso Nathan Locke sonreía y hablaba a voces, como cualquier otro miembro del equipo. Roosevelt agregó cinco cajas al barril de hielo.

A las diez comenzaron a cantar. Wally Hudson, sin pajarita, de pie sobre una silla junto al piano, dirigía el coro de alaridos que interpretaba una mescolanza de desenfrenadas canciones de borrachos australianas. El restaurante estaba cerrado, de modo que a nadie le importaba. A continuación le tocó el tumo a Kendall Mahan, que había jugado al rugby en Cornell y tenía un asombroso repertorio de horrendas canciones. Las desafinadas voces de cincuenta beodos le acompañaban alegremente.

Mitch se disculpó y se retiró al lavabo. Un ayudante de camarero le abrió la puerta trasera y se encontró en el aparcamiento. La música resultaba agradable a aquella distancia. Empezó a caminar hacia el coche, pero cambió de parecer y se acercó a una ventana. Solo en la oscuridad, junto a la esquina del edificio, miraba y escuchaba. Kendall estaba ahora sentado al piano, e interpretaba con su coro una canción obscena.

Eran las voces alegres de gente rica y feliz. Los contempló uno por uno, alrededor de las mesas. A todos se les habían subido los colores a las mejillas. Les brillaban los ojos. Eran sus amigos, hombres de familia con esposas e hijos, atrapados todos ellos en esa terrible conspiración.

El año pasado, Joe Hodge y Marty Kozinski cantaban con todos los demás.

El año pasado, él era una estrella en Harvard, con ofertas de empleo a diestro y siniestro.

Ahora era millonario y pronto alguien pondría precio a su cabeza.

Curioso lo que podía suceder en un año.

Cantad, hermanos.

Mitch dio media vuelta y se alejó.

Alrededor de la medianoche se formó una hilera de taxis en Madison y los abogados más ricos de la ciudad fueron acarreados y arrastrados a los asientos traseros de los vehículos. Como era de suponer, Oliver Lambert era el más sobrio y dirigió la evacuación. Los taxis eran quince en total, llenos de abogados borrachos por todas partes.

En aquel mismo momento, en la parte de la ciudad correspondiente a Front Street, dos furgonetas Ford exactamente idénticas, de color azul marino y amarillo, con el nombre de la empresa de limpieza, DUSTBUSTER, pintado en ambos lados, se detenían junto al portalón de la pequeña fortaleza. Dutch Hendrix lo abrió y les indicó que pasaran. Los vehículos se acercaron a la puerta trasera del edificio, se apearon ocho mujeres con camisas de uniforme y comenzaron a descargar aspiradoras y cubos llenos de productos de limpieza. Cogieron también escobas, fregonas y rollos de toallas de papel. Charlaban tranquilamente entre sí, mientras entraban en el edificio, De acuerdo con las instrucciones de la empresa, limpiaban el edificio piso por piso, empezando por el cuarto. Los guardas paseaban por los pasillos y las vigilaban atentamente.

Las mujeres hacían caso omiso de su presencia y se apresuraban a realizar su trabajo, que consistía en vaciar papeleras, sacar brillo a los muebles, pasar la aspiradora y fregar los retretes. La nueva chica era más lenta que las demás. Se fijaba en las cosas. Abría cajones y armarios cuando los guardas no vigilaban. Prestaba atención.

Era su tercer día de trabajo y estaba aprendiendo. La primera noche había descubierto el despacho de Tolleson en el cuarto piso, y la satisfacción le había provocado una sonrisa.

Llevaba unos vaqueros sucios y unas zapatillas desaliñadas. Su camisa de uniforme era exageradamente holgada, para ocultar el tipo y parecer que estaba gorda, como las demás. En la etiqueta sobre su bolsillo estaba impreso el nombre de Doris. Doris, la mujer de la limpieza.

Cuando el equipo había acabado de limpiar el segundo piso, un guarda les dijo a Doris y a dos compañeras, Susie y Charlotte, que le siguieran. Insertó una llave en el tablero de mandos del ascensor y se detuvo en el sótano. Abrió una pesada puerta metálica y entraron en una gran sala, dividida en una docena de cubículos. Todas las mesas estaban cubiertas de papeles y un gran ordenador dominaba la sala. Había terminales por todas partes. Las paredes, desprovistas de ventanas, estaban cubiertas de archivadores negros.

—Aquí están los productos de limpieza —dijo el guarda, señalando un armario.

Cogieron una aspiradora, botellas y trapos, y se pusieron a trabajar.

—No toquéis las mesas —agregó el vigilante.