A las ocho de la mañana, Oliver Lambert y Nathan Locke recibieron permiso para cruzar el muro de hormigón del quinto piso y entraron en un laberinto de pequeños despachos y oficinas. DeVasher los esperaba. Cerró la puerta de su despacho y les indicó que se sentaran. No caminaba tan aprisa como antes. Durante la noche había librado una larga batalla con el vodka, ganada por su adversario. Sus ojos estaban rojos y se le dilataba el cerebro con cada inhalación.
—Ayer hablé con Lazarov en Las Vegas. Le expliqué tan bien como supe las razones por las que tanto os resistís a despedir a los cuatro abogados, Lynch, Sorrell, Buntin y Myers. Le repetí vuestro razonamiento y dijo que se lo pensaría. Pero entretanto aseguraos por todos los medios de que trabajen sólo en expedientes legítimos. No toméis riesgo alguno y vigiladlos de cerca.
—Es una bellísima persona, ¿no te parece? —dijo Oliver Lambert.
—Sí, es encantador. Dice que, desde hace seis semanas, el señor Morolto pregunta por la empresa cada ocho días. Están muy intranquilos.
—¿Qué le has contado?
—Le he dicho que, por ahora, todo está seguro. Que, de momento, hemos sellado todas las rendijas. Pero parece que no está convencido.
—¿Qué se sabe de McDeere? —preguntó Locke.
—Ha pasado una semana maravillosa con su mujer. ¿La habéis visto alguna vez con su minibiquini? No usó otra cosa en toda la semana. ¡Extraordinario! Le hemos tomado unas fotos, sólo como pasatiempo.
—No he venido aquí para ver fotos —exclamó Locke.
—No me digas. Pasaron todo un día con nuestro amigo Abanks, los tres solos, acompañados de un marinero. Jugaron en el agua y pescaron un poco. Pero, sobre todo, hablaron muchísimo. Sobre qué, no lo sabemos. En ningún momento pudimos acercarnos lo suficiente. Sin embargo, muchachos, me parece muy sospechoso. Muy sospechoso.
—No veo por qué —replicó Oliver Lambert—. ¿De qué pueden hablar, aparte de la pesca, el submarinismo y, por supuesto, de Hodge y Kozinski? Supongamos que hablen de Hodge y Kozinski, ¿qué hay de malo en ello?
—Ten en cuenta, Oliver, que no los conocía —dijo Locke—. ¿Por qué se interesaría tanto por su muerte?
—No olvidéis —agregó DeVasher— que en su primera reunión, Tarrance le contó que su muerte no había sido accidental. De modo que ahora busca pistas como Sherlock Holmes.
—Pero no encontrará ninguna, ¿no es cierto, DeVasher?
—Claro que no. Fue un trabajo perfecto. Evidentemente, han quedado algunas incógnitas, pero no cabe la menor posibilidad de que la policía de las islas pueda resolverlas. Ni tampoco nuestro joven McDeere.
—En tal caso, ¿qué te preocupa? —preguntó Lambert.
—Que estén preocupados en Chicago, Ollie. Me pagan un magnífico salario para que me preocupe cuando ellos se preocupan. Y hasta que los federales nos dejen en paz, todo el mundo seguirá preocupado, ¿de acuerdo?
—¿Qué más hicieron?
—Lo normal de unas vacaciones en las Caimán. Sexo, sol, ron, ir de compras y admirar el paisaje. Teníamos tres personas en la isla y le perdieron un par de veces, pero nada grave, espero. Como siempre he dicho, no se puede seguir a una persona día y noche, siete días por semana, sin ser descubierto. De modo que, a veces, tenemos que actuar con discreción.
—¿Crees que McDeere se va de la lengua? —preguntó Locke.
—Lo que sé es que miente, Nat. Mintió acerca de aquel incidente en la zapatería coreana, hace un mes. Vosotros no quisisteis creerlo, pero estoy convencido de que entró voluntariamente en la tienda, porque quería hablar con Tarrance. Uno de nuestros muchachos cometió el error de acercarse demasiado, e interrumpieron la reunión. Ésta no es la versión de McDeere, pero así fue como ocurrió. Sí, Nat, creo que se va de la lengua. Tal vez se reúne con Tarrance y le manda a freír espárragos. Puede que se reúnan para fumar un porro. No lo sé.
—Pero no tienes ninguna prueba concreta, DeVasher-dijo Ollie.
Se le dilató el cerebro y le produjo una presión atroz en el cráneo. Dolía demasiado para enfurecerse.
—No, Ollie, no como en el caso de Hodge y Kozinski, si es eso a lo que te refieres. Teníamos sus conversaciones grabadas y sabíamos que estaban a punto de hablar. El caso de McDeere es un poco diferente.
—No olvidemos que es un novato —agregó Nat—. Un abogado con ocho meses en la empresa, que no sabe nada. Ha trabajado un millar de horas en expedientes ficticios y los únicos clientes de los que se ha ocupado son perfectamente legítimos. Avery ha sido sumamente cauteloso en cuanto a los sumarios que ha dejado en manos de McDeere. Hemos hablado de ello.
—No tiene nada que decir, porque no sabe nada —dijo Ollie—. Marty y Joe sabían muchas cosas, pero hacía años que estaban en la empresa. McDeere es un recluta.
—De modo que habéis contratado a un auténtico mameluco —dijo DeVasher, mientras se frotaba suavemente las sienes—. Supongamos que el FBI presiente la identidad de nuestro mayor cliente. Ahora procurad seguir mi razonamiento. Supongamos además que Hodge y Kozinski dijeron lo suficiente para confirmar la identidad de dicho cliente. ¿Veis por dónde vamos? Supongamos también que los federales le han contado a McDeere todo lo que saben, con ciertos toques ornamentales. De pronto vuestro ignorante recluta se habría convertido en una persona muy erudita. Y muy peligrosa.
—¿Cómo piensas cerciorarte?
—Para empezar, aumentando la vigilancia. No le quitaremos ojo de encima a su esposa de día ni de noche. He hablado ya con Lazarov para pedirle refuerzos. Le he explicado que necesitamos caras nuevas. Voy a ir a Chicago mañana para informar a Lazarov y tal vez al señor Morolto. Lazarov cree que Morolto tiene la pista de un topo dentro del FBI, alguien próximo a Voyles, dispuesto a vender información. Aunque, al parecer, es caro. Quieren evaluarla situación y decidir lo que hay que hacer.
—¿Y piensas decirles que McDeere se va de la lengua? —preguntó Locke.
—Les diré lo que sé y lo que sospecho. Temo que si esperamos a tener pruebas concretas, tal vez sea demasiado tarde. Estoy seguro de que Lazarov querrá hablar de planes para eliminarlo.
—¿Planes preliminares? —preguntó Ollie, con un deje de esperanza.
—La etapa preliminar está superada, Ollie.
El Hourglass Tavern, en Nueva York, está en la calle Cuarenta y Seis, cerca de la esquina de la Novena Avenida. Es un local pequeño y oscuro, con veintidós sillas, que se hizo famoso por sus elevados precios y los cincuenta y nueve minutos máximos otorgados para cada comida. De las paredes, cerca de las mesas, cuelgan unos relojes de arena blanca que señalan silenciosamente el paso del tiempo, hasta que la camarera, en calidad de cronometradora, realiza finalmente sus cálculos y anuncia el fin del tiempo otorgado. Suele estar abarrotado de personajes de Broadway, que a menudo esperan fielmente en la acera.
A Lou Lazarov le gustaba el Hourglass por su oscuridad y porque en él podían mantenerse conversaciones privadas. Conversaciones breves, de menos de cincuenta y nueve minutos. Le gustaba porque no estaba en la Pequeña Italia y, aunque pertenecía a un clan siciliano, él no era italiano y no tenía por qué comer como ellos. Además, le gustaba porque había nacido en aquel barrio, donde había pasado los primeros cuarenta años de su vida. Cuando el cuartel general de la organización se instaló en Chicago, había tenido que trasladarse. Sin embargo, los negocios le obligaban a visitar Nueva York por lo menos dos veces por semana, y, cuando debía reunirse con algún miembro de otra familia del mismo rango, Lazarov siempre sugería que lo hicieran en el Hourglass. Tubertini era del mismo rango, o ligeramente superior, y aceptó a regañadientes el lugar de la cita.
Lazarov fue el primero en llegar y no tuvo que esperar para conseguir una mesa. Sabía por experiencia que la clientela se dispersaba a eso de las cuatro de la tarde, especialmente los jueves. Pidió un vaso de vino tinto. La camarera invirtió el reloj de arena de la pared y se inició la carrera contra el tiempo. Estaba sentado a una mesa de primera fila, de cara a la calle y de espaldas a las demás mesas. Era un individuo robusto, de cincuenta y ocho años, ancho de pecho y con una portentosa barriga. Firmemente apoyado sobre el mantel a cuadros rojos, contemplaba el tráfico de la calle Cuarenta y Seis.
Afortunadamente, Tubertini llegó con puntualidad. No había llegado a deslizarse una cuarta parte de la arena blanca. Se estrecharon amablemente la mano, mientras Tubertini examinaba con desdén el diminuto restaurante. Le brindó a Lazarov una sonrisa postiza y observó su silla junto a la ventana. Estaría de espaldas a la calle y esto le resultaba sumamente irritante, además de peligroso. Pero tenía el coche en la puerta, con dos de sus hombres, y decidió ser amable. Sin decir palabra, rodeó la diminuta mesa y se sentó.
Tubertini era muy elegante. Tenía treinta y siete años y era yerno del propio Palumbo. Familia. Estaba casado con su única hija. Era estéticamente delgado, de piel morena y llevaba el corto cabello negro perfectamente peinado hacia atrás. Pidió vino tinto.
—¿Cómo está mi amigo Joey Morolto? —preguntó, con una radiante sonrisa.
—Muy bien. ¿Y el señor Palumbo?
—Muy enfermo y de muy mal humor. Como de costumbre.
—Te ruego que le des recuerdos de mi parte.
—Por supuesto.
Se acercó la camarera y lanzó una amenazadora mirada al reloj de arena.
—Sólo vino —dijo Tubertini—. No voy a comer.
Lazarov examinó la carta y se la devolvió.
—Salmón salteado y otro vaso de vino —dijo.
Tubertini echó una mirada a sus guardaespaldas en el coche, que parecían estar dormidos.
—¿Qué anda mal en Chicago?
—Nada anda mal. Sólo necesitamos un poco de información, eso es todo. Ha llegado a nuestros oídos, por supuesto sin confirmación, que disponéis de una fuente muy fiable en el seno del FBI, próxima a Voyles.
—¿Y si fuera cierto?
—Necesitaríamos que nos facilitara cierta información. Tenemos una pequeña unidad en Memphis y los federales están haciendo lo imposible por detectarla. Sospechamos que uno de nuestros empleados tal vez trabaje para ellos, pero no logramos atraparlo.
—¿Y si lo hacéis?
—Le arrancaremos el hígado y se lo daremos a las ratas.
—Parece grave.
—Sumamente grave. Tenemos el presentimiento de que los federales han elegido nuestra pequeña unidad como objetivo y esto nos inquieta.
—Digamos que se llama Alfred y que está muy cerca de Voyles.
—De acuerdo. Necesitamos que Alfred nos dé una respuesta muy simple. Bastará con que confirme o niegue que nuestro empleado trabaja para los federales.
Tubertini observó a Lazarov y tomó un sorbo de vino.
—Alfred está especializado en respuestas simples. Prefiere las que sólo requieren un sí o un no. Sólo le hemos utilizado en dos ocasiones y en ambos casos era cuestión de «¿van a estar los federales aquí o allí?». Es una persona extraordinariamente cautelosa. No le creo dispuesto a facilitar demasiados detalles.
—¿Es exacta su información?
—A más no poder.
—En tal caso, creo que puede ayudarnos. Si la respuesta es afirmativa, actuaremos en consecuencia. En caso contrario, nuestro empleado quedará libre de toda sospecha y seguirá el negocio como de costumbre.
—Alfred es muy caro.
—Me lo temía. ¿Cuánto?
—Lleva dieciséis años en el FBI y ocupa un cargo importante. De ahí que sea muy cauteloso. Tiene mucho que perder.
—¿Cuánto?
—Medio millón.
—¡Maldita sea!
—Evidentemente, debemos ganar una pequeña comisión en la transacción. Después de todo, Alfred nos pertenece.
—¿Una pequeña comisión?
—A decir verdad, muy pequeña. La mayor parte es para Alfred. Ten en cuenta que habla con Voyles a diario. Su despacho está a dos puertas del director.
—De acuerdo. Pagaremos.
Tubertini brindó a su interlocutor una sonrisa de triunfador y tomó otro sorbo de vino.
—Creo que me has mentido, señor Lazarov. Me has dicho que se trataba de una pequeña unidad en Memphis, pero creo que eso no es cierto, ¿me equivoco?
—No.
—¿Cómo se llama la unidad en cuestión?
—La empresa Bendini.
—La hija del viejo Morolto se casó con un Bendini.
—El mismo.
—¿Cómo se llama el empleado?
—Mitchell McDeere.
—Puede que tardemos dos o tres semanas. Reunirse con Alfred es toda una epopeya.
—Bien. Procura que sea cuanto antes.