Veintitrés

A las ocho y media del martes por la mañana, Nina ordenó en nítidos montones la multitud de papeles que cubrían el escritorio. Disfrutaba de aquel ritual matutino, que consistía en arreglar el escritorio y organizarle el día. La agenda estaba en una esquina de la mesa, al alcance de la mano. La secretaria la consultó.

—Tiene usted un día muy ocupado, señor McDeere.

—Todos los días estoy ocupado —respondió Mitch, procurando no prestarle atención, mientras hojeaba un sumario.

—Tiene una reunión a las diez, en el despacho del señor Mahan, sobre la apelación de Delta Shipping.

—Estoy impaciente de emoción —susurró Mitch.

—Otra reunión a las once y media en el despacho del señor Tolleson, sobre la disolución de Greenbriar, y su secretaria me ha comunicado que durará por lo menos dos horas.

—¿Por qué dos horas?

—No me pagan para formular ese tipo de preguntas, señor McDeere. Si lo hago, puede que me despidan. A las tres y media, Victor Milligan quiere que se reúna con él.

—¿Para qué?

—Como le decía, señor McDeere, no se me permite formular preguntas. Y tiene otra reunión en el despacho de Frank Mulholland, en el centro de la ciudad, dentro de quince minutos.

—Sí, lo sé. ¿Dónde está?

—En el Cotton Exchange Building. A cuatro o cinco manzanas por Front Street, en Union Street. Ha pasado por allí centenares de veces.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—¿Le traigo algo de comer a la hora del almuerzo?

—No, comeré un bocadillo en el centro.

—Magnífico. ¿Tiene todo lo que necesita para Mulholland?

Señaló la gruesa cartera negra, sin decir palabra. La secretaria salió del despacho y a los pocos segundos Mitch caminaba por el pasillo, bajaba por la escalera y salía por la puerta principal. Se detuvo unos instantes bajo una farola, giró y echó a andar apresuradamente hacia el centro de la ciudad. Llevaba la gruesa cartera negra en la mano derecha y el maletín rojo de piel de anguila en la izquierda. Ésa era la señal.

Frente a un edificio verde con las ventanas tapiadas, se detuvo junto a una boca de incendios. Esperó un segundo antes de cruzarla calle. Otra señal.

En el noveno piso del Cotton Exchange Building, Tammy Greenwood, de Greenwood Services, se retiró de la ventana y se puso el abrigo. Cerró la puerta a su espalda y llamó el ascensor. Esperó. Estaba a punto de reunirse con un hombre, cosa que podía causarle fácilmente la muerte.

Mitch entró en el vestíbulo y fue directamente hacia los ascensores. Nadie le llamó particularmente la atención. Media docena de hombres de negocios hablaban mientras iban y venían. Una mujer susurraba por teléfono en una cabina. Un guardia de seguridad deambulaba cerca de la entrada de la avenida Union. Llamó el ascensor y esperó, solo. Cuando se abrió la puerta, un joven de aspecto inmaculado que parecía funcionario de Merril Lynch, con traje negro e impecables zapatos negros puntiagudos, entró en el ascensor. Mitch tenía la esperanza de subir solo.

El despacho de Mulholland estaba en el séptimo piso, Mitch pulsó el botón correspondiente e hizo caso omiso del joven de traje negro. Mientras el ascensor subía, ambos contemplaron como es debido los números intermitentes sobre la puerta. Mitch se colocó junto a la pared del fondo y dejó la pesada cartera en el suelo, junto a su pie derecho. La puerta se abrió en el cuarto piso y Tammy entró, nerviosa, en el ascensor. El jovenzuelo le echó una mirada. Su atuendo era extraordinariamente conservador: un sencillo vestido de punto, con un moderado escote, debajo del abrigo. No llevaba zapatos extravagantes. Se había teñido el cabello de un tono rojizo suave. Le echó otra mirada y pulsó el botón que cerraba la puerta del ascensor.

Tammy llevaba consigo una gruesa cartera negra, idéntica a la de Mitch. Eludió su mirada, se colocó junto a él y dejó discretamente la cartera junto a la suya. Al llegar al séptimo piso, Mitch cogió la cartera de Tammy y abandonó el ascensor. En el octavo piso, el elegante jovenzuelo de traje negro se apeó y, al llegar al noveno, Tammy cogió la pesada cartera llena de documentos de Bendini, Lambert & Locke y se la llevó a su despacho. Cerró la puerta, echó el cerrojo, se quitó apresuradamente el abrigo y se dirigió al pequeño cuarto, donde la fotocopiadora estaba lista para funcionar. Había siete sumarios, cada uno de dos centímetros de grosor como mínimo. Los colocó cuidadosamente sobre la mesa plegable junto a la fotocopiadora y cogió el titulado «Koker Hanks a East Texas Pipe». Abrió el broche de aluminio de la carpeta, retiró los documentos y los colocó con esmero, junto a las cartas y notas del mismo sumario, en el alimentador automático. Pulsó el botón de impresión y vio cómo de la máquina surgían dos impecables copias de cada documento.

Al cabo de treinta minutos, los siete sumarios volvieron a la cartera. Los nuevos sumarios, catorce en total, se guardaron bajo llave en un fichero a prueba de incendios, oculto en un pequeño armario, que también cerró con llave. Tammy colocó la cartera junto a la puerta y esperó.

Frank Mulholland era socio de una empresa de diez miembros, especializada en inversiones y obligaciones. Su cliente era un anciano que había fundado una cadena de tiendas de bricolaje, que había llegado a estar valorada en dieciocho millones, antes de que su hijo y un consejo de administración de renegados se hicieran con el control de la misma y le obligaran a jubilarse. El anciano había demandado a la compañía y ésta, a su vez, había entablado un pleito con el anciano. Todo el mundo demandaba a todo el mundo y los pleitos y contrapleitos habían quedado inexorablemente atascados desde hacía dieciocho meses. Ahora, satisfecho el desmesurado apetito de los abogados, había llegado el momento de negociar un convenio. Bendini, Lambert & Locke representaban al hijo y al nuevo consejo de administración, y hacía dos meses que Avery había puesto el caso en manos de Mitch. El plan consistía en ofrecer al anciano un paquete de cinco millones de dólares en acciones ordinarias, obligaciones convertibles y unos cuantos bonos.

El plan no impresionó a Mulholland. Insistió repetidamente en que su cliente no era avaricioso y sabía que no recuperaría el control de la compañía. Su compañía, dicho sea de paso. Pero no bastaba con cinco millones. Cualquier jurado medianamente inteligente se compadecería del anciano y hasta un loco reconocería que merecía una recompensa de… por lo menos, veinte millones.

Después de una hora de propuestas y contrapropuestas en el despacho de Mulholland, Mitch había subido la oferta a ocho millones y el abogado del anciano dijo que su cliente posiblemente consideraría una oferta de quince. Mitch guardó con mucha corrección los documentos en su maletín y Mulholland le acompañó atentamente a la puerta. Decidieron reunirse de nuevo una semana más tarde y se estrecharon la mano como viejos amigos.

El ascensor paró en el quinto piso y Tammy entró despreocupadamente en el mismo. Aparte de Mitch, no había otro pasajero.

—¿Algún problema? —preguntó, cuando se cerró la puerta.

—Ninguno. Hay dos copias bajo llave.

—¿Cuánto tiempo has necesitado?

—Treinta minutos.

El ascensor se detuvo en el cuarto piso y Tammy cogió la cartera vacía.

—¿Mañana a las doce? —preguntó.

—Sí —respondió Mitch.

Se abrió la puerta y Tammy desapareció por el pasillo. Mitch descendió solo hasta el vestíbulo, que estaba vacío a excepción del mismo guarda de seguridad. Mitchell McDeere, abogado, salió apresuradamente del edificio con un maletín en cada mano y regresó con paso marcial a su despacho.

La celebración del vigésimo quinto aniversario de Abby fue bastante deprimente. Sentados en un oscuro rincón de Grisanti’s, a la tenue luz de una vela, susurraban entre sí y forzaban una sonrisa. No era fácil. En aquel mismo momento, en algún lugar del restaurante, había un agente indetectable del FBI con una cinta magnetofónica, que a las nueve en punto insertaría en la máquina de cigarrillos y que Mitch debía retirar al cabo de unos segundos sin ser visto ni atrapado por los malvados, quienquiera y como quiera que fueran. Lo único que la cinta les revelaría sería la suma de dinero que los McDeere recibirían a cambio de pruebas y del resto de la vida como fugitivos.

Comían sin apetito y hacían un esfuerzo por sonreír, mientras intentaban mantener una prolongada conversación, pero en el fondo estaban inquietos y no dejaban de consultar el reloj. La cena fue breve. A las nueve menos cuarto habían acabado de comer. Mitch se dirigió al lavabo y examinó de paso el oscuro salón. La máquina de cigarrillos estaba en un rincón, donde se suponía que debía estar.

Pidieron café y a las nueve en punto Mitch regresó al salón, se acercó a la máquina, con muchos nervios introdujo seis monedas de un cuarto en la ranura y, en honor a Eddie Lomax, pulsó el botón de Marlboro Lights. Llevó inmediatamente la mano al cajón de la máquina, cogió los cigarrillos y palpó en la oscuridad hasta encontrar la cinta. Sonó el teléfono de la cabina situada junto a la máquina y se sobresaltó. Volvió la cabeza y examinó el salón. Estaba vacío, a excepción de dos individuos en la barra que miraban la televisión, debajo de la cual se encontraba el barman. En un rincón lejano estallaron las risotadas de unos borrachos.

Abby observó atentamente todos los pasos y movimientos, hasta que Mitch se sentó frente a ella, al otro lado de la mesa.

—¿Y bien? —preguntó, con las cejas arqueadas.

—Ya lo tengo. Una cinta Sony convencional.

Mitch se tomó el café con una ingenua sonrisa, mientras observaba el abarrotado comedor. Nadie los miraba. Nadie se interesaba por ellos.

Entregó la cuenta y una tarjeta de American Express al camarero.

—Tenemos mucha prisa —dijo, con pocas contemplaciones.

El camarero regresó a los pocos segundos y Mitch firmó el recibo.

El BMW estaba efectivamente lleno de artefactos electrónicos. Los muchachos de Tarrance lo habían examinado discreta y meticulosamente cuatro días antes, mientras esperaban la llegada del Greyhound. Los aparatos, que eran terriblemente caros, habían sido instalados por expertos y permitían oír y grabar hasta el más mínimo suspiro. Pero sólo servían para escuchar y grabar, no actuaban como localizador. Mitch consideró que habían sido muy amables limitándose a escuchar pero no a seguir los movimientos del BMW.

Abandonó el aparcamiento de Grisanti’s, sin conversación alguna entre sus ocupantes. Abby abrió cuidadosamente un magnetófono portátil e introdujo la cinta en el mismo. Entregó los auriculares a Mitch, éste se los colocó y ella pulsó el botón de puesta en marcha. Mitch escuchaba bajo la mirada atenta de su esposa, mientras conducía desinteresadamente hacia la autopista.

«Hola, Mitch —decía la voz de Tarrance—. Hoy es martes, veinticinco de febrero, poco después de las nueve de la noche. Feliz aniversario a tu encantadora esposa. La grabación dura unos diez minutos. Escúchala un par de veces y a continuación destrúyela. El domingo me reuní cara a cara con el director, Voyles, y se lo conté todo. Por cierto, el viaje en autobús fue muy divertido. Voyles está muy satisfecho con el progreso de las cosas, pero cree que ya hemos hablado lo suficiente. Quiere cerrar el trato lo antes posible. Me explicó en términos inequívocos que nunca hemos pagado tres millones de dólares, ni tampoco te los vamos a pagar a ti. Discutió un buen rato, pero abreviando, el director dice que podemos pagarte un millón al contado, ni un céntimo más. Dice que el dinero se depositaría en un banco suizo y que nadie, ni siquiera Hacienda, lo sabría jamás. Un millón de dólares libre de impuestos. Ésta es nuestra mejor oferta y Voyles dice que te vayas al diablo si no la aceptas. Nos cargaremos esa empresa, Mitch, con o sin tu ayuda.»

Mitch sonrió con cierta amargura y contempló los coches que avanzaban a toda velocidad, por la intersección de la 1240. Abby le observaba, a la espera de algún signo, alguna señal, un gruñido, un suspiro, o cualquier cosa indicativa de buenas o malas noticias, sin decir palabra.

«Cuidaremos de ti, Mitch —seguía diciendo la voz—. Tendrás acceso a la protección del FBI, siempre que creas necesitarla. Te controlaremos periódicamente, si lo deseas. Y si al cabo de unos años deseas trasladarte a otra ciudad, nos ocuparemos de ello. Puedes trasladarte cada cinco años si quieres y, además de cubrir los gastos, os facilitaremos empleo. Buenos empleos en la administración de veteranos, la seguridad social, o el servicio de correos. Voyles dice que incluso podríamos encontrar un trabajo muy bien pagado para ti en una empresa privada que trabaje para el gobierno. No tienes más que decirlo, Mitch, y se hará realidad. Por supuesto, os facilitaremos nuevas identidades a ti y a tu esposa, y si lo deseáis podéis cambiar todos los años. Ningún inconveniente. O si tienes otra idea mejor, te escucharemos. Si prefieres vivir en Europa o en Australia, no tienes más que decirlo. Recibirás un trato especial. Sé que es mucho lo que te prometemos, Mitch, pero hablamos perfectamente en serio y te lo daremos por escrito. Pagaremos un millón al contado, libre de impuestos, y os instalaremos en el lugar de vuestra elección. Ésta es nuestra oferta. A cambio, deberás entregarnos la empresa y a los Morolto. Hablaremos de eso más adelante. Por ahora se ha acabado el plazo. Voyles me está presionando y hay que actuar con rapidez. Llámame a aquel número el jueves, a las nueve de la noche, desde la cabina situada junto a los servicios de Houston’s, en Poplar. Hasta pronto, Mitch.»

Hizo una señal con el dedo, como si se cortara el pescuezo, y Abby paró la cinta y la rebobinó. Entregó los auriculares a su esposa y ésta empezó a escuchar atentamente la grabación.

La pareja de tortolitos cogidos de la mano paseaban inocentemente por el parque, a la clara y fría luz de la luna. Se detuvieron junto a un cañón y contemplaron el majestuoso río que avanzaba con pasmosa lentitud hacia Nueva Orleans. El mismo cañón junto al que Eddie Lomax había estado en una ocasión, durante una tormenta de aguanieve, para entregar el informe de una de sus últimas investigaciones.

Abby tenía la cinta en la mano y contemplaba el río a sus pies, Después de escucharla dos veces, no había querido dejarla en el coche, de donde alguien podía haberla sustraído. Debido al silencio practicado durante varias semanas y haber hablado sólo al aire libre, las palabras fluían con dificultad.

—Sabes lo que te digo, Abby —dijo finalmente Mitch, al tiempo que golpeaba con suavidad una de las ruedas del cañón—, siempre me ha apetecido trabajar en correos. Tenía un tío que fue cartero rural. Sería perfecto.

Hacerse el gracioso suponía un riesgo, pero funcionó. Abby titubeó unos segundos, pero acabó por reírse un poco y Mitch se dio cuenta de que realmente le había hecho gracia.

—Sí, y yo podría limpiar los suelos de un hospital de la asociación de veteranos.

—No tendrías necesidad de fregar los suelos. Podrías hacer algo discreto y significativo, como cambiar bacines. Viviríamos en una pequeña y ordenada casa de paredes blancas en Maple Street, en Omaha. Yo me llamaría Harvey y tú Thelma, y nuestro apellido tendría que ser corto y sencillo.

—Poe —agregó Abby.

—Fantástico. Harvey y Thelma Poe. La familia Poe. Tendríamos un millón de dólares en el banco, pero no podríamos gastar un centavo porque todo el mundo en Maple Street lo sabría y nos distinguiría de los demás, que sería lo último que desearíamos.

—Yo me haría modificar la nariz.

—Pero si tu nariz es perfecta…

—La nariz de Abby es perfecta, ¿pero qué me dices de la de Thelma? Sería preciso modificársela, ¿no crees?

—Sí, supongo que sí.

Pronto se cansó de la broma y se quedó callado. Abby se puso delante de él y Mitch le echó los brazos al cuello. Observaron un remolcador que empujaba silenciosamente cien barcazas bajo el puente. Alguna nube pasajera oscurecía la luna y el frío viento de poniente soplaba a rachas.

—¿Confías en Tarrance? —preguntó Abby.

—¿En qué sentido?

—Supongamos que no haces nada. ¿Crees que algún día acabarán por infiltrarse en la empresa?

—Tengo miedo de no creerlo.

—¿Entonces cogemos el dinero y echamos a correr?

—Para mí es más fácil coger el dinero y huir, Abby. No tengo nada que perder. Para ti es diferente. Nunca volverás a ver a tu familia.

—¿Adónde iríamos?

—No lo sé. Pero no querría quedarme en este país. No se puede confiar plenamente en los federales. Me sentiría más seguro en el extranjero, pero no pienso decírselo a Tarrance.

—¿Cuál es el próximo paso?

—Llegamos a un acuerdo y empezamos a acumular rápidamente suficiente información para hundir el barco. No tengo ni idea de lo que quieren, pero puedo proporcionárselo. Cuando Tarrance tenga bastante, desaparecemos.

—¿Cuánto dinero?

—Más de un millón. Están jugando con el dinero. Todo es negociable.

—¿Cuánto les sacaremos?

—Dos millones libres de impuestos. Ni un centavo menos.

—¿Lo pagarán?

—Sí, pero ése no es el problema. La cuestión es: ¿lo cogeremos y huiremos?

Abby tenía frío y Mitch le colocó su abrigo sobre los hombros. La abrazó.

—Es una perspectiva horrible, Mitch —dijo Abby—, pero por lo menos estaremos juntos.

—Me llamo Harvey, no Mitch.

—¿Crees que estaremos a salvo, Harvey?

—Aquí es donde no estamos a salvo.

—No me gusta este lugar. Me siento sola y asustada.

—Estoy harto de ser abogado.

—Cojamos el dinero y larguémonos.

—Has dado en el clavo, Thelma.

Abby entregó la cinta a su marido. Él la miró y la arrojó al vacío, más allá de Riverside Drive, en dirección al río. Cogidos de la mano, cruzaron a buen paso el parque en dirección al BMW, aparcado en Front Street.