Veintisiete

Era sumamente inusual que las esposas aparecieran por la pequeña y tranquila fortaleza de Front Street. Siempre se les decía que serían, sin duda, bien recibidas, pero raramente recibían una invitación. No obstante, Abby McDeere se presentó en la puerta principal, sin invitación ni aviso previo. La recepcionista llamó a Nina al segundo piso y ésta se personó en la recepción a los pocos segundos, para saludar efusivamente a la esposa de su jefe. Le explicó que Mitch estaba reunido. «Siempre está en alguna maldita reunión —replicó Abby—. ¡Llámele!» Se dirigieron apresuradamente al despacho de Mitch, donde Abby cerró la puerta y esperó.

Mitch presenciaba en aquellos momentos una de las caóticas partidas de Avery. Las secretarias tropezaban entre sí y preparaban maletines, mientras Avery vociferaba por teléfono. Mitch estaba sentado en el sofá, con un cuaderno en la mano, y contemplaba el jolgorio. El socio tenía previsto pasar dos días en las Caimán. El quince de abril se aproximaba amenazante como una cita con el pelotón de ejecución y en los bancos de las islas había cierta información que había adquirido una importancia fundamental. Avery insistía en que se trataba exclusivamente de trabajo. Hacía cinco días que hablaba del temido y maldito viaje, que era completamente indispensable. Viajaría en el Lear que, según una de las secretarias, le estaba esperando.

«Probablemente cargado de dinero», pensó Mitch.

Avery colgó el teléfono y cogió su chaqueta. Nina entró en el despacho y miró fijamente a Mitch.

—Señor McDeere, su esposa está aquí. Dice que es urgente.

El caos se convirtió en silencio. Mitch miró desconcertado a Avery. Las secretarias quedaron paralizadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó, al tiempo que se incorporaba.

—Está en su despacho —respondió Nina.

—Mitch, tengo que marcharme —dijo Avery—. Te llamaré mañana. Espero que no ocurra nada grave.

—De acuerdo.

Mitch siguió a Nina por la escalera, hasta su despacho, sin decir palabra. Abby estaba sentada sobre la mesa. Cerró la puerta con llave y la miró atentamente.

—Mitch, tengo que ir a mi casa.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Mi padre acaba de llamarme a la escuela. A mi madre le han encontrado un tumor en uno de los pulmones. La operarán mañana.

—Cuánto lo siento —suspiró Mitch, sin tocarla.

Abby no lloraba.

—Debo marcharme. He pedido la excedencia en la escuela.

—¿Para cuánto tiempo? —preguntó, nervioso.

Ella miró hacia la pared, donde estaban todos sus diplomas.

—No lo sé, Mitch. Necesitamos estar algún tiempo sin vernos. En estos momentos estoy harta de muchas cosas y necesito estar a solas. Creo que nos favorecerá a ambos.

—Hablemos antes de ello.

—Estás demasiado ocupado para hablar, Mitch. Hace seis meses que intento hablar contigo, pero no eres capaz de escucharme.

—¿Cuánto tiempo piensas estar ausente, Abby?

—No lo sé. Supongo que depende de mi madre. No, en realidad depende de muchas cosas.

—Me asustas, Abby.

—Volveré, te lo prometo. Lo que no sé es cuándo. Puede que en una semana, o tal vez dentro de un mes. Tengo que resolver algunas cosas.

—¿Un mes?

—No lo sé, Mitch. Necesito tiempo. Necesito estar con mi madre.

—Espero que no sea grave. Con toda sinceridad.

—Lo sé. Voy a pasar por casa para recoger algunas cosas y me marcharé más o menos dentro de una hora.

—De acuerdo. Cuídate.

—Te quiero, Mitch.

Asintió y la observó mientras abría la puerta. No se besaron.

En el quinto piso, un técnico rebobinó la cinta y pulsó el botón de emergencia, que llamaba directamente al despacho de DeVasher. Éste apareció en un abrir y cerrar de ojos y se colocó los auriculares sobre su voluminoso cráneo.

—Rebobina la cinta —ordenó, después de escuchar unos instantes—. ¿Cuándo ha ocurrido? —agregó.

—Hace dos minutos y catorce segundos —respondió el técnico, al tiempo que consultaba las cifras de una pantalla digital—. En el segundo piso, en su despacho.

—Maldita sea. Le abandona, ¿no es cierto? ¿Han hablado antes de separación o de divorcio?

—No. Se lo habríamos comunicado. Han discutido sobre la cantidad excesiva de horas que trabaja y que detesta a sus suegros. Pero nada semejante a lo de ahora.

—Bien, bien. Comprueba si Marcus ha oído algo. Inspecciona las cintas, por si se nos ha pasado algo por alto. ¡Maldita sea!

Abby emprendió viaje a Kentucky, pero no llegó a su destino. A una hora al oeste de Nashville, salió de la interestatal cuarenta, para seguir hacia el norte por la nacional trece. No había detectado nada a su espalda. En algunos tramos conducía a ciento cincuenta y en otros a ochenta. Nada. Al llegar a la pequeña ciudad de Clarksville, cerca de la carretera de Kentucky, giró de pronto hacia el este por la nacional ciento doce. Al cabo de una hora entró en Nashville por una carretera comarcal y el Peugeot rojo se perdió en el tráfico de la ciudad.

Aparcó el vehículo en el estacionamiento del aeropuerto de Nashville y cogió el autobús hasta la terminal. En unos lavabos del primer piso, se puso un pantalón corto de color caqui, unas zapatillas Bass y un jersey de lana azul marino. El atuendo era un poco ligero para la época, pero se dirigía a un lugar más caluroso. Se recogió el cabello en forma de cola de caballo y lo ocultó bajo el cuello del jersey. Cambió de gafas de sol y guardó el vestido, los zapatos y las medias en una bolsa deportiva.

Casi cinco horas después de salir de Memphis, cruzaba la puerta de embarque de Delta y mostraba su billete. Pidió un asiento junto a la ventana.

Ningún vuelo Delta del mundo libre puede evitar hacer escala en Atlanta, pero afortunadamente no tuvo que cambiar de avión. Esperó junto a la ventana y observó la caída de la noche en el ajetreado aeropuerto. Estaba nerviosa, pero procuraba no pensar en ello. Tomó un vaso de vino y leyó Newsweek.

Al cabo de dos horas aterrizó en Miami y bajó del avión. Cruzó apresuradamente el aeropuerto, consciente de que la miraban, pero sin preocuparse por ello. Decidió que se trataba de las miradas habituales de admiración y lujuria. Eso era todo.

En el único mostrador de Cayman Airways mostró el billete de ida y vuelta, la partida de nacimiento que exigían y el permiso de conducir. Los isleños son gente maravillosa, que no le permiten a uno entrar en su país si no ha adquirido con antelación el billete de regreso. Bien venidos y gastad vuestro dinero. A continuación, marchaos, por favor.

Estaba sentada en un rincón de la abigarrada sala, e intentaba leer. Un joven acompañado de su atractiva esposa y dos hijos no dejaba de mirarle las piernas, pero nadie más se había fijado en ella. El vuelo a la isla de Gran Caimán tenía prevista la salida dentro de treinta minutos.

Superadas las dificultades iniciales, Avery cogió ímpetu y pasó siete horas en el Royal Bank de Montreal, sucursal de Gran Caimán, en Georgetown. Cuando se marchó, a las cinco de la tarde, el despacho que habían puesto a su disposición estaba lleno de copias informáticas y resúmenes de cuentas. Acabaría el trabajo al día siguiente. Necesitaba a McDeere, pero las circunstancias habían trastornado gravemente sus planes de viaje. Avery estaba ahora agotado y sediento. Por otra parte, la playa estaba en su mejor ambiente.

En Rumheads, cogió una cerveza en la barra y maniobró su bronceado cuerpo entre la muchedumbre para buscar una mesa en la terraza. Cuando, con la seguridad que la caracterizaba, pasó junto a la mesa de dominó, Tammy Greenwood Hemphill, de Greenwood Services, entró en el bar algo nerviosa pero con talante despreocupado y se instaló en un taburete de la barra, desde donde le observó. Su bronceado era artificial, fabricado a máquina, con ciertas áreas más tostadas que otras, Pero, en conjunto, era un bronceado envidiable para el mes de marzo. Llevaba el cabello teñido, no descolorido, de un color rubio pálido y un maquillaje más moderado. Su bikini, de un vivo naranja fosforescente que llamaba la atención, era una obra de arte. Sus voluminosos senos tenían un aspecto hermoso, forzando al límite los cordones y los diminutos fragmentos de tela. El minúsculo retal posterior no lograba cubrir absolutamente nada. A pesar de sus cuarenta años, veinte pares de ojos hambrientos la siguieron hasta la barra, donde pidió un refresco y alumbró un cigarrillo. Mientras fumaba, no dejaba de observar a Avery.

Era un lobo. Era apuesto, y lo sabía. Mientras degustaba su cerveza, observó lentamente a todas las hembras en un radio de cincuenta metros. Se concentró en una joven rubia y parecía dispuesto a lanzarse al ataque, cuando llegó el compañero de la joven y ella se le sentó sobre las rodillas. Volvió a su cerveza y siguió inspeccionando.

Tammy pidió otro refresco, con unas gotas de lima, y se dirigió a la terraza. La mirada del lobo se centró inmediatamente en los voluminosos senos y observó cómo se le acercaban.

—¿Te importa que me siente? —preguntó Tammy.

—Te lo ruego —respondió Avery, al tiempo que se ponía parcialmente de pie y le ofrecía una silla.

Entre todos los lobos hambrientos y lujuriosos que abarrotaban el bar y la terraza de Rumheads, le había elegido a él. Se había ligado a chicas más jóvenes, pero en aquel momento y en aquel lugar, ella era la más deseable.

—Me llamo Avery Tolleson y soy de Memphis.

—Encantada de conocerte. Yo soy Libby. Libby Lox, de Birmingham.

Ahora era Libby. Tenía una hermana llamada Libby, una madre llamada Doris y su nombre era Tammy. Y, sobre todo, esperaba no hacerse un lío. A pesar de que no llevaba ningún anillo, tenía un marido cuyo nombre oficial era Elvis, a quien se suponía en la ciudad de Oklahoma imitando al rey del rock and roll y probablemente acostándose con adolescentes que llevaban camisetas con la inscripción Ámame con dulzura.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Avery.

—He venido a divertirme. Estoy aquí desde esta mañana y me hospedo en el Palms. ¿Y tú?

—Soy abogado tributario y, aunque te cueste creerlo, estoy en viaje de negocios. No me queda más remedio que venir a la isla varias veces todos los años. Una verdadera tortura.

—¿Dónde te alojas?

—Esos dos apartamentos —respondió, mientras los señalaba con el dedo— son propiedad de mi empresa. Es una gran ventaja.

—Vaya suerte.

—¿Te gustaría verlos? —preguntó el lobo, sin titubeo alguno.

—Tal vez más tarde —respondió, mientras reía como una adolescente.

Avery le sonrió. Aquello sería pan comido. Le encantaban las islas.

—¿Qué tomas? —le preguntó.

—Ginebra con tónica y unas gotas de lima.

Avery fue a la barra, regresó con las bebidas y acercó su silla a la de Tammy. Ahora sus piernas se tocaban. Los senos de Tammy descansaban cómodamente sobre la mesa y él los admiraba.

—¿Estás sola?

La pregunta era obvia, pero debía formularla.

—Sí. ¿Y tú?

—También. ¿Tienes algún plan para la cena?

—Ninguno.

—Magnífico. A partir de las seis organizan una maravillosa cena al aire libre en el Palms. El mejor marisco de la isla. Buena música. Ponche de ron. De todo. Y cada uno viste como quiere.

—Me gusta la idea.

Se acercaron un poco más el uno al otro y pronto la mano de Avery estaba entre las rodillas de Tammy, con su codo pegado al seno izquierdo de la chica y una sonrisa en los labios. Ella también le sonrió. Aquello no era particularmente desagradable, pensó Tammy, pero lo primero era la obligación.

Los Barefoot Boys afinaron los instrumentos y empezó la fiesta. De todos los confines de la playa llegaban los turistas al Palms. Unos indígenas de chaqueta blanca y pantalón corto también blanco ordenaban las mesas plegables y las cubrían con unos gruesos manteles de algodón blanco. El olor a gambas hervidas, amberjack asado y tiburón a la parrilla impregnaba el ambiente. Los tortolitos, Avery y Libby, entraron en el patio del Palms cogidos de la mano y se unieron a la cola de la comida.

Durante tres horas, comieron y bailaron, bebieron y bailaron, y se apasionaron mutuamente. Cuando se dio cuenta de que Avery estaba borracho, ella volvió a tomar refrescos. La obligación. A las diez, Avery se tambaleaba y Tammy le ayudó a abandonar la pista, para dirigirse al apartamento, que estaba a pocos pasos. Se abalanzó sobre ella en la puerta y, durante cinco minutos, no dejaron de besarse y manosearse. Por último echó mano de la llave y entraron en el apartamento.

—Una copa —dijo ella, siempre dispuesta al jolgorio.

Avery sirvió una ginebra con tónica para ella y un whisky con soda para él. Se sentaron en la terraza del dormitorio principal y contemplaron la media luna que decoraba el plácido océano.

Tanto había bebido ella como él, suponía Avery, y si ella podía tomar otra copa, también podía él. Pero tenía necesidad de acudir al lavabo y se disculpó. El whisky con agua estaba sobre la mesa de mimbre situada entre ambos y ella lo contempló con una sonrisa en los labios. Los acontecimientos se desarrollaban con mayor facilidad de la prevista. Tammy sacó una bolsita de plástico de la tira naranja que llevaba entre piernas, agregó un par de pastillas de Lorinal a la bebida de Avery y siguió bebiendo su ginebra con tónica.

—Vacía el vaso, muchachote —le dijo a su regreso—. Tengo ganas de meterme en la cama.

Avery cogió el whisky y se lo tomó de un trago. Hacía horas que sus corpúsculos gustativos estaban entumecidos. Después de vaciar el vaso comenzó a relajarse, sin lograr sostener la cabeza, que iba de un hombro a otro, hasta que por último le cayó sobre el pecho y con la respiración forzada.

—Felices sueños, conquistador —dijo Tammy para sí.

En un hombre de ochenta kilos, dos pastillas de Lorinal inducirían diez horas de sueño profundo. Cogió el vaso y observó lo poco que quedaba. Ocho horas con toda seguridad. Le arrastró de la silla a la cama, donde colocó primero la cabeza y a continuación los pies. Con mucho cuidado, le quitó el pantalón corto amarillo y azul, y lo dejó en el suelo. Después de unos instantes de contemplación, lo cubrió con las sábanas y le dio un beso de buenas noches.

Sobre la cómoda había dos llaveros, con un total de once llaves. En la planta baja, entre la cocina y la sala desde la que se veía la playa, encontró la misteriosa puerta cerrada con llave, que Mitch había descubierto en noviembre. Después de medir a pasos todas las habitaciones de la planta baja y del primer piso, había llegado a la conclusión de que el cuarto debía ser de unos cinco metros por cinco. El lugar era sospechoso por su puerta metálica, por estar cerrado con llave y por el pequeño cartel sobre la puerta que decía «almacén». Era el único cartel del apartamento. La semana anterior, cuando Abby y él habían ocupado el apartamento contiguo, había podido comprobar que no tenía ninguna habitación parecida.

En uno de los llaveros había una llave de un Mercedes, dos del edificio Bendini, la de una casa, dos de un apartamento y la llave de un escritorio. Las del otro llavero eran anónimas y bastante genéricas. Éstas fueron las que probó primero y la cuarta encajó en la cerradura. Se aguantó la respiración y abrió la puerta. No le dio ningún calambre, no sonó ninguna alarma, ni nada por el estilo. Mitch le había dicho que esperara cinco minutos después de abrir la puerta y, si no ocurría nada, encendiera entonces la luz.

Esperó diez minutos. Diez largos y aterradores minutos. Mitch había deducido que el primer apartamento lo utilizaban los socios y otros huéspedes de confianza, y el segundo los miembros asociados y demás personas sometidas a una vigilancia permanente. Por ello confiaba en que el primer apartamento no estuviera saturado de cables, cámaras, magnetófonos y alarmas. Transcurridos los diez minutos, abrió la puerta de par en par y encendió la luz. Esperó de nuevo y no oyó nada. La habitación era cuadrada, de unos cinco metros de lado, con las paredes blancas, desprovista de alfombra y con una docena de ficheros a prueba de incendios. Se acercó lentamente a uno de ellos y tiró del cajón superior. No estaba cerrado con llave.

Apagó la luz, cerró la puerta y regresó al dormitorio del primer piso, donde Avery dormía ahora profundamente y con estrepitosos ronquidos. Eran las diez y media. Trabajaría durante ocho horas a marchas forzadas y acabaría a las seis de la mañana.

En una esquina de la habitación, cerca de un escritorio, había tres grandes maletines colocados escrupulosamente en fila. Los cogió, apagó las luces y salió por la puerta principal. El pequeño parque de estacionamiento estaba oscuro y vacío, así como el camino de grava que conducía a la carretera. Frente a los apartamentos había una acera flanqueada por unos setos, que acababa junto a una verja blanca que señalaba el límite de la propiedad. El portalón daba a un montículo cubierto de césped, después del cual se encontraba el primer edificio del hotel Palms.

Los apartamentos estaban a cuatro pasos del Palms, pero los maletines habían aumentado muchísimo de peso cuando llegó a la habitación ciento ochenta y ocho. Estaba en la parte frontal del primer piso, con vista a la piscina pero no a la playa. Estaba sudada y jadeaba cuando llamó a la puerta.

Abby la abrió, cogió los maletines y los colocó sobre la cama.

—¿Algún problema?

—Todavía no. Creo que está muerto.

Tammy se secó la cara con una toalla y abrió una lata de Coca-Cola.

—¿Dónde está? —preguntó Abby sin sonreír, pensando sólo en el trabajo.

—En su cama. Calculo que disponemos de ocho horas. Hasta las seis.

—¿Has logrado entrar en el cuarto? —preguntó Abby, al tiempo que le entregaba unos pantalones cortos y una holgada camisa de algodón.

—Sí. Hay una docena de ficheros, que no están cerrados con llave. Unas cajas de cartón, algunos trastos y poca cosa más.

—¿Una docena?

—Sí, de los altos. Tamaño normal. Tendremos suerte si terminamos a las seis.

Era una habitación individual, con cama de tres cuartos. El sofá, la mesilla y la cama estaban contra la pared, y en el centro había una Canon modelo 8580, con alimentador y colector automáticos, y los motores precalentados. Procedía del Island Office Supply, donde se la habían alquilado al desorbitante precio de trescientos dólares por veinticuatro horas, entregada a domicilio. Era la fotocopiadora más nueva y grande de la isla, según le había explicado el representante, a quien no le hacía ninguna gracia alquilarla sólo por un día. Pero Abby había utilizado sus dotes de seducción y colocó los billetes de cien dólares sobre el mostrador. Junto a la cama había dos cajas de papel, con un total de diez mil hojas.

Abrieron el primer maletín y sacaron del mismo seis delgadas carpetas.

—Vaya expedientes —exclamó Tammy, hablando consigo misma, antes de abrir las anillas de la primera carpeta y retirar los papeles—. Mitch dice que son muy particulares con sus expedientes —agregó, al tiempo que retiraba las grapas de un documento de diez páginas—. Asegura que los abogados tienen una especie de sexto sentido y siempre saben cuándo unas secretarias o algún pasante ha tocado un expediente. De modo que tendrás que tener mucho cuidado. Trabaja despacio. Después de copiar un documento, procura que las grapas coincidan con los antiguos agujeros. Es tedioso. Copia los documentos uno por uno, por muchas páginas que tengan. A continuación, junta las hojas despacio y por orden. Entonces junta las copias, de modo que todo quede ordenado.

Gracias a la alimentación automática, se tardaban ocho segundos en copiar un documento de diez páginas.

—Bastante rápido —dijo Tammy.

El primer maletín estuvo listo en veinte minutos. Tammy le entregó los dos llaveros a Abby, cogió dos bolsas Samsonite de lona vacías y salió en dirección al apartamento.

Abby salió detrás de ella y cerró la puerta con llave. Entonces se dirigió a la puerta del hotel, donde se encontraba el Nissan Stanza alquilado por Tammy. Sorteando el tráfico que se le acercaba por el lado contrario de la carretera, condujo a lo largo de la playa de Seven Mile en dirección a Georgetown. Dos manzanas detrás del magnífico edificio del Swiss Bank, en una estrecha calle de hermosas casitas, encontró la del único cerrajero de la isla de Gran Caimán. O, por lo menos, el único que había logrado localizar sin ayuda ajena. Su casa era verde, con marcos blancos alrededor de las puertas y ventanas.

Aparcó en la calle y cruzó una pequeña zona arenosa, para llegar al diminuto porche donde el cerrajero y sus vecinos tomaban una copa y escuchaban Radio Cayman. El mejor reggae. Se hizo un silencio con su llegada, pero ninguno de ellos se puso de pie. Eran casi las once. Le había dicho que realizaría el trabajo en el taller que tenía detrás de la casa, por un precio módico, y que le trajera una media botella de ron Myers en concepto de pago anticipado.

—Señor Dantley, lamento llegar tarde —dijo, al tiempo que le entregaba el ron—. Le he traído un pequeño regalo.

El señor Dantley surgió de la oscuridad, cogió la botella y la inspeccionó.

—Muchachos, una botella de Myers.

Abby no comprendía su jerga, pero era evidente que estaban todos muy emocionados con el ron. Dantley dejó la botella en manos de sus compañeros y acompañó a Abby a un pequeño cobertizo situado detrás de la casa, lleno de herramientas, pequeñas máquinas y numerosos artefactos. Del techo colgaba una bombilla amarilla y solitaria, que atraía centenares de mosquitos. Ella le entregó las once llaves, que Dantley colocó cuidadosamente sobre un rincón despejado del abigarrado banco de trabajo.

—Será cosa fácil —dijo, sin levantar la mirada.

A pesar del alcohol y lo avanzado de la hora, Dantley parecía controlar la situación. Tal vez su cuerpo había desarrollado una inmunidad al ron. Con unas gruesas gafas, cortó y pulió cada una de las réplicas. Al cabo de veinte minutos, había terminado y le devolvió a Abby los dos juegos originales, con sus correspondientes duplicados.

—Muchas gracias, señor Dantley. ¿Qué le debo?

—Ha sido bastante fácil —respondió—. Un dólar por llave.

Le pagó inmediatamente y se marchó.

Tammy llenó las dos bolsas con el contenido del cajón superior del primer fichero. Cinco cajones por doce ficheros suponían sesenta desplazamientos de ida y vuelta a la fotocopiadora. En ocho horas. Era factible. Había expedientes, cuadernos, copias informáticas y más expedientes. Mitch les había dicho que lo copiaran todo. Puesto que no estaba exactamente seguro de lo que buscaba, era preferible guardarlo todo.

Apagó las luces y corrió al piso superior, para comprobar cómo estaba el conquistador. No se había movido. Roncaba en cámara lenta.

Las bolsas pesaban quince kilos cada una y le dolían los brazos cuando llegó a la habitación ciento ochenta y ocho. El primero de los sesenta desplazamientos; no lo resistiría. Abby no había regresado todavía de Georgetown y Tammy vació el contenido de las bolsas sobre la cama. Tomó un sorbo de Coca-Cola y se marchó con las bolsas vacías, de regreso al apartamento. El segundo cajón era idéntico al primero. Introdujo las carpetas en las bolsas y cerró con dificultad las cremalleras. Sudaba y respiraba a bocanadas. Pensó que cuatro paquetes diarios era una exageración y que debería reducirlos a dos, tal vez uno. Subió de nuevo para controlar al varón. No se había movido desde la última visita.

La fotocopiadora zumbaba y claqueaba a su regreso a la habitación. Abby había terminado de copiar el contenido del segundo maletín y estaba a punto de comenzar con el tercero.

—¿Has conseguido las llaves? —preguntó Tammy.

—Sí, sin ningún problema. ¿Qué hace tu hombre?

—Si no fuera por el ruido de la máquina, oirías sus ronquidos.

Tammy vació cuidadosamente las bolsas sobre la cama, se pasó una toalla húmeda por la cara y regresó al apartamento.

Cuando Abby acabó con el tercer maletín, empezó a copiar los documentos de los ficheros. No tardó en cogerle el tranquillo al alimentador automático y al cabo de treinta minutos trabajaba con la eficaz desenvoltura de una experta funcionaría. Introducía los documentos, retiraba las grapas y las volvía a colocar, mientras la máquina arrojaba velozmente las copias al colector.

Tammy llegó después de su tercer desplazamiento, respirando laboriosamente y con el rostro empapado de sudor.

—Tercer cajón —dijo—. Sigue roncando.

Abrió la cremallera de las bolsas y formó otro cuidadoso montón sobre la cama. Recobró el aliento, se secó la cara, e introdujo el contenido ya copiado del primer cajón en las bolsas. Durante el resto de la noche, iría cargada tanto de ida como de vuelta.

A medianoche, los Barefoot Boys cantaron su última canción y en el Palms se dio por acabada la función. El discreto zumbido de la fotocopiadora no se oía fuera de la habitación. Nadie prestó atención a aquella agotada mujer, empapada de sudor, que entraba y salía con unas bolsas de la misma habitación, cuya puerta se mantenía cerrada con llave, las persianas perfectamente cerradas y todas las luces apagadas, a excepción de la que había sobre la mesilla de noche.

A partir de medianoche dejaron de hablar. Además de estar demasiado cansadas, atareadas y asustadas, no había nada digno de mención, a excepción de algún posible movimiento del conquistador en la cama. En realidad, permaneció inmóvil hasta aproximadamente la una de la madrugada, cuando se volvió inconscientemente a un lado, posición en la que permaneció durante unos veinte minutos, antes de tumbarse nuevamente de espaldas. Tammy le vigilaba en cada desplazamiento, sin dejar nunca de preguntarse lo que haría si de pronto abriera los ojos y la atacara. Llevaba un propulsor de polvos irritantes en el bolsillo de su pantalón corto, por si había una confrontación y se veía obligada a huir. Mitch no había especificado los detalles de tal huida. En todo caso, era esencial no conducirle a la habitación del hotel. Arrójale los polvos, le había dicho, echa a correr y grita: «¡Que me violan!»

Sin embargo, después de veinticinco idas y venidas, se convenció de que faltaban horas para recuperar el conocimiento. Además, por si no bastaba con ir cargada como una mula, en cada desplazamiento tenía que subir los catorce peldaños que conducían al primer piso, para comprobar el estado del donjuán. Pero entonces decidió que, en lugar de hacerlo en cada visita, sólo subiría una de cada tres veces.

A las dos de la madrugada, a medio camino de la meta, habían copiado el contenido de cinco ficheros. Habían realizado más de cuatro mil copias y la cama estaba cubierta de ordenados montones de documentos. Las copias estaban contra la pared, junto al sofá, en siete montones que llegaban casi a la altura de la cintura.

Se tomaron un descanso de quince minutos.

A las cinco y media apareció por levante el primer destello de luz y olvidaron su cansancio. Abby empezó a actuar con mayor rapidez alrededor de la fotocopiadora, con la esperanza de que no dejara de funcionar. Tammy se frotó los tobillos para desentumecerlos y regresó apresuradamente al apartamento. Había efectuado cincuenta y uno o cincuenta y dos desplazamientos. Ya no llevaba la cuenta. De momento, aquel sería su último viaje. Avery la estaba esperando.

Abrió la puerta y, como de costumbre, entró directamente en el cuarto de los ficheros. También como de costumbre, dejó las bolsas llenas de documentos en el suelo. Subió silenciosamente por la escalera, entró en la habitación y quedó atónita. Avery estaba sentado al borde de la cama, de cara a la terraza. Oyó su llegada y volvió lentamente la cabeza para echarle una mirada vaga, con los ojos empañados y abotagados.

Instintivamente, ella se desabrochó el pantalón y lo dejó caer al suelo, al tiempo que procuraba normalizar la respiración.

—Hola, tigre —dijo alegremente, acercándose al lugar donde estaba sentado—. Es muy temprano. Vamos a dormir un poco más.

Volvió a dirigir la mirada a la terraza, sin decir palabra. Tammy se sentó junto a él y le frotó el interior del muslo. Subió la mano y él permaneció inmóvil.

—¿Estás despierto? —preguntó.

No respondió.

—Avery, háblame, cariño. Vamos a dormir un poco más. Todavía no ha amanecido.

Cayó de costado sobre la almohada y soltó un gruñido. Un mero refunfuño, que no pretendía siquiera ser comprensible. A continuación cerró los ojos. Tammy le levantó las piernas sobre la cama y volvió a cubrirlo con las sábanas.

Permaneció sentada junto a él durante diez minutos; cuando comenzó de nuevo a roncar con la intensidad de antes, se puso de nuevo el pantalón y salió corriendo hacia el Palms.

—¡Ha despertado, Abby! —exclamó aterrada—. Ha despertado y ha vuelto a quedarse como un tronco.

Abby paró y la miró fijamente. Ambas contemplaron la cama, cubierta de documentos por copiar.

—Bueno, tómate una ducha rápida —dijo sosegadamente Abby—. Después métete en la cama con él y espera. Cierra la puerta del cuarto de los archivos y llámame cuando despierte y se meta en la ducha. Copiaré lo que queda, e intentaremos trasladarlo más tarde, cuando se vaya a trabajar.

—Esto es muy arriesgado.

—Todo es arriesgado. Date prisa.

Al cabo de cinco minutos, Tammy/Doris/Libby, con su minúsculo bikini naranja fosforescente y sin bolsas, regresó al apartamento. Cerró la puerta principal, la del cuarto de los archivos y subió a la habitación. Se quitó la parte superior del bikini y se metió en la cama.

Los ronquidos le impidieron dormir durante un cuarto de hora. Entonces empezó a entrarle un profundo sopor y se incorporó en la cama para no dormirse. Estaba asustada, en la cama con un hombre desnudo que no dudaría en matarla si supiera lo que ocurría. Su agotado cuerpo se relajó y el sueño se hizo inevitable. Quedó de nuevo adormecida.

El donjuán resucitó a las nueve y tres minutos. Emitió unos sonoros gemidos y rodó hacia el borde de la cama. Sus párpados estaban pegados, pero se abrieron lentamente para permitir el paso de los rayos cegadores del sol. Emitió otro gemido. La cabeza le pesaba una tonelada y se balanceaba torpemente de un lado para otro, con violentas sacudidas del cerebro. Respiró hondo y el oxígeno fresco penetró como un aguijón en sus sienes. Le llamó la atención su mano derecha. Intentó levantarla, pero los impulsos nerviosos se negaban a penetrar en el cerebro. Logró levantarla con lentitud y la observó de reojo. Intentó enfocar primero el ojo derecho y a continuación el izquierdo, para mirar el reloj.

Contempló al artefacto digital durante treinta segundos, antes de descifrar los números rojos. Las nueve y cinco. ¡Maldita sea! Debía haber estado en el banco a las nueve. Gimió de nuevo. ¡Esa mujer!

Tammy se había percatado de sus movimientos y le había oído, pero permanecía inmóvil con los ojos cerrados. Sintió que daba vueltas y rogó para que no la tocara.

Aquel muchacho travieso y ambicioso había padecido muchas resacas, pero ninguna como aquélla. Contempló el rostro de la muchacha, e intentó recordar cómo se lo había pasado con ella. Hasta entonces, aunque hubiera olvidado todo lo demás, siempre lo había recordado. Por muy atroz que fuera la resaca, nunca olvidaba a las mujeres. La observó durante unos instantes y se dio por vencido.

—¡Maldita sea! —exclamó cuando se puso de pie e intentó andar.

Sus pies parecían de plomo y sólo obedecían a regañadientes sus deseos. Se apoyó en la puerta corrediza de la terraza.

El baño estaba a seis metros de distancia y decidió arriesgarse. La mesa y la cómoda le sirvieron de muletas. A pequeños pasos torpes y dolorosos, acabó por alcanzar el baño. Se tambaleó cerca del retrete e hizo sus necesidades.

Tammy se volvió para mirar hacia la terraza, y cuando Avery terminó, se sentó junto a ella en la cama y le acarició suavemente un hombro.

—Libby, despierta. Despierta, cariño —dijo con suma cortesía, al tiempo que la sacudía ligeramente y ella se agarrotaba.

Entonces Tammy le brindó su mejor sonrisa. La sonrisa del día siguiente de gratificación y compromiso. La sonrisa de Scarlett O’Hara, al día siguiente en que Rhett se acostara con ella.

—Has estado magnífico —susurró, sin abrir los ojos.

A pesar del dolor y de las náuseas, de los pies de plomo y de la jaqueca, se sentía orgulloso de sí mismo. La mujer estaba impresionada. De pronto, recordó lo magnífico que había estado anoche.

—Escucha, Libby, hemos dormido más de la cuenta. Debo ir a trabajar. Llegaré inevitablemente tarde.

—¿No estás de humor para…? —preguntó con una risita, mientras rogaba para que no lo estuviera.

—Ahora no puedo. ¿Qué te parece esta noche?

—Aquí estaré, campeón.

—Magnífico. Voy a ducharme.

—Despiértame cuando termines.

Avery se puso de pie, susurró algo y cerró la puerta del cuarto de baño. Tammy se acercó al teléfono y llamó a Abby, que lo dejó sonar tres veces antes de descolgarlo.

—Está en la ducha.

—¿Estás bien?

—Sí, perfectamente. Avery no podría hacerlo aunque se lo propusiera.

—¿Por qué has tardado tanto?

—No ha despertado hasta hace poco.

—¿Sospecha algo?

—No. No recuerda nada. Creo que sufre.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir ahí?

—Le daré un beso de despedida cuando salga de la ducha. Dentro de diez o quince minutos.

—De acuerdo. Date prisa.

Abby colgó y Tammy se trasladó a su lado de la cama. En el desván, encima de la cocina, un magnetofón dejó de grabar y se programó para la siguiente llamada.

A las diez y media estaban listas para el último asalto al apartamento. El contrabando se dividió en tres partes iguales. Tres redadas a plena luz del día. Tammy se puso las nuevas llaves en el bolsillo de la blusa y salió con las bolsas. Caminaba de prisa, sin dejar de mirar permanentemente a su alrededor, a través de sus gafas de sol. El aparcamiento frente a los apartamentos seguía vacío. Había muy poco tráfico en la carretera.

La nueva llave entró en la cerradura y Tammy penetró en el apartamento. La llave del cuarto de los ficheros entró también en la cerradura y, al cabo de cinco minutos, la joven salió del apartamento. Tanto la segunda vez como la tercera fueron igualmente rápidas y sin tropiezos. Antes de abandonar el cuarto de los archivos por última vez, lo estudió atentamente. Estaba todo en orden, tal como lo había encontrado. Cerró el apartamento con llave y se llevó las bolsas vacías y desgastadas a su habitación.

Durante una hora permanecieron ambas tumbadas sobre la cama, riéndose de Avery y de su resaca. Casi todo había terminado y habían cometido el crimen perfecto. Además, el conquistador había sido su cómplice sin saberlo. Decidieron que había sido fácil.

La pequeña montaña de pruebas documentales llenaba once cajas y media de cartón ondulado. A las dos y media, un indígena con un sombrero de paja y sin camisa llamó a la puerta y se identificó como empleado de una empresa de almacenaje llamada Cayman Storage. Abby le mostró las cajas. Sin tener adónde ir, ni ninguna prisa por llegar, cogió la primera caja y la trasladó con mucha lentitud a la furgoneta. Como todos los indígenas, operaba a ritmo isleño; sin prisas.

Le siguieron en el Stanza hasta Georgetown. Abby inspeccionó el cuarto donde se guardarían las cajas y pagó tres meses de alquiler.