Veintiocho

Wayne Tarrance estaba sentado en la última fila del Greyhound de las once cuarenta de la noche, de Louisville a Chicago por Indianápolis. A pesar de que él iba solo, el autobús estaba abarrotado. Era la noche del viernes. Hacía media hora que el autobús había salido de Kentucky y, a estas alturas, estaba convencido de que algo había fallado. Treinta minutos transcurridos y no había recibido señal ni comunicación alguna. Tal vez se había equivocado de autobús. Quizá McDeere había cambiado de opinión. Las posibilidades eran infinitas. Los asientos posteriores estaban a pocos centímetros encima del motor de diesel y Wayne Tarrance, oriundo del Bronx, comprendía ahora la razón por la que los pasajeros habituales peleaban por conseguir un asiento cerca del conductor. Tal era la vibración de su libro de Louis l’Amour, lo que llegó a producirle la jaqueca. Treinta minutos. Nada.

Alguien tiró de la cadena del retrete, al otro lado del pasillo, y se abrió la puerta de par en par. Se extendió el olor y Tarrance contempló el tráfico que circulaba en dirección contraria. Ella apareció como por arte de magia, ocupó el asiento contiguo y se aclaró la garganta. Tarrance volvió de pronto la cabeza a la derecha y ahí estaba. La había visto antes, pero no recordaba dónde.

—¿Es usted el señor Tarrance? —preguntó la chica, con vaqueros, zapatillas de algodón blanco y holgado jersey verde, oculta tras sus gafas oscuras.

—Sí. ¿Quién es usted?

—Abby McDeere —respondió, al tiempo que le estrechaba vigorosamente la mano.

—Esperaba encontrarme con su marido.

—Lo sé. Ha decidido no venir y aquí estoy yo.

—Bueno, el caso es que tenía que hablar con él.

—Sí, pero me ha mandado a mí en su lugar. Piense que trata con su representante.

Tarrance dejó el libro bajo el asiento y observó la carretera.

—¿Dónde está?

—¿Qué importancia tiene eso, señor Tarrance? Me ha mandado para hablar de negocios y usted ha venido con el mismo propósito, de modo que hablemos.

—De acuerdo. No levante la voz y si alguien se acerca por el pasillo coja mi mano y deje de hablar. Actúe como si fuéramos marido y mujer, o algo por el estilo, ¿de acuerdo? Ahora bien, el señor Voyles… ¿Sabe quién es?

—Lo sé todo, señor Tarrance.

—Bien. Al señor Voyles está a punto de darle un infarto porque todavía no tenemos los expedientes de Mitch, los limpios. Estoy seguro de que comprende la importancia que tienen para nosotros, ¿no es cierto?

—Perfectamente.

—Bien, pues queremos los expedientes.

—Y nosotros queremos un millón de dólares.

—Claro, ése es el trato. Pero antes deben entregarse los expedientes.

—No. Ése no es el trato. El trato, señor Tarrance, es que nosotros recibamos un millón de dólares exactamente donde le indiquemos y entonces le entregaremos los expedientes.

—¿No confían en nosotros?

—Ha acertado. No confiamos en usted, en Voyles, ni en nadie. El dinero debe ser depositado, por transferencia telegráfica, en cierto número de cuenta de un banco de Freeport, en las Bahamas. Nosotros lo sabremos inmediatamente y lo transferiremos a otro banco. Cuando el dinero se encuentre donde nosotros lo queremos, los expedientes serán suyos.

—¿Dónde están los expedientes?

—En un pequeño almacén de Memphis. Son cincuenta y uno en total, perfectamente empaquetados. Quedará impresionado. Realizamos un trabajo impecable.

—¿Realizamos? ¿Los ha visto usted?

—Por supuesto. He ayudado a empaquetarlos. En la caja número ocho hay algunas sorpresas.

—¿De qué se trata?

—Mitch logró copiar tres expedientes de Avery Tolleson que parecen cuestionables. Dos de ellos tratan de una empresa llamada Dunn Lane Limited, que sabemos que es una compañía controlada por la mafia y registrada en las islas Caimán. Se fundó con diez millones de dólares blanqueados en mil novecientos ochenta y seis. Los expedientes tratan de dos proyectos inmobiliarios, financiados por dicha corporación. Su lectura le resultará fascinante.

—¿Cómo sabe que la compañía está registrada en las islas Caimán? ¿Y cómo sabe lo de los diez millones? No creo que eso figure en los expedientes.

—No, efectivamente. Tenemos otros documentos.

Tarrance pensó en los otros documentos durante diez kilómetros. Era evidente que no los vería hasta que los McDeere recibieran su primer millón. Decidió pasarlo por alto.

—No estoy seguro de que podamos ajustarnos a sus deseos y transferirles el dinero sin que nos entreguen antes los expedientes.

No era más que una débil baladronada, con la que no logró engañar a Abby, que se limitó a sonreír.

—¿Le gusta jugar, señor Tarrance? Déjese de escaramuzas y limítese a entregarnos el dinero.

Un estudiante extranjero, probablemente árabe, se acercó por el pasillo y entró en el lavabo. Tarrance quedó paralizado y miró por la ventana. Abby le acarició el brazo, como una verdadera esposa. Al tirar de la cadena, se oía algo parecido a una pequeña catarata.

—¿Cuándo podemos efectuar el intercambio? —preguntó Tarrance.

—Los expedientes están listos —respondió Abby, que ya no le tocaba el brazo—. ¿Cuándo puede disponer de un millón de dólares?

—Mañana.

Abby miró por la ventana y habló sin apenas mover los labios.

—Hoy es viernes. El próximo martes, a las diez de la mañana, hora de la costa este y de las Bahamas, efectúe una transferencia telegráfica de un millón de dólares desde su cuenta en el Chemical Bank de Manhattan, a una cuenta numerada del banco de Ontario en Freeport. Es una transferencia limpia y perfectamente legítima, que tarda unos quince segundos.

—¿Qué ocurre si no tenemos ninguna cuenta en el Chemical Bank de Manhattan? —preguntó Tarrance, que escuchaba atentamente con el entrecejo fruncido.

—No la tienen ahora, pero la tendrán el lunes. Estoy segura de que disponen de alguien en Washington capaz de efectuar una simple transferencia telegráfica.

—Estoy seguro.

—Bien.

—Pero, ¿por qué el Chemical Bank?

—Órdenes de Mitch, señor Tarrance. Confíe en él, sabe lo que se hace.

—Veo que lo tiene todo muy estudiado.

—Mitch se lo estudia siempre todo a fondo. Y hay algo que no le conviene olvidar. Es mucho más inteligente que usted.

Tarrance refunfuñó y forzó una carcajada. Ambos guardaron silencio durante un par de kilómetros, mientras pensaban en la siguiente pregunta.

—De acuerdo —dijo Tarrance, hablando casi consigo mismo—. ¿Y cuándo recibiremos los expedientes?

—Cuando el dinero llegue a Freeport nos lo comunicarán. El miércoles por la mañana, antes de las diez y media, recibirá en su despacho de Memphis un paquete urgente con una nota y la llave de un pequeño almacén.

—¿De modo que le puedo confirmar al señor Voyles que tendremos los expedientes el miércoles por la tarde?

Abby se encogió de hombros, sin decir palabra. Tarrance se sintió estúpido por haber formulado aquella pregunta y pensó rápidamente en otra mejor.

—Necesitaremos el número de la cuenta de Freeport.

—Lo llevo escrito. Se lo entregaré cuando pare el autobús.

Los detalles habían quedado ultimados. Metió la mano bajo el asiento y recuperó su libro. Pasaba páginas y fingía que leía.

—Quédese un minuto donde está —dijo Tarrance.

—¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Podemos hablar de los otros documentos que ha mencionado?

—Por supuesto.

—¿Dónde están?

—Buena pregunta. De la forma en que se me ha explicado el trato, recibiremos antes el próximo plazo, que según tengo entendido es de medio millón, a cambio de pruebas que le permitan procesar a los inculpados. Esos documentos forman parte del próximo plazo.

—¿Me está diciendo que los expedientes ilícitos obran ya en su poder? —preguntó Tarrance, mientras pasaba una página del libro.

—Tenemos casi todo lo que necesitamos. Efectivamente. Un montón de expedientes ilícitos.

—¿Dónde están?

—Le prometo que no los encontrará en el pequeño almacén, con los legítimos —sonrió Abby, al tiempo que le daba unas palmaditas en el brazo.

—Pero ¿obran en su poder?

—Más o menos. ¿Le gustaría ver un par de ellos?

Tarrance cerró el libro, respiró hondo y la miró fijamente.

—Por supuesto.

—Lo imaginaba. Mitch dice que le daremos veinte centímetros de documentos sobre Dunn Lane Limited: copias de cuentas bancarias, estatutos corporativos, actas, reglamentos, cargos, accionistas, transferencias, cartas de Nathan Locke a Joey Morolto, apuntes y un centenar de apetitosos bocados que le impedirán conciliar el sueño. Algo maravilloso. Mitch dice que en el sumario de Dunn Lane probablemente hay material para iniciar treinta procesos.

Tarrance no se perdía palabra y creía todo lo que Abby le contaba.

—¿Cuándo puedo verlo? —preguntó ansioso, pero sin levantar la voz.

—Cuando Ray salga de la cárcel. Forma parte del trato, ¿recuerda?

—Ah, sí, Ray.

—Ah, sí, señor Tarrance. Pone a Ray en libertad o se olvida de la empresa Bendini. Mitch y yo cogeremos el suculento millón y desapareceremos en la oscuridad de la noche.

—Estoy trabajando en ello.

—Más vale que se esfuerce.

No era una simple amenaza y él lo sabía. Abrió de nuevo el libro y se puso a leer.

Abby se sacó una tarjeta de visita de Bendini, Lambert & Locke del bolsillo y la dejó caer sobre el libro. En el reverso estaba escrito el número de cuenta 477DL 19584, banco de Ontario, Freeport.

—Voy a regresar a mi asiento cerca del conductor, lejos del motor. ¿Tiene claro lo del próximo martes?

—Perfectamente. ¿Se apea en Indianápolis?

—Voy a casa de mis padres, en Kentucky. Mitch y yo nos hemos separado.

Dicho esto, desapareció.

Tammy estaba en una de la docena de colas largas y calurosas de la aduana de Miami. Llevaba pantalón corto, sandalias, blusa de tiras, gafas oscuras y sombrero de paja. Su aspecto era el mismo que el de los otros mil hastiados turistas, que regresaban de las soleadas playas del Caribe. Tenía delante una malhumorada pareja de recién casados, cargados de bolsas de licor y perfume libres de impuestos, entre quienes había algún grave malentendido. A su espalda, dos maletas de cuero Hartman, completamente nuevas, con suficientes documentos y expedientes en su interior para procesar a cuarenta abogados. Su jefe, también abogado, le había sugerido que comprara maletas provistas de pequeñas ruedecitas, para llevarlas con mayor facilidad en el aeropuerto internacional de Miami. Llevaba también una pequeña bolsa con unas mudas y un cepillo de dientes, para que su aspecto fuera más genuino.

Aproximadamente cada diez minutos, la joven pareja avanzaba un palmo y Tammy hacía lo propio con su equipaje. Una hora después de unirse a la cola, llegó al mostrador.

—¿Algo para declarar? —preguntó el agente, con acento extranjero.

—¡No! —respondió.

—¿Qué hay ahí? —preguntó, señalando las maletas de cuero.

—Papeles.

—¿Papeles?

—Sí, papeles.

—¿Qué clase de papeles?

Papel higiénico, pensó. He pasado unas vacaciones en el Caribe coleccionando papel higiénico. Pero dijo:

—Documentos jurídicos y porquería por el estilo. Soy abogado.

—Claro, claro —dijo, al tiempo que echaba una ojeada a la bolsa de mano—. De acuerdo. ¡Pase!

Levantó ligeramente las tres maletas, con cuidado para que no perdieran el equilibrio, y se las entregó a un mozo, que las cargó en una carretilla.

—Vuelo Delta dos-ocho-dos a Nashville —le dijo al mozo—. Puerta cuarenta y cuatro, terminal B —agregó, al tiempo que le entregaba cinco dólares.

Tammy llegó a Nashville con sus tres maletas a medianoche del sábado. Las cargó en el maletero de su coche y abandonó el aeropuerto. En el barrio de Brentwood, aparcó en su estacionamiento reservado y, una por una, las subió al estudio.

A excepción de un sofá plegable, estaba desprovisto de muebles. Sacó el contenido de las maletas y emprendió la laboriosa tarea de organización de pruebas. Mitch quería una lista completa de cada documento, operación bancaria y compañías. Había insistido en ello. Había dicho que pasaría un día muy atareado y lo quería todo perfectamente organizado.

Pasó dos horas haciendo un inventario. Sentada en el suelo, tomaba meticulosamente nota de todo. Después de tres viajes de un día a Gran Caimán, la pequeña habitación empezaba a estar muy llena. El lunes emprendería un nuevo viaje.

Se sentía como si sólo hubiera dormido tres horas en las dos últimas semanas. Pero Mitch le había dicho que era urgente; asunto de vida o muerte.

Tarry Ross, alias Alfred, estaba sentado en el rincón más oscuro del salón del Phoenix Inn, en Washington. La reunión sería sumamente breve. Tomaba café y esperaba la llegada de su invitado.

Se prometió a sí mismo que sólo esperaría otros cinco minutos. Le tembló la taza al llevársela a la boca y derramó café sobre la mesa. Contempló la mesa e hizo un enorme esfuerzo para no mirar a su alrededor. Siguió esperando.

Su invitado apareció como por arte de magia y se sentó de espaldas a la pared. Se trataba de Vinnie Cozzo, un delincuente de Nueva York, de la familia Palumbo.

Vinnie se percató de la taza que temblaba y del café derramado.

—Tranquilízate, Alfred. Este lugar es lo suficientemente oscuro.

—¿Qué quieres? —susurró Alfred.

—Una copa.

—No hay tiempo para copas. Me marcho.

—Tranquilo, Alfred. Relájate, amigo. Aquí no te ve nadie.

—¿Qué quieres? —insistió.

—Sólo un poco de información.

—Te costará.

—Como siempre.

Se acercó un camarero y Vinnie pidió un Chivas con agua.

—¿Cómo está mi amigo Denton Voyles? —preguntó Vinnie.

—Vete a la mierda, Cozzo. Me voy. Me largo de aquí.

—De acuerdo, amigo. Tranquilo. Sólo necesito un poco de información.

—Date prisa —dijo Alfred, mientras miraba a su alrededor.

Había vaciado la taza de café, en gran parte sobre la mesa.

Llegó el Chivas y Vinnie tomó un buen trago.

—Tenemos un pequeño problema en Memphis, que preocupa a algunos de los muchachos. ¿Has oído hablar de la empresa Bendini?

El instinto impulsó a Alfred a mover negativamente la cabeza. Siempre había que empezar por decir que no. Más adelante, después de investigarlo con minuciosidad, volvería con un pequeño informe y la respuesta sería afirmativa. Claro que había oído hablar de la empresa Bendini y de su cliente prioritario. El propio Voyles la había denominado operación Laundromat y estaba muy orgulloso de su creatividad.

Vinnie tomó otro buen trago.

—El caso es que allí hay un individuo llamado McDeere, Mitchell McDeere, que trabaja para dicha empresa Bendini y sospechamos que también colabora con vosotros. ¿Comprendes a lo que me refiero? Creemos que vende información de Bendini a los federales. Sólo necesito saber si es cierto. Eso es todo.

Aunque le resultó difícil, Alfred escuchaba con expresión imperturbable. Conocía incluso el grupo sanguíneo de McDeere y su restaurante predilecto en Memphis. Sabía que McDeere había hablado con Tarrance una docena de veces y que mañana, martes, McDeere se convertiría en millonario. Pan comido.

—Veré lo que puedo hacer. Hablemos de dinero.

—Bien, Alfred, el asunto es grave —dijo Vinnie, mientras encendía un Salem light—. No voy a mentirte. Doscientos mil al contado.

A Alfred se le cayó la taza de las manos. Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero y frotó las gafas.

—¿Doscientos? ¿Al contado?

—Eso he dicho. ¿Cuánto te pagamos la última vez?

—Setenta y cinco.

—¿Te das cuenta? Ya te lo he dicho, Alfred, es un asunto grave. ¿Puedes hacerlo?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Dame un par de semanas.