Veinticuatro

Por segunda vez en su carrera, a Mitch se le permitió visitar el comedor palaciego del quinto piso. La invitación de Avery iba acompañada de la explicación de que todos los socios estaban bastante impresionados con las setenta y una horas de promedio semanal que había facturado durante el mes de febrero y el almuerzo suponía una pequeña muestra de su aprecio. Se trataba de una invitación que ningún miembro asociado podía rechazar, independientemente de los horarios, reuniones, clientes, fechas de vencimiento y todos los demás aspectos críticos, urgentes y terriblemente importantes del trabajo en Bendini, Lambert & Locke. En la historia de la empresa, nunca se había dado el caso de que un miembro asociado rechazara una invitación al comedor. Todos recibían dos invitaciones anuales, que quedaban rigurosamente registradas.

Mitch disponía de dos días para prepararse. Su primer impulso fue el de rechazarla, y cuando Avery se lo mencionó, se le ocurrieron una docena de fútiles pretextos. La idea de comer, sonreír, charlar y codearse con delincuentes, por muy ricos y sofisticados que fueran, le resultaba menos atractiva que la de compartir un plato de sopa con los desposeídos que frecuentaban la estación de autobuses. Pero negarse supondría un grave quebrantamiento de la tradición. Y tal como iban las cosas, su conducta era ya bastante sospechosa.

Por consiguiente, sentado de espaldas a la ventana, procuró mantener una sonriente charla con Avery y Royce McKnight, sin olvidar evidentemente a Oliver Lambert. Desde hacía dos días sabía que compartiría la mesa con ellos. También era consciente de que, de un modo aparentemente natural, le observarían con gran atención, para detectar cualquier indicio de pérdida de entusiasmo, cinismo o desesperación por su parte. En realidad, cualquier cosa. Sabía que prestarían atención a cada una de sus palabras, independientemente de lo que dijera. Sabía que le colmarían de promesas y alabanzas.

Oliver Lambert nunca había estado tan encantador. Setenta y una horas semanales durante el mes de febrero era algo que hasta ahora ningún miembro asociado había alcanzado en la historia de la empresa, explicó mientras Roosevelt servía unas excelentes costillas de cerdo. Todos los socios estaban asombrados y encantados, aclaró en tono afable mientras miraba a su alrededor. Mitch hizo un esfuerzo para sonreír e hincó el tenedor en el plato. Los demás socios, asombrados o indiferentes, charlaban tranquilamente entre sí y se concentraban en la comida. Mitch contó dieciocho socios en activo y diecisiete jubilados, con pantalón deportivo, jersey y aspecto relajado.

—Tienes muchísima energía, Mitch —dijo Royce McKnight, con la boca llena de comida.

Mitch asintió con cortesía. «Si supierais hasta qué punto la utilizo», pensó para sí. Procuraba pensar lo menos posible en Joe Hodge y Marty Kozinski, así como en los otros tres abogados cuya memoria se honraba en la pared del primer piso. Pero le resultaba imposible mantener alejada de su mente la imagen de la chica de la playa y se preguntaba si los demás lo sabrían. ¿Habrían visto todos las fotografías? ¿Habrían circulado durante algún almuerzo, cuando sólo los socios estaban presentes, sin ningún invitado? DeVasher había prometido no mostrárselas a nadie, pero ¿qué valor tenía la palabra de un matón? Claro que debían haberlas visto. Voyles le había dicho que todos los socios y la mayoría de los miembros asociados formaban parte de la conspiración.

Para no tener apetito, comió muy a gusto. Incluso devoró un segundo panecillo con mantequilla, para dar una impresión normal. Nada inusual con su apetito.

—¿De modo que la semana próxima tú y Abby os vais a las Caimán? —preguntó Oliver Lambert.

—Sí. Son sus vacaciones de primavera y hace un par de meses reservamos uno de los apartamentos. Estamos muy emocionados.

—Habéis elegido un mal momento —exclamó Avery, con asco—. En estos momentos llevamos un mes de retraso.

—Siempre llevamos un mes de retraso, Avery. ¿Qué importa una semana? Apuesto a que quieres que me lleve los sumarios en los que estoy trabajando.

—No sería mala idea. Yo siempre lo hago.

—No le hagas caso, Mitch —bromeó Oliver Lambert—. La empresa seguirá en su lugar cuando regreses. Tú y Abby os merecéis una semana a solas.

—Te encantará el lugar —dijo Royce McKnight, como si Mitch no hubiera estado nunca allí, no hubiera tenido lugar el incidente de la playa, ni nadie supiera nada acerca de unas fotografías.

—¿Cuándo salís? —preguntó Lambert.

—El domingo por la mañana. Temprano.

—¿Vais en el Lear?

—No. Delta directo.

Lambert y McKnight intercambiaron unas miradas, de las que Mitch no debía de haberse percatado. Había otras miradas de las demás mesas, breves ojeadas llenas de curiosidad, que Mitch había captado desde su llegada. Estaba allí para ser visto.

—¿Haces submarinismo? —preguntó Lambert, sin dejar de pensar en el Lear y en el Delta directo.

—No, pero queremos hacer un poco de inmersión a pulmón libre.

—Hay un individuo en Rum Point, en el extremo norte, llamado Adrian Bench, que dirige una escuela de submarinismo maravillosa y os conseguirá el título en una semana. Es una semana dura, con mucha instrucción, pero vale la pena.

En otras palabras, manteneos alejados de Abanks, pensó Mitch.

—¿Cómo se llama esa escuela? —preguntó.

—Rum Point Divers. Es fantástica.

Mitch frunció inteligentemente el entrecejo, como si tomara nota mental de tan oportuno consejo. De pronto, Oliver Lambert se puso triste.

—Ten cuidado, Mitch. No puedo evitar pensar en Marty y en Joe.

Avery y McKnight bajaron momentáneamente la mirada, en homenaje póstumo a aquellos chicos. Mitch tragó con fuerza y estuvo a punto de hacerle una mueca a Oliver Lambert. Pero su rostro permaneció impasible, e incluso logró aparentar tristeza como los demás. Marty, Joe, sus jóvenes viudas, e hijos huérfanos. Marty y Joe, dos abogados jóvenes y ricos, aniquilados con suma pericia antes de que pudieran hablar. Marty y Joe, dos prometedores lobos, devorados por su propia manada. Voyles le había dicho a Mitch que pensara en Marty y Joe cuando viera a Oliver Lambert.

Y ahora, por un mero millón de dólares, se le pedía que hiciera lo que Marty y Joe estaban a punto de hacer, sin ser atrapado. Tal vez el próximo año estaría allí sentado el próximo miembro asociado y contemplaría la expresión de tristeza en el rostro de los socios, que le hablarían del joven Mitch McDeere, de su extraordinaria energía y de la maravillosa carrera que habría hecho, de no haber sido por el accidente. ¿A cuántos asesinarían?

Mitch quería dos millones. Además de un par de cosas adicionales.

Después de una hora de conversación importante y buena comida, la reunión comenzó a desintegrarse con la partida de algunos socios, después de despedirse de Mitch. Estaban orgullosos de él, según le decían. Le consideraban la futura estrella más brillante de Bendini, Lambert & Locke. Mitch sonreía y les daba las gracias.

Aproximadamente cuando Roosevelt servía la tarta de plátano con nata y café, Tammy Greenwood Hemphill, de Greenwood Services, aparcaba su mugriento escarabajo castaño detrás del reluciente Peugeot, en el estacionamiento de la escuela. Dejó el motor en marcha. Dio un par de pasos, introdujo la llave en el cerrojo del maletero del Peugeot y cogió la pesada cartera negra. Cerró el maletero y se alejó rápidamente en su escarabajo.

En la sala de profesores, mientras tomaba café, Abby miraba por una pequeña ventana, a través de los árboles y del patio de recreo, al parque de estacionamiento en la lejanía. Su coche era apenas visible. Sonrió y consultó su reloj. Las doce y media, tal como estaba previsto.

Tammy sorteó cuidadosamente el tráfico del mediodía, en dirección al centro de la ciudad. Conducir era molesto, cuando había que controlar permanentemente el retrovisor. Como de costumbre, no vio nada. Dejó el coche en su aparcamiento, frente al Cotton Exchange Building.

Había nueve sumarios en la cartera. Los colocó minuciosamente sobre la mesa plegable y empezó a hacer copias, Sigalas Partners, Lettie Plunk Trust, HandyMan Hardware y dos carpetas atadas con una gruesa goma, en las que se leía Sumarios de Avery. Sacó dos copias de cada documento y volvió a guardarlos cuidadosamente. Anotó la fecha, la hora y el nombre de cada sumario en una agenda. Había ahora veintinueve asientos. Guardó un juego de copias bajo llave en el fichero oculto en el armario y devolvió los originales a la cartera, junto con una copia.

Fiel a las instrucciones de Mitch, la semana anterior había alquilado en su nombre un cuartucho de cinco metros cuadrados en un almacén llamado Summer Avenue Mini Storage, a veintidós kilómetros del centro de la ciudad. Llegó al cabo de treinta minutos y utilizó su llave para abrir el 38C. Colocó el segundo juego de copias de los nueve sumarios en una pequeña caja de cartón, escribió la fecha en la lengüeta de la caja y la dejó junto a otros tres en el suelo.

A las tres en punto entró en el parque de estacionamiento, paró el vehículo detrás del Peugeot, abrió el maletero y dejó la cartera donde la había encontrado.

Pocos segundos después, Mitch salió a la puerta principal del edificio Bendini y se desperezó. Respiró hondo y miró de un lado para otro de Front Street. Hacía un maravilloso día primaveral. A cinco manzanas y nueve pisos de altura, comprobó que las persianas estaban completamente bajas. La señal. Todo bien. Impecable. Sonrió para sí y regresó a su despacho.

A las tres de la madrugada, Mitch se levantó sigilosamente de la cama, se puso unos vaqueros descoloridos, la camisa de franela que solía usar en la facultad, unos gruesos calcetines blancos y unas botas de trabajo. Quería parecer un camionero. Sin mediar palabra, besó a Abby, que estaba despierta y salió de la casa. East Meadowbrook estaba desierta, como todas las calles entre su casa y la autopista. Parecía improbable que le siguieran a aquella hora.

Se dirigió hacia el sur por la interestatal cincuenta y cinco, hasta recorrerlos cuarenta kilómetros que le separaban de Senatobia, en Mississippi. A cien metros de los cuatro carriles, resplandecía el fulgor de una transitada estación de servicio para camiones, llamada cuatro cincuenta y cinco, abierta día y noche. Circuló entre los camiones hasta el área posterior, donde pasaban la noche un centenar de remolques, paró junto al tren de lavado de camiones y esperó. Una docena de vehículos de dieciocho ruedas maniobraban alrededor de las bombas de combustible.

Un negro con una gorra del club de fútbol Falcon se asomó por una esquina y contempló el BMW. Mitch reconoció que se trataba del agente de la estación de autobuses de Knoxville. Paró el motor y se apeó.

—¿McDeere? —preguntó el agente.

—Claro. ¿Quién quieres que sea? ¿Dónde está Tarrance?

—Dentro. En una mesa junto a la ventana. Te está esperando.

Mitch abrió la puerta y entregó las llaves al agente.

—¿Dónde lo llevas?

—A pocos kilómetros. Lo cuidaremos. Nadie te ha seguido desde Memphis. Tranquilízate.

El agente subió al coche, maniobró entre dos bombas de diesel y se dirigió a la autopista, En el momento de entrar en la cafetería Mitch vio cómo desaparecía su pequeño BMW. Eran las cuatro menos cuarto.

La ruidosa sala estaba llena de corpulentos hombres maduros que tomaban café y comían tartas fabricadas en serie. Se hurgaban los dientes con palillos multicolores, mientras hablaban de política y de la pesca de la lubina en su lugar de procedencia. Muchos hablaban con un fuerte acento norteño. Del tocadiscos salían los gemidos de Merle Haggard.

El abogado avanzó torpemente hacia el fondo, hasta que en un rincón oscuro descubrió un rostro conocido, oculto tras unas gafas de aviador y la misma gorra de béisbol del Michigan State. Entonces el rostro le sonrió. Tarrance tenía una carta en las manos y vigilaba la puerta. Mitch se sentó ante su mesa.

—Hola, amigo —dijo Tarrance—. ¿Cómo te va de camionero?

—Maravilloso. Pero creo que prefiero el autobús.

—La próxima vez probaremos el tren, o algo por el estilo. Para variar. ¿Ha recogido Laney tu coche?

—¿Laney?

—El negro. Es uno de nuestros agentes, ya lo sabes.

—No hemos sido debidamente presentados. Pero, sí, tiene mi coche. ¿Adónde se lo lleva?

—A pocos kilómetros. Regresará aproximadamente dentro de una hora. Conviene que estés en la carretera a las cinco, para llegar a tu despacho a las seis. No queremos trastornar tu horario.

—Está ya bastante alborotado.

Se acercó una camarera ligeramente impedida, llamada Dot, para preguntarles sin preámbulos lo que deseaban tomar. Café solo. Un grupo de camioneros entró en aquel momento por la puerta y se llenó la cafetería. La voz de Merle era apenas audible.

—¿Cómo les va a los chicos de la oficina? —preguntó alegremente Tarrance.

—Todo bien. Los relojes avanzan mientras hablamos y todos se enriquecen. Gracias por tu interés.

—Encantado.

—¿Cómo está mi viejo amigo Voyles? —preguntó Mitch.

—A decir verdad —respondió Tarrance—, bastante inquieto. Hoy me ha llamado ya dos veces para recordarme por enésima vez que espera tu respuesta. Dice que has tenido tiempo más que suficiente para reflexionarlo. Yo le he dicho que se tranquilice. Le he hablado de esta reunión que habíamos organizado para esta noche y se ha puesto contento. He quedado en llamarle, para ser exactos dentro de cuatro horas.

—Dile que un millón no es suficiente, Tarrance. No dejáis de presumir de que gastáis billones para luchar contra el crimen organizado, sólo aspiro a una pequeña tajada. ¿Qué suponen un par de millones para el gobierno federal?

—¿De modo que ahora son dos millones?

—Maldita sea, claro que son dos millones. Ni un céntimo menos. Quiero un millón ahora y otro más adelante. Estoy copiando todas mis fichas y habré acabado dentro de unos días. Creo que son auténticas. Si se las entrego a alguien, quedaré permanentemente expulsado del colegio de abogados. De modo que si te las entrego, quiero el primer millón. Digamos que para demostrar vuestra buena fe.

—¿Cómo lo quieres?

—Depositado en un banco de Zurich. Pero de eso ya hablaremos más adelante.

Dot colocó dos platos sobre la mesa, con tazas dispares. Sirvió el café desde casi un metro de altura y lo derramó por todas partes.

—La segunda taza es gratis —gruñó antes de marcharse.

—¿Y el segundo millón? —preguntó Tarrance, sin prestarle atención al café.

—Cuando tú y yo y Voyles hayamos decidido que os he suministrado bastante documentación para presentar cargos, me entregaréis la mitad. Después de mi última declaración ante los tribunales, la otra mitad. Es increíblemente justo, Tarrance.

—Lo es. Trato hecho.

Mitch respiró hondo y sintió que le flaqueaban las rodillas. Se habían puesto de acuerdo, existía entre ellos un contrato. Claro que no podían ponerlo por escrito, pero no por ello era menos vinculante. Tomó un sorbo de café, sin saborearlo. Habían cerrado el trato respecto al dinero. Estaba en nómina. Era cuestión de seguir presionando.

—Hay otro asunto, Tarrance.

Agachó la cabeza y se volvió ligeramente a la derecha.

—¿Ah, sí?

Mitch se acercó y colocó los antebrazos sobre la mesa.

—No os costará un centavo y para vosotros es pan comido. ¿De acuerdo?

—Te escucho.

—Mi hermano Ray está en Brushy Mountain. Le faltan siete años para la condicional. Quiero que salga en libertad.

—Eso es absurdo, Mitch. Son muchas las cosas que podemos hacer pero, maldita sea, conceder la condicional a un prisionero del estado no es una de ellas. Tal vez a un preso federal, pero no del estado. Imposible.

—Escucha, Tarrance, y presta mucha atención. Si voy a huir perseguido por la mafia, mi hermano va conmigo. Digamos que todo forma parte del mismo trato. Y estoy convencido de que si el director Voyles quiere que salga de la cárcel, lo hará. Lo sé. Sólo tenéis que decidir la forma de hacerlo.

—Pero no tenemos autoridad para entrometernos en los asuntos de los presos estatales.

Mitch sonrió y volvió a su café.

—James Earl Ray se fugó de Brushy Mountain, y sin ayuda del exterior.

—Claro, maravilloso. Atacamos la cárcel como comandos y rescatamos a tu hermano. Fantástico.

—No te hagas el bobo conmigo, Tarrance. No es negociable.

—De acuerdo, de acuerdo. Veré lo que puedo hacer. ¿Algo más? ¿Otras sorpresas?

—No, sólo detalles en cuanto adónde nos dirigimos y qué hacemos. ¿Dónde nos ocultamos inicialmente? ¿Dónde vivimos mientras duren los juicios? ¿Dónde pasamos el resto de la vida? Sólo pequeños detalles.

—Podemos hablar de ello más adelante.

—¿Qué te contaron Hodge y Kozinski?

—No lo suficiente. Tenemos un cuaderno de notas, bastante grueso, en el que hemos reunido y clasificado todo lo que sabemos acerca de los Morolto y de la empresa. En su mayoría es basura relacionada con la familia, su organización, personas claves, actividades ilegales, etcétera. Debes leerlo todo, antes de que empecemos a trabajar.

—Lo cual, por supuesto, será después de que me paguéis el primer millón.

—Por supuesto. ¿Cuándo podemos ver tus fichas?

—Aproximadamente dentro de una semana. He logrado copiar cuatro sumarios que pertenecen a otro. Puede que consiga alguno más.

—¿Quién hace las copias?

—No es de tu incumbencia.

Tarrance reflexionó unos instantes y decidió olvidarlo.

—¿Cuántos sumarios?

—Entre cuarenta y cincuenta. Sólo puedo sacar unos pocos a la vez. Hace ocho meses que trabajo en algunos de ellos, pero sólo cosa de una semana en otros. Que yo sepa, todos pertenecen a clientes legítimos.

—¿A cuántos de dichos clientes has conocido personalmente?

—Dos o tres.

—No estés tan seguro de que son legítimos. Hodge nos habló de los sumarios falsos, o fichas para sudar como las denominan los socios, que circulan desde hace muchos años y en los que se afilan los colmillos todos los nuevos miembros asociados; densos sumarios que exigen centenares de horas de trabajo y hacen que los novatos se sientan como auténticos abogados.

—¿Fichas para sudar?

—Eso fue lo que Hodge nos dijo. Es un juego fácil, Mitch. Te atraen con el dinero. Te saturan de trabajo que parece legítimo y que, en su mayoría, probablemente lo sea. De ese modo, al cabo de unos años, sin darte cuenta has pasado a formar parte de la conspiración. Estás atrapado, en un callejón sin salida. Incluso tú, Mitch. Empezaste a trabajar en julio, hace ocho meses y es probable que ya hayan pasado por tus manos unas cuantas fichas sucias. Tú no lo sabías, no tenías por qué sospecharlo. Pero ya te han tendido la trampa.

—Dos millones, Tarrance. Dos millones y mi hermano.

Tarrance tomó un sorbo de café tibio y pidió un trozo de tarta de coco, cuando Dot se acercó a la mesa. Consultó su reloj y observó a los camioneros, que fumaban cigarrillos, tomaban café y charlaban sin cesar.

—Bueno, ¿qué le digo a Voyles? —preguntó el agente, al tiempo que se ajustaba las gafas de sol.

—Dile que no hay trato hasta que se comprometa a sacar a Ray de la cárcel. No hay trato, Tarrance.

—Tal vez podamos hacer algo.

—Estoy completamente seguro.

—¿Cuándo sales para las Caimán?

—El domingo a primera hora. ¿Por qué?

—Sólo curiosidad, eso es todo.

—Me gustaría saber cuántos grupos distintos van a seguirme. ¿Es pedir demasiado? Estoy convencido de que habrá un montón de gente vigilándonos y, con franqueza, teníamos la esperanza de estar solos.

—¿Apartamento de la empresa?

—Por supuesto.

—Olvida la intimidad. Con toda probabilidad, tiene más cables que una centralita. Es posible que también haya cámaras.

—Muy tranquilizador. Es posible que pasemos un par de noches en el centro de submarinismo de Abanks. Si pasáis por allí, venid a tomar una copa.

—Muy gracioso. Si estamos allí, por algo será. Y tú no te percatarás de ello.

Tarrance se comió la tarta de tres mordiscos. Dejó un par de dólares sobre la mesa y fueron caminando hasta la zona oscura detrás de la cafetería. El sucio asfalto vibraba al compás del zumbido de un acre de motores diesel. Esperaron en la oscuridad.

—Hablaré con Voyles dentro de unas horas —dijo Tarrance—. ¿Qué te parece si mañana por la tarde sales con tu esposa a dar un tranquilo paseo en coche?

—¿A algún lugar en particular?

—Cincuenta kilómetros al este de donde nos encontramos hay una ciudad llamada Holly Springs. Es un lugar antiguo, Heno de edificios de antes de la guerra y repleto de historia confederada. A las mujeres les encanta contemplar las viejas mansiones. Venid a eso de las cuatro y nosotros te encontraremos. Nuestro amigo Laney conducirá un Chevy Blazer rojo brillante, con matrícula de Tennessee. Síguele. Encontraremos un buen lugar para charlar. —¿Estaremos a salvo?

—Confía en nosotros. Si vemos o nos olemos algo, desapareceremos. Conduce por la ciudad durante una hora y si no ves a Laney, cómete un bocadillo y regresa a casa. Sabrás que te vigilaban de cerca. No nos arriesgaremos.

—Gracias. Sois maravillosos.

Laney dobló la esquina en el BMW y se apeó.

—Todo despejado. No hay moros en la costa.

—Bien —dijo Tarrance—. Hasta mañana, Mitch. Que lo pases bien en la carretera.

Se estrecharon la mano.

—No es negociable, Tarrance —repitió Mitch.

—Puedes llamarme Wayne. Hasta mañana.