Veinticinco

Los negros nubarrones y la lluvia habían despejado completamente de turistas la playa de Seven Mile cuando los McDeere, agotados y empapados, llegaron al lujoso apartamento. Mitch hizo marcha atrás sobre la acera con el jeep Mitsubishi alquilado, a través de una pequeña extensión de césped y lo aparcó junto a la puerta principal del bloque B. Durante su primera visita había estado en el bloque A. Ambos apartamentos parecían idénticos, a excepción de la pintura y detalles decorativos. La llave se introdujo perfectamente en la cerradura y se apresuraron a entrar el equipaje, mientras se abrían los cielos y aumentaba el caudal de la lluvia.

En el interior, a resguardo de la lluvia, deshicieron las maletas en el dormitorio principal del primer piso, con una larga terraza frente a la húmeda playa. Cautelosos con sus palabras, inspeccionaron el apartamento, habitación por habitación y armario por armario. El refrigerador estaba vacío, pero el bar muy bien surtido. Mitch preparó dos cubalibres, en honor a las islas. Sentados en la terraza con los pies en la lluvia, contemplaron el océano agitado que embestía la orilla. Rumheads estaba silencioso y apenas visible en la lejanía. Un par de indígenas en la barra tomaban una copa y contemplaban el mar.

—Aquello es Rumheads —dijo Mitch, señalando con el vaso en la mano.

—¿Rumheads?

—Te lo mencioné. Es un lugar de moda, donde los turistas toman una copa y los isleños juegan al dominó.

—Comprendo.

Abby no estaba impresionada. Bostezó, buscó una posición más cómoda en el sillón de plástico y cerró los ojos.

—Es maravilloso, Abby. Nuestro primer viaje al extranjero, nuestra primera luna de miel de verdad y tú te quedas dormida a los diez minutos de nuestra llegada.

—Estoy cansada, Mitch. He pasado la noche haciendo las maletas mientras tú dormías.

—Has traído ocho maletas, seis para ti y dos para mí, con toda la ropa que poseemos. No me sorprende que hayas tardado toda la noche.

—No quiero quedarme sin ropa.

—¿Quedarte sin ropa? ¿Cuántos bikinis has traído? ¿Diez? ¿Doce?

—Seis.

—Fantástico. Uno para cada día. ¿Por qué no te pones uno ahora?

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Ponte aquel pequeño azul y alto con un par de cordones en la parte frontal, aquel que pesa un par de gramos, cuesta sesenta dólares y deja al aire tus nalgas cuando caminas. Quiero verlo.

—Mitch, está lloviendo. Me has traído a esta isla en la temporada de los monzones. Fíjate en esas nubes; gruesas, oscuras y perfectamente estacionarias. No voy a necesitar ningún bikini esta semana.

—Me gusta la lluvia —sonrió Mitch, al tiempo que comenzaba a acariciarle las piernas—. A decir verdad, me gustaría que lloviera toda la semana. Nos obligaría a quedarnos en casa, en la cama, bebiendo ron y disfrutando el uno del otro.

—Me dejas atónita. ¿Quieres decir que te apetece realmente el sexo? Este mes lo hemos practicado ya en una ocasión.

—Dos.

—Creí que querías dedicarte a bucear toda la semana.

—No. Es probable que ahí me espere algún tiburón al acecho.

Aumentó el viento y la terraza quedaba empapada.

—Vamos a quitamos la ropa —dijo Mitch.

Al cabo de una hora comenzó a desplazarse la tormenta. Amainó la lluvia hasta convertirse en una suave llovizna y, por último, desapareció. Las oscuras y bajas nubes abandonaron la pequeña isla en dirección nordeste, hacia Cuba, y se iluminó el firmamento. Poco antes de hundirse en el horizonte, el sol hizo de pronto una breve aparición. Las casitas de la playa, los pisos y apartamentos, así como las habitaciones de los hoteles se vaciaron y los turistas aparecieron sobre la arena, en dirección a la orilla. De pronto Rumheads se llenó de tiradores de dardos y sedientos turistas. Los jugadores de dominó reemprendieron la partida. La orquesta de reggae en el local contiguo, el hotel Palms, afinaba los instrumentos.

Mitch y Abby paseaban por la orilla en dirección a Georgetown, lejos de donde había tenido lugar el encuentro con la chica. De vez en cuando pensaba en ella y en las fotografías. Había llegado a la conclusión de que era una profesional, pagada por DeVasher para conquistarle y seducirle delante de las cámaras. Confiaba en no verla en esta ocasión.

Como si estuviera previsto, paró la música, los paseantes quedaron paralizados y observaron, cesó el ruido de Rumheads, al tiempo que todas las miradas se concentraban en el sol que entraba en contacto con el agua. Unas nubes grises y blancas, residuos de la tormenta, permanecían cerca del horizonte y se hundían con el sol. Empezaron a aparecer tonos naranja, amarillo y rojo, al principio pálidos, pero de pronto muy brillantes. Durante unos instantes, el cielo se convirtió en un lienzo sobre el que el sol proyectaba sus asombrosos rayos de colores con desenfadadas pinceladas. Entonces la gran bola anaranjada entró en contacto con el agua y en pocos segundos desapareció. Las nubes, ahora oscuras, se dispersaron. Una puesta de sol en las Caimán.

Con mucho miedo y precaución, Abby sorteaba el tráfico matutino del distrito comercial al volante del jeep. Era oriunda de Kentucky y nunca había conducido por la izquierda. Mitch se ocupaba de dar direcciones y vigilar por el retrovisor. Los callejones y las aceras estaban ya llenos de turistas, en busca de cerámica, cristal, perfume, máquinas de fotografiar y joyas libres de impuestos.

Mitch señaló una callejuela lateral y el jeep se introdujo en la misma, entre dos grupos de turistas.

—Me reuniré aquí contigo a las cinco de la tarde —le dijo, con un beso en la mejilla.

—Ten cuidado —respondió Abby—. Yo pasaré por el banco y después me quedaré en la playa, cerca del apartamento.

Cerró la puerta del vehículo y desapareció entre dos pequeñas tiendas. El callejón conducía a una calle un poco más ancha, que daba a Hogsty Bay. Entró sigilosamente en una tienda turística, con numerosas estanterías llenas de camisas, sombreros de paja y gafas de sol. Escogió una chabacana camisa estampada en verde y naranja y un sombrero panameño. Al cabo de un par de minutos, salió apresuradamente de la tienda, para introducirse en el asiento posterior de un taxi que pasaba.

—Al aeropuerto —le dijo al taxista—. Cuanto antes. Y vigile el retrovisor, puede que alguien nos siga.

El taxista, sin decir palabra, pasó por delante de los bancos y salió de la ciudad. Al cabo de diez minutos, paró frente a la terminal.

—¿Nos ha seguido alguien? —preguntó Mitch, mientras se sacaba el dinero del bolsillo.

—No, amigo. Son cuatro dólares y diez centavos.

Mitch le entregó un billete de cinco y entró a toda prisa en la terminal. El vuelo de Cayman Airways a Cayman Brac tenía prevista la salida a las nueve. Junto a una tienda del aeropuerto, Mitch tomó un café, oculto entre dos estanterías llenas de artículos de regalo. Vigilaba la sala de espera, pero no reconoció a nadie. Claro que no tenía ni idea de cómo eran, pero no vio a nadie que husmeara ni buscara entre el público. Tal vez seguían al jeep, o registraban la zona comercial en su busca. Quizá.

Por setenta y cinco dólares isleños había reservado el último asiento en un Trislander trimotor, con capacidad para diez pasajeros. Abby había hecho la reserva desde una cabina, la noche de su llegada. En el ultimísimo momento, salió corriendo de la terminal y subió a bordo. El piloto cerró y aseguró las puertas del aparato y se dirigió a la pista de despegue. No se veía ningún otro avión. A la derecha había un pequeño hangar.

Los diez turistas admiraron el brillante azul del cielo y no dijeron gran cosa durante los veinte minutos de vuelo. Al acercarse a Cayman Brac, el piloto se convirtió en guía turístico y describió un gran círculo alrededor de la pequeña isla. Subrayó en particular los altos acantilados, que llegaban hasta el mar en el extremo este de la isla. A no ser por los acantilados, explicó el piloto, sería tan llana como Gran Caimán. Aterrizó con suavidad, en una estrecha pista asfaltada.

Junto a un pequeño edificio blanco, con la palabra aeropuerto pintada en las cuatro paredes, un elegante individuo de aspecto europeo observa a los pasajeros que desembarcaban con rapidez. Se trataba de Rick Acklin, agente especial, a quien el sudor le goteaba por la nariz y llevaba la camisa pegada a la espalda.

—Mitch —dijo, hablando casi consigo mismo, al tiempo que se le acercaba un poco.

Mitch titubeó antes de acercarse.

—El coche está en la puerta —dijo Acklin.

—¿Dónde está Tarrance? —preguntó Mitch, mirando a su alrededor.

—Te espera.

—¿Tiene aire acondicionado el vehículo?

—Me temo que no. Lo siento.

No sólo no tenía aire, sino ningún tipo de servo ni señales luminosas. Se trataba de un LTD de 1974 y, mientras avanzaban por un polvoriento camino, Acklin le explicó que no había mucho donde elegir en Cayman Brac en cuanto a coches de alquiler. Y el hecho de que el gobierno de Estados Unidos hubiera alquilado un coche se debía a que entre él y Tarrance habían sido incapaces de encontrar un taxi. Habían tenido suerte de encontrar una habitación, con tan poca antelación.

Las pequeñas y aseadas casas estaban todas apiñadas y de pronto apareció el mar. Dejaron el coche en un aparcamiento sobre la arena, junto a un establecimiento denominado Brac Submarinismo. Un viejo espigón se adentraba en el agua, junto al que estaban atracadas un centenar de embarcaciones de todos los tamaños. En la zona oeste de la playa había una docena de cabañas, con techo de bálago y a medio metro de altura sobre la arena, donde se albergaban submarinistas de todos los confines del planeta. Junto al espigón había un bar al aire libre, sin nombre alguno, pero con su correspondiente juego de dominó y un tablero para jugar a los dardos. Entre las vigas colgaban unos ventiladores de roble y latón, cuyas aspas giraban lenta y silenciosamente, refrescando a los jugadores de dominó y al barman.

Wayne Tarrance estaba en una mesa solo, tomando una Coca-Cola y observando a un equipo de submarinistas que cargaban un sinfín de botellas amarillas, todas idénticas, en una de las embarcaciones. Incluso para un turista, su atuendo era cómico: gafas oscuras de montura amarilla, alpargatas de color castaño evidentemente nuevas con calcetines negros, una ceñida camisa hawaiana de veinte colores chillones y un pantalón corto dorado, muy viejo y ajustado, que poco cubría de las piernas blancas, brillantes y de aspecto enfermizo, bajo la mesa. Movió su vaso en dirección a dos sillas vacías.

—Bonita camisa, Tarrance —dijo Mitch, sin ocultar la gracia que le hacía.

—Gracias. La tuya tampoco está mal.

—Veo que estás moreno.

—Por supuesto. Hay que intentar pasar inadvertido.

El camarero merodeaba cerca de la mesa, a la espera de que pidieran algo. Acklin pidió una Coca-Cola y Mitch lo mismo, pero con un poco de ron. Los tres contemplaban fascinados la embarcación, donde los submarinistas cargaban su voluminoso equipo.

—¿Qué ocurrió en Holly Springs? —preguntó finalmente Mitch.

—Lo siento, no pudimos evitarlo. Había dos coches esperándote en Holly Springs, pero te siguieron desde Memphis. No pudimos acercarnos a ti.

—¿Hablasteis tú y tu esposa de la excursión, antes de salir de casa? —preguntó Acklin.

—Creo que sí. Probablemente lo mencionamos un par de veces.

—Estaban sin duda al pie del cañón —dijo Acklin, aparentemente satisfecho—. Un Skylark verde te siguió unos treinta kilómetros y a continuación desapareció. Entonces anulamos la operación.

—Ya avanzada la noche del sábado, el Lear voló desde Memphis, sin ninguna escala, hasta la isla de Gran Caimán. Creemos que había dos o tres matones a bordo —dijo Tarrance, mientras tomaba un sorbo de Coca-Cola—. El avión salió a primera hora del domingo por la mañana, de regreso a Memphis.

—¿De modo que están aquí y nos siguen?

—Por supuesto. Es probable que tuvieran a un par de personas en el avión, para vigilaros a ti y a Abby. Tanto pueden ser hombres como mujeres. Podría tratarse de un negro o de una mujer oriental. ¿Quién sabe? No lo olvides, Mitch, disponen de mucho dinero. Hemos reconocido a dos de ellos. Uno estaba en Washington al mismo tiempo que tú. Es un rubio de unos cuarenta años, metro ochenta y tres o quizá ochenta y cinco, con el cabello muy corto, casi a la prusiana, muy fuerte y de aspecto nórdico. Se mueve con rapidez. Ayer le vimos al volante de un Escort que alquiló en la isla, en Coconut Car Rentals.

—Yo también creo haberle visto —dijo Mitch.

—¿Dónde? —preguntó Acklin.

—En un bar del aeropuerto de Memphis, la noche de mi regreso de Washington. Me di cuenta de que me observaba y pensé entonces que ya le había visto en Washington.

—Efectivamente. Ahora está aquí.

—¿Quién es el otro?

—Tony Verkler, o Tony «tonel» como nosotros le llamamos. Es un ex presidiario, con una impresionante lista de condenas, en su mayoría en Chicago. Hace muchos años que trabaja para Morolto. Pesa unos ciento treinta y cinco kilos y es muy eficaz para vigilar a la gente, puesto que nadie sospecha nunca de él.

—Anoche estaba en Rumheads —agregó Acklin.

—¿Anoche? También estábamos nosotros.

La embarcación de los buceadores se separó ceremoniosamente del espigón, para dirigirse a mar abierto. Más allá del espolón, unos pescadores recogían sus redes desde unos pequeños botes y otros navegaban mar adentro en sus catamaranes de vivos colores. Después de un suave y soñoliento despertar, la isla estaba ahora en plena actividad. La mitad de las embarcaciones se habían hecho a la mar, o estaban a punto de soltar amarras.

—¿Cuándo llegasteis vosotros a la isla? —preguntó Mitch, mientras tomaba un trago de su bebida, que era más ron que Coca-Cola.

—El domingo por la noche —respondió Tarrance, sin dejar de contemplar la embarcación que se alejaba lentamente.

—Sólo por curiosidad, ¿cuántos hombres tenéis en las islas?

—Cuatro hombres y dos mujeres —dijo Tarrance.

Acklin guardó silencio y dejó la conversación en manos de su supervisor.

—¿Y a qué se debe exactamente vuestra presencia? —preguntó Mitch.

—A varias razones. En primer lugar, queremos hablar contigo y cerrar definitivamente nuestro pequeño trato. El director Voyles está terriblemente impaciente por llegar a un acuerdo aceptable para ti. En segundo lugar, queremos observarlos a ellos para comprobar cuántos matones tienen en las islas. Durante esta semana intentaremos identificarlos. La isla es pequeña y constituye un buen punto de observación.

—Y en tercer lugar querrás ponerte moreno…

Acklin soltó una pequeña carcajada. Tarrance sonrió, pero entonces arrugó la frente.

—No, no exactamente. Estamos aquí para protegerte.

—¿Protegerme?

—Así es. La última vez que me senté junto a esta mesa, lo hice en compañía de Joe Hodge y Marty Kozinski. Hace aproximadamente nueve meses. Un día antes de que fueran asesinados, para ser exactos.

—¿Y crees que están a punto de asesinarme?

—No. Todavía no.

Mitch hizo una seña al barman para que le sirviera otro trago. Los isleños que jugaban al dominó se acaloraban, discutían y tomaban cerveza.

—Mientras hablamos, es probable que los matones, como vosotros los llamáis, estén siguiendo a mi esposa por toda la isla de Gran Caimán. No estaré tranquilo hasta que vuelva a reunirme con ella. ¿Qué hay del trato?

Tarrance dejó de contemplar el mar y la embarcación de los submarinistas, para mirar fijamente a Mitch.

—Estamos de acuerdo con lo de los dos millones y…

—Claro que estáis de acuerdo, Tarrance. Esto ya estaba decidido, ¿no lo recuerdas?

—Tranquilízate, Mitch. Pagaremos un millón cuando nos entregues todas tus fichas. A partir de entonces, como suele decirse, no habrá vuelta atrás. Estarás con el agua al cuello.

—Lo sé, Tarrance. Fui yo quien lo sugirió, ¿recuerdas?

—Pero ésa es la parte fácil. En realidad, tus fichas no nos interesan porque son limpias. Fichas impecables. Sumarios legítimos. Queremos las fichas comprometedoras, Mitch, los sumarios que están repletos de cargos. Y éstos serán mucho más difíciles de obtener. Pero cuando lo hagas, te pagaremos otro medio millón. Y el resto después del último juicio.

—¿Y mi hermano?

—Lo intentaremos.

—No es suficiente, Tarrance. Quiero que te comprometas.

—No podemos prometerte liberar a tu hermano. Maldita sea, le quedan por lo menos siete años de condena.

—Pero es mi hermano, Tarrance. No me importaría que hubiera cometido múltiples asesinatos y estuviera a punto de ser ejecutado. Es mi hermano y si queréis que trabaje para vosotros, tenéis que ponerle en libertad.

—He dicho que lo intentaríamos, pero no te lo puedo garantizar. No hay ninguna forma legal, administrativa ni legítima de conseguirlo. Por consiguiente, habrá que intentarlo por otros medios. ¿Qué ocurre si le alcanza algún disparo durante la huida?

—Limítate a sacarlo de la cárcel, Tarrance.

—Lo intentaremos.

—Dime, Tarrance, ¿te comprometes a utilizar la fuerza y los recursos del FBI para ayudar a mi hermano a huir de la cárcel?

—Te doy mi palabra.

Mitch se echó atrás en su silla y tomó un prolongado sorbo de su bebida. Ahora el trato estaba cerrado. Respiró a gusto y sonrió, mientras admiraba la belleza del Caribe.

—¿Cuándo nos entregarás tus fichas? —preguntó Tarrance.

—Creí que no te interesaban. Me has dicho que eran demasiado limpias, ¿no lo recuerdas?

—Queremos las fichas, Mitch, porque cuando las tengamos te tendremos también a ti. Estarás plenamente comprometido cuando nos entregues las fichas, junto con tu licencia de abogado, por así decirlo.

—De diez a quince días.

—¿Cuántas fichas?

—Entre cuarenta y cincuenta. Las menores son de un par de centímetros de grosor. Las mayores no cabrían sobre esta mesa. No puedo utilizar las fotocopiadoras de la oficina y nos hemos visto obligados a organizarlo de otro modo.

—Tal vez podríamos ayudar con lo de las copias —dijo Acklin.

—Tal vez no. Tal vez si necesito vuestra ayuda, tal vez os la pida.

—¿Cómo piensas entregárnoslas? —preguntó Tarrance, al tiempo que Acklin se retiraba de nuevo a un segundo plano.

—Muy sencillo, Wayne. Cuando haya terminado de copiarlas y reciba el millón donde os indique, te entregaré la llave de un pequeño cuarto en la zona de Memphis y no tendrás más que recogerlas.

—Ya te dije que depositaríamos el dinero en un banco suizo —dijo Tarrance.

—Pero yo no lo quiero en una cuenta suiza, ¿de acuerdo? Yo decidiré las condiciones de la transferencia y se hará exactamente como yo diga. De ahora en adelante es mi cabeza la que está en juego y seré yo quien tome las decisiones. O por lo menos la mayoría de ellas.

Tarrance sonrió, refunfuñó y contempló el espigón.

—¿De modo que no confías en los bancos suizos?

—Digamos sólo que he pensado en otro banco. No olvides, Wayne, que trabajo para blanqueadores de dinero y me he convertido en un experto en la forma de ocultar dinero en cuentas extraterritoriales.

—Veremos.

—¿Cuándo podré examinar el cuaderno sobre los Morolto?

—Después de recibir las fichas y pagar el primer plazo. Te facilitaremos toda la información que podamos, pero en general tendrás que valerte por ti mismo. Tú y yo tendremos que reunimos con mucha frecuencia, lo cual, evidentemente, es bastante peligroso. Puede que tengamos que viajar a menudo en autobús.

—De acuerdo, pero la próxima vez me toca el asiento del pasillo.

—Entendido. Cualquiera con dos millones de dólares en su haber tiene derecho a elegir asiento en un Greyhound.

—No viviré lo suficiente para disfrutarlos, Wayne. Tú lo sabes.

A cinco kilómetros de Georgetown, en la estrecha y serpenteante carretera de Bowden Town, Mitch le vio. Estaba agachado detrás de un viejo Volkswagen, con el capó levantado, como si estuviera parado a causa de una avería. Su atuendo no era el de un turista, sino el de un isleño. Podía pasar perfectamente por uno de los británicos que trabajaban en los bancos para el gobierno. Estaba muy bronceado. Con una especie de llave en la mano, parecía examinar el motor, al tiempo que observaba el estrepitoso jeep Mitsubishi que avanzaba por la izquierda de la carretera. Se trataba del nórdico.

Se suponía que debía pasar inadvertido.

Mitch redujo instintivamente la velocidad a cincuenta kilómetros por hora, para darle la oportunidad de que le alcanzara. Abby volvió la cabeza y vigiló la estrecha carretera, que a lo largo de ocho kilómetros iba pegada a la costa, antes de bifurcarse para alejarse del océano. Al cabo de cinco minutos apareció el VW verde del nórdico, a toda velocidad por una pequeña curva. El jeep de McDeere estaba mucho más cerca de lo que el nórdico anticipaba. Al percatarse de que le habían visto, redujo bruscamente la velocidad y salió por el primer camino rocoso en dirección al mar.

Mitch aceleró en dirección a Bodden Town. Al oeste del pequeño asentamiento, giró hacia el sur y a menos de un kilómetro y medio se encontró con el océano.

Eran las diez de la mañana y el estacionamiento de la escuela de submarinismo Abanks estaba medio lleno. Las dos embarcaciones de buceadores de la mañana hacía media hora que habían salido. Los McDeere se dirigieron rápidamente al bar, donde Henry servía cerveza y cigarrillos a los jugadores de dominó.

Barry Abanks, apoyado contra uno de los postes que sostenían el techo de bálago del bar, observaba cómo sus embarcaciones desaparecían por la punta de la isla. Cada equipo realizaría dos inmersiones, en lugares como Bonnie’s Arch, la Gruta del Diablo, Eden Rock y Roger’s Wreck Point, donde había buceado con turistas millares de veces. Algunos de aquellos lugares habían sido descubiertos por él.

Se acercaron los McDeere y Mitch presentó discretamente a su esposa al señor Abanks, cuya reacción no fue cortés, pero tampoco de mala educación. Caminaron juntos hacia el espigón, donde un marinero preparaba un pesquero de diez metros de eslora. Abanks descargó una retahíla de órdenes indescifrables en dirección al joven marinero, que debía de estar sordo o no debía de tener ningún miedo a su jefe.

Mitch se colocó junto a Abanks, en actitud de capitán, y señaló el bar, cincuenta metros a lo largo del espigón.

—¿Conoce a toda la gente que está ahora en el bar? —preguntó.

Abanks frunció el entrecejo.

—Simple curiosidad. Alguien ha intentado seguirme hasta aquí —dijo Mitch.

—Los de siempre —respondió Abanks—. Ningún desconocido.

—¿Ha visto a algún desconocido esta mañana?

—Oiga, este lugar atrae a los desconocidos. No llevo ningún control de los conocidos y los desconocidos.

—¿Ha visto a un norteamericano gordo, pelirrojo, que pesa por lo menos ciento treinta kilos?

Abanks movió la cabeza. El marinero hizo retroceder el bote para alejarse del espigón y dirigirse hacia el horizonte. Abby, sentada sobre un banco acolchado, observaba la escuela de submarinismo que se perdía en la lejanía. En una bolsa de plástico, entre sus pies, había dos pares de aletas y dos máscaras de bucear. Se trataba aparentemente de una excursión para sumergirse y pescar un poco si picaban los peces. El propio jefe había accedido a acompañarlos, pero sólo después de que Mitch insistiera y le dijera que tenían que hablar de asuntos personales. Asuntos privados, relacionados con la muerte de su hijo.

Tras la persiana del balcón de un segundo piso, de una casa en la playa de Cayman Kai, el nórdico observaba las dos cabezas con tubos y gafas que entraban y salían del agua alrededor del bote de pesca. Le pasó los prismáticos a Tony «tonel» Werkler, que no tardó en aburrirse y se los devolvió. Detrás del nórdico había una rubia despampanante, con un bañador negro de una sola pieza, cuyo corte de piernas le llegaba casi a las costillas, que cogió los prismáticos y prestó especial atención al marinero a bordo.

—No lo comprendo —dijo Tony—. Si hablan en serio, ¿qué hace ese chico a bordo? ¿Para qué unas orejas innecesarias?

—Puede que hablen de la pesca y del submarinismo —comentó el nórdico.

—No lo sé —dijo la rubia—. Es extraño que Abanks pierda el tiempo en un bote de pesca. Lo que a él le gusta es bucear. Debe de tener muy buenas razones para pasar el día con un par de novatos. Algo ocurre.

—¿Quién es el chico? —preguntó Tony.

—Uno de los ayudantes —respondió la chica—. Hay una docena como él.

—¿Puedes hablar con él más tarde? —dijo el nórdico.

—Eso es —agregó Tony—. Muéstrale un poco de carne y dale algo para esnifar. Seguro que habla.

—Lo intentaré —respondió la rubia.

—¿Cómo se llama? —preguntó el nórdico.

—Keith Rook.

Keith Rook maniobró el bote junto al espigón de Rum Point. Mitch, Abby y Abanks desembarcaron y se dirigieron a la playa. Keith, a quien no invitaron a almorzar, se quedó a bordo para limpiar relajadamente la cubierta.

El Shipwreck Bar se encontraba a cien metros de la orilla, a la escasa sombra de unos árboles. Era húmedo y oscuro, con persianas en las ventanas y chirriantes ventiladores que colgaban del techo. No había reggae, dominó ni dardos. La clientela del mediodía era silenciosa, con cada mesa imbuida en su propia conversación privada.

Desde su mesa se veía el mar, hacia el norte. Pidieron comida típica de la isla: hamburguesa de queso y cerveza.

—Este lugar es distinto de los demás —observó Mitch, en voz baja.

—Muy distinto —dijo Abanks—. Hay muy buenas razones para ello. Es donde se reúnen los narcotrafícantes, propietarios de muchas de las mejores casas y apartamentos de por aquí. Llegan en sus reactores privados, depositan el dinero en nuestros excelentes bancos y se quedan unos días para comprobar el estado de sus propiedades.

—Bonito barrio.

—Sí que lo es. Tienen muchos millones y no se meten con nadie.

La camarera, una atractiva mulata de voz profunda, dejó tres botellas de Red Stripe jamaicana sobre la mesa sin decir palabra.

—¿De modo que cree poder salir andando de este asunto? —preguntó Abanks, inclinado con los codos sobre la mesa y la cabeza agachada, como solía hablarse en el Shipwreck Bar.

Mitch y Abby se inclinaron simultáneamente sobre la mesa, y las tres cabezas gachas se reunieron sobre la cerveza.

—No pienso andar, sino correr. Correr como el diablo, pero lograré escapar. Y necesitaré su ayuda.

Después de unos instantes de reflexión, levantó la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Qué debo hacer? —preguntó, al tiempo que tomaba su primer sorbo de Red Stripe.

Abby fue la primera en percatarse de su presencia. Sólo una mujer podía detectar a otra mujer, que con tanta elegancia se esforzaba por oír su pequeña conversación. Estaba de espaldas a Abanks. Era rubia, con el rostro parcialmente oculto tras unas ordinarias gafas oscuras, contemplaba el océano y escuchaba con un interés un poco excesivo. Cuando los tres se acercaron al centro de la mesa, ella se incorporó en su asiento y aguzó el oído. Estaba sola en una mesa para dos.

Abby hincó las uñas en la pierna de su esposo y guardaron silencio. La rubia de negro dejó de escuchar, se concentró en su mesa y cogió la copa.

Wayne Tarrance había mejorado su atuendo, llegado el viernes de la semana en las Caimanes. Ya no usaba alpargatas, pantalón corto ajustado, ni gafas de adolescente. Había desaparecido el aspecto pálido y enfermizo de sus piernas. Estaban ahora al rojo vivo, irremediablemente abrasadas. Después de tres días en el peñasco tropical conocido como Cayman Brac, él y Acklin, actuando en nombre del gobierno de Estados Unidos, se habían instalado en una habitación bastante barata de la isla de Gran Caimán, a varios kilómetros de la playa de Seven Mile y lejos de cualquier punto remoto de la costa. Desde allí controlaban las idas y venidas de los McDeere y otras personas de interés. Compartían una habitación con dos camas individuales y duchas de agua fría en el Coconut Motel. El miércoles por la mañana se habían puesto en contacto con el sujeto, McDeere, para solicitar una reunión cuanto antes. Les había dicho que no, alegando que estaba demasiado ocupado. Él y su esposa estaban de luna de miel, les había dicho, y no disponía de tiempo para dicha reunión. Tal vez más adelante, fue lo único que le sacaron.

El jueves por la noche, cuando Mitch y Abby degustaban una escorpina asada en el restaurante del faro en la carretera de Bodden Town, Laney, el agente Laney, vestido a la usanza de la isla y con el aspecto de un negro isleño, se acercó a su mesa para poner los puntos sobre las íes. Tarrance insistía en que celebraran una reunión.

Los pollos tenían que ser importados en las islas, y no de los mejores. Eran sólo de segunda calidad y no para el consumo de los isleños, sino de los norteamericanos alejados de un elemento tan esencial de su régimen alimenticio básico. Las dificultades que experimentó el coronel Sanders fueron extraordinarias para enseñar a las isleñas, a pesar de ser negras o mulatas, cómo freír un pollo. Era algo ajeno para ellas.

Y así fue como al agente especial Wayne Tarrance, del Bronx, se le ocurrió organizar una breve reunión secreta en la sucursal del Kentucky Fried Chicken, en la isla de Gran Caimán. La única que existía. Pensó que el lugar estaría desierto. Se equivocaba.

Un centenar de hambrientos turistas, procedentes de Georgia, Alabama, Texas y Mississippi, abarrotaban el local y devoraban el pollo crujiente con ensalada de col y puré de patatas. Sabía mejor en Tupelo, pero no estaba mal.

Tarrance y Acklin vigilaban nerviosos la puerta, desde una mesa del abigarrado restaurante. No era demasiado tarde para retroceder. Había demasiada gente. Por fin Mitch entró solo y se colocó en una larga cola. Cogió su pequeña caja de cartón rojo, se sentó a su mesa sin decir palabra y empezó a comer el pollo, que le había costado cuatro dólares isleños con ochenta y nueve centavos. Pollo importado.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Tarrance.

—No he salido de la isla —respondió Mitch, mientras mordía un muslo—. Has escogido un lugar absurdo para reunimos, Tarrance. Demasiada gente.

—Sabemos lo que hacemos.

—Claro, como en la zapatería coreana.

—Muy listo. ¿Por qué no quisiste reunirte con nosotros el miércoles?

—Estaba ocupado y no me apetecía veros. ¿Estoy limpio?

—Por supuesto. De lo contrario, Lany se te habría acercado en la puerta.

—Este lugar me pone nervioso, Tarrance.

—¿Para qué fuiste a ver a Abanks?

Mitch, con un muslo parcialmente devorado en la mano, se limpió los labios. Un muslo bastante pequeño.

—Tiene una embarcación. Me apetecía pescar y bucear un poco, y él nos acompañó. ¿Dónde estabas, Tarrance? ¿En un submarino persiguiéndonos alrededor de la isla?

—¿Qué te contó Abanks?

—Sabe muchas palabras: hola, quiero una cerveza, ¿quién nos sigue? Un montón de palabras.

—¿Sabías que ellos te habían seguido?

—¡Ellos! ¿Qué ellos? ¿Tus ellos o sus ellos? Me sigue tanta gente que causo aglomeraciones de tráfico.

—Los malos, Mitch. Esos de Memphis, Chicago y Nueva York. Los que te asesinarán mañana si te pasas de listo.

—Me siento conmovido. De modo que me siguieron. ¿Y adónde los conduje? ¿A bucear? ¿A pescar? Por Dios, Tarrance. Ellos me siguen a mí, vosotros los seguís a ellos, vosotros me seguís a mí, ellos os siguen a vosotros. Si freno de repente, me encontraré con veinte narices en el trasero. ¿Por qué nos hemos reunido aquí, Tarrance? Esto está lleno de gente.

Tarrance miró frustrado a su alrededor.

—Mira, Tarrance —exclamó Mitch, al tiempo que cerraba su caja de cartón—, estoy nervioso y me he quedado sin apetito.

—Tranquilo. Estás limpio. Nadie te ha seguido desde el apartamento.

—Siempre estoy limpio, Tarrance. Supongo que Hodge y Kozinski también lo estaban cada vez que daban un paso. Limpios en la escuela de Abanks. Limpios en la embarcación. Limpios en los funerales. Esto no ha sido una buena idea, Tarrance. Me voy.

—De acuerdo. ¿Cuándo sale tu avión?

—¿Por qué? ¿Pensáis seguirme? ¿Me seguiréis a mí o los seguiréis a ellos? ¿Y si os siguen ellos a vosotros? ¿Qué te parece si nos confundimos todos y sigo yo a todos los demás?

—Ya basta, Mitch.

—A las nueve cuarenta de la mañana. Procuraré guardarte un asiento. Puedes coger el de la ventana, junto a Tony «tonel».

—¿Cuándo nos entregarás tus fichas?

—Más o menos dentro de una semana —respondió Mitch, de pie con la caja de cartón en las manos—. Dame diez días, Tarrance, y no se te ocurra organizar otra reunión en público. Recuerda que asesinan a los abogados, no a los estúpidos agentes del FBI.